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2. Exceso. De la perturbación al entumecimiento
Algunas fotografías son horribles porque las miramos desde una posición de libertad
Geneviève Serreau, Bertold Brecht
A Sontag le preocupaba la capacidad de la fotografía para modificar nuestra valoración política de la guerra y actuar en consecuencia. Si su malestar inicial apuntaba a cuestionar la promesa con que nació el invento de la cámara, esto es, la de ser representación mimética del mundo, y con ello erigirse en una prueba suficiente de verdad, la segunda contrariedad se dirige al exceso de presencia de la imagen –esta como narcótico y espectáculo–, a su efímera familiaridad que lleva a la pérdida de la experiencia o, peor aún, al entumecimiento de la razón. A diferencia de las fotografías de atrocidades que Virginia Woolf evoca en Tres guineas, en el invierno de 1936 a 1937, o de las que Sontag rememora en Sobre la fotografía, a propósito de la liberación de los campos de concentración alemanes en 1945, aquí la situación que Sontag señala es otra: es el tránsito que ha tenido la imagen que va de la novedad a la saturación, de la escasez a la repetición, y esto debido al paso del tiempo y a su excesivo uso.
En Sobre la fotografía, Sontag insistía en una idea que se ha convertido en legión, a pesar de que años después ella misma se encargaría de refutar: la exhibición repetida de fotografías de dolor ha hecho más por anestesiar las conciencias que por despertarlas, ya que “el impacto ante las atrocidades fotografiadas se desgasta con la repetición” (Sontag, 1996, p. 30). Allí, Sontag advertía que cuando los espectadores se enfrentan a imágenes de eventos dolorosos que contienen una fuerte carga emocional, por lo general siguen la ruta que conduce de la perturbación a la fascinación, luego al acostumbramiento y finalmente a la indiferencia o la impotencia. Un problema que apunta a la “apariencia de participación” que fomenta la fotografía, situación que, por una parte, posibilita que un acontecimiento conocido mediante imágenes adquiera más realidad de la que jamás hubiera soñado; pero, por otra, produce un efecto contrario: de tanto reiterarse, ese acontecimiento se desgasta, pierde realidad, deja de ser auténtico (1996, pp. 20-21). Así, Sontag señala que “el vasto catálogo fotográfico de la miseria y la injusticia”, las fotografías tantas veces repetidas de los campos de exterminio –esas que ella vio por primera vez en 1945, cuando el mundo apenas despertaba a las atrocidades cometidas por los verdugos de la Alemania de Hitler– terminaron por anestesiar la experiencia de la atrocidad, porque normalizaron lo terrible y pusieron el horror en los límites de la comprensión, “volviendo más ordinario lo horrible, haciéndolo familiar, remoto” (1996, p. 30). De modo que si en “la época de las primeras fotografías de los campos de concentración nazis, esas imágenes no eran triviales en absoluto”, décadas después “quizá se haya llegado a un punto de saturación” (1996, p. 30). Lejos de cambiar el mundo, son imágenes que han trabajado en un sentido contrario: estas han adormecido la capacidad emocional de los pasivos espectadores frente a las catástrofes humanas, en una mezcla de exceso y entumecimiento que ha dado lugar a una “fatiga de la compasión”, un término que más adelante retomamos.
Este capítulo afronta las anteriores preocupaciones, pero inscribiéndolas en un debate más amplio sobre la imagen. Se inicia con un breve recorrido que plantea que la tesis del efecto analgésico de las imágenes a la que Sontag se refiere no es un tema nuevo; esta es una idea de más larga duración, que es preciso examinar en una doble dirección: por un lado, hace parte de un pensamiento que ha asociado la repetición de las formas simbólicas de la experiencia humana con el declive de la acción colectiva o, en todo caso, con la insensibilización de nuestra capacidad de reacción cuando el placer se apodera de la contemplación y la distancia se adueña de la realidad; y, por otro, es una tesis que ha estado vinculada a un litigio más complejo sobre cómo y desde dónde asumir la autenticidad, la originalidad y la respuesta correcta del espectador en una cultura moderna circundada por imágenes. Posteriormente, se propone una sucinta discusión sobre algunos de los temores más frecuentes en torno a la demasía de las imágenes, esto es, al hecho de que la repetición sea asumida, por algunos críticos de la cultura visual, tanto como un menoscabo de la autenticidad, como una partera del vicio, la indiferencia y la corrupción de la mirada, que es otro modo de encarar la discusión sobre el efecto narcotizante de la imagen. Por último, se aborda la autocrítica de Sontag respecto a sus planteamientos iniciales acerca de la pérdida de poder de la imagen fotográfica debido a su saturación, una reconsideración que algunos de los teóricos de la imagen que frecuentan citar a Sontag no se percataron, o no leyeron con cuidado.
