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Antonio y Alba prosiguieron su camino. Cuando se hallaban dos calles más allá del parque escucharon una fuerte explosión proveniente del mismo, luego aterradores gritos de angustia recalcitrante y gente corriendo. Habían llegado a la cafetería en la que Alba había quedado con su compañero Martin. Cuando este llegó poco después besó a Alba en la mejilla y dio la mano a Antonio saludándolo afectuosamente. La llegada de Martin hizo que aquel bajara a la realidad. Era un verdadero apolo y Antonio se preguntaba ¿de dónde habría salido semejante pareja sin igual? Parecían tenerlo todo. Guapos e inteligentes. En un planeta acabado y alicaído se antojaban como dos ángeles perfectos llegados de un lugar desconocido. Al menos esa era la sensación que percibía Antonio y al ver de nuevo a aquel junto a Alba, el rato tan entrañable, inexistente en aquellos tiempos, que había experimentado estando a su lado, se esfumaba al sentirse un don nadie recién llegado a la vida de esa hermosa mujer.
—Bueno, os dejo. Me voy para casa. Tengo cosas que hacer —dijo Antonio.
—¿Quieres que te acompañemos? —preguntó Alba, mirando de soslayo a Martin, que asintió.
—No. Muchas gracias.
—¿Seguro?
—De verdad. Seguid con vuestros planes.
Cuando Antonio acababa de separarse, Alba se acercó a él sujetándolo del brazo:
—Tengo tu teléfono. Te llamaré, pero si algún problema, a cualquier hora, me llamas… por favor. Recuerda también lo que hemos hablado. Piensa qué prefieres. —Tras decir esto, una nueva sonrisa iluminó su suave y terso rostro y luego se despidió dándole un beso en la mejilla.
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