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Los ritos con el Amo
Bogomilos y cátaros, entonces, fueron satanizados por la Iglesia católica, si bien no eran oscuros adoradores del Diablo, ni renegaban de la bondad de Dios. Simplemente no compartían el dogma de la Iglesia medieval, y aquello los convirtió en herejes y “satanes”.
Injustamente, estos movimientos heréticos fueron relacionados por el relato oficial católico, durante toda la Edad Media e incluso durante el Renacimiento, con los numerosos grupos o individuos que practicaban la brujería y solían reunirse en las noches del viernes o del sábado en algún lugar poco accesible de los bosques. Éstos llevaban a cabo ceremonias orgiásticas de adoración al Demonio llamadas “aquelarre” o “sabbat”. Aquéllos eran más refinados, atacaban al dogma impuesto, y por tanto eran más peligrosos para la jerarquía eclesiástica.
Pero volvamos a los brujos, y a uno de los términos antes citados. Sin dudas, denominar “sabbat” a una reunión de brujas y brujos adoradores de Satanás fue producto del encendido antijudaísmo de la jerarquía católica en tiempos del Medioevo. De ese modo, mataban “dos pájaros de un tiro”.
Equiparar el Sabbat (o sea, el descanso obligatorio que la religión judía santifica y que se celebra precisamente desde la noche del viernes a la del sábado) con una ceremonia demoníaca tenía como propósito acusar también a los judíos de adoradores del Diablo. Algo que sólo se podía afirmar en el desconocimiento general del Antiguo Testamento, donde abrevó el mismo cristianismo.
El rito, según narraban los clérigos para aterrorizar a los feligreses, se desarrollaba en un lugar del bosque sólo conocido por los participantes, que llegaban a una hora previamente acordada. Una vez reunidos todos los integrantes del grupo, bailaban al son de una música de ritmo "diabólico”, mientras que, desde un costado y con forma de macho cabrío, Satanás mismo observaba la escena.
Luego de la danza, las brujas (no los brujos) se alineaban en fila para ir, una por una, besando el trasero de Lucifer. Completada la curiosa ceremonia, todos los integrantes participaban de un banquete donde comían y bebían sin control, Más tarde se entregaban a una orgía sexual, y todo concluía al amanecer.
Lo cierto es que ni la Iglesia católica, ni su brazo armado, el Santo Oficio, han podido dejar alguna prueba concluyente de que los aquelarres, o "sabbat” fuesen algo más que una leyenda destinada a aterrorizar a las personas. Los únicos documentos exhibidos fueron confesiones arrancadas bajo tortura, lo cual los hacía carentes de toda legitimidad.
¿Demonios o dioses paganos?
Podría ocurrir, empero, que aquellos encuentros que para los clérigos católicos eran rituales demoníacos, no fuesen más que rastros de algún tipo de religión local pagana. En su libro Las brujas en el mundo, el italiano Massimo Centini, licenciado en Antropología Cultural, abona esta postura y dice:
"La teoría que pretende identificar en el complejo ritual del aquelarre los vestigios de antiguas religiones precristianas es, probablemente, la forma más racional de interpretar el sentido del fenómeno de la brujería. Margaret A. Murray, en su famosa obra Le streghe nell’Europa occidentale (1921), sugiere la relación de las prácticas mágicas llevadas a cabo por las brujas con una cultura religiosa evolucionada a partir de los rituales precristianos de la fertilidad, en una propuesta interpretativa claramente a contracorriente. Las tesis de la estudiosa inglesa, pese a tener un interés indiscutible, resultan bastante arraigadas porque presuponen la existencia de una antigua organización religiosa pagana que fue demonizada y considerada brujería por parte de la Inquisición. Según Murray, detrás del Diablo, considerado amo y señor de las reuniones de brujas, en realidad había un 'dios cornudo' pagano, una criatura que con el paso del tiempo había adoptado múltiples caras, pasando de la representación de la prehistoria a las máscaras que todavía hoy se utilizan en el folclore".
Esto no es poco probable, si recordamos a los sátiros y otras divinidades de los bosques. Pero, así las cosas, supongamos que aquellos rituales que la Iglesia y más específicamente la Inquisición identificaron como demoníacos no eran más que fragmentos de una religión precristiana. Ello probaría, según dice Centini, que la conversión no ya al cristianismo sino al monoteísmo en general, no había sido completa en todas las áreas.
Centini subraya asimismo que, ya en tiempos del Santo Oficio hubo muchos teólogos y juristas que no aceptaban la leyenda del aquelarre, esa ceremonia en la que brujas y brujos se reunían en oscuros y secretos lugares para devorar bebés, matar cristianos y protagonizar desenfrenadas orgías sexuales.