El espectador entumecido: saturación, desatención y vicio
En la crítica inicial de Sontag al modo en que las fotografías del Holocausto normalizaron lo terrible subyace la tesis del efecto analgésico de las imágenes. Según esto, la repetición constante de fotografías de sufrimiento no necesariamente fortalece la conciencia o la compasión del espectador, sino que, por el contrario, pueden llevarlo a la corrupción de la mirada, al consumismo inocuo y, por aún, a una adicción pasiva de las imágenes (Sontag, 1996, p. 29). Algo que, por cierto, nos recuerda la larga marcha del ilusionismo, esa experiencia fundacional con lo sensible y lo intangible, a la que nos remite la “Alegoría de la caverna” de Platón: dejarse engañar por medio de las imágenes o, en cualquier caso, narcotizarse con ellas (Huyssen, 2009; Machado, 2009). Y cuyas causas se pueden cotejar en varias afirmaciones que recorren Sobre la fotografía: por ejemplo, en la compulsión al exceso, las apariencias y la curiosidad sin consecuencias, que son comunes al capitalismo contemporáneo (Sontag, 1996, p. 33); en “la supresión gradual de los escrúpulos” y la disminución de la tolerancia a lo grotesco, propia del arte moderno, lo que “refuerza la alienación” e “incapacita las reacciones de la vida” (1996, p. 48); en la confusión de la realidad producida por el realismo fotográfico, “que resulta (a largo plazo) moralmente analgésica y además (a corto plazo) sensorialmente estimulante” (1996, p. 112); en fin, en el “consumismo estético al que hoy todos son adictos” (1996, p. 33).
Esta es una ansiedad que tiene una larga historia. En su lomo cabalga la idea de que la sobrecarga de imágenes y la normalización del evento perturbador por cuenta de la visión reiterada de este conducen a la insensibilización del espectador (Cohen, 2005, pp. 204-211). Susan Sontag ha sido una de las intelectuales más acuciosas para alertar sobre esta situación, pero no la única. A finales de la década de los cuarenta del siglo anterior, dos reconocidos investigadores de la tradición funcionalista liberal, Paul Lazarsfeld y Robert Merton, ya habían incursionado en las mismas preocupaciones de Sontag. En un texto clásico, dedicado a estudiar las funciones de los medios de comunicación en la integración social y en el establecimiento del consenso a favor del cambio social dirigido, ambos aludían a un efecto no estimado de la información masificada, a una consecuencia social de los mass-media que, en su entender, había pasado hasta entonces desapercibida; o “al menos, ha recibido muy pocos comentarios explícitos y, al parecer, no ha sido sistemáticamente utilizada para promover objetivos planificados. Cabe darle la denominación de disfunción narcotizante de los mass-media” (Lazarsfeld y Merton, 1985, p. 35). Con este nombre, los autores se referían a los desarreglos producidos por el constante suministro de información que “puede suscitar tan solo una preocupación superficial por los problemas de la sociedad” y, en consecuencia, “servir para narcotizar más bien que para dinamizar al lector o al oyente medio”, puesto que “a medida que aumenta el tiempo dedicado a la lectura y a la escucha, decrece el disponible para la acción organizada” (1985, p. 35). Según esta perspectiva,
El ciudadano interesado e informado puede felicitarse a sí mismo por su alto nivel de interés e información, y dejar de ver que se ha abstenido en lo referente a decisión y acción […] Llega a confundir el saber acerca de los problemas del día con el hacer algo al respecto. Su conciencia social se mantiene impoluta. Se preocupa. Está informado, y tiene toda clase de ideas acerca de lo que se debiera hacerse, pero después de haber cenado, después de haber escuchado sus programas favoritos de la radio y tras haber leído el segundo periódico del día, es hora ya de acostarse (Lazarsfeld y Merton, 1985, pp. 35-36).
