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La cantidad de ratones que un buen gato de caza puede abatir va bastante más allá de lo probable. Lane escribe de una vez en que andaba con su gato Magpie por el establo e irrumpió una turba de ratones; Magpie saltó sobre el grupo y atrapó cuatro al mismo tiempo, dos en las mandíbulas y uno con cada pata delantera. Tamaña destreza no es rara en un buen gato ratonero. Por eso todas las carnicerías y verdulerías, tiendas mayoristas y pequeños comercios, y todos los dueños de papelerías y restaurantes deben tener uno o más gatos. En algunos almacenes tienen uno en la bodega y otro en la tienda. Ya he mencionado a los gatos de frigoríficos. También destruye un gran número de insectos, moscas, cucarachas, saltamontes y mosquitos. Durante la última guerra el gobierno inglés reclutó quinientos mil gatos y a algunos los envió a la mar, a probar los submarinos, y el resto a las trincheras. Salvaron muchas vidas advirtiendo de la aproximación de una nube de gas mucho antes de que cualquier soldado pudiera olerla, e hicieron un buen trabajo librando los fosos de ratas y ratones; probablemente sirvieron también de mascotas a muchos soldados de infantería.
El gato y la mangosta son los únicos animales que no les temen a las serpientes, y pueden enfrentarse con éxito incluso con las variedades más venenosas. J.R. Rengger, que ha escrito sobre los mamíferos del Paraguay, declara que más de una vez ha visto gatos perseguir y matar víboras, incluso serpientes cascabel, en las llanuras arenosas y desprovistas de hierba de esa tierra. “Con su extraordinaria habilidad –escribe– golpean a la culebra con la pata delantera y al mismo tiempo evitan que salte. Si la serpiente se enrosca, no la atacan directamente sino que dan vueltas a su alrededor hasta que se cansa de girar la cabeza vigilando al enemigo; entonces le asestan otro golpe y, si la serpiente comienza a huir, se apoderan de su cola como si fueran a jugar con ella. En virtud de este ataque sin pausa destruyen a su enemigo en menos de una hora; pero nunca comerán de su carne”.
Se ha hecho ficción de este asunto, pero, cuando escribió la siguiente descripción, G.H. Powell sin duda se refería a algo que había observado: “Bien, cuando la dríada, curvada en una S mayúscula, temblorosa y siseante, avanzó por última vez al ataque a través del borde del sofá donde me encuentro, la erecta cabeza de Stoffles desapareció con una celeridad de malabarista que le habría dislocado la clavícula a cualquier otro animal de la creación. De un empeño tan excesivo como ese la serpiente se recuperó con evidente esfuerzo, rápido, sin duda, pero ni de cerca lo suficientemente rápido. Antes de que yo pudiera darme cuenta de que había errado el objetivo, Stoffles saltó como un resorte
liberado y, enterrándole ocho o diez garras en la nuca a su enemiga, la clavó contra el rígido cojín del sofá. La cola del reptil agonizante se irguió violentamente en el aire y golpeó la arqueada espalda de mi tigresa imperturbable. Con calma, Stoffles acercó su bigotudo hocico al cuello de la dríada azul e hincó los dientes una, dos, tres veces, como el gancho y la aguja de una máquina de coser, y cuando, tras una larga deliberación, la soltó, la bestia cayó hecha un nudo fláccido en el suelo”.
Moncrif habla de este especial talento de los gatos. Dice que en la isla de Chipre hay un promontorio conocido como Cabo Gata, infestado de serpientes blanquinegras. Antiguamente había un monasterio allí, y los gatos de los monjes se la pasaban en grande cazando víboras. Sin embargo, cuando sonaba la campana volvían al monasterio a buscar sus platos de comida.
El médico y teniente coronel A. Buchanan está convencido de que la causa de las plagas en la India son las ratas, y que podrían prevenirse si los nativos se acostumbraran a tener gatos.16 En un artículo en el British American Journal mostró estadísticas que parecen probar que las aldeas donde había gatos en cada casa se salvaban de la epidemia del cólera.
En el siglo xvi, un alemán, un tal Cristóbal, de Habsburgo, ideó un plan militar que consistía en atar botes con gases venenosos a la espalda de una cantidad de gatos que luego diseminarían en el campo de batalla. Este joven era oficial de artillería y presentó su estrategia al Concejo de los Veintiuno en Estrasburgo, que no aprobó su uso por verle dificultades prácticas. El dibujo original sigue guardado en la gran biblioteca de la ciudad. Hay otra historia, sin duda apócrifa, que cuenta que en cierta guerra los persas presentaron batalla a los egipcios con gatitos en los brazos: los egipcios se dieron a la fuga para no dañar al animal sagrado.
