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Los gatos persas, condenados a pasarse la vida en edificios citadinos, van de uno a otro sin ninguna incomodidad o infelicidad aparente, sin embargo. De vez en cuando un gato que sienta gran pasión por su dueño lo seguirá adonde sea. Pennant registra que el conde de Southampton –el amigo y compañero del conde de Sussex en su insurrección fatal–, confinado en la Torre de Londres, recibió sorprendido la visita de su gato preferido, que se las arregló para llegar a verlo descendiendo por la chimenea de la estancia.
“Los animales son tan buenos amigos porque no hacen preguntas, no presentan quejas”, escribió en alguna parte una poco esclarecida George Eliot. Ciertamente no es el caso de los gatos. Un gatito común y corriente hará más preguntas que un niño de cinco años. Es el más catequista de los animales, con la posible excepción del mono. La curiosidad es uno de sus rasgos predominantes, y el primer deber de un gato que se cambia de casa es explorar cada centímetro cuadrado de sus nuevos dominios; y no solo examina cada rincón del hogar sino que investiga el entorno en varios kilómetros a la redonda. Según Lane, por eso es que puede encontrar el camino de vuelta a casa cuando el paseo ha ido demasiado lejos. Una vez concluida esta ceremonia de iniciación el gato expresa su satisfacción dando vueltas y más vueltas antes de acomodarse para dormir. Hay quienes creen que si untas las patas de un gato con mantequilla o manteca no escapará de un nuevo hogar, y Ernest Thompson Seton usa esa superstición en su relato “The Slum Cat”. La base de esta creencia popular es sensata: un gato se limpiará de inmediato si le engrasan las patas, y casi siempre después del aseo personal viene una siesta; así, si se puede conseguir que concilie el sueño en cierto lugar casi se puede asegurar que se mostrará satisfecho de su nueva vivienda. La curiosidad, naturalmente, es un instinto propio del estado salvaje en el que la exploración era peligrosa pero necesaria, y se sabe que su costumbre de dar vueltas en círculos y más círculos antes de echarse a dormir es un recuerdo vago de los tiempos en que pisaba la hierba alta en busca de madrigueras. Sin embargo, en un gato la curiosidad va más allá del mero instinto de protección. Ninguna caja, ningún paquete, ni una sola bolsa entra en mi casa sin ser examinada por Feathers, y esa es la norma general. Cualquier gaveta abierta o caja nueva les servirá para dormir la siesta. Pero rara vez aceptarán comer de la mano, y si lo hacen será con gran renuencia, vacilación y tacto: así de preciso es el equilibrio entre la curiosidad y la precaución en la mente felina.
También olfatean los objetos, pero con una vez que lo hagan es suficiente; no volverán para asegurarse de nada. Hay quienes afirman que no tienen muy desarrollado el sentido del olfato;13 yo pienso que en gran medida lo sustituye un sistema nervioso de alto voltaje, sumado a la vista, el oído y el tacto (tienen predilección por ciertas texturas; les gusta el papel o cosas ásperas que se rasgan con un ruido). Madame Michelet decidió que el sentido del olfato en un gatito pequeño estaba más desarrollado que en el gato adulto; según ella, despertaba a los cachorros solo poniendo un cuenco de leche bajo sus narices, pero el mismo experimento con gatos crecidos no tenía efectos.
Siempre he pensado que no hay nada más efímero que la ciencia; los libros que más pronto van a parar al desván o al basurero son los libros serios. Cuando tienen algún valor artístico –un libro de Nietzsche, por ejemplo– la cosa es distinta, pero los profundos descubrimientos de un profesor o un científico cualquiera son absolutamente inútiles al poco tiempo. Solo sirven como muestra de los singulares flujos y reflujos del pensamiento humano. El primero en admitirlo, en todo caso, es el propio científico, quien te dice que solo debes trabajar a la luz de los “últimos descubrimientos”. Ahora, estos últimos descubrimientos suelen ser ideas robadas de algún filósofo, hechicero o monje del neolítico. Los grimorios medievales probablemente sean minas de oro en bruto de “nuevos pensamientos”. La filosofía del siglo xviii prefigura a Freud; ni siquiera la ciencia cristiana es nueva. El germen de casi todas las ciencias y de la filosofía se puede encontrar en Aristóteles, en Paracelso o en Mesmer. Los alquimistas estaban familiarizados con las leyes que los científicos han descubierto no hace mucho. Se dice que Aristeo, alquimista filosofal, dio a sus discípulos lo que él llamó la llave de oro de la Gran Obra, que tenía el poder de volver todos los metales transparentes, pero que yo sepa nunca se habla de Aristeo como el inventor de los rayos equis. Y son pocos hoy en día los que se atreverían a recrear las proezas de ingeniería de los egipcios.