Años antes, a principios del siglo XX, el sociólogo alemán Georg Simmel ya había alertado sobre algo parecido cuando se refería a tres dimensiones básicas que la vida moderna había desatado. Una de ellas era el anonimato, o esa pérdida del vínculo social y de las creencias compartidas, resultado de los procesos de urbanización y masificación de la existencia; la otra era el aumento en la libertad, que comenzaban a experimentar de un modo más abstracto los individuos de las grandes ciudades, lo que, entre otras cosas, les permitía a estos recurrir a distinciones cualitativas para llamar la atención, distinguirse y diferenciarse de los demás, ya fuera por las vías de la educación, el gusto, el refinamiento, la clase o la excentricidad; y la tercera era lo que Simmel denominaba la actitud blasé: esa “disposición desatenta” del citadino para sobrevivir en medio de la sobreinformación que la ciudad produce; esa “actitud de reserva”, indiferencia y hartazgo propia del espíritu moderno que, al decir de Simmel, arrastra a los ciudadanos de las urbes a vivir en una especie de “trance urbano”, esto es, a ser selectivos, a prestar atención a aquellas cosas que tienen un interés particular para la construcción de su personalidad individual, luego de ser bombardeados por una cantidad de estímulos visuales y auditivos provenientes de la vida urbana (Simmel, 1986, pp. 5-10). Solo que, a diferencia de Sontag, que observa en la repetición incesante de la imagen fotográfica el motivo del embotamiento de la razón, o de Lazarsfeld y Merton, que perciben en el constante suministro de información de los mass-media la causa de la inmovilidad social, Simmel advierte en la actitud blasé una forma de disposición necesaria que emana del sujeto moderno –no únicamente de la imagen, ni de los mass-media– frente a la sobrecarga de nuevas excitaciones y promiscuidades físicas propias de la emergente vida en las sociedades de masas.
Parte de este trayecto se puede cotejar también en los planteamientos de Adam Smith, uno de los primeros filósofos morales en abordar la cuestión de la experiencia visual como factor clave en la formación de la conciencia cívica del espectador moderno (Wilkinson, 2013). En La teoría de los sentimientos morales, un libro cuya primera edición data de 1759, Smith indaga por el tipo de actitud que podría asumir el hombre humanitario de Europa cuando se entera, tal vez por los periódicos de la época, quizá por las voces que le llegan del puerto de la ciudad donde vive, que hubo un enorme terremoto en la China, una región con la que no tiene vínculo alguno. Y agrega: “Creo que ante todo expresaría una honda pena por la tragedia de ese pueblo infeliz, haría numerosas reflexiones sobre la precariedad de la vida humana”, pero “una vez manifestados estos filantrópicos sentimientos, continuaría con su trabajo o su recreo, su reposo o su diversión, con el mismo sosiego y tranquilidad como si ningún incidente hubiese ocurrido”. En cambio, “si fuese a perder su dedo meñique al día siguiente, no podría dormir” (Smith, 1997, p. 252).
