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El gato, cuyo retrato pinta Tarkington en estos trazos brillantes, descubre el espinazo de un pescado blanco de kilo y medio a pocos centímetros de la nariz del viejo perro de Penrod, Duke, y Duke despierta ante el aterrador espectáculo del felino sosteniendo el espinazo en la quijada de un modo que producía espanto. “De un lado de su feroz cabeza, y mezclándose con los bigotes, se proyectaba el largo esqueleto hacia el otro lado, donde colgaba la cola del pez, y el efecto ya notable se disparaba hacia lo intolerable con el resplandor de esos ojos amarillos. Ante la mirada de Duke, todavía borrosa por el sueño, esa monstruosidad era una sola pieza”. El perro emitió un alarido de terror, Gipsy también hizo sonar su grito de guerra, que sonó como “el diapasón subterráneo de una demoníaca viola da gamba”, y la masacre comenzó. Enseguida, “sin soltar el espinazo ni por un instante, el gato echó las orejas atrás de un modo escalofriante y comenzó a encogerse como un acordeón, elevando el centro del cuerpo hasta que pareció estar imitando a esa pacífica bestia que es el dromedario. Tras haber alcanzado la mayor altura posible alzó la pata derecha a la manera de un semáforo. Esta pata semáforo permaneció rígida por un segundo, amenazante; luego vibró con una rapidez inconcebible. Era solo un amague, pues fue la traicionera garra izquierda la que realmente hizo daño. Dio a Duke tres palmaditas relámpago sobre la oreja, y el sonido de la garganta del perro anunció que no se trataba de golpecitos cariñosos. Gritó: ‘¡ayuda!’ y ‘¡asesinato sangriento!’… En cuanto a Gipsy, poseía un vocabulario soez ciertamente insuperable fuera de Italia…”. De inmediato, esta vez con la pata derecha, sacó sangre de la nariz de Duke, pero ante la cercanía de Penrod estimó oportuno retirarse, no por miedo, explica Tarkington, sino probablemente porque no podía bufar sin soltar el espinazo y, “como sabe todo gato con la más mínima pretensión de dominar la técnica, no se puede atacar ni producir un buen efecto si no se abre la boca a su máxima capacidad para dejar expuesto el tubo digestivo”.
Gipsy no debe considerarse una excepción en el mundo felino. El gato es el único animal sin medios de sustento establecidos que todavía se las arregla de lo más bien en la ciudad. No quiero decir que todos lo hagan. Tanto en la ciudad como en el campo están a merced de un gran número de enemigos, agresivos o accidentales.8 El niño malvado, el automóvil, el perro, el tranvía y la trampa de conejos acaban con muchos gatitos superfluos, pero es igualmente cierto que la cantidad de gatos que viven una existencia salvaje, sin protección de ningún tipo, es muy grande. Algunos machos se vuelven enormes, gordos y lustrosos; viven del contenido de los tachos de basura de la calle y ocasionalmente roban comida buena a través de una ventana abierta, o atrapan ratones en bodegas y gorriones en los parques. Las hembras también se las arreglan de alguna manera, no solo para cuidar de sí mismas sino para criar a sus familias. El agua limpia es difícil de encontrar a veces, pero los gatos pueden vivir varios días sin agua: su sangre se espesa automáticamente. Una tarde de domingo muy calurosa en pleno verano, subiendo por la Quinta Avenida observé a un atigrado grande, de color naranja, frotándose contra un grifo y maullando. Me detuve a hablar con él, como es mi costumbre, y se acercó un policía irlandés. “Creo que quiere un trago –sugirió este brillante oficial–. Se ha dado cuenta de que a veces sale agua de este grifo”. “Tiene usted razón –respondí–. Démosle pues un trago”. Un gato no va a hacer una excursión solamente porque un hombre quiera compañía; caminar es un hábito humano al que los perros se suman con facilidad pero que el gato considera una forma de ejercitarse de muy mal gusto, a menos que tenga un propósito en mente. Y así fue en este caso. Tanto el policía como yo éramos unos completos extraños para el gato sediento, y sin embargo cuando sugerimos darle un poco de agua caminó tranquilamente detrás de nosotros por la Quinta Avenida. “Creo que Page and Shaw’s está abierto”, dijo el policía. Page and Shaw’s estaba a tres cuadras del grifo, pero el animal nos seguía pegado a los talones. Al llegar le pedí –al gato– que se sentara un momento; el policía entró y volvió a aparecer con un vaso de papel lleno de agua. Nuestro compañero bebió hasta la última gota y luego pidió más. Se le dio otro vaso. Entonces, como ya no le servíamos para algún otro propósito, partió al trote, sin una palabra ni un gesto de despedida.