A veces los gatos traen conejos para sus amos. Pero han cumplido tareas más extrañas también. Un médico me contó de una dama a la que no le bajaba la leche después del parto de una hija. Él le aconsejó que pusiera un animalito en el pezón para estimularlo. Sucedió que la gata de la familia había tenido crías esa misma noche, y así un diminuto mamífero fue sustituido por otro con éxito. La hija y la gatita, por lo tanto, se criaron como soeurs de lait. Al crecer, esta gata adquirió la bonita costumbre de encender el árbol navideño presionando un botón con la pata. Vivió hasta la inusual edad de veintiocho años, y cuando enfermó de cáncer el médico la vendó y la cuidó hasta la víspera de su última Navidad: la gata encendió una vez más el árbol navideño e inmediatamente después se le aplicó cloroformo para terminar con sus sufrimientos.
Sin embargo, a mí me parece que mientras más inútil es el gato tanto más se ha ganado el derecho a la compañía. Hay demasiadas personas “tratando de ser útiles” en este mundo sin la competencia añadida de los gatos. Y aquellos que más se preocupan por el gato nunca piensan en él como un funcionario público de la caza. Un colaborador de The Nation lo dice: “Respetar al gato es el comienzo del sentido estético. En una fase de la cultura en que la utilidad gobierna todos los dictámenes, la humanidad prefiere al perro”. Y continúa:
Para la mente cultivada, el gato tiene el encanto de la exhaustividad, la satisfacción que hace de un soneto algo mejor que una epopeya (…) Los antiguos representaban la eternidad como una serpiente mordiéndose la cola. Ya surgirá el filósofo que concebirá lo Absoluto como un gato gigante y satisfecho de sí mismo en su confortable redondez, que no deja de ronronear mientras abraza su propia perfección y profiere esa frase de Edmund Spenser acerca del cosmos: “Se amaba a sí mismo porque era bueno hacerlo”. Un gato que parpadea a medianoche entre nuestros papeles y libros declara con mayor elocuencia que cualquier calavera la vanidad del conocimiento y la inutilidad del esfuerzo. El gato disfruta la marcha de las estaciones, gira en el espacio con las estrellas y comparte en su quietismo el inevitable devenir del universo. Nosotros, con todos nuestros apuros y carreras, ¿podemos hacer más?
Un distinguido académico de Oxford dijo creer que las personas admiraban a los gatos o a los perros según si eran de naturaleza platónica o aristotélica. “El visionario elige un gato; el hombre concreto, un perro. Hamlet debe de haber tenido un gato. Los platónicos, amantes de los gatos, son marineros, pintores, poetas y pillos carteristas. Los aristotélicos, amantes de los perros, suelen ser soldados, futbolistas o ladrones de casas”. Dice Champfleury que “las naturalezas refinadas y delicadas comprenden al gato. Las mujeres, los poetas y los artistas los tienen en gran estima, pues reconocen la exquisita delicadeza de su sistema nervioso; solo las naturalezas toscas fracasan en apreciar su distinción natural”.
Madame Delphine Gay habla del hombre de índole gatuna: “Al hombre gatuno no se lo puede engañar con ningún truco. No tiene las cualidades del hombre perruno pero disfruta de todas las ventajas que vienen aparejadas a esas cualidades. Es egoísta, malagradecido, tacaño, codicioso, sofisticado, persuasivo, astuto, y dotado de gran inteligencia y poder de fascinación. De un modo refinado adivina lo que no sabe, entiende lo que se le oculta. A esta raza pertenecen los grandes diplomáticos, los galanes exitosos, y en realidad todos los hombres que las mujeres consideran pérfidos”.
Al gato se le admira por su independencia, su valentía, su prudencia, paciencia, naturalidad e ingenio. Esencialmente es, como nos lo recuerda madame Michelet, un animal noble. No hay mezcla en su sangre, se puede nombrar a cualquier miembro de la familia en un pestañeo. El tigre, el león y el gato doméstico difieren más en tamaño que en apariencia; por eso la originalidad del gato consiste en ofrecerse como una exquisita e inofensiva miniatura de sus hermanos salvajes. Vive como un gran señor, no hay nada vulgar en él. Su delicadeza es fascinante; todos nos hemos preguntado alguna vez cómo puede saltar a una mesa llena de objetos frágiles y posarse con firmeza sin romper nada. Y, como ha señalado Philip Gilbert Hamerton, esto no es una prueba de civilización o pusilanimidad sino, una vez más, evidencia de que ha conservado sus hábitos salvajes. “Cuando evita tan cuidadosamente las copas en la mesa, no se está comportando como un subordinado de la civilización humana sino obedeciendo al hábito heredado del cazador furtivo, la máxima precaución, una habilidad natural de su especie. Sabe que no debe moverse una sola rama si no quiere que el pájaro –ya condenado– se le escape, y sus patas son así de silenciosas para que el ratón no se dé cuenta que viene”.