Smith se ocupaba con este ejemplo de la figura del “espectador imparcial”,14 ese observador no involucrado que contempla desde la distancia el sufrimiento de personas, grupos y culturas con las cuales no tiene filiación alguna, ya sea porque habita otros territorios, porque no participa de sus creencias, no comparte su identidad, o simplemente porque le son desconocidos, pero cuya naturaleza compasiva le puede llevar a simpatizar con las desgracias de los infortunados lejanos, esto es, ponerse en su lugar por el hecho de advertir su semejanza, aunque esto no siempre ocurra. Un espectador que, al salir a la calle, se cruza, además, con un hombre que camina afligido porque ha perdido a su padre, y ante quien se muestra indiferente, pues tanto él, como su progenitor fallecido, le son por completo extraños (Smith, 1997, pp. 17-18). ¿Debería ese espectador imparcial sentirse avergonzado por su falta de involucramiento con la escena que observa? Para Smith, más que renegar de su incapacidad humana de identificarse totalmente con las desdichas de un tercero, o repudiar la felicidad que lo habita porque esas cosas no le suceden a él, el problema que tendría que superar ese observador desapasionado, ese hombre europeo que disfruta de los beneficios plenos de la civilización, es su desatención para simpatizar imaginativamente con las circunstancias relevantes de aflicción del sufriente, una simpatía que, sin embargo, es sumamente imperfecta, puesto que jamás dicho espectador podrá sentir lo suficiente por quienes han sufrido las calamidades de la vida, a pesar de que busque, mediante el viaje de la imaginación, ponerse en su lugar. El remedio, entonces, para esta falta de preocupación hacia el prójimo distante sería, según Smith, la disposición de prestar atención, de estar atento a los sentimientos de los infortunados, puesto que este es un hábito que requiere de la voluntad del espectador para darse tiempo y ponerse honestamente en el lugar del otro, lo que, entre otras cosas, constituye el cimiento de la mirada humanitaria (1997, p. 35).
La época de Smith no era propiamente de una sobreabundancia de información, por lo que sería inapropiado afirmar que el hombre humanitario de su tiempo estaba condenado a la indolencia debido a una sobreproducción de imágenes y noticias. La suya era una época en que el periodismo, como hoy lo conocemos, apenas insinuaba su largo camino en procura de domesticar la realidad bajo los valores noticiosos de la actualidad, la novedad, la controversia y la prominencia (Abril, 1997; Ortega y Humanes, 2000). Que esto haya sido así, no impide constatar que durante la segunda mitad del siglo que a Smith le correspondió vivir, y en la primera parte del siglo siguiente, una gama creciente de expresiones populares y literarias abrieron el camino a una poderosa fascinación por el dolor y a una creciente predilección por escenarios ficcionales de sufrimiento que no estaban necesariamente circunscritos a la simpatía ilustrada del espectador imparcial smithiano, dispuesto a simpatizar con los sentimientos de su semejante y a dejarse conmover por el espectáculo del dolor humano y la miseria con fines altruistas (Halttunen, 1995). Aludimos a una serie de géneros literarios que, como la llamada “novela gótica”15 y los relatos populares, comenzaron a mostrar gran predilección por las historias de crueldad, tortura y terror, así como por escenas de violaciones sexuales, que invitaban al espectador a imaginar, por medio de detalladas descripciones, la carnicería macabra de las historias relatadas, las heridas infligidas, el sufrimiento de las víctimas, y, por lo mismo, a dirigir su atención hacia el placer por la sangre derramada (Halttunen, 1995, pp. 311-312).
Denominadas bajo el término de sensationalism,16 dichas manifestaciones literarias fueron tratadas por algunos críticos de la época no solo como un síntoma del envilecimiento de la sensibilidad y, por tanto, como una forma de incubación del “vicio” popular, sino también como una fuerza implicada en los levantamientos sociales indeseables contra el orden establecido (Wilkinson, 2013). Con el tiempo, estas fueron definidas como “una tendencia comercial degradante dirigida a complacer la excitación de los lectores ante acontecimientos particularmente terribles o eventos impactantes” (Halttunen, 1995, p. 312), que es a lo que el poeta británico William Wordsworth apelaba cuando en 1801 caracterizaba a la ficción gótica y los relatos populares como ejemplos de un “anhelo por los incidentes extraordinarios” y de una “degradante sed después de una estimulación escandalosa” (Wordsworth, citado en Halttunen, 1995, p. 312). Un fenómeno que, para Wordsworth, era el resultado de la creciente urbanización de la sociedad y de la capacidad de la moderna tecnología de la impresión –ese lenguaje de lo visible– no solamente de intensificar el deseo popular, de impactarlo y sorprenderlo, sino además de atentar contra lo más sublime de la meditación silenciosa, de atacar esa idea sostenida por escritores y pensadores como él, según la cual “la verdad profunda no tiene imagen” (Wordsworth, citado en Mitchell, 2009, p. 106).
