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Si, como escribía Bertold Brecht34 en 1931, “una fotografía de las fábricas de Krupp o de las AEG [los armamentos masivos alemanes y las compañías eléctricas, respectivamente] no nos dice nada sobre estas instituciones” (Linfield, 2010, p. 21; traducción propia), entonces hay que reconocer que “las fotografías no explican la forma en que el mundo trabaja”; ellas no ofrecen razones o causas; “no cuentan historias con un coherente, o al menos discernible, inicio, nudo y desenlace”, como tampoco “logran revelar la dinámica interna de los acontecimientos históricos” (Linfield, 2010, p. 21; traducción propia). Pero la condición antinarrativa de la fotografía no evita su poder emotivo, ni su fuerza performativa en tanto “acto” con capacidad de producir sentido. Esta no alcanza a explicar los hilos que mueven la historia, pero puede tocar al espectador moralmente. Retornando a Accidental Napalm Attack, la foto de la niña vietnamita huyendo del napalm, esta imagen fue capaz de activar la conciencia pública en contra de la guerra de Vietnam, porque recreó, a través de un acto de la imagen, asuntos importantes de la vida moral, como el dolor, la separación, las relaciones entre extraños, la ausencia de verdad de las fuentes oficiales y el trauma. Estas características fueron reforzadas por dicha representación fotográfica, al demostrar que el fotoperiodismo puede hacer un trabajo destacado en el contexto del discurso público, labor que los textos verbales, adheridos a las normas de la racionalidad discursiva, quizás no hubieran podido hacer mejor, o lo hubiesen hecho de otro modo (Hariman y Lucaites, 2003, p. 40). Es la imagen de un evento que no debió haber ocurrido. Es la fotografía de una experiencia humana difícil de comunicar solo a partir de conceptos. De ahí su capacidad para proveernos de ese “efecto trágico” del que habla Arendt, y también su disposición para alentar otras narrativas diferentes a las que justificaban la guerra.
Esta mixtura entre palabra e imagen, este lugar de cruce –impuro e incierto– entre la imagen y la narración, es lo que se puede apreciar en el trabajo de dos reconocidos artistas contemporáneos, quienes acuden al estilo documental del reportaje gráfico para reflexionar sobre el problema de las imágenes de la atrocidad y la muerte: el canadiense Jeff Wall y el chileno Alfredo Jaar. En Dead Troops Talking (A vision after an ambush of a Red Army patrol near Moqor, Afghanistan, winter, 1986) (1992) y en War Game (2007), dos piezas fotográficas de gran tamaño, Jeff Wall recrea situaciones del mundo “real”, pero representadas por actores profesionales o amateurs. En la primera se puede apreciar varios soldados rusos muertos conversando en el hueco de una colina luego de ser embocados por tropas afganas, mientras que en la segunda se observa un par de niños negros, envueltos en una sábana blanca, en medio de algunos objetos abandonados en un lote de una barriada popular de una ciudad. Wall no es fotorreportero, sus escenas son artificiales, están fabricadas; por tanto, “son débiles como evidencia, pero poderosas en su significado” (Möller, 2009, p. 181). Son fotografías que emulan situaciones de la vida real, pero agregan algo nuevo: la ironía. Revelan cosas que suceden en la guerra y en los patios traseros de las periferias urbanas, “excepto que los niños muertos no sonríen y los soldados caídos no fanfarronean con sus propias heridas”, ni mucho menos hablan entre sí (2009, p. 181). ¿Necesita el espectador conocer el contexto propiciado por las palabras y las circunstancias bajo las cuales fueron realizadas dichas fotografías para ser tocado y afectado? Ambas imágenes sacuden al espectador, porque rompen con los códigos del fotoperiodismo y de la fotografía documental (cercanía con el sujeto/objeto fotografiado, alta referencialidad, no intervención del fotógrafo en la situación) y muestran lo que a primera vista no se deja ver: que “la guerra ha entrado a formar parte de los juegos de los niños” e “infringe la dignidad de sus víctimas” (2009, p. 180). Solo que para apreciar esta ironía hay que acercarse a las imágenes, observarlas con detenimiento y descubrir lo que no se espera ver. Esa es la tarea del espectador.
