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Los gatos hacen una distinción radical entre sus relaciones con los seres humanos y sus relaciones con otros gatos, lo que es natural. Un escritor anónimo, citado por Moncrif, lo ha dicho bellamente en su descripción de la adorable Menine, de madame de Lesdiguières, que era
gata para todo el mundo, pero para los gatos tigresa.
Los gatos son extremadamente sensibles y nerviosos; registran 160 pulsaciones por minuto. Un gatito de buen carácter puede convertirse en un gato adulto de mal talante, y los rasgos de maldad pueden verse suavizados si lo tratan con amor. Sé de una ocasión en que un invitado sujetó a una gatita de unos tres meses de manera bastante brusca. Cuando se soltó, la pobre voló a un lugar seguro; no estaba acostumbrada a humillaciones y la resintió. La familiaridad excesiva siempre engendra desprecio en un gato. Una vez que el invitado partió la gata reanudó sus distraídas maneras y se mostró tan juguetona como siempre. Pasó un año antes de que el huésped transgresor apareciera nuevamente y la gatita ya era adulta, pero en el momento en que el joven cruzó el umbral ella desapareció bajo una cama y ya no hubo forma de sacarla de allí. Los gatos tienen buena memoria.

Jessie Pickens tenía una notable gata persa atigrada que gruñía y refunfuñaba y chistaba a todo el mundo menos a su dueña. Sufría si alguien que no fuera Jessie se acercaba a ella, pero por su señora sentía un profundo apego e incluso había cruzado el Atlántico diecisiete veces en una cabina para hacerle compañía. Su temor a los extraños se debía a un accidente ocurrido cuando era cría. Willy, un gran admirador de los gatos, y en ese tiempo marido de Colette, a quien nadie supera a la hora de escribir delicadamente y con sensatez acerca de estos pequeños canallas con abrigo de piel, un día alzó a la gatita para jugar con ella y empezó a lanzarla hacia el techo, una y otra vez, hasta que hubo un giro repentino y la pequeña resbaló de sus dedos y cayó al suelo. Con un grito de terror huyó de la estancia y no la encontraron sino hasta dos días después, escondida detrás de unos baúles en la buhardilla. Nunca más permitió que un extraño la tocara.
Otro gato cayó a un pozo. Se las arregló para no ahogarse trepando a una saliente rocosa y fue rescatado a tiempo, pero se volvió loco; nunca recuperó el interés por la vida ni parecía tener la menor conciencia de sí. Lindsay, en Mind in the Lower Animals, ha seleccionado otro ejemplo, el de un gato que vivía asustado por un pavo real: desarrolló una especie de pánico, agorafobia tal vez, con una pérdida total de serenidad y una timidez permanente que le impedía alimentarse si no era en presencia de su dueño.
Sea que hereden estos rasgos o bien que sus modales y hábitos se hayan visto alentados o reprimidos por el trato, el hecho es que existe toda clase de gatos, enfurruñados y amables, crueles y tiernos, violentos y anodinos. Lo curioso es que varios gatitos de la misma madre y criados juntos en la misma casa exhibirán aun así diferencias notorias. Gautier describe tres de la misma camada:
Enjolras era solemne, pretencioso, un caballero desde la cuna; hasta teatral a veces en su inmensa presunción de dignidad.
Gavroche era un bohemio nato, enamorado de las malas compañías y de la despreocupada comedia de la vida. Su hermana Eponine, la más querida de los tres, era una delicada y fastidiosa pequeña criatura con un exquisito sentido del decoro y de los refinamientos de la vida social. Enjolras era un glotón, nada le importaba más que su comida. Gavroche, más generoso, traía de la calle gatos flacos y desgreñados que devoraban a la carrera, con pánico en los ojos, la comida reservada para su nuevo amigo. Varias veces tuve la tentación de regañar al bribonzuelo con un “¡Linda pandilla de amigos te fuiste a pescar!”, pero me contenía ante su afable debilidad. Después de todo, podría haberse comido todo él solo.
Madame Michelet, en Les chats, piensa que la coloración puede tener algo que ver con el temperamento. Los gatos negros, según esta femme savante, serían apasionados y sombríos; los rubios, amigables y frívolos, con cierta ensimismada y sonriente melancolía de fondo, y aquellos entre los dos extremos, ni rubios ni morenos, tendrían temperamentos estables. Por cierto, cualquiera que haya conocido gatos de diferentes colores considerará más bien descabelladas las clasificaciones de la dama.