Como Karen Halttunen ha señalado, estas expresiones hicieron parte de un proceso más complejo, asociado a una nueva “cultura de la sensibilidad” que, a partir del siglo XVIII, marcó el inicio de la transición de ver el dolor como algo inevitable, o como una cuestión asociada a una experiencia trascendental suscitada por el sufrimiento de los mártires con el fin de mantener viva la fe y la pasión de los creyentes, que fue una característica de la representación del dolor durante la Edad Media (Freedberg, 1992; Moscoso, 2011), a considerarlo como un sentimiento moderno repugnante e inaceptable, indignante y reprochable, necesario de ser eliminado o, al menos, apenas insinuado, reservado y callado. Solo que esta nueva cultura de la sensibilidad, al decir de Halttunen (1995, pp. 320-324), hizo algo más que confinar el espectáculo del dolor a los ámbitos privados (por ejemplo, las decapitaciones, las torturas, los linchamientos, las lapidaciones o los ahorcamientos comenzaron a ser expulsados del dominio público). Esta igualmente intervino en la imaginación del naciente ciudadano, a través de los géneros literarios y populares antes mencionados y de una literatura testimonial, que, en nombre de despertar la repugnancia contra la tortura y el castigo mediante representaciones que fueran suficientemente gráficas para motivar la compasión humanitaria, no solo embotaron la sensibilidad de los lectores, sino que sus consecuencias fueron mayores: estas expresiones avivaron, en los públicos expuestos, un gusto por la crueldad, al habituarlos a lo grotesco y endurecerlos con el placer generado por el “vicio” (1995, pp. 320-324).
Y si viajamos más lejos en el tiempo, encontramos que el interés en la habilidad de las imágenes para narcotizar a quien las mira, para distraer la mente de las preocupaciones más espirituales o, cuando menos, para generar una fascinación hipnótica, narcisista o exhibicionista en quienes se exponen a sus poderes mentales, políticos y culturales, ha sido un asunto persistente (Jay, 2007). Como señala David Freedberg, hay una larga historia de las imágenes que remite tanto a las construcciones teóricas e intelectuales sobre su significado, elaboradas por los críticos y eruditos, como a las relaciones que las personas en general han establecido con la representación visual del mundo, tanto en épocas “primitivas” como “civilizadas”, esto es, a las “respuestas” producidas por los espectadores ante lo que las imágenes hacen o parecen hacer (Freedberg, 1992:13-14). En su libro El poder de las imágenes, Freedberg se remonta a una historia cultural de la civilización occidental que alude al extraordinario talento de estos objetos, supuestamente inertes, para transformarse en poderosos artefactos de estimulación del deseo sexual, para trastocarse en ejemplos de virtud o en testimonios de elevación espiritual, capaces con apenas contemplarlas de engendrar niños hermosos, mover a la piedad, alentar vocaciones y, en fin, afectar “formas de comportamiento” (Freedberg, 1992, p. 13).17 Nos referimos a unas capacidades de las imágenes que “los positivistas racionales gustan de describir como irracionales, supersticiosas o primitivas, solo explicables en términos de magia” (1992, p. 13), o en el marco de tradiciones intelectuales que, como bien afirma Martin Jay,18 han mostrado su profunda hostilidad con la visión como herramienta de conocimiento (Jay, 2007).
