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—Hijas, lo siento mucho. Es muy tarde ya para ir. Nos va a coger la noche por los caminos y tu padre no puede acompañarnos ni recogernos. Además, estoy muy cansada. Os prometo que mañana vamos a ver a la Virgen. Salimos al mediodía y damos un paseo por la verbena.
Lola se tuvo que conformar. Se había ilusionado, incluso se había arreglado pensando en Luis. Estaba triste, pero no podía decirle nada a su madre. La pobre estaba agotada de trabajar tantas horas.
Esperó entusiasmada el domingo. Al llegar a la iglesia su corazón la avisó. Miró hacia un lateral y lo vio. Estaba muy guapo. Era alto, de piel morena por el sol, pelo castaño y ojos marrones. Tenía tres años más que ella. Se había arreglado para la ocasión. Llevaba camisa blanca y una chaqueta marrón de pana a juego con sus ojos. Él la miraba embelesado y la veía guapísima. Lola llevaba un vestido estampado ajustado a su cintura con falda de vuelo y un abrigo. Llevaba la melena suelta. Su pelo negro y largo cubría su espalda. Luis aprovechó el bullicio para acercarse a ella. Con disimulo le cogió la mano un instante y ella vibró. Su madre estaba despistada mirando a la Virgen y no se percató de nada. Sin embargo, Carmela, que era muy viva, sí se dio cuenta. Miró a su hermana, esta le sonrió y con el gesto de su dedo índice sobre los labios le pidió silencio. Carmela desde ese momento tuvo a su madre entretenida para que Lola pudiese disfrutar del acercamiento de su pretendiente.
Después de ver la Virgen y dar un paseo volvieron a la hacienda. Tras la cena se retiraron a descansar. Las dos hermanas compartían dormitorio. Al estar a solas las dos, Carmela no pudo disimular por más tiempo.
—Lolaaa, qué calladito lo tenías. ¿Desde cuándo lo conoces? —le dijo en voz baja para que solo ella lo escuchase.
—Pues hace más de un mes. Trabaja aquí en la recolección y lo conocí gracias al agua del botijo. —Las dos rieron al unísono—. Y a partir de ese día no ha dejado de acercarse a mí. Me dijo que hoy me iba a esperar en la iglesia para verme.
—¡Cuánto me alegro por ti! Hermana, ¿te ha pedido ya ser su novia? —Las dos se habían acostado en la cama de Lola y cuchicheaban entre susurros, pues solo una cortina separaba la alcoba de la salita. Temían que sus padres se enterasen y lo descubriesen todo antes de tiempo.
—Sí, esta noche me lo ha murmurado entre la multitud. Yo, nerviosa, le he dicho que lo tengo que pensar, si bien lo tengo pensado más que de sobra —confesó ilusionada, con un brillo especial en los ojos.
—Ya lo veo hablando con papá y pidiéndole tu mano. Al final, como soy la más pequeña, me vais a dejar sola.
—Cuando tengas edad verás como te llega el amor de tu vida y te hace la mujer más feliz del mundo. Hermana, no vayas a contar nada a nadie, por favor, que todavía es pronto.
—No te preocupes, mis labios están sellados. —Se alegró de ver a Lola tan ilusionada.
Un mes después, al terminar la recolección, Luis habló con Gregorio y le pidió la mano de su hija. Este, que algo sabía por Irene, aceptó, no sin antes exigirle respeto y cariño hacia su niña o se las vería con él. Así que algunas tardes o el domingo después de misa se veían. Ella iba a la iglesia con su madre y su hermana; él las esperaba en la puerta y las acompañaba por los caminos de olivares de vuelta a la finca. Allí paseaban y charlaban, siempre, por supuesto, a la vista de los demás.
Gregorio era un hombre bueno y trabajador, de estatura media, musculoso y fuerte. Aunque era un hombre de campo, rudo y sin apenas estudios, llevaba la finca y los cultivos a la perfección. Era parco en palabras, compresivo y testarudo. Hombre de confianza y muy leal, aunque chapado a la antigua. Daba gracias a Dios por las tres mujeres que le había puesto en su vida y que llenaban sus días de dicha.
Irene era bajita, metidita en carnes. Ella decía que no era gorda, sino anchita de caderas, como a su Gregorio le gustaba. De buen comer, probaba todo lo que cocinaba. Era una excelente cocinera. Tenía buen humor, casi nunca se enfadaba. Bonachona, humilde y cariñosa con su familia, adoraba a sus princesas. Eran el regalo más grande que Dios le había dado. Muy trabajadora y honesta, los señores la apreciaban bastante.