Un ingenioso amigo de Louis Robinson le insinuó que los gatos posiblemente piensen en los humanos como “una especie de árbol portátil, agradable para frotarse contra él, con ramas inferiores que ofrecen un asiento confortable y otras ramas altas de las que a veces caen trozos de cordero y otros frutos deliciosos”. Hay una buena cantidad de cosas que decir acerca de esta teoría. Aunque se sabe de gatos que han mostrado el afecto más cabal, la mayoría cumple con unos saludos muy amistosos por la mañana y poco más, e incluso hay cierta reserva en estas atenciones, la que aumenta con el paso de las horas. Nada del lengüeteo excesivo tan del gusto de los caninos. Los gatos solo dan amor a quien lo ha merecido, además de aquellas ocasiones en que, por perversidad pura, molestan a un ailurofóbico con sus atenciones. Devolver bien por mal no existe en los mandamientos del gato. Pueden volcarse en un afecto muy profundo y hermoso hacia una persona que merezca su amistad, pero es un proceso que crece lento y que puede interrumpirse en cualquier momento. No tolerarán que los manipulen con brusquedad, ni los golpes ni las burlas. No soportan que se rían de ellos. Quien busca el cariño de un gato debe proceder con cuidado y con el tiempo es posible que reciba algunos de los beneficios de su esmero, pero si ofende a tan sensible criatura todo el trabajo del pasado se habrá deshecho. Los gatos rara vez cometen errores, y nunca el mismo error dos veces. ¡Qué estúpido deben de encontrar a un ser humano que constantemente tropieza con la misma piedra!
Como ya es proverbial, se los puede engañar pero solo una vez en la vida. O, más bien, el celebrado asunto del gato y las castañas es la única ocasión, histórica o fabulosa, en la que se ha engañado a uno de su especie. Louis de Grammont describe un incidente típico sobre este instinto: en cierta casa, donde se usaba gas para cocinar, había una gata con dos hijitos a medio criar. A la hora de la cena estos niños, muy malcriados, tenían la costumbre de saltar a la mesa y zamparse lo que pudieran. Un día, mientras la sirvienta depositaba sobre la mesa unas costillas de carne hubo una pérdida de gas por un descuido de la cocinera y se produjo una pequeña explosión en la cocina. Nadie resultó herido y todos volvieron a sus puestos, excepto los gatitos, que, muy asustados, habían desaparecido. Y no volvieron en varios días. Luego el miedo se disipó y retomaron sus antiguas costumbres. Pero, algunas semanas después, cuando la empleada nuevamente sirvió costillas, ¡los gatos huyeron a perderse!
