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Olvido cómo he llegado aquí, olvido los días recientes; vacío de recuerdos, sólo queda mi deseo ebrio de su cuerpo. Paso mi mano por su cabellera negra y huelo su cuello. Por debajo de su blusa siento la calidez de sus senos. La desvisto y me percato de que la borrachera es como una revelación, que aquella piel blanca, que he saboreado y mordido antes, se me aparece como algo nuevo, desconocido. Sus olores me llegan transformados, intensificados. Cada caricia suya, cada roce de sus labios con mi cuerpo, produce una sensación comparable sólo a la primera venida que tuve de adolescente. Escucho nuestros gemidos como un sueño placentero, lejano. Me gusta que sus uñas tracen líneas rojizas sobre mi espalda. Me gusta sentir su pecho pegado al mío. Y bebo, bebo de ella, bebo hasta prolongar la borrachera y amanecer entre sus brazos.
El único cobijo que hallo es el cuerpo tibio de Marcela, pero después de un mes del entierro de mi padre, ella regresa a la Ciudad de México para sus prácticas universitarias. Antes de irse, me asegura que podría posponerlas para el próximo año. Le digo que no, que vaya, y que iré con ella. Pero Marcela, apenada, me dice que no podría separarme de mi familia que me necesita en estos momentos. ¿Necesitarme para qué? Si paso los días del verano despertándome al mediodía, cuando el calor está en su apogeo y la piel se cubre de un sudor al que se pegan las moscas, haciendo imposible espantarlas.
No ayudo en el negocio familiar, no voy a la ciudad, me quedo sentado en el corredor de mi casa, esperando una corriente de aire afable que me refresque, mientras aplasto las moscas adheridas a mis antebrazos. Una por una van cayendo y juntándose en el suelo como un montón de pasas. Más que el calor, es el tedio lo que me abruma. Cuando me da hambre voy al restaurante de mi familia a comer, luego me regreso a casa. En el camino veo las sombras que trazan las personas en las calles alumbradas por el atardecer, el cansancio que aqueja los rostros de los hombres agobiados, no por el calor ni el trabajo, sino por no tener nada que hacer. Ellos son los que llenan las pocas cantinas del pueblo antes de que anochezca.
Más de una vez me tientan las puertas de vaivén, pero enseguida rechazo la idea al imaginarme lo ridículo que sería entrar; ni siquiera me llevo con la gente del pueblo. Además, recuerdo el juramento de abstinencia que le hice a mamá, y la severa cruda que tuve al despertar al lado de Marcela en el motel. Sentí asco y ganas de vomitar la culpa de haberme pasado de copas. Prefiero regresar a mi silla en el corredor y esperar al menos un roce de viento fresco.
Pero al llegar agosto la canícula empeora, evaporando las esperanzas de los campesinos de tener un solo aguacero que salve sus milpas. Hasta el pasto que hay debajo del ahuehuete se seca y desaparece bajo el polvo.
Un día en el que ni el corredor me resguarda de la reverberación del sol, mientras incremento mi colección de pasas chamuscadas, escucho un alboroto que proviene de la calle, un bramido. Me levanto de mi silla y atravieso el patio ardiente. Entreabro el portón y me embisten los gritos de hombres despavoridos y algunas risas repugnantes.
Observo temeroso cómo un toro negro, brilloso, sacude sus cuernos delante de la casa del vecino. Cinco hombres forcejean con la bestia, intentando lazarlo. Los bramidos y los saltos que da el toro sacuden el polvo de la calle, confundiendo los pasos de sus domadores. La palidez que tiñe sus rostros delata el susto que sufren. Sus compañeros, que aquietan tranquilamente al resto de los toros amarrados con mecates, sólo miran la faena mientras beben latas de cerveza. Escupen al suelo y se mofan de los lazos fallidos. Son policías comunitarios, de la tercera compañía, la que me corresponde. Yo debería estar ahí con ellos, arreando los toros hacia el ruedo del jaripeo; pero como no vivo en el pueblo sólo he tenido que pagar una multa.