Pero la afirmación de Diderot “il y a chat et chat”, hay gatos y gatos, es definitivamente justa. Algunos son fríos y altaneros, arrogantes e irónicos. Otros son tan francos, tan persistentes en su demanda de afecto que casi carecen de misterio. Algunos se trepan encima de cualquier persona y ronronean con placer. La hierba gatera es vodka y whisky para la mayoría, pero mi Feathers apenas la olfatea y se aleja. Existe toda clase de gatos, toda clase de variedades y tipos: los de pelo largo y pelo corto, y los mexicanos sin pelo; hay extraños gatos australianos con narices puntiagudas; hay gatos angora, persas y siameses, y los gatos Manx, que no tienen cola; los hay azules, negros y blancos, carey y crema, naranja y plateados y de color chinchilla; existen en combinaciones de todos estos colores; mi Feathers es una reina persa atigrada calicó, ¡con siete dedos en cada pata delantera! Los gatos de siete o de seis dedos no son nada extraños. Incluso entre los bichos raros de la gatunería hay variaciones: a pesar de la muy popular opinión en contrario, los gatos blancos no siempre son ciegos, los de pelaje carey no siempre son hembras y los atigrados de color naranja no siempre son machos.
Ciertos pelajes gatunos son amarillos, otros ámbar tarjados de oscuro;
Que cada felino es único, se lo aseguro.
En uno las patas estriadas de escarcha, en otro la cola rizada;
El pellejo de este a rayas entintadas, la piel de aquel perlada.
Los gatos se asoman por el horizonte de la mente junto con los héroes de la historia y los personajes de novela: el angora errante de Zola, derrotado en una pelea callejera, y el andariego angora de Edward Peple que arruina a un gato de la calle y vuelve a casa cansado y feliz; el gato ocultista de Baudelaire; la gata carey de Lafcadio Hearn, Tama, que jugaba con sus gatitos muertos en sueños, susurrándoles y atrapando para ellos pequeños objetos tenebrosos; la bandida de Jacobina, la gata berrenda y demoníaca del cabo Bunting en la novela de Bulwer-Lytton; el adorable ejemplar de madame de Jolicoeur, llamado Sha de Persia, cuyas “excepcionales y pequeñas rabietas gatunas no eran sino manchas solares en el resplandor de su afabilidad”; Gipsy, el gato del señor Tarkington, “mitad bronco y mitad pirata malayo”; Lady Jane, la gruñona gata gris de ojos verdes que sigue a todas partes al señor Krook en Casa desolada; los piadosos gatos papales de León xii, Gregorio xv y Pío ix; los juguetones compañeros de Richelieu;5 Hodge, el gato comedor de ostras del doctor Johnson, que era la pesadilla de Boswell; Old Foss, de Edward Lear; el gato Hector G. Yelverton, “ese fastidioso adefesio, sin más principios que un indio”, al decir de Twain; la reina indomable de Richard Garnett, de quien se ha escrito: “Y todos los machos, que nunca se atrevieron a tanto, / tiemblan ante la marcial Marigold”.