El antropólogo italiano recuerda también que los teóricos del Santo Oficio afirmaban que el Demonio podía tener una doble fisonomía al acercarse a los hombres para inducirlos al pecado. Podían ser íncubos o súcubos.
Los primeros adoptaban la forma de apuestos varones que seducían a las brujas y se unían sexualmente a ellas. Los súcubos, en cambio, adoptaban la forma de hermosas mujeres capaces de cautivar a santos y ermitaños.
Pero para la Inquisición, fundada en 1184 en Languedoc, sur de Francia, para combatir a los cátaros, la lucha contra la herejía era, en realidad, parte de una política de disciplinamiento religioso, en una época en que el cristianismo no había logrado aún consolidarse plenamente.
Por ello, los castigos solían ser realmente muy severos. Y tomemos un ejemplo.
El modo en que los inquisidores comprobaban si una mujer era bruja o no consistía en amarrarle las piernas y los brazos con tiras de cuero; luego procedían a introducir su cuerpo atado dentro de una bolsa, a la que se le ataba la parte abierta. La bolsa con la mujer adentro era arrojada al río: si el bulto emergía, eso quería decir que, en efecto, la sospechosa era bruja; si no lo hacía, se la consideraba inocente. Inocencia imposible de disfrutar, porque la mujer acababa descansando para siempre en el lecho del río.
Las otras misas, los otros libros
El Renacimiento no sólo significó el fin de la oscuridad medieval, la aparición de poderosos movimientos culturales y la refundación de las ciencias tanto humanas como naturales. En esa etapa, la Humanidad también vio florecer, aquí y allá, grupos de personas asociadas en lo que se conoció como "círculos satanistas”. Éstos eran liderados, por lo general, por un monje, y practicaban lo que ellos mismo definían como "misas negras”, una ceremonia que emulaba la misa católica pero que era, en realidad, un ritual de culto al Diablo.
Allí, los celebrantes debían ir vestidos completamente de negro, color que simbolizaba a las tinieblas y al Demonio. Además, solían ir provistos de varios amuletos; el principal, una estrella de cinco puntas invertida, que representa a Satanás. También, en lugar de consagrar el pan y el vino, se consagraba la sangre de un animal, y la blancura del altar y sus objetos sacros eran reemplazados por una mujer desnuda, considerada una representación de la Madre Tierra, sabia, fértil y dispuesta a recibir generosamente a todos sus hijos.
Resulta obvio que la aparición de estos círculos satanistas, precisamente cuando la ciencia comenzaba a imponerse por sobre la superchería y cuando la luz del pensamiento empezaba a iluminar las negras grutas del prejuicio medieval, fue algo así como una respuesta rebelde al opresivo cristianismo oficial de la época, que tantas vidas se había cobrado en nombre del dogma. ¿Dónde estaba entonces la luz y dónde las tinieblas?
Lo cierto es que en tiempos del Renacimiento comenzaron a circular entre sectores de la nobleza, y también de los limitados pero crecientes círculos intelectuales contestatarios, unos libelos conocidos como grimorios, que eran una suerte de manuales de procedimiento para llevar a cabo la invocación de los espíritus malignos.
El término “grimorio” parece venir del francés grimoire, y sería una alteración de la palabra francesa para “gramática”. En la Edad Media, las gramáticas latinas eran consideradas capitales para la formación de gente ilustrada. El vulgo, en cambio, al saber que no eran libros eclesiásticos (no eran breviarios, no eran tratados de liturgia), les atribuía una connotación mágica.
Esos grimorios, según afirma la mayoría de los historiadores religiosos, estaban escritos por algunos de los propios monjes o sacerdotes del clero católico, y en ellos se enseñaban hechizos, se detallaban los medios para la fabricación de talismanes, se daban instrucciones para llevar a cabo un aquelarre, entre otros tópicos. O sea, era una astilla del mismo árbol la que atentaba contra la salud del tallo católico.
Satanismo sin distinción de clases
Pero toda esa suerte de juego entre la rebeldía hacia las rigideces del cristianismo y el culto a Satanás tendría su primera circunstancia trágica y pública (si no contamos las numerosas víctimas de la Inquisición desde sus inicios) durante el reinado de Luis xiv, en la Francia de finales de la década de los 70 y comienzos de los 80 del siglo XVII.
Martín Careaga Montaño, en su libro Armando el rompecabezas del diablo, recuerda brevemente lo que ocurrió en la Francia del Rey Sol:
"En ese entonces, tantos como sesenta sacerdotes fueron acusados de abuso sexual y sacrificios de niños, durante las así llamadas 'misas negras. Otra acusación consistía también en que, según se decía, durante la ceremonia se requería que un sacerdote llevara a cabo un largo rito sobre el cuerpo desnudo de una muchacha adolescente, que se encontraba acostada sobre el altar. Al llegar al clímax del ritual, supuestamente, el sacerdote consagraba la hostia sobre el vientre de la joven y después la introducía en su vagina. Posteriormente tenía coito con ella y al terminar la lavaba con agua bendita, la cual se encontraba en el cáliz para consagrar y era, en realidad, orines de un macho cabrío”.