Las personas que dedican su vida a la ciencia por lo general no tienen sentido del humor. Aun diría más: a menudo son imbéciles. A.G. Mayer, según John Burroughs, ha demostrado de manera concluyente que la polilla de Prometeo no tiene sentido del color. El macho de esta polilla tiene las alas negruzcas y las hembras son de color pardo rojizo. Mayer pegó las alas del macho a la hembra y viceversa para ver qué pasaba, ¡y descubrió que se aparearon igualmente! Bien, el profesor Mayer podría llegar a la misma brillante conclusión si pinta de negro un gato amarillo y de verde una gata blanca; hay una pequeña razón por la que una hembra puede distinguir a un macho, pero a ningún científico se le ocurriría pensar en eso. Por lo tanto, los trabajos científicos deberían considerarse minucias, por lo general, pues es imposible acercarse a la verdad corriendo ciegamente en una dirección, clausurando todas las visiones y los sonidos distractores sin importar el peso que tengan sobre el tema; y en segundo lugar porque la verdad no existe. Cualquier filósofo místico puede sentir más de lo que un científico puede llegar a aprender en toda su vida.
Ha habido sectas de somatistas que no creen que el gato esté dotado de un alma. Pero esta discusión está pasada de moda porque los humanos ya no están muy interesados en el alma. Ahora es parte de la conversación inteligente hablar sobre el cerebro. Durante el siglo xix, muchos científicos, psicólogos, naturalistas, zoólogos y otra gente así dedicaron todo su tiempo a desmenuzar el problema de si los animales piensan o no. Darwin, por supuesto, en aras de su teoría de la evolución, abrazó con gusto la causa de las bestias pensantes, y Romanes y otros lo han seguido en esa dirección. Otras personas de mayor o menor importancia han mostrado su desacuerdo hablando del “instinto”, etcétera. Hay toda una literatura de libros olvidados y contradictorios sobre el tema, e imagino que cualquier cosa escrita anteayer será igualmente descartada por inútil en el aula de un profesor que se respete. “No hay libro que no desmienta a otro –observa el sumamente sagaz Sylvestre Bonnard–, de modo que cuando se los ha leído todos no se sabe qué pensar”.
El respetable John Burroughs nos informa que cuando él oiga una risa animal creerá que tienen razonamiento. A los humanos se llega por la mente, dice; al animal, solo por los sentidos. Todo el secreto del entrenamiento de animales salvajes está en crearles nuevos hábitos. Pero cualquier capitán de ejército podrá informar al señor Burroughs que ese es también el secreto entre los hombres. Y hay quien contradice a Burroughs. Havelock Ellis dice en Impressions and Comments que “en verdad no hay nada tan primitivo, incluso tan animal, como la razón. Es plausible, aunque suene insano, que sea por sus emociones, no por la razón, que los humanos se diferencian realmente de las bestias. ‘Mi gato –dice Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida– nunca se ríe o se lamenta; siempre está razonando’”.
El señor Burroughs también decidió que los animales no pueden pensar porque no tienen un lenguaje y no es posible pensar sin lenguaje. Pero ¿no tienen? El lenguaje vocal de los gatos es extraordinariamente completo, como lo demostraré en otro capítulo. Lo complementa con un lenguaje gestual que, por cierto, solo pueden comprender a cabalidad otros gatos. Está, por ejemplo, el lenguaje de la cola. El gato con una cola en alto como un estandarte es un gato satisfecho, contento, saludable y orgulloso. Una cola horizontal indica sigilo o terror. Y si la tiene enroscada bajo el cuerpo es que está muerto de miedo. El gato ondea la cola cuando está insatisfecho, molesto o de mal humor; encolerizado, la extiende con el pelaje erizado. La estira a modo de látigo en preparación para la batalla, y la enrosca cuando se divierte o siente placer. Y a veces usa su cola como las mujeres con sus boas y sus manguitos: para mantener el calor.