En “The Rwanda Project: 1994-2000”,35 un conjunto de exposiciones fotográficas e instalaciones artísticas con las que Alfredo Jaar documentó, durante varios años, el genocidio en Ruanda, ocurrido entre el lapso de la primavera y el verano de 1994, hay otro ejemplo de esta compleja relación entre las palabras y las imágenes. Una de las obras centrales de dicho proyecto es Real Pictures (1995), una instalación compuesta por una cantidad de fotografías que representaban diferentes aspectos del genocidio –las masacres, los campos de refugiados, las localidades destruidas– que Jaar decide guardar dentro de cajas negras completamente selladas (Schweizer, 2008, pp. 30-31), en cuya parte superior aparece la descripción textual de lo que hay dentro de cada una de las cajas, pero la imagen es invisible: los espectadores no puedan ver, con sus propios ojos, lo que hay allí “enterrado”. ¿En qué reside el impacto de Real Pictures? Que es una exposición que muestra una ausencia de las imágenes, pero a la vez una presencia de las palabras;36 que plantea un nudo “entre la palabra y lo que ella hace ver” (Rancière, 2008, p. 77) y, por lo mismo, intenta “construir una imagen, es decir, una cierta conexión de lo verbal y lo visual” (Rancière, 2010, p. 96).
La obra abre el interrogante de cómo pudo suceder un genocidio como este, en un mundo que tenía a la vista a Ruanda, que recibía información, veía fotografías y registraba solicitudes de auxilio, pero que no hizo nada para evitar que más de un millón de personas fueran masacradas en el transcurso de unos pocos meses (Pollock, 2008, p. 121). En una cultura dominada por las imágenes, afirma Frank Möller, esto es una provocación que frustra las expectativas de los espectadores y la creencia occidental en el “efecto estereoscópico” del fotoperiodismo: pensar que la imagen es suficiente como prueba de la realidad (Möller, 2009, p. 182). Así, Real Pictures invita al espectador a detenerse, a contar con tiempo para leer el texto escrito en las cajas; y para esto deja las fotografías por fuera del rango de visión del observador, pero no con el fin de que las palabras tomen el lugar de la imagen, sino para que ellas mismas sean reconocidas como imágenes. Y si bien Jaar muestra su escepticismo ante la idea de que una imagen pueda comunicar una historia, Real Pictures no participa de la falsa radicalidad que opone la realidad de las palabras al simulacro de la imagen. Porque, como afirma Rancière, “la representación no es un acto de producir una forma visible, [sino] de dar un equivalente, cosa que la palabra hace tanto como la fotografía” (Rancière, 2010, p. 94). Reconocer la existencia de figuras retóricas y poéticas en lo visible es tan importante como asumir que también hay imágenes en el lenguaje: “son todas esas figuras que sustituyen una expresión por otra para hacernos experimentar la textura sensible de un acontecimiento mejor de lo que podrían hacerlo las palabras ‘apropiadas’” (Rancière, 2010, p. 95).
Nos acercamos a las imágenes con una mezcla de desconfianza y expectativa, de esperanza y oscuridad. De la mano de Sontag, hemos visto cómo la imagen fotográfica ha sido objeto de esta contradicción, a la vez que de un doble cuestionamiento: se le juzga por lo que no hace –su carácter antiexplicativo–, como por lo que hace con éxito: conectarnos con el mundo a través de la emoción (Linfield, 2010, p. 22). Y con ello, otro debate comienza a germinar: ¿qué sucede cuando la representación del sufrimiento humano estetiza la atrocidad? Pasamos así a otro de los litigios que Sontag sostuvo con las imágenes de la violencia atroz: el problema de la estetización, que se supone despolitiza el asunto representado por la cámara, descontextualiza el dolor humano y hace difícil una respuesta ética por parte del espectador.