Uno de los hombres que intenta lazar al toro se resbala en la tierra y cae. Antes de que pueda ser embestido o aplastado por la bestia, sus compañeros al fin logran domar al toro negro en medio de la polvareda. El viento seco se encarga de dispersar el polvo hacia las fachadas de las casas, hacia mi frente pegajosa. Tardo en darme cuenta de que tengo las manos sudorosas. Entre los portones de los vecinos se asoman ojos curiosos. Pero más que curiosidad, es espanto lo que transmiten las miradas de los niños que aguardan la reanudación de la marcha de los toros.
Comparto ese miedo, desde niño, desde los primeros recuerdos que tengo de los Valles Centrales, del cielo claro oaxaqueño y sus nubes montañosas. Tenía siete años y habíamos venido desde el otro lado de la frontera, del desierto de calor inhóspito. Mamá quería ver de nuevo a sus familiares, los extrañaba. Siempre que nos íbamos de Oaxaca dejaba caer unas lágrimas silenciosas. Llegamos en carro, por estas fechas, en plena fiesta de agosto.
En la calenda que hacían en honor a la virgen de la Asunción, yo miraba fascinado la variedad de colores brillantes de las faldas de satín con que las mujeres desfilaban por las calles, cargando canastas con arreglos de flores en forma de estrellas y corazones. Me gustaba verlas andar, ondeando sus largas faldas, aunque me espantaban los cuetes que estallaban en el cielo. También le temía a las enormes monas hechas de papel y carrizo; gigantes que vestían como personas, con trenzas o cigarros humeantes. Me escondía entre la falda de mamá, la abrazaba fuerte para que no bailara cerca de las monas.
Una semana después de la calenda, en una tarde nublada de las festividades, llegaron los policías de la tercera compañía al restaurante. Venían con canastas de panes y cartones de cerveza, acompañados por la banda del pueblo. Pasaron a la pieza donde tenemos a la virgen, formaron una sola fila frente a mis abuelos y mi tía, y dijeron algunas palabras de agradecimiento. Entregaron los regalos y la banda tocó una diana. Un cuete estalló. De pronto todos salieron de la pieza y caminaron hacia la calle.
Le pregunté a mamá qué sucedía, por qué habían traído tantas cosas, y me respondió que mi tía había aceptado ser la madrina encabezada del tercer jaripeo. Yo no sabía qué era un jaripeo, y mi madre, que no suele asistir a las fiestas, había decidido ir esa vez para acompañar a su hermana menor. Íbamos detrás de la banda; de mi abuelo y de mi abuela, que gustaba arreglarse con pendientes del Istmo; de mi tía, que vestía su traje de china oaxaqueña. Mi padre cargaba una canasta llena de dulces que mamá aventaría en la noche. Yo caminaba al lado de mamá. Quería acercarme a los músicos, pero ella no me soltaría la mano mientras anduviéramos por la calle.
Súbitamente cayó una llovizna desde el cielo gris, que refulgía a pesar de tantos nubarrones. Las gotas asperjaban los sombreros de los policías comunitarios y el campo verde, liberando un aroma a palma seca mojada, mezclado con alfalfa y yerba de conejo. Los instrumentos de latón cromado se cubrían de granitos de lluvia, y los músicos se taparon con impermeables de plástico azul.
Llegamos a la curva por donde se abandona el pueblo. A un costado de la carretera estaban tendidas carpas de plástico para que la gente se refugiara de la llovizna. En los alrededores del paraje, una decena de camionetas viejas con redilas, atiborradas de familias, estaban estacionadas como reses que pasteaban. Para que nadie resbalara, habían puesto un sendero de tablones de madera sobre la tierra humedecida. Lo cruzamos para llegar al espacio debajo de las carpas. Ahí reinaba un ambiente festivo, con la gente sentada en las gradas improvisadas para la ocasión. En medio del graderío se levantaba un ruedo lastimoso construido con morillos de madera.