La variedad de maniobras que es capaz de hacer con la pata es aun mayor. Lindsay nos ha dado todo un catálogo:
No es infrecuente que el gato use una pata para tocar el hombro de su amo cuando quiere atraer su atención. Si le gusta algo que va pasando, una mascota felina sentada a la ventana de un carruaje “pone la pata en mi pecho –dice su ama– y hace un ruidito, como si me preguntara si yo lo he visto también”. Otra posaba la pata en los labios de una señora que tenía una tos alarmante, quizás por piedad, quizás en pos de la supresión física de la tos al cerrarle la puerta. Una tercera gata tocaba los labios de quienes silbaban una melodía, “como si estuviera satisfecha con el sonido”.
Los gatos se “abofetean” unos a otros o a sus crías, es decir se dan golpes con las patas y así regañan a los rebeldes o a las crías molestosas. Calientan las patas frente al fuego y las usan para protegerse la cara de las llamas o del sol. Nos contaron de un gato que daba palmaditas a la nariz de un caballo de compañía. Es bien sabido que nuestros gatos domésticos tienen la costumbre de lavarse la cara con las patas, que también usan para cepillarse y limpiarse las sienes y los ojos. La pata delantera sirve para sondear los objetos, para verificar su dureza u otras cualidades, o para medir la altura de los fluidos que un recipiente puede contener. Así, un gato, cuando quería beber agua de un jarro, usaba su pata para confirmar si estaba lo bastante lleno. O toma leche de un pote angosto metiendo la pata, curvándola para saturarla de líquido y luego lamiéndose. En un caso judicial por robo en Birmingham en marzo de 1877, “el demandante declaró que lo había despertado su gato con golpecitos en la cara al descubrir a los asaltantes hurgando en su dormitorio”.
Podría añadirse que el gato con frecuencia rasguña para llamar la atención. También enumerar las incontables maneras en que se sirve de su cabeza, ojos y hasta pelaje para mantener una conversación.
El profesor Edward L. Thorndike se ha dedicado a hacer algunos experimentos extremadamente ingeniosos y sofisticados con gatos y otros animales y ha escrito un libro sobre ellos: Animal Intelligence: Experimental Studies. Los experimentos con gatos se hicieron con “cajas puzle”. Se los dejaba sin comer un buen tiempo y luego se les encerraba en cajas, encima de las cuales se ponía comida. Había varias maneras de abrir las cajas desde adentro, más complicadas o menos; el punto era ver cuánto tiempo le tomaría a un gato salir de la caja y alcanzar la comida. De los resultados que obtuvo el profesor extrajo conclusiones enteramente vacuas. Que los gatos no hayan podido abrir las cajas del doctor no es ningún punto de partida para fundar un sistema de psicología animal. El experimento me pareció análogo a hacer subir a un hambriento y aterrorizado indio cheroqui a un Rolls Royce y pedirle, en un lenguaje extraño para él, que lo echara a andar si quería cenar esa noche.
Uno de los argumentos preferidos de los promotores del instinto infiere el hecho de que los gatos, acostumbrados a enterrar su excremento en estado salvaje, maquinalmente harán el movimiento de cavar la tierra en un piso de mármol o de madera, memoria instintiva de un acto que ya no es necesario y en consecuencia es impropio en un ser pensante. Pero hasta un niño tonto entiende que esta no es una razón. ¿Por qué todavía estrechamos la mano de otra persona para saludar? Ya no es válido el sentido que este acto tenía, que era asegurarse de que el otro no blandía un arma, pero aun así el impropio instinto sobrevive. Para el gato es un asunto de supervivencia. Bien sabe la naturaleza que las circunstancias o el deseo pueden devolverlo a la vida salvaje, y si eso ocurre, estará preparado para ocultar de sus enemigos todas las pruebas de su paradero.