4. Estetización. Redimir, mostrar, sobrevivir
Los mejores escritos sobre fotografía son obra de moralistas –marxistas o aspirantes a marxistas– fascinados por las fotografías pero turbados por el embellecimiento que proponen inexorablemente.
Susan Sontag, Sobre la fotografía
¿Cómo interpretar aquel tipo de fotografías en las que el interés por denunciar una problemática social se encuentra acompañado de una motivación estética de capturar bellas imágenes? A propósito de las imágenes que el famoso reportero gráfico estadounidense William Eugene Smith hizo de los pescadores de la aldea de Minamata, Japón, a quienes retrató en sus condiciones de cuerpos lisiados, deformados y a punto de morir como consecuencia de la contaminación de mercurio en las aguas de la mencionada población, Susan Sontag dice que estas imágenes, tomadas a finales los años sesenta del siglo pasado, “nos conmueven porque documentan un sufrimiento que nos despierta indignación, y a la vez nos distancian porque son magníficas fotografías de la Agonía, [que] se ajustan a las normas surrealistas de la belleza” (Sontag, 1996, p. 108). Igual comentario hace sobre la “elegante perspectiva” de las fotografías de Lewis Hine, el fotógrafo estadounidense conocido por los retratos de los inmigrantes que llegaban a la Isla de Ellis, en New York, así como por los documentos fotográficos que reflejaban las precarias condiciones laborales de niños trabajadores en los campos, las minas y las fábricas de Estados Unidos a finales del siglo XIX y principios del XX. La bella composición de estas imágenes y de otras más, capturadas por los fotógrafos que Sontag denomina “con preocupaciones sociales” –Jacob Riis, Lewis Hine, Walker Evans, Robert Frank, W. Eugene Smith, Dorothea Lang, entre otros–, “perduran mucho más que la relevancia del tema” (Sontag, 1996, p. 112).
Se trata de una preeminencia de lo estético que, para Sontag, tiene una consecuencia mayor: que “el discurso artístico capaz de absorber toda fotografía” termine por suplantar los usos originales de la imagen, preparando así el camino para su despolitización (1996, pp. 109-110). Esto, a juicio de Sontag, es lo que ha ocurrido con la emblemática fotografía del cadáver de Ernesto ‘Che’ Guevara tendido sobre una loza de cemento en La Higuera, un pueblo de Bolivia, rodeado por varios militares, periodistas y agentes oficiales, pues se trata de una imagen cuyo atractivo estético nos pone no solo en la ruta de la historia del arte –recuérdese su semejanza, también señalada por John Berger, con las pinturas de El Cristo muerto de Mantegna y La lección de anatomía del profesor Tulp de Rembrandt–, sino también en la pérdida paulatina de sus usos iniciales, los cuales se atenuaron en favor de un discurso artístico e, incluso, publicitario, capaces de apropiarse del significado de rebeldía y dignidad que había en los primeros acercamientos a dicha fotografía, tomada en octubre de 1967 como prueba inobjetable de que Guevara había muerto. Para Sontag, “el grado en que esa fotografía es inolvidable indica su potencia para ser despolitizada, para transformarse en imagen atemporal” (1996, p. 110). En otras palabras, para convertirse en un icono sin consecuencias.