En París, lejos del palacio de Versalles en donde tenían su residencia Luis xiv y toda su corte (incluyendo las decenas de amantes del monarca), se comentaba que en aquel ambiente de privilegiado aburrimiento, entre las jornadas de cacería protagonizadas por nobles enriquecidos por los privilegios, entre intrigas y envenenamientos, existían señores y damas de la nobleza que se dedicaban a venerar al Diablo.
Entre la gente del pueblo se rumoreaba que los aburridos aristócratas cabalgaban por las ciudades linderas al palacio, siempre cubiertos por capas y albornoces para no ser reconocidos, y que se dedicaban a comprarles los hijos a los mendigos, para luego ofrecer esas criaturas en sacrificio ante un altar demoníaco, en el que un sacerdote desgarraba sus cuerpos.
Por aquellos tiempos, el abate Étienne Guibourg (1610-1686) era el sacristán de la iglesia de Saint-Marcel, en Saint-Denis, el templo más bello de la ciudad, que luego sería destruido en tiempos de la Revolución Francesa.
Guibourg, que pasaría luego a la historia como el 'sacerdote renegado”, procreó varios hijos con su amante eterna, Jeanne Chanfrain, y era famoso por tener amplios conocimientos de química. El apelativo antes mencionado se lo debía a que era el cura más reconocido en los círculos satanistas.
Junto a él, merodeaba los pasillos de Versalles un hombre hermético, de pocas palabras y mirada inquisidora: Adam Coeuret, apodado Lesage, o sea, “El sabio”. Coeuret era un normando que decía ser comerciante de lana pero que, en realidad, se pretendía “mago”, “hechicero” y celebrante de misas negras, por lo cual había sido condenado a prisión en 1668 y liberado cinco años más tarde, por la intervención de un poderoso personaje de la corte de Luis xiv.
Otro oscuro personaje que rondaba la corte del Rey Sol ofreciendo sus venenos, sus ritos de magia negra, sus fluidos abortivos y embrujos, era Catherine Deshayes, conocida como La Voisin, ya que estaba casada con un joyero de nombre Antoine Monvoisin, con quien tuvo una hija llamada Marie Margarite Monvoisin.
Debido a que la joyería de su esposo marchaba muy mal, Catherine, que tenía ciertos conocimientos de medicina y herboristería, se dedicó a producir ungüentos que aliviaban determinados dolores y, también, a vaticinar el futuro, cosa que en las clases bajas podía ser letal a poco de recorrer ese camino.
Pronto, las medicinas y los aciertos predictivos de La Voisin la convirtieron en una curandera afamada, a la que comenzaron a consultar las damas de la corte. Muchas llegaban a ella afectadas del mal de amores; otras procuraban que la maga les acercase algún menjurje capaz de enviar a la tumba a alguna cortesana rival... o a sus propios maridos.
El Diablo parecía imperar en todas las capas sociales, pero en algunas gozaba de impunidad.
El Maligno y los asuntos de alcoba
En la corte del Rey Sol, que reinó durante más de siete décadas y llenó el palacio de Versalles de amantes, parásitos y aduladores de toda laya (exigía que cada mañana 100 hombres asistieran a presenciar su ceremonia de aseo), las luchas por el poder, las conspiraciones y las intrigas eran cuestiones cotidianas; y resolverlas con la eliminación física del adversario, una práctica corriente.
El recurso más habitual para lo último era el aristocrático envenenamiento, y los productos más utilizados eran el arsénico y el antimonio. En ese escenario, una experta como La Voisin “rankeaba” alto en la consideración de los cortesanos.
Francisca de Rochechouart, casada con el marqués de Montespan, y por eso conocida como Madame de Montes pan, se había convertido en amante de Luis xiv en 1667, y hacia finales de la década de los 70 era la gran favorita del monarca; tanto que disponía de veinte habitaciones en el palacio, varias más que la propia reina.
Sin embargo, el paso del tiempo y los ocho hijos que le había dado al rey fueron engrosando su cuerpo, disminuyendo su belleza y aumentando sus temores de ser relegada en la consideración del monarca.
Se contaba en la corte que, a medida que sus temores avanzaban, la favorita recurría a más y más “hechizos”, “pases mágicos” y ceremonias satánicas para conservar el amor del rey. Uno de los hechizos más habituales utilizados por la favorita consistía en introducir en alguno de los alimentos que consumiría su amado algunas gotas de su sangre menstrual.
