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—Tomás, hijo. Tras haberte tallado, antes del sorteo he hablado con algunos contactos que tengo para que hagas el servicio militar aquí, en Sevilla, pero el cupo está completo. Lo que sí me han aceptado es la petición de no presentarte hasta mediados de septiembre, tras la boda de tu hermana. En el sorteo te ha tocado el cuartel de Cerro Muriano, en un pueblo de Córdoba. Tu hermano no pudo ir por tener los pies planos, pero tú tienes que incorporarte a primeros de octubre. Allí madurarás y te harás un hombre hecho y derecho. Cuando termines, dentro de año y medio, ya eliges si seguir con la abogacía o ayudarme a llevar la hacienda. Será entonces buen momento para empezar a pretender a alguna distinguida señorita.
—Padre, con todos mis respetos le diré que ya soy un hombre —le puntualizó Tomás, que no tenía ya nada de chiquillo—. Me parece bien, Córdoba no está muy lejos. Cuando me den vacaciones deseo venirme a pasarlas aquí con usted —le informó Tomás. Él disfrutaba en la hacienda, le gustaba cabalgar, visitar los cultivos y tener a Carmela cerca.
—Claro, esta siempre será vuestra casa. Por supuesto, podéis venir cuando queráis. También está la parte que os corresponde de la herencia de vuestra madre. Alberto, imagino que la necesitarás para casarte. Y tú, Luisa, lo mismo. —Ambos asintieron—. La tendréis cuando dispongáis. Tomás, dime tú si la quieres ahora o cuando vuelvas de la mili.
—Padre, yo prefiero que me la guarde usted. Cuando vuelva seguro que la necesitaré para terminar mi carrera y constituir mi bufete.
—Pero padre, usted no debe quedarse solo —le manifestó Luisa preocupada, pues seguía triste y deprimido.
—No te preocupes, hija, estaré bien. Quiero lo mejor para mi familia y esta casa, sin vuestra madre, no es un buen hogar para vosotros. Tenéis que seguir con vuestra vida.
—Padre, permítame que le dé un consejo —manifestó de pronto Luisa—. No puede quedarse encerrado aquí. Debe salir e ir a las reuniones y eventos sociales como hacía antes. Madre así lo querría. Por mucho que nos duela, no va a volver. Debemos hacer lo que ella hubiese deseado que hiciéramos.
—Luisa lleva razón. Debe escucharla, padre, y salir a relacionarse como antes —le insistió Tomás. Le apenaba ver a su padre tan apagado.
—No es bueno que un hombre esté solo. Lo que debe hacer es buscar otra mujer y casarse —exclamó Alberto con altanería. Los tres lo miraron sorprendidos por su frialdad.
—¡No entiendo cómo puedes hablar así cuando apenas hace seis meses que tu madre nos dejó! —El señor le habló con dureza y sinceridad—. Hijo, no me gusta que seas tan insensible en este aspecto. El vacío de vuestra madre es difícil de llenar. Dicen que el tiempo lo cura todo. Pues el tiempo dirá. En estos momentos no puedo ni pensar en eso. Sin embargo, tendré en cuenta vuestros consejos y saldré un poco. Por respeto, esperaré unos meses y volveré a frecuentar las reuniones en la capital. Creo que me vendrá bien charlar con mis amigos.
De esta forma, ese día el futuro de cada uno quedó ya dispuesto.
Los meses pasaron monótonos y sin cambios. En ese invierno, cuando cumplió los veinte años, Tomás aprovechó para sacarse el carnet de conducir.
Alberto apenas iba por el cortijo; entre el trabajo y los preparativos de la boda, siempre ponía un pretexto para no ir. Era todo un distinguido señorito. No llegó a terminar la carrera de Agricultura. Había dejado los estudios para irse a trabajar a la finca de su suegro, que lo necesitaba a su lado. Alberto era alto, de buen porte y elegante, trabajador y buen comerciante, aunque altivo, distante y muy serio.
Tomás seguía estudiando en Sevilla y solo iba algunos sábados y domingos a Parzuma, que aprovechaba para montar a caballo y visitar con su padre los cultivos de vides y los olivares. Le ayudaba a hacer los pedidos del embotellado para el mosto y organizaban la distribución y venta del mismo. Lo mismo hacían con las aceitunas y el aceite de oliva que elaboraban en su molino.