Acerca de la crueldad gatuna, es cierto que estos animales pueden ser, y la mayoría lo es, muy crueles, pero pienso que es injustificable la hipótesis de George J. Romane de que torturan a los ratones simplemente por el placer de verlos sufrir. Y no digo que a veces no sea cierto. La notable gata del reverendo J.G. Wood, Pret, tenía la costumbre de arrastrar un tembloroso y aterrado ratón bastante vivo a la parte superior de la casa de cinco pisos donde residía, y luego lo dejaba caer por el hueco de la escalera de caracol mientras observaba con ojos ávidos el desenlace desde la barandilla. En su favor debo decir que para mantener en forma los hábitos de caza se requiere de cierta práctica, y la práctica con un animal vivo es mucho mejor que con una pelota o un pedazo de papel arrugado, que son las herramientas con que las crías toman sus primeras lecciones de ataque por sorpresa.9 Es sabido que algunas gatas guardan animalejos levemente heridos como reservas de caza y se los lanzan a sus crías para que jueguen. Pero este instinto sádico también lo tienen ciertos humanos cazadores de gatos que se entregan a masacres innecesarias. También ocurre que algunos gatos llevan su amor por la caza de vida silvestre mucho más allá de lo prudente; y ¿por qué, en el nombre de todo lo que es justo, no deberían hacerlo? Hay quienes protestan contra el instinto asesino de los gatos y no ven el mal en conducir a mansos terneros y corderitos al sacrificio, gente que disfruta de sus langostas sin pensar que se las ha cocinado vivas, que usa en sus coloridos sombreros penachos de aves arrancados del pecho de los pájaros en sus propios nidos, gente que embute una parva de pollitos en una jaula y envía reses vivas en largos y nauseabundos viajes por el océano, tan juntas una de la otra que apenas pueden echarse en el suelo. Gente que disfruta la temporada del zorro saliendo a cazar tres veces por semana objeta que un gato torture a un ratón. (Pero no ve ningún mal en que a los perros se les enseñe a cazar. El crimen del gato es que caza para sí mismo y no para el humano). ¡Hasta dueños de fábricas que se valen del trabajo infantil y críticos teatrales me han dicho que los gatos son crueles!

Recordemos que el gato, al igual que el ser humano, es un animal carnívoro. Y lo es en mayor grado, pues un gato saludable debe alimentarse de animales, mientras que un hombre saludable (véase George Bernard Shaw) puede subsistir con una dieta de frutas y nueces. Solo está siguiendo su instinto al matar pájaros y ratones, y cuando somete a sus presas a cierto grado de tortura lo que está haciendo es simplemente mantenerse en forma. “¿Pero los gatos se parecen a los tigres? ¿Son tigres en miniatura? Bueno, son unas muy lindas miniaturas –escribe Leigh Hunt–. ¿Y qué ha hecho el tigre que no tiene ya derecho a tragar su cena, como Jones?... Prive a Jones de su cena por un día o dos y vea en qué estado lo encuentra”. Naturalmente, se puede poner un cascabel al gato, y me refiero a atarle al cuello una campanilla ruidosa; entonces, cuando corra o salte de golpe el cascabel advertirá al pájaro que vuele y se aleje. Por desgracia para el éxito de esta estratagema, un gato inteligente que sea a la vez un obstinado cazador pronto aprenderá a sostener el cascabel bajo la barbilla de tal manera que no suene.
Los gatos son camorristas natos, pero sus peleas se parecen en una cosa a los torneos de caballería o las riñas de los apaches de París: siempre el motivo es un lío de faldas. Porque el gato es un gran amante. Difícilmente podría sobreestimarse la dosis de instinto amoroso en un macho adulto saludable, y cualquier intento de refrenarlo, aparte de la castración, se verá frustrado. Como ha dicho Remy de Gourmont, en el reino animal la castidad es un ideal quijotesco por el que solo el humano se esfuerza. Es imposible mantener confinado ni siquiera a un sedoso angora cuyos antepasados hayan sido animales domésticos, a menos que se lo haya castrado. Cualquiera que lo intente, después de una semana o algo así, estará encantado de permitir que el gato siga su camino.10 Pero se ha hecho costumbre –excepto para quienes conservan a los reyes con fines de reproducción– operar a los machos de modo que se convierten en animales enormes, perezosos y afectivos, que duermen mucho, comen mucho y resultan pintorescos pero no muy activos. Estos machos alterados suelen ser los favoritos como mascotas. Yo, en cambio, estoy más interesado en aquellos que conservan su fervor natural.
Las hembras pelean de vez en cuando, en especial para proteger a sus crías y cuando están en estro o “llamando” (así se ha denominado poética y literariamente esta fase marcada por suaves arrullos amorosos, casi como los tiernos suspiros de un amante del siglo xviii);11 con un descaro nacido del deseo muerden a los machos en el cuello, generalmente con resultados satisfactorios.