La esotérica procesión continúa pasando frente a mí: el macho lírico y filosófico de Scheffel, Hiddigeigei, con su piel azabache y su cola majestuosa; Amílcar,6 el gato de Sylvestre Bonnard, que combinaba el formidable aspecto de un jefe tártaro con la gracia pesada de una odalisca; el micho de John F. Runciman, de nombre Felix-Mendelssohn-Bartholdy-Shedlock-Runciman-Felinis, que bufaba a las calesas a la edad de seis meses y luego intentaría tocar la viola arrastrando el arco por el piso, y su Minnie, que solía hacer recular a los perros y murió por comer agujas; el fascinante Kallikrates de la novela Blind Alley, de W.L. George; el prodigioso y encantador Hinze, de Tieck; el clarividente Mysouff, de Alexandre Dumas, que una vez tomó un desayuno de quinientos francos; el terrible gato tuerto del cuento de Poe, Plutón, y el también tuerto Wotan, de Kraft, en Maurice Guest; el sabio Calvin, del señor Warner, y Tom Quartz, de Mark Twain, muy dotado para la minería; los gatos de Agnes Repplier, Agrippina y Lux; el gato psíquico de John Silence, Smoke, que amaba restregarse contra las piernas de los espíritus; Fanchette, la gata huérfana de Claudine; Apollyon, el gato escatológico del doctor Nicola, que estaba al tanto de los misterios de la cartomancia; la Willamina de Dickens, llamada William en un comienzo; Rumpel, de Southey, “el más noble archiduque Rumpelstiltzchen, Marcus Macbum, conde Tomlefnagne, barón Raticida, Waowhler y Scratch”; el gato rojo y gris de Chateaubriand, Micetto, regalo de un papa; la gata de Tom Hood, Tabitha Longclaws Tiddleywink, y sus tres gatitos, Peppernot, Scratchaway y Sootikins; el gato negro de fray Inocencio, llamado Timoteo “por la razón de que es un nombre apropiado para un gato y además en burlona reprobación de ese cismático monofisita de Egipto que en el siglo v usurpó el patriarcado y era popularmente conocido como Timoteo el Gato”, y que más tarde se llamó Susurro; el gato vudú de Sandy Jenkins, Mesmerizer; Madame Theophile, una de las muchas gatas de Théophile Gautier, que hallaba deleite en los perfumes y la música, en los chales de la India que venían en cajas de sándalo, en los tenues y aromáticos olores de Oriente; Chanoine, de Victor Hugo, y Hinse of Hinsefield, de sir Walter Scott; Moumoutte Blanche y Moumoutte Chinoise, de Pierre Loti; el malvado Rutterkin y sus emanaciones mefíticas, y la gata egipcia de Rosamund Marriot Watson, deseada por Arsínoe: “Una leona diminuta, de dulzura exquisita. Sus ojos grises como el mar. Y esas patas como algodones al caminar”.

Y prosigue la marcha solemne: “Los gatos prudentes, los gatos callados / paseando su belleza, su gracia y su misterio”, las serpientes con pelo, como también se los ha llamado; esas “Venus de ojos verdes”, “el animal de casa”, “la esfinge de la chimenea”, “el comedor de ratas”, “el enemigo de los roedores”, “la pantera del hogar”, gatos “con nombres obsoletos y otros no, como Tom, Tiberio, Rogelio, Rutterkin o Puss”; gatos calumniosos, adeptos al faux pas, cuya reputación liquidan con sus garras asesinas; gatos chillones y buenos para la camorra; gatos de cruza que solo desean tener algo que morder; gatos circunspectos de triste semblante puritano y gatas sabihondas que vuelven locos a sus maridos; gatos inciviles que nunca se cortan las uñas; gatos chismosos, llenos de cuentos de Canterbury; grandes damas gatas vejadas por el catarro y el asma, y gatos supersticiosos que maldicen a las estrellas.
1 La teoría de la secta estadounidense de los shakers de que las funciones del sexo “pertenecen a un estado de naturaleza y son inconsistentes con el estado de gracia” no la respalda el gato.
2 Charles Henry Lane (1903), en Rabbits, Cats and Cavies. El gato se llamaba Puddles. “Solía salir a pescar conmigo todas las noches –relata el pescador–. En las noches frías se me sentaba en el regazo y asomaba la cabeza de vez en cuando, o bien yo lo envolvía en una lona y hacía que se quedara quieto. Se me tumbaba encima mientras yo dormía, y si alguien se acercaba maldecía una buena y los enfrentaba; nunca tocaba un pescado, ni siquiera la más diminuta víscera, si no se lo dabas. Me veía obligado a llevarlo a pescar o de lo contrario se paraba y aullaba y maullaba hasta que yo volvía. Lo subía al queche y lo dejaba dentro del bote; entonces se ponía contento. Cuando hacía buen tiempo solía asaltar la proa y sentarse a observar los tollos, que pasaban por miles, y se zambullía y los sacaba sujetándolos firmes entre los dientes como si fueran ratas, y no temblaba con el frío ni la mitad de lo que lo hacía un perro terranova acostumbrado al mal clima. Tenía un aspecto horriblemente salvaje cuando salía del agua con un tollo. Yo mismo le enseñé a entrar en el agua. Un día, cuando era cría, lo llevé hasta el mar para lavarlo y sacarle las pulgas, y en una semana podía nadar tras una pluma o un corcho”.