A veces buscaba el momento oportuno para verse a solas con Carmela un rato y disfrutar de los besos y caricias a escondidas. Se citaban como dos furtivos enamorados, aunque seguía sin convencerla para que se entregase a él.
Luisa seguía viviendo en la casona hasta que se desposase. Cosía y bordaba su ajuar cada día. Algunas tardes cuando Carmela volvía del trabajo le ayudaba un rato. Otras paseaban y hablaban como dos buenas amigas.
—¡Amiga, extraño tanto a mi madre! Tengo muchas dudas que me preocupan sobre la boda y que solo ella me podría aclarar —confesó Luisa con pena a Carmela mientras paseaban por uno de los senderos de la finca, bajo la extensa arboleda.
—Puedes preguntarle a mi madre. A lo mejor puede ayudarte.
—No, amiga, me da mucha vergüenza. Es sobre las relaciones maritales; no sé nada sobre ese particular. Mi cuerpo se enciende cuando estoy junto a Anselmo e incluso he notado su excitación, pero no sé cómo debo satisfacerlo o si colmaré sus apetitos en el lecho conyugal. ¿Seré una buena amante para él? Las monjas, como es lógico, nada me enseñaron sobre este asunto.
—No te angusties. Seguramente, será más fácil de lo que te imaginas. Y no dudes de que lo harás muy feliz y él a ti. Se nota que te adora. —Pese a que era más pequeña, la miraba con cariño, transmitiéndole calma—. Lola dijo que para Semana Santa vendría a visitarnos. Ella, como recién casada, mejor que nadie te puede aclarar todas tus preocupaciones.
—Es cierto, no lo había pensado. Pues la acribillaré a preguntas cuando venga. —Las dos rieron a carcajadas—. Pero tú no podrás escuchar nada. Aún eres joven y no conoces hombre ninguno para saber de estas cosas prohibidas.
«¡Ay, si ella supiese los besos y caricias que me doy con mi enamorado a escondidas!», meditó Carmela y sonrió cómplice de su secreto.
En Semana Santa Lola y Luis vinieron cuatro días a visitar a la familia y dar a sus padres la buena nueva de que iban a ser abuelos. Se sintieron dichosos. Carmela se emocionó con la noticia. En esos días la señorita Luisa le preguntó todas las dudas que tenía a Lola y esta, avergonzada pero feliz, le contó su experiencia con su marido en la noche de bodas y en los encuentros íntimos posteriores.
En abril el señor empezó a salir a reuniones y volvía más animado.
En julio se celebró la boda de Alberto y Constanza. Fue en la finca de ella. Toda la celebración fue muy regia y presuntuosa. Eran una familia ilustre y pomposa, muy metida en la alta sociedad sevillana. Luisa acudió con su prometido y Tomás fue solo, aunque allí no le faltaron guapas acompañantes. Muchas jóvenes en edad de merecer lo miraban solícitas y deseosas de que él las sacase a bailar. Él disfrutó de la compañía de todas las que pudo, sin prometerle nada a ninguna. «¿Para qué conformarme con una, pudiendo disfrutar de todas?», pensaba travieso. Era un hombre con buen porte, alto, guapo, musculoso y deseado por las mujeres. De eso él era consciente. Notaba cómo lo miraban las féminas e intentaba sacarle partido. Se estaba volviendo todo un mujeriego.
A principios de septiembre empezaron los preparativos para la boda de Luisa. Dentro de diez días la Hacienda Parzuma se vestiría de gala para desposar a la señorita con su prometido.
—Padre, quiero implorarle permiso para que Lola y Carmela puedan asistir a mi enlace. —Luisa llevaba días con la idea y por fin una noche que estaba cenando con su padre y Tomás se atrevió a pedírselo. Nada perdía, pues el no lo tenía de antemano. Ella, aunque tenía muchas amigas del colegio, reconocía que con las hijas del capataz le unía una amistad singular, muy en especial con Lola.
—Hija, eso que me pides es imposible. Digamos que ellas son del servicio.
—Padre, son mis amigas, casi me he criado con ellas. Me han apoyado mucho en la muerte de mi madre. También se merecen disfrutar de este momento tan feliz para mí.
—Te entiendo, hija; sin embargo, tu petición no es viable. Los invitados no lo comprenderían y nos mirarían extrañados. Daríamos que hablar y sería el cotilleo de toda la ciudad. Asimismo, ellas se sentirían violentas ante tanta gente ilustre. Lo siento, hija, pero dada nuestra posición no puedo concederte ese deseo.