Los machos son luchadores formidables, tanto con su propia especie como con otros animales. Por lo general no se enfrentan con perros a menos que se los arrincone en una esquina, pero hay gatos conocidos por atacarlos sin razón aparente. Muy eficaces en la guerra son sus afiladas garras y flexibles articulaciones, mantenidas en forma por el contacto constante con un árbol o una silla o una mesa o una alfombra donde clavan las zarpas, se estiran y elongan a diario, y esa eficacia se ve incrementada por unas mandíbulas poderosas y unos dientes afilados. Es costumbre en el gato echarse de espaldas cuando pelea, si le es posible, pues de ese modo planta cara con sus mejores talentos y a la vez se protege la columna, que es su punto más vulnerable. Cuando ataca a un perro, suele saltarle sobre el lomo y es capaz de aferrarse y al mismo tiempo desgarrar la cabeza y los ojos de su contrincante. La naturaleza, irónica como de costumbre, permite al águila proceder de la misma manera con el gato. De las más sangrientas refriegas los gatos a menudo salen indemnes, salvo por una oreja rajada o una herida en la cola, pues su pelaje es una capa gruesa y suelta al punto de que pueden tironearla casi hasta la mitad del cuerpo sin desgarrarla. La flexibilidad de la cabeza, por su parte, si bien no alcanza el extremo del búho permite movimientos laterales muy considerables.
Cuando un gato está luchando o en peligro emite los más espeluznantes aullidos; no son llamados de ayuda y por qué lo hace es un misterio, pues en las refriegas entre animales en estado salvaje está solo y en ningún caso puede esperar ayuda de su especie. Perfectamente pueden ser gritos de guerra, para mantener la moral en alto, como hace la división de pífanos y tambores del ejército. Cuando lo golpean o maltratan, en cambio, nunca grita, aunque puede gruñir o bufar.
Los gatos le temen horriblemente a la muerte –escribe Andrew Lang–. Yo tenía un gato viejo y ruin, Gyp, que acostumbraba a abrir la puerta del armario y comer todas las galletas que pudiera. Sufrió un ataque, una parálisis, y pensó que iba a morir. Estaba aterrado: el señor Horace Hutchinson lo observó y dijo que el gato albergaba claras aprensiones de tipo calvinista sobre su recompensa en el otro mundo. Gyp recibió cuidados y recuperó la salud, como pudimos comprobar al divisarlo en el techo de una caseta con un pollo frío en su poder. Nada podría ser más humano.

Se ha dicho que el gato es un ladrón. Y es cierto que no siente respeto alguno por la propiedad ajena, aunque se le puede enseñar a mantenerse fuera de la mesa del comedor mientras haya alguien allí.
Es más fácil enseñarle a no hacer ciertas cosas que a hacerlas. Cuando se le deja solo, sin embargo, es mejor poner bajo llave el pescado y la crema. Hay refranes sobre ello, y no se equivocan. Mi Ariel acostumbraba a esconder carretes de hilo, llaves, bolígrafos, lápices y tijeras bajo la alfombra. No veía motivos para no hacerse del botín, tal como los conquistadores de América no vieron razones para no convertir los bienes de los aborígenes en propiedad suya. Estos primeros colonos consideraban a los indios como seres inferiores sin derechos; el gato tiene la misma opinión sobre los seres humanos.
Pero Walt Whitman se equivocaba cuando dijo de los animales que “ninguno sufre esa manía de poseer cosas”. Los gatos tienen un sentido muy definido del derecho de propiedad tratándose de sus propios bienes, aunque los protegen ellos mismos, nunca llaman a la policía o la milicia. La evidencia de este rasgo es muy fácil de observar. Todos los gatos lo entienden en profundidad, tan en profundidad que solo un gato muy hambriento o muy atrevido intentará introducirse a través de la puerta abierta en la casa de otro. Si lo hace, procede con la mayor cautela, y si llega demasiado lejos habrá una escaramuza.
Estas escenas suelen ser muy cómicas. El señor de la casa se agacha casi hasta pegarse al suelo mientras registra cada movimiento del intruso y su pelaje comienza a erizarse. El extraño entra dando rodeos y aparentando no ser consciente de la presencia del otro. Por lo general bastan unos bufidos y unos pasos de advertencia para asustar al entrometido e invitarlo a retirarse por donde vino. Sin embargo, hay gatos con instintos caritativos que llegan a casa con compañía e invitan a los callejeros a compartir su comida. Ya he mencionado a uno de los gatos de Gautier, Gavroche. Y me han contado de un gato vagabundo, alimentado una vez en una casa de campo, que regresó al día siguiente ¡con veintinueve de sus amigos! Pero ese interés por los forasteros es poco frecuente en los felinos; se les ha acostumbrado a reinar sobre su territorio de caza en solitario y ese instinto salvaje sobrevive.