Después de venirse de su pueblo muchos años atrás, Gregorio e Irene solo habían vuelto en contadas ocasiones, pues estaba muy lejos, no tenían coche y ya eran cuatro de familia. Viajar en el autobús con las maletas y las niñas tan pequeñas era una paliza. Las dos primeras veces fue cuando nacieron las niñas para que los abuelos las conociesen. Las siguientes fueron por cuestiones trágicas, cuando les llegaba por carta la noticia de que había muerto alguno de los padres, con lo cual iban a visitar la tumba y rezarles. Ya después de morir los padres de ambos no volvieron a ir. Solo sabían de sus hermanos por carta.
Lola seguía muy ilusionada con Luis. Este vivía en Mairena, en casa de Amparo y su marido, un matrimonio sin hijos que le alquilaba una habitación. Llevaba dos años que en otoño se venía a vivir con ellos, pues en la temporada de la aceituna en el Aljarafe no le faltaba el trabajo. Luego volvía a San Nicolás del Puerto, un pueblo de la sierra de Sevilla, donde nació. Allí vivía con su madre y un hermano más pequeño. Su padre había muerto en la guerra civil, dejando a su madre viuda y sola con dos hijos. En primavera y verano trabajaba en las minas del Cerro del Hierro. En invierno, las bajas temperaturas y las pequeñas heladas les impedían acceder a los yacimientos, por lo que no solían contratar apenas a nadie en esas fechas y el trabajo en el pueblo escaseaba. Era en esa fecha cuando Luis se venía al Aljarafe para la recolecta.
—Lola, cariño, he hablado con Amparo y su marido para quedarme un mes más en su casa y no me han puesto ningún problema. Sin embargo, después de Navidad tengo que irme para mi pueblo. No puedo dejar sola a mi madre tanto tiempo —le contó Luis un domingo por la tarde mientras estaban sentados en un poyete del patio del cortijo.
—¡Ay, Luis! ¿Cómo voy a estar tanto tiempo sin verte? —se lamentó Lola, que estaba muy encariñada con su enamorado.
—Lo sé, mi niña bonita, pero aquí no tengo ya trabajo y allí sí. Hay que ir donde te dé para poner la olla, como me dice mi madre.
—¿Y si te olvidas de mí? —Lloriqueaba apenada.
—Eso ni lo pienses. No temas, vendré a verte. —Miró a ambos lados, vio que nadie los miraba y la besó en la mejilla con cariño. Lola había calado hondo en su corazoncito y no quería verla triste—. Bueno, no pensemos en eso. Nos queda un mes para estar juntos.
Llegaron las Navidades y con ellas días de mucho trabajo en la casona, pues venían invitados. Luego, por la noche, ya relajados en la casa del guarda, disfrutaban los cuatro en familia de buenos momentos. En Nochebuena cantaron villancicos y degustaron alimentos, tortas, mantecados y turrones, que solo algunos afortunados podían probar en Pascuas y que Irene había conseguido a buen precio en la tienda de Manuel «el Nani», en Mairena. Como Carmela y Lola trabajaban en el almacén de aceitunas entraban cuatro sueldos en la casa, no muy grandes, si bien les daban para permitirse comprar comidas especiales para estas fechas, ropa de abrigo para el frío invierno e incluso tener algunos ahorrillos.
Irene tenía una hucha para cada una de sus hijas. Allí cada mes guardaba una parte de sus sueldos. Estaba juntando para el ajuar de ellas; así cuando les llegase el momento de casarse podrían comprarse sus enseres y ropa de hogar con sus ahorros.
El día de Navidad, cuando estaban todos en el patio felicitándose, Tomás le dio una nota a Carmela sin que nadie lo viese. Luego, sin decir nada, desapareció. Esta, intrigada, se excusó y se retiró a su casa. La abrió a solas en su alcoba y leyó lo que ponía:
En media hora te espero en la bodega, tras las barricas del vino dulce. Ven sola.
Carmela, al terminar de leer la misiva, notó que el pulso se le había acelerado. ¿Qué secretismo se traía entre manos? Se asomó de nuevo al patio y no vio a nadie. Se dirigió hacia la bodega. Miró varias veces alrededor por si había alguien cerca. Al ser día festivo todo estaba tranquilo. Se dirigió al lugar donde Tomás la había citado. Iba agitada al mismo tiempo que entusiasmada.