—¡Malditas clases sociales, donde todo lo compran el dinero y la posición! —exclamó Tomás enfadado, levantándose de la mesa. Había estado callado, pero no pudo aguantar más. ¿Qué le importaba a él que a un grupo de chismosas señoritingas criticasen que eran amigos de las hijas del capataz? Se fue a dar un paseo, necesitaba relajarse un poco. Pensando fríamente, se sorprendió de su actitud. ¿Por qué le había contestado así a su padre? ¿Qué le importaba a él? Era amigo de Carmela, sí, pero solo deseaba acostarse con ella, no pasearse con ella en público.
Su padre achacó ese pronto de su hijo a los nervios por irse dentro de poco al servicio militar y a la rebeldía de la edad. No le prestó mayor atención.
Lola llegó a la hacienda en septiembre, junto con su marido, dos días antes de la boda. Luis venía para trabajar en la recogida de la aceituna, como en años anteriores. Lola estaba muy gordita de su embarazo. Se sentía bien y era feliz. Cumplía a finales de octubre. Ella quería que su bebé naciese en Mairena, como ella, y deseaba tener a su madre cerca para cuando llegase el momento del parto.
El día señalado para la boda llegó. Toda la mañana fue un trasiego de idas y venidas de trabajadores y de sirvientas organizando los jardines para el banquete. La ceremonia religiosa sería por la tarde, en la iglesia de Mairena. Luego los asistentes pasarían a la hacienda para el convite y el baile. Vinieron invitados de muchos lugares, familia, amigos y gente conocida de prestigio y renombre.
Al enlace no pudo acudir su familia de Cádiz, pues el marido de su tía se había caído del caballo y se había fracturado las costillas. Estaba convaleciente, así que tuvieron que quedarse atendiéndolo. Tomás, en el fondo, se alegró de que su primo Gustavo no acudiese. Aún recordaba bastante bien la conversación que años antes tuvieron sobre Carmela.
Por la mañana Lola peinó a la novia como esta le había pedido. Le hizo un recogido a base de trenzas y lo decoró con horquillas de perlas que había comprado en la ciudad. Luego Lola la ayudó a vestirse. Estaba guapísima.
Luisa salió para la iglesia del brazo de su padre, que la miraba emocionado. Era su padrino, iba vestido con un esmoquin negro. El señor estaba muy atractivo y la novia parecía una princesa. Ella era agraciada, si bien ese día estaba preciosa. Su vestido estaba confeccionado con seda y tul blanco, con bordados y perlas engarzadas hasta la cintura. La falda era de vuelo y tenía una pequeña cola que la estilizaba bastante. El velo que cubría su rostro era de su madre, de cuando se casó. Todas las alhajas que llevaba puestas habían pertenecido también a ella. Ahora su padre se las había regalado.
Cuando Luisa apareció en el jardín, Irene, Carmela y Lola la miraron impresionadas.
—Luisa, corazón, estás preciosa. Tu madre hoy debe de estar muy orgullosa de ti —la elogió Irene con los ojos húmedos. Le agarró las manos y la besó en la mejilla. Sus amigas también la felicitaron—. Sin duda, Anselmo es un hombre muy afortunado por tenerte. Te deseo que seas muy feliz. —Lola y Carmela la besaron, deseándole lo mejor del mundo.
Cuando los novios, familiares e invitados volvieron de la ceremonia se dispusieron a comer y beber por doquier. Tras el banquete, que duró casi tres horas, los novios abrieron el baile. A partir de ese instante no cesó la música ni faltaron las copas hasta la madrugada.
Carmela ayudó toda la tarde a su madre y a Anita en la cocina. A Lola, como estaba muy gordita, no la dejaron colaborar, así que se quedó en casa con su marido. Desde allí escuchaban la música y a través de una de las ventanas podían ver un poco de lejos el baile.
Cuando el almuerzo finalizó dejaron preparados aperitivos fríos y refrigerios para los que se quedasen a cenar. Después de recoger la cocina, Irene, Anita y Carmela se retiraron. Ya se encargaban las chicas que habían contratado para el evento de servir los cócteles, las copas y los tentempiés.