Los gatos persas lo tienen. No hace mucho traje a casa un gatito naranja muy suave y gentil, un modelo en miniatura de gracia y virtud. La molestia y el enojo de mi Feathers, la reina de la casa, no tardaron en hacerse notar. Un perro casi siempre mostrará signos de celos ante un recién llegado, pero esta emoción era rotundamente ira. Le producía ira que alguien pudiera quizás atreverse a usurpar una parte de su vida, a compartir su comida, posarse en sus cojines, tumbarse en sus rincones bajo el sol.12 Así, con esa paciencia persistente que es tan eficaz como los métodos más inquisitivos, Feathers se dispuso a convencerme de que el proyecto de convivencia era imposible. Durante tres días le hizo la vida imposible al gatito. Si este trataba de dormir, Feathers le mordía la cola; si estaba despierto, le clavaba los ojos de un modo desconcertante antes de saltar sobre su espalda y aterrizar al otro lado, un procedimiento aterrador al que añadía un gruñido y un bufido calculados para producir un escalofrío hasta en la más robusta espina dorsal. Seguía al gatito de habitación en habitación, sin permitirle un segundo de calma o un punto de apoyo en todo el departamento. Es más, su relación conmigo se vio alterada por completo. Ella, que solía ser una gata amable, durante la breve estadía del gatito nunca me permitió alzarla en brazos o hacerle mimos de ninguna manera. Mordió, rasguñó, arqueó la espalda y erizó el pelaje; no pude acercarme a ella en esos tres días sin que me bufara. Como no se me antojaba llevar una vida salvaje en el hogar me rendí ante lo inevitable y me llevé al gatito lejos. De inmediato Feathers se volvió un ser delicioso, toda sonrisas y caricias.
Esta cualidad en los gatos, esta potencialidad incesante de un retorno a la condición salvaje, es muy desconcertante para aquellos que no los comprenden ni son sensibles a sus encantos. Suelen confundirla con “mal carácter”, y de ello deriva la leyenda de que “no se puede confiar en los gatos”. En realidad, no existe otro animal que reaccione con mayor regularidad a ciertos fenómenos. Un gato bien tratado nunca rasguñará a un amigo, excepto por accidente mientras juegan, o bajo la tensión nerviosa de un insulto supremo, por lo que un amigo nunca debería insultar a un gato.
Aprecia mucho su casa y los alrededores, los observa con orgullo y deleite. ¿Cómo se tomaría usted que llegara de pronto un extraño de cualquier sexo a su vivienda, con quien tuviera que compartir comida y cama? ¿Piensa que no es razonable para un gato protestar contra semejante ataque a la libertad personal? A usted no le agradaría; tampoco al gato. Pero como es un ser más independiente, más asertivo, más amante de la libertad que el pusilánime, cobarde y furtivo animal humano, se niega de frente a tolerar intromisiones en su individualidad. Un hombre habría aguantado los inconvenientes; de hecho, a menudo lo hace.
Esta personalidad dual, sus luces y sombras, explican en buena medida la formidable fascinación que produce. Siempre existe la posibilidad de una regresión; la visión de una mosca o una cucaracha, una rata o ratón, otro gato o un perro, puede hacer de un animal domesticado una bestia salvaje en un cuarto de segundo. Más aun, si la naturaleza y el destino así lo disponen, es totalmente posible para el gato vivir en cualquiera de ambos estados por periodos prolongados. Y siempre se ha de tener en cuenta que las relaciones de un gato con un humano, a quien por lo general considerará con cierto divertido desprecio, transcurren en un plano muy diferente de sus relaciones con todos los demás animales.