3 Al gato negro, que lo tiene en mente, el gato chinchilla le da el siguiente consejo en las Novel Notes de Jerome: “Trata de mojarte un poco. Por qué la gente prefiere un gato mojado a uno seco nunca he sido capaz de entenderlo, pero es un hecho que a un gato mojado se le dará cobijo y se le hablará efusivamente, mientras que a un gato seco puede que le apunten la manguera del jardín. Además, si puedes manejarlo y te lo ofrecen, come un pedazo de pan seco. La raza humana siempre se conmueve hasta lo más hondo ante la visión de un gato que come un mendrugo”.
4 Mary Augusta “May” Yohe (1866-1938) fue una exitosa actriz estadounidense de vodevil. Se casó varias veces, siempre con hombres vistosos pero con tendencia a la bancarrota, y murió pobre [NdT].
5 Cuando Pío IX se sentaba a la mesa, su gato entraba junto con la sopa, se montaba en una silla frente a él y sin hablar, decorosamente, observaba hasta que el pontífice terminaba de comer. Entonces recibía su comida de las manos de su amo y se retiraba hasta la misma hora del día siguiente. Su muerte alarmó al palacio, pues se pensó que la pérdida de su viejo compañero de mesa llenaría de dolor a Su Santidad, pero a este “no pareció importarle ni una pizca más que la muerte de su secretario, el cardenal Antonelli”. En cuanto a la debilidad de Richelieu por los gatitos, se ha dado por supuesta y se afirma como un hecho en la mayoría de los libros sobre gatos. Solo Champfleury pone en duda el asunto, en una nota al pie: “Es sorprendente que Moncrif, quien a pesar de su tono burlón hizo extensas investigaciones sobre el tema, no haya dicho una palabra sobre el amor de Richelieu por esos animales. ¿Puede ser que esta peculiaridad, atribuida a un gran personaje político, sea solo una leyenda? ‘Todos saben –dice Moncrif– que uno de los grandes ministros que ha tenido Francia, Colbert, siempre tenía varios gatitos jugando en torno del mismo escritorio en que tantas instituciones útiles y honorables para la nación tuvieron su origen’”. Y Alexandre Landrin escribe: “Con Richelieu, el gusto por los gatos era ya manía; cuando se levantaba por la mañana y cuando se iba a la cama por la noche estaba siempre rodeado por una docena, y jugaba con ellos, deleitándose con sus saltos y jugueteos. Tenía uno de sus despachos acondicionado como refugio para gatos, y encomendó su supervisión a gente conocida. Abel y Teyssandier iban mañanas y tardes a alimentar a los gatos con patés preparados con blanca carne de pollo. A su muerte dejó una pensión a sus gatos y para Abel y Teyssandier, de manera que continuaran cuidando a sus catorce protegidos: Mounard le Fougueux, Soumise, Serpolet, Gazette, Ludovic le Cruel, Mimie Piaillon, Felimare, Lucifer, Lodoïska, Rubis sur l’Ongle, Pyrame, Thisbé, Racan y Perruque. Estos dos últimos recibieron su nombre por haber nacido en la peluca de Racan, el académico”. Dice Gaston Percheron: “La historia registra que Richelieu acariciaba con una mano a una familia de gatos que jugaba en sus rodillas mientras con la otra firmaba la orden de ejecución del marqués de Cinq-Mars”.
6 También Anatole France tenía un Amílcar. A su muerte lo sucedió Pascal, bautizado así por la cocinera de France después de que esta oyera una conversación en la mesa sobre el filósofo. Pascal era un gato callejero que entró por casualidad, le gustó la “ciudad de los libros” y decidió quedarse.
2
SOBRE SUS RASGOS
Ahora que he convencido al lector de que los gatos tienen carácter, es momento de afirmar con la misma contundencia que tienen características distintivas. Ningún amante de los gatos estaría dispuesto a negar esta verdad, puesto que son sus características lo que nos hace amarlos. Muchos de estos rasgos nacen de hábitos ferales, de cientos y hasta miles de años de antigüedad. El perro es un animal que en estado salvaje se desplaza en jaurías y sigue a su líder en las expediciones de caza; domesticado, transfiere esta lealtad desde su líder a su amo, porque el humano es literalmente el amo del perro, como lo es del caballo y del asno, y como lo ha sido del sirviente de la casa. En cambio el gato en estado salvaje cazaba y vivía solo, y hoy conserva esos hábitos independientes. Obsérvese, por ejemplo, a un perro comiendo: si una persona u otro perro se le acerca, va a gruñir; tiene por instinto una memoria que lo impulsa a pelear por el mejor bocado, y es ese instinto lo que lo lleva a devorar sus viandas antes de que se las quiten. Un gato por lo general no muestra esa agitación. Acostumbrado a comer tranquilo y en soledad cuando era fiera, el gato domesticado suele alimentarse despacio y con decoro, sin ningún temor instintivo a que le roben la comida.