Me senté junto a mamá, metiendo mano a cada rato en su canasta de dulces. Mi tía había bajado a una mesa puesta delante del ruedo, donde estaba sentada la autoridad municipal. Yo devoraba gozoso los dulces, ignorando lo que estaba por suceder. Mi padre también había bajado, platicaba con unos señores mientras le destapaban una cerveza. Ese fue uno de los olores que inundó el ruedo, cesada la lluvia y sus aromas a yerbas: el olor a cerveza, a meados de burro; el otro fue el hedor del estiércol de los chiqueros.
Hartado de dulces, no tardé en aburrirme. Nada sucedía. La banda, de vez en cuando, tocaba una melodía y, en los descansos, un anunciador animaba al público y prometía las mejores montadas. Yo le temía a los toros, el tamaño de sus cuerpos me dejaba pasmado. El padre de mi padre tenía algunos en su corral; unos días antes del jaripeo me habían llevado a verlos y casi lloro. Mi abuelo materno, por el contrario, no tenía ninguno, sólo puercos y chivos muy enclenques. Comencé a insistirle a mamá que nos fuéramos porque tenía sueño y hambre. Mi abuela me ofreció una empanada de amarillo, pero me desagradaba la comida oaxaqueña y la rechacé.
Entonces el anunciador nos pidió que dirigiéramos nuestras miradas hacia el valiente muchacho que se acercaba al toril. A pesar de que la lluvia había cesado, el cielo se había ennegrecido. El cuerpo flaco que atravesaba el ruedo parecía cargar los nubarrones espesos, agobiado, a punto de ser aplastado. Le supliqué a mamá que nos fuéramos ya, que alguien llamara a mi padre. Traté de buscarlo con la mirada, pero sólo veía un montón de borrachos amontonados sobre los morillos de madera.
El muchacho, con la frente empapada de sudor que delataba su nerviosismo, escaló el toril; ahí se mantuvo un largo rato, dudando, temblando. Yo también temblaba; no encontraba a mi padre. Creía que esos morillos no iban a soportar una embestida del toro y que este saldría y subiría las gradas. No entendía por qué me habían llevado al jaripeo. Del miedo que sentía surgió un ascua de rencor, insignificante, pero vivo.
El montador saltó sobre el toro y las puertas del toril se abrieron. Salió la bestia iracunda, dejando un rastro de polvo y gritos. El toro saltaba y corría sin saber a dónde ir, estrellándose contra los morillos, la cabeza del muchacho peligrando un golpe que lo dejara inconsciente. Cuando ocurrió aquel golpe, de sonido hueco, el muchacho desmayado siguió por algunos instantes más montado sobre el lomo, sacudido como por los ventarrones violentos de una tormenta. No duró. El cuerpo cayó. Los de la policía comunitaria entraron al ruedo, intentaron lazar al toro o al menos distraerlo. La bestia no hizo caso y enterró su cuerno en uno de los costados del montador, desgarrándole la carne y los huesos. Inerte y abierto, el cuerpo raquítico yacía sobre la tierra, como los chivos que mataba mi abuelo sobre una enorme piedra fría. Insatisfecho, embravecido aún más por la sangre que le escurría por el cuerno y le bañaba su ojo, el toro comenzó a saltar, triturando lo que quedaba del montador, dejándolo irreconocible. Esa noche, y muchas más, soñé con el lodo bermejo que se formó donde quedó el cadáver.
En las gradas las mujeres se cubrían las bocas abiertas, también mamá, ahogándose el Dios mío que suspiraban. Yo no comprendía lo que acababa de suceder. Quería a mi padre, que estuviera a mi lado, que me protegiera. Tan sólo tenerlo cerca para saber que cualquier mal que saliera del ruedo no nos alcanzaría. Era la primera vez que veía a un muerto.
Domado el toro, los paramédicos recogieron los despojos del hombre en una camilla y la música no tardó en volver a sonar. Ahora las mujeres también tomaban alcohol, unas copitas de anís que repartían los policías de la tercera compañía, para aliviar el susto. Yo seguía buscando a mi padre, quería bajar y traerlo de vuelta, sobre todo cuando lo vi caminar torpemente hacia el toril. ¡Mamá!, grité, mamá haz algo, se va a matar. Pero ella no sabía qué hacer.