El amor del gato por el hogar es una exageración propagada por ese tipo de personas poco inteligentes que constantemente hacen observaciones acerca de un animal que ni la persona más brillante osa comprender del todo. Este afecto por el territorio se considera un rasgo prestigioso, moral y satisfactorio cuando se trata del humano, especialmente cuando toma la forma del patriotismo. Pero cuando es el gato el que ama su casa, el pueblo lo mira con horror. La cuestión ha escalado al ámbito internacional e invariablemente se presenta como un subtema en cualquier conversación profana sobre gatos. “Pero el hogar –dice madame Michelet– suele ser más bien un conjunto de objetos que tienen relación con las costumbres, que incluso son uno mismo… El gato es esencialmente conservador. Sin embargo, se aferra menos a las paredes de la casa que a cierta disposición de los objetos, de los muebles, que exhiben más que la casa misma la huella de una personalidad. De modo que lo que es muy antipático para el gato es la fluidez de nuestra vida actual, con su facilidad para los traslados, las circunstancias cambiantes y los gustos inconstantes”.
El gato piensa que lo que ha sido será. Así como espera por su presa, espera por su dueño. Conoce todas las vías de escape por si hay peligro, escoge una silla favorita para dormir y un rincón familiar para estar al acecho; no cede en estas certezas sin cierta objeción. De hecho, si no ha formado un vínculo con ningún miembro de la familia parece absurdo pedirle que renuncie a estas ventajas. El gato se apega a su amo si este lo acaricia, lo alimenta y lo quiere; pero si se lo ignora le importará más la casa que sus moradores. Por encima de todo debe recordarse que el gato ama el orden.
En A Story Teller’s Holiday, George Moore relata cómo, vagando por las ruinas de Dublín después de la rebelión irlandesa, descubrió una pared rota de la que todavía colgaba la repisa de una chimenea.
Me llegó un lastimero miau, y un hermoso persa negro apareció junto a los restos. Los gatos saben ser muy elocuentes, casi articulados, y este me pidió que le explicara el significado de la escena. Había encontrado su vieja chimenea, le dije, y traté de que se fuera conmigo; pero, aunque contento de verme, no se dejó persuadir y permaneció sobre lo que quedaba de su asiento favorito, donde había pasado tantas horas placenteras. Así, reflexionando sobre su fidelidad y su belleza, continué mi búsqueda entre las ruinas. Encontré gatos por todas partes, todos buscando sus casas perdidas entre las cenizas y todos incapaces de comprender la desgracia que se había abatido sobre ellos. Es cierto que los gatos sufren de una manera imprecisa, pero el sufrimiento no es menor porque sea difuso, y pensé que en las primeras edades del mundo, digamos veinte mil años antes de Pompeya y Herculano, los seres humanos andaban a tientas y sufrían ciegamente buscando sus hogares desaparecidos en medio de terremotos incomprensibles, igual que los gatos de Henry Street. Somos parte de la misma sustancia original, me dije, y de pronto comencé a regocijarme en lo inesperado de la naturaleza y su fecundidad. Nunca es un lugar común, solo tenemos que acudir a ella para ser originales, me dije, mientras regresaba por calles silenciosas. Podría haberme imaginado cualquier cosa, el papel mural, las molduras sobre la chimenea y el reloj francés, pero no a los gatos en busca de su hogar entre las ruinas. Tampoco creo que se le hubiera ocurrido a Turguéniev, a Balzac menos.
Pero no todos los gatos sienten aversión a moverse y algunos se mudan por voluntad propia, como hizo el caprichoso Zut de Guy Wetmore Carryl, de quien hablaré más adelante. Andrew Lang creía que había una francmasonería, una suerte de rosacruz de los gatos: tan extraños son sus movimientos, tan inexplicables. Es posible que el aburrimiento sea un motivo para la peregrinación.
La monotonía –escribe Lindsay– como factor de trastorno mental en los animales inferiores está estrechamente asociada a la soledad y el cautiverio. Detestan la vida y las ocupaciones monótonas tanto como los humanos, sufren tanto como ellos por la falta de novedad y variedad, tienen el mismo deseo de diversión, y en muchos de ellos hay una necesidad igual de relajarse y a la vez de sentir entusiasmo y placer. La uniformidad tiene en animales y humanos la misma influencia deprimente, sea de paisajes, del entorno, del aire o de la comida.