Otros científicos que sostienen la inferioridad de las bestias argumentan que estas siempre hacen las mismas cosas, los mismos movimientos, que no inventan ni progresan. La abeja construye el mismo receptáculo para la miel, la araña teje redes idénticas y la golondrina arma el nido siempre de la misma forma. Se les ha denegado la libertad individual y la espontaneidad, aparentemente, y parecen obedecer a ritmos mecánicos que se transmiten a través de los siglos. ¿Pero quién puede decir que estos ritmos no son leyes morales superiores? ¿Y si las bestias no progresan porque surgieron perfectas en el mundo y no lo necesitan, mientras que el humano tantea, hurga, cambia, destruye y reconstruye sin encontrar estabilidad en la inteligencia, ni fin a su deseo, ni armonía a su forma? No está de más recordar, oh cristiano lector, que fue a dos personas a quienes Dios expulsó del Paraíso, y no a los animales. Además, es absurdo y estúpido sostener que los animales no tienen libertad de pensamiento, que no piensan, que no pueden resolver problemas concretos.
Personalmente estoy convencido de que todos estos científicos y psicólogos quieren decir más o menos lo mismo. Uno quiere decir instinto cuando dice inteligencia y el otro quiere decir inteligencia cuando dice instinto. Un sistema filosófico muy importante, por cierto, se basa en la teoría de que el instinto animal es de mayor utilidad que la inteligencia y pide a los humanos confiar en él tanto como sea posible. Es popular la idea de que las mujeres se guían enteramente por este principio.
En mi opinión, no son mayores las dudas acerca de que los animales piensan, a su manera, que las sospechas de que el humano, por regla general, no piensa absolutamente nada. Los científicos cometen el error de observar muy de cerca y de escribir lo que ellos piensan que han visto. Estas materias deberían tratarse en cambio con cierto distanciamiento místico. “Veo a autores que hablan de los gatos con una familiaridad de lo más repugnante”, escribe Andrew Lang. Los animales no piensan a la manera del humano; sus procesos mentales son muy diferentes. Hay algo de cierto en la teoría de que piensan en abstracciones, frío, calor, etcétera, pero que más tarde no piensan en ellas como abstracciones, como sí lo hacen los humanos. Sin embargo, no veo ninguna ventaja particular en recordar y discutir tales asuntos. Robert Louis Stevenson dijo una vez que los animales nunca usaban verbos: “Es la única forma en que su pensamiento difiere del nuestro”.
Hay un punto, y solo uno, que nos concierne aquí, y es la inteligencia relativa del gato, que muchos consideran mentalmente inferior al perro y al caballo. Creo que la inteligencia de los gatos ha sido enormemente subestimada.14 “No podemos comprender del todo la mente del gato a menos que nos transformemos en uno de ellos”, escribe St. George Mivart. El gato como un individuo piensa de modos muy diferentes de los de sus compañeros humanos, y por lo tanto es difícil obtener pruebas contundentes, sobre todo porque la mayoría de los académicos juzga la inteligencia de un animal por su susceptibilidad a la disciplina, es decir por su capacidad relativa de convertirse voluntariamente en nuestro esclavo. En este tipo de competencia, por supuesto que el perro y el caballo se llevan todos los honores. No creo que porque el gato se rehúse a aceptar el yugo se pueda probar que es un animal sin inteligencia, más bien lo contrario: es demasiado inteligente para andar haciendo trabajo pesado o bufonadas. Este es el consejo del viejo gato perezoso de una fábula de Florian:
El secreto para medrar
No es ser útil sino agradar.
El gato obliga a su amigo humano a aceptarlo en sus propios términos. Los actos de un perro son mucho más imitativos y por lo tanto más aplicables al razonamiento humano. Pero T. Wesley Mills, quien estudió a ambos animales, escribe: “El gato es mucho más avanzado que el perro al ejecutar movimientos coordinados de alta complejidad”. Y, nuevamente: “En cuanto a fuerza de voluntad y capacidad para mantener una existencia independiente, el gato es superior al perro”.