Cuando hubo anochecido, Lola se marchó con su marido al pueblo, a dormir a casa de Amparo. Irene, cansada de preparar toda la comida, se retiró a descansar. Carmela salió y se escondió a cierta distancia del festejo, tras un frondoso arbusto. Desde allí podía observar, sin ser vista, cómo bailaban los invitados. Asimismo, pudo ver cómo su amado Tomás bailaba y tonteaba con varias jóvenes. Sintió rabia, celos e impotencia. En el fondo ella sabía que él cualquier día se ennoviaría con una ilustre y distinguida señorita y no con la hija del capataz. Solo era cuestión de tiempo. Ella nunca podría acompañarlo a fiestas como estas. Las lágrimas empezaron a bajar por sus mejillas sin poder controlarlas.
Al rato escuchó un ruido a su espalda. Se limpió con rapidez los ojos del llanto, creyendo que era Tomás. Se sorprendió al ver que era otro hombre, que parecía ebrio y la miraba con lujuria. Ella quiso irse, pero este la agarró fuerte del brazo.
—¿Dónde vas, bonita? No te vayas tan pronto. Déjame disfrutar un poquito de ti.
—Disculpe, señor. Es tarde y debo irme ya —le contestó nerviosa, intentando soltarse. El hombre apestaba a alcohol.
—Eres muy guapa y tienes una hermosa figura. —Tiró de ella y la acercó a su cuerpo, abrazándola—. No huyas. Voy a demostrarte lo que es un hombre de verdad. Verás como te gusta.
—¡Déjeme, por favor! —Carmela forcejeaba sin éxito y alzó la voz para que la soltase. Él era más alto y fuerte que ella. Las lágrimas se agolparon en sus ojos. A punto estaba de gritar más fuerte cuando escuchó una voz a su espalda.
—Suéltala o te arrepentirás. —De pronto Tomás, con rabia, jaló de él, tirándolo al suelo—. Vete de aquí, borracho asqueroso.
—Ja, ja, ja. —Con esfuerzo, debido a su estado, se puso en pie y se enfrentó a Tomás—. Te la estás beneficiando y no quieres compartirla, ¿no? Te comprendo; es muy bonita y para eso está a tu servicio. Haces bien. Te toca primero. Luego, cuando te hartes, me la cedes. Voy a estar por aquí esperando. Avísame cuando termines con ella.
Tomás no pudo escuchar más. Con rabia se abalanzó sobre el hombre y le dio un puñetazo en la cara, tirándolo de nuevo al suelo. Cegado por la rabia y los celos, siguió pegándole sin control. Carmela lo miraba asustada.
—¡Tomás, por Dios, déjalo ya! ¡Vámonos, te lo ruego! —Le tiraba del brazo para separarlo del individuo.
Con la respiración jadeante, él la miró y le cuestionó:
—¿¡Sabes lo que podría haberte hecho este indeseable si no llego a tiempo!?
—No quiero ni pensarlo, pero gracias al cielo viniste. Yo estaba a punto de gritar más alto, iba a pedir ayuda cuando has aparecido. Debemos irnos. Mira, se ha desvanecido. Por favor, Tomás, no quiero que te metas en problemas por mí.
—Bueno, vámonos, ya le di su merecido. Pero recuerda que a ti te defendería una y cien veces si hiciese falta.
Se fueron por una vereda de detrás un poco más lejos para que nadie los viese. Allí, refugiados tras los matorrales, la besó con ansia y desenfreno. Ella, aún dolida por verlo bailar con otras, quiso negarse a sus caprichos, pero lo que su cabeza afirmaba su corazón lo negaba y cedió a sus besos. Desde allí se escuchaba la música y bailaron a escondidas. Tan solo la luna, que los iluminaba, fue testigo de ese encuentro, cómplice del amor prohibido que Carmela le profesaba.
Tomás había bebido algunas copas y se encontraba un poco achispado. Eso, sumado al sonido de la música y al hecho de estar abrazados, lo encendió como la pólvora. Aparte de besarla, sus manos empezaron a acariciarla con pasión. Carmela sentía sus dedos recorriendo su cuerpo, excitándola. Notó su masculinidad bien marcada y se asustó. Se separó de él, temerosa de lo que podía pasar si no paraban a tiempo.
—Carmela, te deseo tanto que me cuesta controlar mis instintos masculinos —le confesó mientras la atraía otra vez hacia su cuerpo.
—Lo sé, Tomás, pero no debemos pecar a los ojos de Dios. Además, he escuchado a mi hermana contarle cosas a Luisa sobre las relaciones maritales y puedo quedarme en estado. Eso sería un gran problema para mí.