El señor Hamerton ha captado otro rasgo interesante del gato:
Siempre usa la fuerza que se precisa y no más ni menos, mientras que otros animales actúan bruscamente, con toda la potencia de que son capaces, sin tener en cuenta la falta de necesidad. Un día observé a una gata joven jugando con un narciso. Se sentó en sus patas traseras y con las delanteras daba palmaditas a la flor, primero con una pata y luego con la otra. El capullo amarillo pálido se balanceaba de un lado a otro, sin daño alguno en los pétalos o el estambre. Me pareció evidente que se deleitaba precisamente en la delicadeza del ejercicio, mientras que un perro o un caballo no hallan ningún placer en sus propios movimientos y acometen con fuerza cuando son fuertes, sin cálculo ni proporcionalidad. Esta dosificación de la fuerza respecto de la necesidad es muestra de una cultura refinada, en los modales tanto como en las bellas artes. Si los animales pudieran hablar, como en las fábulas, el perro sería un tipo honesto, franco y contundente, pero el gato tendría el raro talento de nunca decir una palabra de más. El suave revestimiento de las garras y la contractilidad de las pupilas son cristalizaciones de ese carácter. Las garras hostiles son invisibles; siempre listas y afiladas, no se muestran si no hay para qué. La pupila estrechada a plena luz del día no recibe más sol que el que es agradable, pero se expande a medida que cae el crepúsculo y una visión clara requiere una superficie más y más grande. Algunas de estas cualidades gatunas son muy deseables en el oficio de la crítica. Las garras de un crítico deben ser muy aguzadas, pero no perpetuamente prominentes, y el ojo debe poder distinguir la esencia de objetos más bien oscuros sin que lo deslumbre la luz del día.
A algunos la apariencia y obras de los felinos adultos les parecen del menor interés, pero son incapaces de resistirse a la fascinación de los gatos recién nacidos. El gatito es ese irresistible atado de pelo animado, pura osadía y ternura, un comediante que corre locamente hacia nada en particular, o avanza a brincos por el sendero del jardín con la espalda arqueada y el gesto afectado de quien está a punto de cometer una infamia, persiguiéndose la cola, intentando en vano capturar y asustar a su propia sombra, contemplando con curiosidad insectos esotéricos o quedando en trance y encantado con una víbora, como el gatito de Cowper,
Quien, no habiendo visto jamás
En el campo o el hogar
Algo similar, sentose quieto y mudo como un ratón
Solo proyectando su carita bigotuda hacia delante
Y preguntó: “¿Quién eres tú?”.
Donde hay pavos reales, es un lindo espectáculo ver a los gatitos sorprendidos ante su soberbia cola desplegada; corren y saltan como locos en torno de la gran ave mientras esta, furiosa, intenta librarse de esos pequeños demonios. Pero es suficiente con verlos sorber la crema de un platito en la mesa del desayuno, inocentes como querubines, o yacer como bolas ronroneantes de pelo tibio en nuestro regazo u hombro. Los gatos chicos, como algunos bebés humanos, pueden perder algo de su encanto cuando crecen, pero como crías son insuperables. Así, es aconsejable seguir la sugerencia de Oliver Herford:
Acoge gatitos mientras puedas
El tiempo solo trae tristes dejos
Y los gatos pequeños de hoy
Mañana serán gatos viejos.

7 Dice Margaret Benson en The Soul of a Cat: “Es rara esa aversión intensa de los gatos a cualquier cosa que uno piense destinar a ellos. Mentu tenía un cesto de su propiedad y un cojín confeccionado por una afectuosa dama, pero si lo metían allí salía saltando como una pelota de caucho. Le gustaba ocupar sillas y sofás, o incluso los tapetes delante de la chimenea. De la misma manera, el gato bien educado demuestra una preferencia inconveniente pero estética por comer en lugares placenteros, incluso si solo estamos ante un té helado y un pan polvoriento con mantequilla en un claro en verano. Los platos no les gustan, el papel de diario menos; lo que quieren es comer pegajosos trozos de carne en una silla mullida o sobre una linda alfombra persa. Sin embargo, si les cediéramos esos objetos para su uso personal se moverían a otro lugar. Por lo tanto la controversia es interminable”.