Cuando llegó, Tomás estaba escondido al fondo, tras los toneles. Tenía un paquete entre las manos. Antes de que ella dijese nada, él le explicó:
—He estado ahorrando durante mucho tiempo para poder comprártela. Espero que te guste. —Alargó las manos y le entregó el regalo. Ella, nerviosa, empezó a abrir el paquete con rapidez.
—¡Una muñecaaa! ¿Es para mí? —Él asintió con la cabeza, sonriendo.
—Sí, te lo prometí. ¿Te acuerdas? —Ella asintió emocionada y unas lágrimas se escaparon por sus mejillas—. ¡Pero no la vayas a bañar! — Ambos sonrieron al recordarlo.
—Gracias, Tomás. ¡Es preciosa! —Se acercó a él, se estiró un poco, pues era más baja, y sin pensarlo le dio un beso en la mejilla.
Tomás en ese instante pasó su brazo por la cintura de ella y la acercó a su cuerpo. Con los dedos empezó a limpiarle las lágrimas.
—Carmela, no quiero verte llorar. Me encanta cuando ríes. Escuchar tu risa fresca me hace sentir bien. Me gustas mucho. Creo que… desde siempre. —Ella tembló, nerviosa. Quería soltarse y huir, pero sus pies se negaban, no la obedecían. Su corazón latía alborotado, bailando al son de una música inexistente. En su estómago se habían instalado cientos de mariposas que danzaban al ritmo de su agitado pulso. Quería escapar y, a la vez, no moverse del lugar.
Estuvo unos segundos en los brazos de su querido amigo Tomás. Lo miraba perpleja, asimilando todavía su confesión. Este, sin pensarlo, abordó el espacio que los separaba y posó sus labios en los de ella. Fue un beso dulce e intenso que duró unos segundos. Carmela emitió un leve gemido, mezcla de sorpresa e inquietud. Sintió como una sacudida. Su corazón parecía galopar con frenesí dentro de su pecho. ¿Qué era aquello que sentía en su interior?
Tenía las mejillas sonrojadas. De pronto, como un resorte, se soltó, lo miró intensamente a los ojos y le dijo alterada:
—¡¿No te das cuenta?! ¡Esto no está bien, es pecado! ¡Santo cielo, tú eres el señorito! ¡Solo podemos ser amigos!
Y salió corriendo de la bodega como si la persiguiese el mismísimo demonio.
3. La boca calla lo que el corazón grita
Carmela llegó alterada a su casa. Menos mal que no había nadie. Con los ojos inundados en llanto se dirigió a su habitación. No podía creer lo que había pasado. Por más que le doliese reconocerlo, le había gustado besarlo. ¡Qué locura! ¡Él era el señorito y ella…, una don nadie!
¿Y si alguien los había visto? Su cabeza era un caos, un maremoto de ideas contradictorias. Seguro que estaba en pecado. ¿Debía confesarse por besar al señorito? Daba vueltas en su alcoba como un animal herido y enjaulado. La muñeca, sobre la cama, parecía mirarla fijamente y entender lo que estaba sintiendo y se solidarizaba con su inquietud. Luna, su perra, empezó a ladrar de repente. Escuchó que su madre había llegado a la casa. Suspiró e intentó relajarse; no debía notarla alterada. Se enjugó las lágrimas, fue hacia la palangana y se refrescó la cara.
—Hola, hija. ¡Qué cansada vengo! —Acudió a su lado y la besó, entonces sus ojos se posaron en la cama—. ¿Y esa muñeca tan bonita?
—Madre, ¿se acuerda de cuando por culpa de Tomás se rompió mi muñeca? —Su madre le confirmó con un gesto. Ella tragó saliva para bajar el nudo que aún tenía en la garganta y le dificultaba hablar—. Pues se sentía culpable por ello y ha estado guardando dinero para comprarme una.
—Tomás es un buen chico, de corazón noble. Otro, siendo el señorito, no se hubiese ni preocupado. Se parece mucho a su madre. Doña Teresa es toda una señora de los pies a la cabeza y muy generosa.
—Eso es verdad. Es obvio que a ellos les sobra el dinero, pero no tienen por qué gastarlo en nosotras. Me ha gustado mucho, no me la esperaba.