Algunos actos felinos están en plena consonancia con la inteligencia humana. Tienen el poder de hacer inferencias a partir de la observación: aprenden a abrir puertas fácilmente; muchos aprenden a tocar la campanilla para entrar. Con frecuencia responden a las campanillas, sabiendo que el sonido implica que la cena está servida o la llegada de alguien. Feathers no solo va a la puerta cuando suena el timbre, también cuando oye el ascensor. Y corre al teléfono cuando suena. No es que sea fácil enseñar al gato estas destrezas, y otras como recuperar la caza, pero si él cree conveniente adquirirlas, lo hará. Artault de Vevey tenía una gata que era aficionada a visitar amigos en el quinto piso (De Vevey vivía en el primero).15 Llegaba a aullar para que le abrieran; si nadie lo hacía arañaba la puerta, y como último recurso tiraba de la cuerda de la campanilla.
Un redactor del Spectator observó una vez “un gato de gran tamaño que a su vez estaba mirando unos gorriones que se alimentaban en el patio. Cada vez que se abría una puerta trasera los gorriones, perturbados, volaban hasta un seto de hayas que había cerca; el gato lo advirtió, fue a apostarse detrás del seto y esperó. Esta conducta es resultado de la deliberación y el cálculo. Otro gato que acechaba gorriones se ubicó detrás de una hilera de adoquines sueltos tan pronto como vio que me acercaba, y sujetó uno sobre la cabeza. Había visto que era probable que los pájaros fueran empujados en su dirección y actuó en un segundo”. Wynter, en Fruit Between the Leaves, relata un incidente con un macho de Callendar que fue visto llevándose un trozo de carne; el criado que lo seguía lo vio depositar el bocado cerca de una ratonera. Luego se escondió. Poco después salió una rata, y estaba arrastrando la carne cuando el gato se abalanzó sobre ella. El gato de Émile Achard, Matapon, habiendo liquidado a todos los ratones de la casa, partió a matar ratones de campo. Pero era difícil y desagradable en días de lluvia, así que no pasó mucho tiempo antes de que concibiera una idea y la llevara a cabo: repobló la casa con ratones de campo vivos y los dejó dispersarse, estableciendo así una nueva reserva de caza.
Lindsay cita el siguiente ejemplo de Animal World: un gato y un perro eran cómplices en el asalto a una despensa. Un maullido del primero avisaba al segundo de que no había moros en la costa y entonces procedían a hacer estragos. En una ocasión alguien siguió al perro y descubrió al gato subido en un estante, manteniendo la tapa de una fuente medio abierta con una pata y ¡arrojando delicias al perro con la otra! El reverendo J.G. Wood describe a un viejo gato inválido que al parecer había hecho un trato con un animal joven y activo que cazaba ratones para él; el veterano le pagaba al aprendiz con huesos y carne de su ración. Ambas partes respetaron honorablemente el pacto. Una vez que su mascota cayó enferma, la señora Siddons la alimentó con crema y las mejores partes del pollo; desde entonces, el gato de vez en cuando simulaba una cojera.
Eugène Muller, en Animaux célèbres, nos aporta otro ejemplo admirable: un profesor quería demostrar a sus alumnos los usos de una máquina neumática e introdujo a un gato bajo la campana de vidrio. El animal, naturalmente, hizo frenéticos esfuerzos por escapar, pero el vidrio lo tenía prisionero. “Les voy a mostrar cómo –dijo el profesor–, a medida que bombeo, el aire dentro del globo se enrarece; el gato va a respirar cada vez con mayor dificultad y de hecho se asfixiaría si bombeo lo suficiente, pero vamos a concluir el experimento antes de eso, y verán que cuando el aire vuelva a entrar el gato inmediatamente recuperará sus fuerzas”. Tal cual. El hombre bombeó y el gato, jadeante, cayó pensando que le había llegado la hora. Pero en el momento en que el profesor dejó de bombear se recuperó como si nada. Fue liberado y escapó, jurándose a sí mismo que nunca más se dejaría atrapar. Sin embargo, a los pocos días, frente a otro grupo de alumnos, el buen profesor tuvo la ocasión de repetir el experimento. El gato fue capturado de nuevo y el profesor comenzó su explicación mientras bombeaba: “Les voy a mostrar cómo…”. Pero los estudiantes observaron que no ocurría lo anunciado, porque el gato había posado una de sus patas en la abertura a través de la cual debía salir el aire. Y cada vez que quiso repetir el experimento el animal ponía en ejecución el mismo gesto.