Mi padre, al subir el toril, casi se cae. El corazón me latía deprisa, los latidos iban quebrando mi interior. Desconocía al hombre que estaba por montar un toro, nunca había visto a mi padre comportarse de esa manera. Era algo grotesco, me asustaba. Aun así quería ir por él. Comencé a sentirme huérfano.
Desde las gradas donde estaba sentado se abrió una distancia entre mi padre y yo, una distancia que hería. Mi padre saltó sobre el lomo del cebú y ambos salieron del toril. Lloraba, pero no le hice caso a mis lágrimas; miraba atento a mi padre. El cebú, de cachos cortos, no tardó en derribar, con tres giros, a mi padre. Grité, más fuerte de lo que gritó mamá, y por un instante el paisaje se nubló a causa de la polvareda. La banda tocó una diana y las carcajadas se apoderaron de las gradas. Con los pantalones manchados de tierra mi padre se incorporaba con dificultad. El cebú, sin prestarle la menor atención, se paseaba por los límites del ruedo. Yo no le veía la gracia. Me dolía el estómago y sentía como si una fiebre me aquejara. Tardé en darme cuenta de que me había orinado las bermudas.
Pasado el incidente, mi padre volvió a perderse entre los borrachos. Finalizó el jaripeo y nos fuimos al palacio municipal, donde sería la entrega de premios a los mejores montadores y la regada de dulces. Fuimos sin mi padre. Mamá tuvo que cargar su canasta de dulces y yo la seguí, cabizbajo. Mientras caminaba sentía la capa pegajosa de orina seca que se estiraba y contraía sobre mis piernas.
Atravesamos con dificultad el andador turístico atiborrado de gente, igual que los jardines y los alrededores de la explanada frente al palacio municipal. En medio de esta, unas luces multicolores refulgían bajo una capa de humo. Olía a pólvora. Un cuete con estela se estrelló contra la espalda de un cristiano. Al despejarse el humo se manifestaron un par de toritos de cartón y carrizo, con piernas de humano. Bailaban mientras ardían, persiguiendo a los niños y a los borrachos que se atrevían a retarlos. De puro milagro llegamos al corredor del palacio sin ser chamuscados por los buscapiés.
Tenía esperanzas de encontrar a mi padre ahí, pero sólo estaban las mismas señoras de las gradas, sentadas en sillas de lata plegables, con sus canastos de dulces a sus pies. Me sobresaltaba a cada rato, con cada estallido de cuete. Recordé de pronto una visita que hicimos al circo: mi padre que me llevaba sobre sus hombros, el olor de su crema para afeitar. Comencé a sentir una tristeza desconocida. Desde las montadas no había visto ni una sola familia. Una vez en el jaripeo las familias se dispersaban, y así permanecían.
Acabada la pirotecnia, las señoras recogieron sus canastas y ocuparon el lugar vacío en la explanada que habían dejado los toritos. La banda ejecutó una chilena y las señoras comenzaron a aventar al aire el contenido de sus canastas. Yo miraba desde uno de los arcos del palacio la lluvia de dulces. Caían a mis pies y la gente se abalanzaba sobre ellos, como niños bajo una piñata rota. Yo ya había perdido el apetito, hasta para los dulces, sólo recogí una paleta para dársela a mi padre.
Me escabullí por entre la gente, decidido: iba a reunir a mi familia para regresarnos a casa. Primero busqué a mi padre en los jardines, pero ahí sólo había niños que jugaban a las atrapadas. Mi abuela me había advertido que no me acercara a ellos, que me darían una paliza. Al verme pasar, sus rostros de júbilo y fatiga se tornaron ásperos; me miraban con severidad, echándome en cara lo que yo era: un extranjero.
Me hirió el desprecio que sentían por mí. Si me hubieran visto caminar junto a mi padre no me habrían tratado de esa manera; habrían visto que yo también era del pueblo, que tenía derecho a jugar con ellos si quería.