Esa noche Carmela no pudo dormir. Aún sentía el calor de los labios de Tomás en los suyos. De pronto se había despertado en ella una sensación nueva, inquietante y prohibida. Acudieron a su mente todos los momentos compartidos con él. Recordó que de pequeños él le pidió ser su novia y ella se negó, y que cuando ella casi se ahoga él se jugó la vida por salvarla. O cuando enfermó de sarampión y él la visitó. Siempre habían sido buenos amigos. ¿Había nacido algo especial entre ellos, más allá de una simple amistad?
La mañana siguiente Carmela evitó encontrarse con Tomás; le daba vergüenza mirarlo a la cara. Por la ventana de su habitación observó cómo salía de las caballerizas montado a caballo y se alejaba al galope. Él no la vio.
Tras el almuerzo, las dos hermanas estaban bordando cuando su madre llegó con prisas a la casa y les anunció:
—Venga, hijas, vamos a arreglarnos. Vuestro padre le ha pedido prestado el Land Rover al señor Andrés y nos va a llevar a la capital a dar un paseo. Iremos a visitar algún portal de Belén y la iglesia del Salvador. Merendaremos chocolate caliente con unos churros por el centro. Ya está todo iluminado con luces navideñas. Vamos a aligerarnos para llegar antes de que anochezca.
Media hora más tarde se dirigían a Sevilla. Cada año la familia al completo acudía a la ciudad en contadas ocasiones, como Semana Santa, la Feria de Abril y Navidad.
Disfrutaron del viaje. Cruzaron el puente que pasaba sobre el río Guadalquivir, por donde navegaban algunos barcos; divisaron la Torre del Oro y la majestuosa Giralda, que parecía controlarlo todo desde las alturas. La familia Galián paseó por el centro. Visitaron iglesias, merendaron y comieron pescadito frito y castañas asadas. Se lo pasaron muy bien. Ya de noche volvieron al cortijo.
Todo estaba en silencio cuando llegaron. Era tarde y se fueron a descansar. Carmela, aunque había disfrutado bastante toda la tarde, no había dejado de pensar en Tomás. Se quedó dormida recordando las palabras de él.
Al día siguiente se enteró por su madre de que los señores y sus hijos se habían ido un par de días de viaje a visitar a unos familiares. En principio se sintió tranquila, así no se lo encontraría cara a cara, si bien en el fondo le daba pena no verlo.
Tres días después se encontraron. Luisa y Lola estaban con él. De soslayo se miraron y Carmela bajó la mirada, a la par que sus mejillas se ruborizaban. Esto no pasó desapercibido para Tomás. Él se alegraba de que ella recordara sus besos. Luisa les contó que un familiar de su madre se había puesto enfermo y habían ido a hacerle una visita, dadas las fechas navideñas.
Los siguientes fines de semana que coincidieron Tomás y Carmela se mostraron como si nada hubiese pasado, aunque ya nada era igual entre ellos. Ambos sentían que algo dentro de su ser se desbocaba cuando estaban cerca. A veces se sorprendían mirándose de reojo, pero ninguno decía nada. Tomás no quería agobiarla. Estaba claro que si había aceptado sus besos sin darle una bofetada era porque ella sentía algo por él. Eso sin mencionar que había notado cómo ella había vibrado entre sus brazos. Seguramente, necesitaría tiempo para darse cuenta de cuáles eran sus verdaderos sentimientos.
Él la deseaba y se estaba obsesionado con su cuerpo. Sabía que no podía haber nada entre ellos; sin embargo, las palabras de su primo seguían martilleando su mente. Él había cumplido los diecisiete años, ella los quince y era una joven preciosa. ¿Y si Carmela aceptaba ser su amante?
En febrero la señora Teresa enfermó. Empezó a sentirse mal. Sus mejillas sonrosadas, llenas de vida, se tornaron pálidas y sus ojos se notaban apagados. Visitó varios médicos en la capital, pero poco mejoraba. Tenía fuertes dolores en el bajo vientre. Los vómitos, las hemorragias vaginales y la fiebre la tenían sin fuerza. La visitó un especialista que trajo el señor y le recetó un tratamiento nuevo, traído de Madrid. Después de tomarlo unos días notó una leve mejoría.