Se sabía también que Madame Montespan cada semana le encargaba al abate Guibourg la celebración de una misa negra, en la que la propia amante del rey oficiaba de altar, y en la que se sacrificaba a un niño para que los hechizos se cumplieran.
Los conjuros, empero, y los sacrificios humanos fueron incapaces de torcer el destino de la favorita junto al Rey Sol. Luis xiv la fue dejando de lado y, cuando Madame Montes pan, junto con el resto de la corte, se enteró de que Luis había tomado como nueva favorita a María Angélica de Scorrailes, una duquesa veintiún años más joven que ella, la despechada mujer decidió acabar con la vida del monarca y de la intrusa.
Sin embargo, tanto la conspiración contra el monarca como la intención de Montespan de envenenar a su joven contrincante saldrían a la luz, y habrían de producir uno de los mayores escándalos de la Europa de las últimas décadas de aquel siglo.
Así describe el suceso Benedetta Craveri, en su trabajo Amante y reinas. El poder de las mujeres:
“Todo empezó en febrero de 1677 con la detención de Madeleine La Grange, una adivina acusada de haber organizado, con la ayuda de un sacerdote, un matrimonio fingido con un viejo abogado con el cual se había ido a vivir, y de haberlo envenenado después para heredar sus bienes. Se trataba de un banal caso de crónica negra que no hubiera despertado especial atención si la imputada no hubiese solicitado una entrevista con el ministro de la Guerra, el poderosísimo marqués Louvois, sosteniendo estar en conocimiento de una conspiración cuyo objetivo era matar al rey y al delfín. Informado del asunto, Luis xiv ordenó trasladar a Madame La Grange de la cárcel de Vincennes a la Bastilla, generalmente reservada a los presos de Estado, confiando la investigación a un hombre de confianza de Louvois, Nicolas Gabriel de La Reynie, desde hacía diez años jefe de la policía de París y responsable de la seguridad de la capital”.
Contrariamente a lo que hubiese supuesto cualquier guardián del orden, el jefe policial creyó a pies juntillas la información de la adivina y ordenó que se iniciara una investigación para dar con los responsables de un potencial complot para asesinar al monarca y a su delfín.
La Reynie dispuso, entonces sí, una serie de detenciones de adivinas, magos y videntes, lo que rápidamente le proporcionó una información adicional de suma importancia. Supo que la gran mayoría de ellas y de ellos no sólo vendían filtros para el amor y afrodisíacos, sino que también realizaban abortos y preparaban pócimas de veneno.
Con las declaraciones de los detenidos, la policía fue sumando implicados, y de rango social cada vez más elevado. Frente a la derivación que el caso iba teniendo, el Rey ordenó que se constituyera una comisión presidida por los catorce jueces más encumbrados de los tribunales parisinos.
La ronda de detenciones, interrogatorios y confesiones fue creciendo de manera alarmante, dejando al desnudo una trama diabólica protagonizada por magos, sacerdotes, curanderas e integrantes de la nobleza; algunos, muy próximos a Luis xiv.
Dice Craveri:
“En 1679, con el encarcelamiento de Marie Bosse, Catherine Monvoisin, llamada La Voisin, y Adam Coeuret, a quien apodaban Lasage (el sabio), la pesquisa dio un giro. Los recién llegados, dos adivinas y un mago que habían trabajado juntos y que ahora se acusaban despiadadamente unos a otros, confesaron haber hecho abortar a un número elevadísimo de mujeres, haber envenenado por encargo a diversas personas, haber practicado la magia negra y haber organizado ritos satánicos y misas sacrílegas en el curso de las cuales se sacrificaba a recién nacidos”.
En 1680, Catherine Monvoisin fue condenada a morir en la hoguera. Sus cómplices admitieron haberle entregado filtros de amor a la favorita real, Madame Montespan, así como haber preparado para ella pócimas de veneno.
También reconocieron haber participado, junto a la amante de Luis xiv, de numerosas misas negras, las que detallaron profusamente.
Esas misas, según también recoge Benedetta Craverieran] oficiadas en su vientre desnudo por un siniestro prior llamado Guibourg, acompañadas del sacrificio de un niño recién nacido”.
En 1682, sin encontrar pruebas que demostrasen que efectivamente había existido una conspiración para matar al rey, la comisión fue disuelta, y sobre la favorita real no pesó acusación alguna.
Francisca de Rochechouart, o Madame Montespan, falleció en Bordoun l ' Archambault, el 26 de mayo de 1707. Tenía sesenta y siete años de edad, y era la prueba de que el culto al Diablo y sus supuestos dones y virtudes era ordinario en Francia. Y lo seguiría siendo.
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