Durante la guerra de Crimea, la gata del coronel Stuart Wortley visitó la barraca del médico para que le examinara y vendara una herida de bayoneta en una pata. El coronel la había encontrado herida tras la batalla de Malakoff y durante un tiempo la llevó a diario donde el cirujano del regimiento para que la tratara. Pero cuando él mismo enfermó la gata continuó las visitas al médico sola: iba y se sentaba tranquilamente a esperar su tratamiento. Hay muchos casos registrados de gatas que llevan sus crías a sus señoras para que les den una cura, y es sabido que se proveen asistencia obstétrica unas a otras. En el libro de madame Michelet, el señor Frederick Harrison narra un conmovedor incidente con una gata anciana que había parido recientemente. Ella sintió que moriría antes de destetar a sus gatitos, de modo que, aunque apenas podía caminar, una mañana desapareció llevándose uno y volvió sin él. Al día siguiente, casi exhausta, se llevó a sus otros dos gatitos. Luego murió. Había entregado cada cría a una gata diferente con camada nueva, y todas aceptaron al hijo adoptivo.
Un gato se sentará a limpiarse la cara a cinco centímetros de un perro que puede estar ladrando frenético de ira, si es que está encadenado. El gato sabe que no puede escapar. Además tienen la costumbre de atormentar a los canes echándose en los alféizares con sus patas tentadoramente expuestas pendiendo justo fuera de su alcance. También se sabe lo impertinentes que pueden ser con los perros que están amordazados.

Cualquiera que haya vivido en términos de igualdad con un gato sabe que va a demostrar su inteligencia unas cincuenta veces al día. Sin duda es la inteligencia de la variedad egoísta, y con ello muestra cuánto más fina es que en el resto del mundo animal. Está muy poco dispuesto a realizar hazañas para las cuales no ve una legítima razón, o en las que no obtendrá una satisfacción personal. Si desea un masaje bajo la barbilla, sabe que es muy probable que lo obtenga saltando al regazo de alguien. Si no quiere uno, sabe que la mejor manera de evitarlo es sortear a la persona que insiste en prodigárselo. Se ha dicho que un gato solo responderá a un llamado si es que la cena está a la vista. Bueno, yo hago lo mismo. Me niego a telefonear porque sí, pero a menudo acepto invitaciones a comer.
A pesar de su independencia y su inadaptabilidad a los deseos humanos, el gato puede hacerse útil, lo que es una suerte dado que existen personas para las cuales un animal no vale la pena si no se puede lograr que sirva de alguna manera a ese ser superior llamado humano. En Inglaterra hay gatos que trabajan para el gobierno en oficinas, cuarteles, muelles y talleres. Hay al menos dos mil felinos en nómina, y todos reciben un chelín a la semana para su comida, puesto que los gatos hambrientos no son los mejores cazadores de ratones, al revés de la creencia popular. Benvenuto Cellini tenía razón cuando dijo que “los gatos de buena raza cazan mejor gordos que magros”. Así que limpian eficazmente estos lugares de roedores. La Imprenta Nacional de Francia emplea a un extenso staff de gatos para proteger el papel de ratas y ratones. Viena cuenta con gatos oficiales, y los Ferrocarriles de las Midlands en Inglaterra tienen ocho gatos en sus planillas de personal. En Estados Unidos se mantienen gatos en todas las oficinas de correos y en los polvorines militares. Alguien en The Spectator habla del pesar que se sintió en una gran fábrica de Londres al morir el “mejor gato de la fundición”. Los moldes de arena para hacer piezas en la fundición se mezclan con harina. Los ratones se comen la harina y estropean los moldes, por eso se llevan gatos, para matar a los ratones, pero además deben aprender a no caminar sobre los moldes y a no arañarlos. El gato que había muerto cumplía sus tareas a la perfección.