—Por eso no te preocupes. Si eso ocurriese, yo estaría a tu lado y me haría cargo de vosotros. —Ella seguía apartándose. Lo deseaba con anhelo, pero debía frenarlo. Sabía que el señor Andrés nunca consentiría que su hijo tuviese nada serio con ella.
—Tomás, aún dependes de tu padre. No me aceptaría, tú lo sabes. No tienes aún el título ni el trabajo y en unos días te marchas al servicio militar. Tienes que tener paciencia. En un par de años seré tuya para toda la vida.
Él de mala gana la soltó. ¿Ella no entendía que era un hombre y tenía sus necesidades? Si a veces acudía a los prostíbulos era solo por desahogo. Lo que él anhelaba con ímpetu era que Carmela fuese su amante, pero ella no transigía.
Aunque estaban alejados de la ceremonia, podían oír la música y el rumor de las voces. Después de un tiempo escucharon que la música se iba apagando y los invitados comenzaban a irse. Tomás acompañó a Carmela cerca de su casa y volvió a la fiesta. Se despidió de su hermana, la besó y le deseo la mayor felicidad. Acto seguido se retiró a descansar.
A la mañana siguiente se despertó sobresaltado por un alboroto. Se asomó a la ventana para ver qué jaleo había fuera. Un trasiego de gente de un lado para otro lo puso en alerta. ¿Tanto ruido hacían para retirar el banquete? Se aseó, se vistió rápido y bajó para averiguar qué estaba pasando. Al llegar al salón preguntó a la asistenta:
—Anita, ¿qué sucede que hay tanta algarabía?
—¡Señorito, una desgracia! Ha muerto un hombre.
6. ¿Culpable o inocente?
Tomás fue a preguntarle más detalles, pero vio a Carmela, que venía con rapidez a su encuentro. Al acercarse a ella la notó muy pálida.
—Llevo un rato intentando avisarte, pero siempre hay gente por aquí. ¡Tomás, está muerto, está muerto! —le confesó nerviosa, con los ojos velados por las lágrimas.
—¿Quién? —preguntó confuso y con un poco de resaca, creyendo que hablaba de un trabajador.
—El hombre de anoche. Al que tú le pegaste. Lo ha encontrado mi padre esta mañana. Estaba muerto entre los arbustos.
—¡Santo cielo! ¡No puede ser! ¿Lo he matado? —Su cara palideció de golpe y su voz salió desgarrada. Un escalofrío se apoderó de él. Se llevó las manos a la cara, sin poder creer lo que acababa de oír.
—No lo sé, está muerto. Una patrulla de la Guardia Civil acaba de llegar hace unos minutos.
—Yo le pegué con rabia, pero ¿tan fuerte como para matarlo? No, no, bien lo sabe Dios. —Hablaba en voz muy baja para que no le escucharan y porque el nudo que tenía en la garganta ahogaba sus palabras—. Carmela, ¿qué hago ahora? ¿Y si me detienen?
—¡Dios mío, qué horror! Tú le pegaste por defenderme. Debes intentar relajarte para que tu padre no te note nervioso. —Quería transmitirle la tranquilidad que ella, en su interior, no tenía. Él la había auxiliado y los celos lo cegaron, pero no era un criminal—. Hay que esperar a ver lo que investiga la policía.
—Sí, llevas razón. Reconozco que debo relajarme y no precipitarme. A ver qué pasa.
Tuvieron que dejar de hablar, pues los trabajadores estaban por todos lados. Carmela se fue a su casa y él, temeroso, se dirigió hacia las caballerizas, lugar donde se encontraba su padre.
—Buenos días, hijo, por decir algo. Mira con la tragedia que nos hemos despertado esta mañana.
—Padre, ¿quién es y cómo ha muerto? —Hizo como que no sabía nada para que no sospechase. Necesitaba saber todos los detalles.
—Es Julián Granados, un amigo de Jerez. ¿Te acuerdas de él? Ha venido un par de veces a visitarnos. Posee grandes bodegas. Vino solo, pues su esposa está a punto de dar a luz y no quiso meterse en carretera. Esta mañana lo encontró Gregorio tendido entre la arboleda. Creyó que se había quedado dormido de la borrachera, pero tras acercarse a llamarlo descubrió el cuerpo sin vida. Menos mal que tu hermana pasó su noche de bodas en la capital y no se ha enterado de nada. Da mal fario que en tu boda muera alguien, ¿no crees? —En ese instante se acercaron a ellos dos guardias civiles—. Agentes, este es Tomás, mi hijo menor.