En abril la señora estaba más estable. Aprovechando que se encontraba un poco mejor, los señores decidieron organizar la presentación de la señorita Luisa en sociedad. Fueron unos días de mucho ajetreo con las invitaciones, los preparativos y las compras. Por fin llegó el día elegido. Todo estaba preparado para que esa tarde de sábado la Hacienda Parzuma recibiese con los brazos abiertos a más de cien invitados ilustres. Habían adornado todo el patio central con macetas, tinajas y cestos con flores multicolor. Los naranjos en flor embriagaban con su olor a azahar todo el perímetro.
El tiempo era cálido y agradable. Decidieron dar la fiesta al aire libre. Se organizaron los patios y jardines con mesas y sillas. Por supuesto, no podían faltar distintos tipos de comida, bebida por doquier y un grupo musical que amenizaría la velada. Lola y Carmela ayudaban a su madre en la cocina. Las tres estuvieron trabajando desde el día anterior, ya que debían elaborar un variado y extenso menú.
Esa tarde, antes de comenzar la fiesta, Lola peinó a Luisa con un moño bajo que le favorecía bastante. Un rato después, ya preparada, fue a la cocina acompañada por Tomás a ver a sus amigas. Llevaba un vestido largo de seda rosa, ajustado con un corpiño bordado hasta la cintura y una vaporosa falda hasta los tobillos. Se lo habían confeccionado en la capital con telas traídas de Madrid. Adornada con pendientes, collar y pulsera de plata, herencia de su abuela paterna, parecía una princesa. Su madre le había puesto carmín en los labios y un poco de maquillaje en las mejillas para darle color. Nadie podía negar que era toda una señorita con clase.
Tomás llevaba un traje de chaqueta gris de rayas finas, con chalequito del mismo color, camisa blanca y pañuelo enlazado al cuello a juego. Su pelo rizado lo llevaba bien peinado hacia atrás. Lo tenía un poco largo y le caía sobre los hombros. Como él aún no tenía pareja, era el encargado de acompañar a su hermana durante toda la velada.
—Luisa, ¡estás preciosa! Pareces una princesa de cuento —le expresó Carmela impresionada.
—¡Luisa, mi niña, eres toda una linda señorita! —confesó Irene emocionada. Ella la había visto crecer y le tenía mucho cariño. La besó y se giró hacia el hermano—. ¡Santo cielo, Tomás, estás guapísimo! Estás hecho todo un galán. —Él le sonrió con dulzura.
—¡Ay, estoy supernerviosa! Gracias por vuestros halagos. Os quiero. Me da pena que no podáis asistir como invitadas.
—No te angusties, amiga. Nosotras estamos aquí, a tu lado. Tú disfruta mucho de tu fiesta. ¡No se puede estar más bella! Ten paciencia con los solteros, porque esta noche se pelearán por bailar contigo —le aconsejó Lola, cogiéndole las manos para desearle suerte.
—Esta noche te va a salir más de un enamorado. Y tú, Tomás, le vas a romper el corazón a más de una jovencita —le dijo Irene. Él con disimulo miró a Carmela. Esta los miraba embobada; los dos parecían príncipes de cuentos.
—No os preocupéis, sabré cómo espantarlas. Por ahora, no me interesa ninguna ilustre señorita.
—Anda, dadnos un beso e iros, que se os va a hacer tarde. Los invitados estarán a punto de llegar —concluyó Irene.
Los dos fueron besando a las mujeres. Carmela se había quedado detrás. Luisa hablaba con Lola e Irene. Tomás se acercó a Carmela y la besó en la mejilla. La proximidad y el olor del perfume de él embargaron sus sentidos. En un leve susurro, junto a su oído, este le anunció:
—A mí solo me interesas tú. —Carmela tembló de la cabeza a los pies, inquieta por la confesión.
Los hermanos salieron de la cocina, dejando a las tres mujeres sobrecogidas, dos de ellas emocionadas y la otra turbada y nerviosa.
Una hora después habían llegado los invitados y la fiesta estaba en todo su apogeo. Los comensales se hallaban comiendo y bebiendo. Los jóvenes solteros no quitaban ojo a Luisa, que seguía sentada junto a Tomás. Deseaban que terminase pronto la cena para invitarla a bailar. Las damiselas tampoco dejaban de mirar a Tomás. Alberto estaba tan pendiente de su enamorada que apenas prestó atención a su hermana.
En la cocina, las tres mujeres no paraban de sacar comida y bebida. Anita, la asistenta, y cinco chicas contratadas para el evento se encargaban de servirla. Iban uniformadas con un vestido gris claro, delantales blancos de encaje y sus cofias a juego.