Del mismo modo, la preocupación por sí mismo es sumamente identificable con una reminiscencia de su vida en el bosque y en los llanos. El gato no persigue a su presa como lo hace el perro; es capaz de correr velozmente distancias cortas, pero correr no es su especialidad. Más bien se tumba a la espera de su presa y se abalanza sobre ella de sopetón. Ahora bien, algunos de los animales más estimados por el gato, gastronómicamente hablando, en particular el ratón, tienen un sentido del olfato más desarrollado que su enemigo, por eso es que el buen gato ratonero se lava y se vuelve a lavar hasta la última mota, tanto el pelaje como los bigotes: para estar desprovisto de olor.
“El amor por la etiqueta es muy marcado en este animal fascinante –escribió Champfleury–; se siente orgulloso del lustre de su pelaje y no puede soportar que un solo pelo esté fuera de lugar. Cuando ha comido, pasa la lengua varias veces por ambos lados del hocico y por sus bigotes con el fin de limpiarlos minuciosamente; mantiene su pelaje impecable con una lengua espinosa que cumple la función de una almohaza; y aunque a pesar de su ductilidad le es difícil alcanzar la parte alta de la cabeza con la lengua, usa una pata humedecida con saliva para pulir esa parte”. Hippolyte Taine ha escrito una encantadora descripción de esta operación:
Su lengua es esponja, cepillo, toalla y almohaza
Y bien que sabe usarla
Mi pobre trapo, más pequeño que un pulgar.
Su nariz toca la espalda, las patas traseras
Cada trozo de piel rastrilla, escarba y allana
¿Acaso ha hecho más Goethe, podría hacer más Voltaire?
Louis Robinson, en Wild Traits in Tame Animals, propone una teoría interesante y creíble según la cual la coloración del gato y su hábito de sisear o de bufar corresponden a mimetismos protectores. El enemigo más agresivo del gato en estado salvaje es el águila. Ahora se sabe que todos los animales (¡excepto quizás el gato!) temen a las serpientes. La coloración más común entre los felinos es la atigrada. Pues bien, si usted observa a un gato atigrado durmiendo, enrollado, la cabeza en el centro del espiral, notará su gran parecido con una serpiente enroscada, un parecido suficiente para engañar a un águila en vuelo. Y suponga que una gata ha escondido sus crías en un árbol hueco; si se aproxima el enemigo comienza a escupir y esta acción emite un sonido muy parecido al siseo de una serpiente. Ningún zorro va a pegar la nariz contra el oscuro hueco de un árbol si oye un siseo venir del interior.
El gato es anarquista, mientras que el perro es socialista. Es un anarquista aristocrático y tiránico, además. “Cruel, pero sereno y templado. Mudo, inescrutable y espléndido. De esta guisa habría sido Tiberio, si Tiberio hubiese sido un gato”, escribió Matthew Arnold en un momento de inspiración. Prefiere texturas delicadas, alimentos sofisticados y todo lo de mejor clase.7
Hay que decir que si el gato tiene un lugar prominente en la casa no es solo por sus gracias de niño malcriado, sus carantoñas encantadoras y el seductor abandono de su indolencia; más que nada es porque exige mucho. Tiene una personalidad fuerte, y sus despertares y sus deseos son impacientes. Se niega a esperar. En esa grácil suavidad hay insistencia y don de mando. Nos defendemos en vano, él es el amo y nosotros su escudo.
Así habla madame Michelet, a quien su marido, el buen Jules, una vez replicó al alarde de que ella había tenido un centenar de gatos: “¡Más bien has tenido cien dueños en forma de gatos!”.