Continué la búsqueda de mi padre. Rodeé la explanada, siguiendo un rastro de olor a meados. Al fin lo encontré, cerca de la cárcel municipal, en el jardín detrás del busto de Benito Juárez. Lo acompañaban varios hombres que formaban un círculo en cuyo centro se amontonaban cartones de cerveza. Se carcajeaban y daban fuertes gritos, regocijándose de su borrachera. Me acerqué cauteloso; las sombras de los hombres regordetes caían sobre mí y un viento erizó mis vellos. Mi padre, al verme, me cargó entre sus brazos y besó mi mejilla. ¿Cómo estás, mijo? ¿Y tu mamá?, me preguntó. El tufo a alcohol me mareó más que la pólvora. Entonces me bajé y le dije que nos fuéramos a casa. Los borrachos se rieron al oír mi súplica.
Tomé la mano de mi padre y quise llevármelo. Él no se movió. ¿Por qué?, le pregunté con una voz insegura que comenzaba a romperse, ¿por qué estás tomando tanto? Me respondió, sin mirarme a los ojos, que tenía tiempo de no ver a sus viejos amigos. Sólo era eso. Un hombre con una enorme cicatriz que le corría de la boca a la oreja destapó una cerveza y la puso delante de mi rostro: ¿No quieres una?, me ofreció antes de pasársela a mi padre. Los borrachos soltaron otra de sus carcajadas estrepitosas, llenas de malicia. Intenté una vez más: puse mi frente sobre el dorsal de su mano, lo jalé de su chamarra y le dije: Papi, ya vámonos, por favor. Él sólo movió la cabeza aprobando, mordiéndose los labios cobardemente, todavía sin ver mis ojos, que son como los de mi madre.
Oye, pequeño, dijo el hombre que me había ofrecido la cerveza, ¿por qué mejor no vas a ver a tu mami?, nosotros cuidaremos a tu papi. Me sonrió con vileza, tenía los dientes amarillentos por el tabaco. Le respondí que se fuera al diablo. Me abalancé sobre él, quise hacerle daño, pero sólo logré llenarme de lágrimas.
Mamá me encontró sentado sobre el pasto regado por cerveza, derrotado. Me levantó, sacudió mis bermudas y me cubrió con su abrigo. Humedeció con saliva su rebozo y con él limpió mi rostro. Luego miró con un profundo desprecio a mi padre y los borrachos acallaron sus risotadas. Ausencio no se atrevió a pronunciar palabra alguna, ni siquiera un perdóname. Esa noche lo dejamos con sus amigos, y yo le prometí a mamá que nunca me emborracharía. Nunca.
Pero he roto esa promesa. Afuera ya no se distinguen bramidos ni polvaredas, las pequeñas casas de adobe lucen serenas, con sus fachadas de cal que reflejan los destellos anaranjados del atardecer. Los portones de los vecinos se abren y los niños salen con cautela a jugar futbol en la calle. Los perros los siguen, dispuestos a recuperar sus dominios que les arrebataron los toros. Pasado el peligro, también salgo de mi casa.
El viento refrescante que esperaba no llegó, aunque ya no hace falta. A esta hora de la tarde el sol desciende detrás del cerro y uno puede pasear por las calles sin sudar tanto. Camino pensando en mi abuela: me pidió que la acompañara al jaripeo porque Rey, uno de sus ahijados, montará esta tarde.
Rey fue la única persona fuera de mi familia que me trató con aprecio cuando nos mudamos al pueblo. Nunca pude establecer ninguna otra relación con alguien más. A insistencias de mi mamá, accedí a que él me enseñara a cabalgar. En esas tardes de jinetes, mientras cabalgábamos por las faldas del cerro, Rey me contaba su afición por los toros, cómo iba de pueblo en pueblo participando en los jaripeos. Me confesó que no le interesaba nada más, que sólo quería pasarse el resto de su vida criando chivos, montando toros. No le avergonzaba seguir viviendo con su madre, podría hacerlo hasta morir. Yo quería todo lo contrario: largarme cuanto antes. Aun así no lo miré con desdén, como lo hacía con quienes jamás se irían del pueblo, porque era mi amigo.