De modo que lo que Sontag le atribuye a la imagen fotográfica, tiene una vida más extensa que inicialmente estuvo dirigida hacia los objetos totémicos de adoración y la fascinación hipnótica producida por la experiencia visual, y que luego se enfocó hacia el reformismo humanitario, los géneros literarios populares, la excitación de la vida urbana para, más tarde, emigrar hacia la sociedad de masas y las imágenes reproducidas mecánicamente. Por tanto, el efecto analgésico de la imagen del que habla Sontag hace parte de una intensa travesía, que en el caso particular de los tiempos modernos hay que situarla de la mano de un debate que se suscitó en la primera modernidad, en torno a cómo asumir la autenticidad, la sensibilidad y la calidad de nuestra respuesta ante el sufrimiento de otros, cuando esta respuesta toma los caminos de la corrupción de la mirada y la dispersión; cuando la contestación desborda el lugar compartido de las interacciones cara a cara con el prójimo y se dispersa, en cambio, en una acción a distancia, que tiene lugar en la naciente esfera pública moderna mediada por tecnologías, la cual desborda los contornos mismos de la vida en comunidad. Un proceso que, en Ante el dolor de los demás, la propia Sontag reconoce y, sobre todo, se encarga de situar como parte de una relación, compleja y conflictiva, que tiene que ver con la producción de las imágenes e informaciones, un asunto que desde hace varios siglos ha preocupado a los intelectuales más letrados de las sociedades occidentales (Sarlo, 2003, p. 8). En el capítulo 5 volvemos sobre este punto.
La demasía de las imágenes
En todo caso, la tesis de Sontag de que el impacto de la imagen ha sucumbido por cuenta de su repetición es muy popular entre artistas, académicos e intelectuales que afirman que la reproducción tecnológica de imágenes se ha vuelto la peor enemiga de la acción o, cuando menos, de una respuesta ética eficaz ante situaciones que así lo merecen. Esto es lo que se puede apreciar, por ejemplo, en Artistas en tiempos de guerra: los fotógrafos, un trabajo en que la artista colombiana Beatriz González se ocupa del testimonio fotográfico de la Guerra de los Mil Días (1899-1902) a través de su aproximación a algunos retratos que “anteceden a las hazañas guerreras”, como aquel, muy poco conocido, en que aparecen tropas del ejército liberal posando ante la cámara en vísperas de la batalla de Palonegro, en mayo de 1900. Para González, “muchas de estas imágenes se han publicado tan asiduamente que han perdido la eficacia, se han desgastado y se las mira con indiferencia” (2000, p. 16). Sin embargo, prosigue, la fotografía “del ejército liberal antes mencionada aún conserva sus valores, gracias a la perfección de la toma, a los valores emanados de las figuras, a la luz que le da una intensa vida a la escena” (2000, p. 17). Y como esa foto, añade, “aún existen en los archivos otros grupos inéditos, cuya imagen no ha perdido valor por el uso reiterado” (2000, p. 17). Aunque aquí valdría preguntar: ¿después de cuántas repeticiones una imagen pierde autenticidad, agota sus valores más nobles? ¿A qué se debe que el retrato del ejército liberal no haya perdido su eficacia: a sus valores estéticos o al hecho de que su escasez siga siendo inmaculada?
Barbie Zelizer, una de las académicas más reconocidas en los estudios de la imagen, la memoria y la atrocidad, aborda estos interrogantes, siguiendo el camino abierto por Sontag. En su célebre libro Remembering to Forget. Holocaust Memory Through the Camera’s Eye, Zelizer plantea que el Holocausto marcó el comienzo de la documentación de un horror previamente inconcebible, labor en que las imágenes se erigieron en testigos de lo que sucedió, no solo porque proporcionaron la prueba reina de la barbarie cometida por los nazis, sino también porque fueron consideradas bajo un significado cultural más amplio, que desbordó su mera función referencial: estas se constituyeron en símbolos universales de la atrocidad, dieron testimonio de la crueldad (Zelizer, 1998, pp. 171-201). Desde entonces, dice Zelizer, “la estética familiar del Holocausto” se ha convertido en un icono sobreutilizado de la atrocidad, en una especie de déjà vu, para dar cuenta de otros acontecimientos contemporáneos de barbarie (Vietnam, Camboya, Ruanda, Somalia, Bosnia, Sierra Leona, Colombia), lo que ha dado lugar a una paradoja, que consiste en recordar el Holocausto, pero al mismo tiempo olvidar las atrocidades del presente, al identificarlas como algo que ya sabemos a qué se parecen, al descontarlas como situaciones que ya hemos visto en alguna parte, en una relación de familiaridad con la crueldad que termina por debilitar nuestra capacidad de responder: “recordamos para olvidar” (1998, pp. 202-239).