Tras la cena recogieron la cocina. Ya las doncellas solo servirían cócteles a las mujeres y licores y brandis a los hombres, así que madre e hijas se dispusieron a salir de la casona por la puerta de servicio para dirigirse a su casa a descansar. Desde esa zona podían ver la fiesta y escuchar la música sin ser vistas, pues había extensa vegetación. Vieron a Luisa bailando con un chico muy apuesto. Incluso tenía dos chicos más esperando para bailar con ella.
—Madre, ¿puedo quedarme aquí un rato? Me gusta la música y ver cómo bailan —preguntó Carmela.
—Bueno, hija, pero solo un momento. Tenemos que descansar. Mañana me tenéis que ayudar a recogerlo todo.
—No tardaré, madre. Desde aquí puedo observar los vestidos de las señoritas y ver cómo mueven el abanico. Lola, ¿te quedas conmigo?
—No, hermana, estoy rendida. Mañana me cuentas.
Carmela se quedó agazapada tras un matorral. Esa parte estaba más oscura. Desde allí lo podía ojear todo sin ser vista. Estaba pendiente de las jóvenes señoritas, sus vestidos, sus andares, sus gestos y cómo bailaban. Iban todas muy guapas y elegantes. Sintió pena; ella nunca estaría en fiestas como esta. Buscó con la mirada a Tomás y lo vio bailando con una joven muy elegante. Observó cómo reían. Una ráfaga de celos la invadió en ese instante. ¿Por qué le molestaba tanto verlo con otra?
Un pellizco de inquietud se le instaló en la boca del estómago. Siguió examinando el jardín y de repente su vista no encontró a Tomás, no había ni rastro de él. ¿Se habría ido a pasear con la señorita con la que bailaba?
Estaba tan abstraída en sus pensamientos que no sintió que alguien se le acercaba por detrás. Dos manos taparon con suavidad sus ojos. Ella, sobresaltada por la sorpresa, fue a gritar cuando una boca muy cerca de su oído le dijo en voz baja:
—¿Quién soy? —Se giró con rapidez y miró al hombre que estaba frente a ella.
—¡Me has asustado! ¿Cómo sabías que estaba aquí?
—He visto a lo lejos a tu madre y tu hermana. Al ver que tú no ibas he ido a la cocina a buscarte. —Tomás, sonriendo y nervioso por tenerla tan cerca, siguió hablando—. ¿Recuerdas que yo siempre te encontraba cuando jugábamos al escondite? Además, te presiento desde lejos.
—¿Qué haces aquí? Deberías estar bailando con las distinguidas damiselas. —Esto último Carmela lo dijo con un atisbo de rabia en la voz por no ser una de ellas y, sobre todo, aunque no lo reconociese, dolida por los celos. Estaba guapísimo a la luz de la luna y su perfume volvía a embriagarle los sentidos. Ella entrecerró los ojos y se sonrojó de sus pensamientos, cosa que no le pasó desapercibida a Tomás.
La cogió por la cintura y la atrajo hacia su fornido cuerpo. Sus bocas quedaron a escasos centímetros de rozarse.
—Porque quería bailar contigo. —Empezó a danzar con ella al ritmo de la música. La acercó más a su cuerpo. Ella sintió el aliento de él en sus labios, notó que había bebido brandi. Entrecerró los ojos. ¡Olía tan bien a hombre!—. A mí la única mujer que me interesa eres tú, ya te lo he dicho. Desde que era pequeño me he sentido atraído por ti. Siempre recuerdo haber estado a tu lado. Mi cuerpo se altera cuando te tengo cerca. —Ella vibraba entre los brazos de Tomás. Él la acercó más a su cuerpo y ella pudo notar su excitación. Rebasó la pequeña distancia que los separaba y la besó apasionadamente.
Carmela no pudo negarse; era muy fuerte lo que sentía por él. Se dejó llevar y disfrutó de los labios de su amor prohibido.
—Tomás, esto no puede ser. No está bien y tú lo sabes. Pese a que no nos guste, las clases sociales existen. Yo nunca podré pertenecer a tu estatus. Debes olvidarte de mí.
—No puedo enterrar lo que mi cuerpo siente por ti, te deseo. Mis ojos al verte echan chispas, mi boca anhela la tuya y el palpitar de mi corazón desea hacerte mía. —Volvió a besarla, disfrutó de sus labios como un sediento después de días sin agua. Ella lo adoraba, lo había amado siempre. Era inútil engañarse por más tiempo.