8 De todos modos, su capacidad para trepar y saltar les da una clara ventaja a la hora de cazar y de escapar de sus enemigos. Es un hecho curioso, sin embargo, que los gatos que trepan hasta alturas considerables con frecuencia se rehúsen a descender de alturas más modestas. El mayido lastimero de un gato en un árbol, adonde ha subido huyendo de un perro, o en una ventana de un segundo piso, es un espectáculo común. A veces, su rescate se convierte en un asunto internacional e incluso se ha considerado conveniente llamar a los bomberos. Recordemos que una caída desde cierta altura es un asunto serio para un gato. A pesar de la superstición popular, no siempre cae parado y es probable que se rompa la espina dorsal.
9 Madame Michelet no es de la opinión de que los juegos del gatito sean todos un aprendizaje para la caza: “Un mundo de ideas, de imágenes, despierta primero en él, imágenes que no son de presas. Eso vendrá, pero más tarde. La primera atracción para los gatos nuevos, como para un bebé, es por aquello que se mueve. Parece que esta vida de los objetos engaña a su inmovilidad. Ambos siguen los movimientos con un ojo al comienzo indeciso, pero pronto cautivado. El bebé quiere aferrar la pelota suspendida sobre su cuna y el gatito persigue a su sombra en la noche. Tigrine mostraba un gusto muy vivo por estas siluetas, que tenían a sus ojos mayor realidad que el objeto mismo”.
10 En la Edad Media, era costumbre atarlos a las ventanas de las viudas que volvían a casarse, para indicar su lascivia. La gata se opone al matrimonio. Aceptará uno, dos, tres amantes, tantos esclavos como sea posible, pero nunca a un tirano.
11 El léxico del criador de gatos es poético. Cuando lleva a una hembra a aparearse con un macho el evento se llama “visita”, y el acto del macho, “firma”.
12 A veces los gatos consideran ciertas sillas como de su propiedad y no permiten que perros ni humanos las usen. He observado a uno pasar por el salón y expulsar a cada ocupante de su silla. Su método era simple. Pesaba seis kilos y se deslizaba hasta posarse entre el respaldo de la silla y la persona sentada.
13 Sin embargo es habitual que se intoxiquen con el olor de la valeriana, y adoran la fragancia de las flores. A veces incluso expresan deleite por los artificios de los perfumes Houbigant, Coty y Bichara. En esto se diferencian de los perros, como nota W.H. Hudson en El diario de un naturalista: “El mimado perro faldero tiene clavada una gran espina en el costado, una perpetua miseria que debe soportar, aun con todas las comodidades en que vive, y son los perfumes que complacen a su dueña. Él también es un poco veneciano a su manera, pero su sofisticación no es la de ella. El baúl de madera de alcanfor en el dormitorio le parece una ofensa; el estuche de fragancias en sus delicados frasquitos de vidrio, una abominación. Ante sus exquisitas fosas nasales todas las flores aromáticas son fétidas, y la madera de sándalo de cajas y ventiladores le hace voltear el rostro con disgusto. Se siente cálido y suave en el regazo de la dama, pero es un dolor incurable tener que estar tan cerca de su pañuelo de bolsillo, saturado de lavanda o rosa blanca. Si es obligación perfumarse con esencias florales, el perro preferiría que ella se bañara en aceite esencial extraído de la magnífica Rafflesia arnoldii de la selva de Borneo, que huele a carne podrida, o incluso de la humilde flor de la carroña que florece más cerca de casa”.
14 Ahora bien, espero ya haber impresionado al lector y haberlo convencido de que no todos los gatos son iguales. He visto gatos tan estúpidos como cualquier pagador de impuestos compulsivo.
15 Esta era la misma Isoline que tomaba baños de tina.
16 Los hindúes, que creen en la doctrina de la metempsicosis, tienen una válida objeción para no quitar la vida. En Bombay existe un hospital para animales enfermos. El profesor Monier Williams, que lo visitó, dijo: “Los animales están bien alimentados y bien atendidos, aunque me pareció que sería más piadoso para la gran mayoría un disparo en la cabeza (…) Incluso se dice que hay hombres pagados para dormir allí, en sucios colchones de lana, para que las repugnantes alimañas con las que están infestados puedan surtir su nocturna necesidad de sangre humana; y los drogan, para que no maten involuntariamente a los bichos durante el sueño”.
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