Alguien en The Spectator describe un caso típico:
Hemos visto una gata atigrada de hocico negro que por su insolencia fría, calculada y sin embargo perfectamente educada podría haber dado lecciones a una despreciable duquesa viuda cuya nuera no fuera “uno de los nuestros”. De haber sido un hombre, la grosería desalmada y deliberada de esa gata habría justificado propinarle un tiro al instante. Los cortesanos en el palacio más servil de todo Oriente se rebelarían si recibieran el trato que ella infligía todos los días a quienes tenía a sus pies. Después de que un devoto admirador la buscara sin aliento y sin sombrero por los vastos jardines bajo un sol abrasador, no fuera a ser que la minina se perdiera la hora de comer, y de que la llevara en brazos al comedor, en lugar de mostrar gratitud y correr con alegría al plato preparado para ella se sentó erguida en el otro extremo de la habitación, contemplando la escena con indisimulado desprecio, los ojos entrecerrados con arrogancia y apenas un punto de la lengua roja sobresaliendo entre los dientes. Si la escena no hubiese estado tan bien ejecutada habría sido sencillamente vulgar; pero, así como fue, contó como la más innoble manifestación de brutalidad aristocrática imaginable. Con los comensales completamente desconcertados y mortificados por esta monstruosa exhibición de villanía, la gata en cuestión lentamente se sentó en dos pies y, clavando bien las garras en la alfombra, se estiró y balanceó bostezando al mismo tiempo con desdeñosa autosatisfacción. Después procedió a avanzar por la ruta más tortuosa disponible hacia el plato puesto frente a ella, por supuesto con la intención de dejar bien en claro que su presencia bajo el aparador se debía únicamente a su destreza y premeditación, y que ella en ningún sentido consideraba que tenía obligaciones con nadie.

El gato es el único animal que vive con los humanos en términos de igualdad, si no de superioridad. Se domestica a sí mismo si quiere, pero bajo sus propias condiciones, y nunca renuncia del todo a su libertad, sin importar cuán estrechamente esté confinado. Preserva su independencia en esta lucha desigual incluso a costa de su propia vida. Un gato común y corriente, aunque viva en un hogar humano y esté en los mejores términos con la familia, frecuenta los tejados y las cornisas, es el cabecilla en grescas importantes, abunda en romances y, en suma, se comporta fuera de casa exactamente como lo haría en estado salvaje. De hecho, cuando es abandonado a sus propios recursos, como ocurre no pocas veces tanto en la ciudad como en el campo, es del todo capaz de cuidarse solo y de ajustarse a las nuevas condiciones de vida sin un momento de duda. Esta característica la ha ilustrado admirablemente Charles G.D. Roberts en un relato basado en un hecho real (“How a cat played Robinson Crusoe”, en Neighbours Unknown). Un perro en la misma situación estaría indefenso; el perro, en realidad, al someterse a la esclavitud ha perdido por completo la facultad de cuidarse a sí mismo.
Booth Tarkington se ha divertido pintando en Penrod and Sam el cuadro de un gato así, una prodigiosa bestia larguirucha que
abandona las comodidades de una vida junto a la chimenea y el afecto de una niña por los placeres de la caza y la vida salvaje. Había sido un gatito gordinflón y salpimentado cuyo nombre, Gipsy, le vendría de perillas en esta segunda parte de su carrera. Ya en su juventud comenzó este camino hacia la disipación y se acostumbró a unirse a los gatos callejeros en sus bartoleos nocturnos. El gusto por una vida disoluta aumentó con la edad y una noche, llevándose consigo el bife de la cena, se unió definitivamente a los bajos fondos.
Su extraordinario tamaño, su osadía y su absoluta falta de simpatía pronto lo convirtieron en el líder –y el terror– de todos los gatos sueltos del barrio. No hacía amigos y no tenía confidentes. La policía lo buscaba sin éxito, pues rara vez dormía en el mismo lugar dos veces seguidas. En apariencia no le faltaba distinción, del tipo despreciable; el lento, rítmico y perfectamente controlado vaivén de su cola al caminar le confería un aire incomparablemente siniestro. El paso señorial y peligroso, los bigotes largos y brillantes, las cicatrices, el ojo amarillo, frío como el hielo, ardiente como el fuego, altanero como el ojo de Satán, todo hacía pensar en un mosquetero letal que te retara a duelo. Su alma se manifestaba en ese ojo y ese caminar: el alma de un bravo de la fortuna, uno que vivía de su ingenio y su valor, sin compasión y sin pedir a nadie ningún favor. Intolerante, orgulloso, hosco, pero vigilante y en constante planificación –un militarista, partidario de la matanza como religión y confiado de que el arte, la ciencia, la poesía y toda la bondad del mundo se obtendrían de ese modo–, Gipsy, aunque técnicamente no era un gato salvaje, se había convertido en el gato más indómito del mundo civilizado.