—Buenos días, señorito Tomás. ¿Recuerda a la víctima? ¿Sabe si tuvo algún altercado con algún invitado?
—Buenos días, agentes. Mi padre me estaba informando de su identidad. —Tomás tuvo que hacer un enorme esfuerzo para que nadie notase su inquietud. Le temblaban las piernas y todo el cuerpo—. En algún momento de la velada nos saludamos. Recuerdo después haberlo visto bebiendo. No obstante, no tuve apenas conversación con él. Cruzamos solo algunas breves palabras. Agente, ¿cuál ha sido la causa de su muerte?
—Joven, eso aún no puedo confirmárselo. Habrá que esperar a ver lo que nos desvela la autopsia. Sin embargo, según los primeros indicios de los que nos ha informado la policía judicial, el cadáver tiene la cara magullada, una brecha en la cabeza y huele bastante a alcohol. Al parecer, la causa podría haber sido una pelea. Parece que ha recibido un fuerte golpe en el cráneo.
Se acercó a ellos otro guardia y les comunicó:
—Cuando terminen los compañeros de tomar las huellas de la zona haremos el levantamiento del cadáver y se trasladará el cuerpo a la capital para que le hagan la autopsia. —Se dirigió al señor y le manifestó—: Por favor, debe facilitarnos la lista de todos los invitados a la ceremonia. Ahora mismo todos son sospechosos. También necesitamos la dirección de la familia del fallecido para avisarla del terrible desenlace. Hemos acordonado la zona donde se ha encontrado el cadáver. Señor De Robles, debe informar de que nadie puede cruzar el cerco. Hay huellas que seguramente tendremos que volver a estudiar. —Tomás palideció de golpe al escucharlo—. Señores, en unos días tendremos todos los resultados y les comunicaremos el dictamen final.
—¿Quién iba a decirnos que la boda de mi hija iba a terminar de esta forma? —exclamó el señor Andrés apesadumbrado—. Agente, voy a mi despacho por la lista de asistentes. En un momento se la entrego.
El señor y el hijo se dirigieron a la casona, los dos caminaban en silencio. Tomás volvió a su alcoba. Quería llorar, gritar, borrar todo de su mente. Como un animal enjaulado daba vueltas por la estancia, desesperado. ¿Era un asesino? ¿Cómo había podido pasar? ¡Qué locura! Terminó sentándose en la cama, sollozando. Un pellizco en el corazón no lo dejaba respirar.
Carmela, en su casa, estaba presa del pánico. Todo había sucedido por defenderla a ella. ¿Y si descubrían la verdad? Lo encerrarían de por vida en la cárcel. Las lágrimas caían por sus mejillas sin remisión. Necesitaba verlo y abrazarlo, pero no podía a la luz del día. Lo había visto dirigirse a la casona con el señor. Debía tener paciencia, él pronto se pondría en contacto con ella.
Dos horas después la ambulancia se llevó el cuerpo exánime y los agentes de la Guardia Civil también se despidieron. El cortijo quedó en silencio, con la sombra de la duda del crimen sobre la cabeza de todos.
Tomás bajó a la hora del almuerzo, no porque le apeteciese comer, pues tenía un nudo en el estómago que se lo impedía, sino para que su padre no sospechase nada.
Después salió a dar un paseo por los jardines con la mera intención de ver a Carmela. Sabía que debía de estar angustiada por él. Ella, para calmar los nervios y controlar si él salía, se había puesto a bordar en la puerta de su casa, si bien no daba ni una puntada derecha.
Su corazón lo sintió y empezó a palpitar acelerado, pues sin verlo siquiera supo que venía hacia ella. Se acercó con disimulo y la miró a los ojos, notó que había llorado. Casi en un susurro le dijo:
—A las siete, cuando anochezca, te espero en la bodega.
Y sin más se marchó hacia el establo. Allí ensilló su caballo y salió a galopar. Necesitaba relajar los nervios, pues su conciencia no encontraba la calma. Le pareció haber madurado en solo unas horas. Sentía que el castillo de naipes de su vida estaba a punto de derrumbarse llevándose su juventud, su carrera y todas sus ilusiones por delante. Se veía entre rejas de por vida.