Después de vagar por las calles llenas de estiércol de toro decido acompañar a mi abuela. No he vuelto a un jaripeo desde mi infancia; tengo curiosidad por saber qué tanto han cambiado, si aún me provocarán pavor. Al llegar ya no veo las carpas de plástico, sino una enorme plaza de toros construida con ladrillos. Entro en la Monumental y, en lugar de un ruedo de morillos de madera, hay uno de hierro. Doy una vuelta por las gradas y encuentro a mi abuela. Me siento a su lado. Las señoras con las que está sentada son sus comadres y no tardan en agobiarme con sus comentarios: ¿Este es tu nieto? Qué tal grandote ya está…
Una señora que sostiene dos botellas entre sus brazos se acerca hacia nosotros contoneándose y alegremente nos pregunta si no queremos una copita de anís o mezcal: Ándenle, una nomás. Mi abuela y sus comadres se ríen entre ellas, esperando a ver quién es la primera en aceptar el trago. Al cabo de un rato todas andan dándole sorbos a sus copitas de anís. Le digo a la señora que me sirva una de mezcal. Claro que sí, responde. Al verme con detenimiento, añade: Tú eres el hijo de Clara, ¿verdad?, casi no te dejas ver. Yo asiento con la cabeza. Te pareces un montón…, me dice. Entonces su semblante se ensombrece y su voz se apaga: Mi más sincero pésame, Ausencio era un buen hombre, se llevaba tan bien con todo el mundo… La señora vierte el mezcal en la copita de plástico y me la entrega. Percibo el aroma fuerte del alcohol y, antes de empinarme el trago, digo salud. El licor me embiste desde dentro, como una cornada, y un acaloramiento se esparce por mis sienes. No era tan bueno, digo después de toser. ¿El mezcal?, pregunta despistada la señora.
Pido otras copas y las bebo con avidez mientras observo que en realidad nada ha cambiado. Las gradas siguen ocupadas sólo por las mujeres, los hombres se emborrachan cerca del ruedo y los niños andan dispersos por toda la plaza. El último de los mezcales que tomo en la Monumental me sabe amargo al advertir que, si mi padre aún viviera, estaría allí abajo emborrachándose.
En seguida me domina una pesadez, una molestia, un querer huir. La tarde se torna fastidiosa y no soporto ni un instante más el ambiente del jaripeo. Le digo a mi abuela que me voy mientras el animador anuncia el nombre de Rey Santiago. Antes de salirme, él se postra en el suelo al lado del toril, cabizbajo, con las manos tendidas hacia el cielo.
Vuelvo a ver aquel hombre corpulento, alto, que se encomienda a la Providencia y se persigna, en la noche, alegre como cuando cabalgábamos, con una sonrisa infantil por haber salido una vez más con vida del ruedo. Baila sin cansarse con una muchacha en la explanada atestada de gente, despreocupado, mientras deambulo por el corredor del palacio, buscando otra copa de mezcal.
De pronto se escucha un balazo, gritos. Tiro mi mezcal. La gente se empuja, se desespera, y en medio de su tumulto le abren un espacio a Rey. Él se arrodilla como en la tarde, cubre su abdomen con sus manos que se manchan de sangre, sangre que cae en hilos formando un charco, escurriéndose entre las grietas del adoquín. Poco a poco Rey va extendiéndose sobre el suelo. Tendido, mira hacia el cielo; parece que habla o reza, pero es sólo su boca que se entreabre para perder el aliento. Intento acercarme a él, pero estoy petrificado. Su madre llega corriendo. Zarandea a su hijo desfallecido, le exige gritando que se despierte, pero Rey sólo logra espirar. Ella, desesperada, se abalanza sobre él, como queriendo detener el desprendimiento del alma de su hijo con el peso de su pena. Cuando sus sollozos no dan para más, se apagan, partiendo el silencio en dos: el silencio de los vivos y el silencio de los muertos.
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