Esta pugna entre el embellecimiento, que proviene de las bellas artes, y la veracidad, que es el legado tanto del discurso científico como del ideal moralizador de los modelos literarios del siglo XIX y del periodismo de objetividad que comienza despuntando el siglo XX, remite a Sontag a la cuarta controversia que ella sostiene con la fotografía: la estetización a la que está vinculada. Este capítulo aborda las dos rutas que Sontag dibuja para plantear este debate: la primera problematiza el hecho de que cuando la aproximación fotográfica a realidades de atrocidad adquiere una bella composición, un buen encuadre, o una interesante iluminación, se corre el riesgo de atenuar el sufrimiento y volver placentero lo inaceptable, en nombre de un esteticismo al que se debería renunciar; la segunda se refiere al hecho de que cuando las fotografías se transforman en iconos de algo –de la atrocidad, la maldad, la injusticia, la esperanza–, estas pierden su carácter referencial y sus usos iniciales, en favor de estructuras simbólicas que las convierte en objetos atemporales, en atractivas imágenes de culto que se muestran una y otra vez. Pero ¿son solamente eso? Se trata de dos trayectos en los que Sontag no camina sola. Por allí igualmente transitan otros autores y otras miradas, que es importante considerar.
Volver atractivo el horror: embellecimiento y despolitización
En Sobre la fotografía, Sontag retoma a Walter Benjamin para adentrarse en la primera de ambas discusiones. De él cita un pasaje de una conferencia pronunciada en París en el Instituto de Estudios del Fascismo, en abril de 1934, que más tarde fue publicada bajo el título El autor como productor. Allí, Benjamin advertía sobre el poder transfigurador de la fotografía, no importa que esta se ocupe de asuntos nobles o de cosas cotidianas.37 La cámara, decía él:
[…] es ahora incapaz de fotografiar una casa de vecindad o una pila de basura sin transfigurarlos. Por no mencionar una presa o una fábrica de cables eléctricos: frente a esas cosas la fotografía solo puede decir: “¡Qué Bello!” […] Ha logrado transformar la más abyecta pobreza, encarándola de una manera estilizada, técnicamente perfecta, en objeto placentero (Benjamin, citado en Sontag, 1996, p. 110).
Esta absorción artística de la fotografía, esta estetización de los objetos sometidos al lente de una cámara cuyo “triunfo más perdurable ha sido su aptitud para descubrir la belleza en lo humilde, lo inane, lo decrépito” (Sontag, 1996, p. 106), contiene, para Sontag, la falencia de su promesa de autenticidad, puesto que,
[…] contrariamente a lo que proponen las declaraciones del humanismo a favor de la fotografía, la capacidad de la cámara de transformar la realidad en algo bello deriva de su relativa debilidad como medio para comunicar la verdad (1996, p. 114),
para transmitir un significado estable con el que se pueda luchar contra la atenuación de los usos originales de la imagen –sobre todo los políticos–, que progresivamente pierden relevancia por cuenta de un discurso artístico que coloniza a la fotografía (1996, p. 109). De ahí que, siguiendo a Sontag, aunque las fotografías de atrocidades puedan agobiar al espectador y, en efecto, angustiarlo, “la tendencia estetizante de la imagen es tal que el medio que transmite la angustia termina por neutralizarla” (1996, p. 112).
Con estas palabras, Sontag trastoca la sentencia inicial del poeta Charles Baudelaire sobre la fotografía. En su famoso ensayo “El público moderno y la fotografía”, dedicado al Salón Francés de Artes de 1859, Baudelaire mostraba su desconfianza hacia la fotografía, a la que tildaba de ser la responsable –por cuenta de su realismo– de la pérdida del gusto de los franceses por la pintura. En el comentario de algunos de los títulos y temas fotográficos allí expuestos, Baudelaire se quejaba de que “el gusto exclusivo por lo verdadero (tan noble cuando se limita a sus aplicaciones adecuadas) sofoca el gusto por lo Bello” (Baudelaire, citado en Berman, 1988, p. 138). Y continuaba: “allí donde no se debería ver nada más que Belleza (quiero decir un cuadro hermoso) nuestro público busca solamente Verdad” (1988, p. 138). Situación que provocaba que la fotografía se constituyera, según sus palabras, en “el enemigo mortal del arte”, debido a su habilidad para reproducir la realidad y mostrar la “Verdad”. Pero, “¿por qué la presencia de la realidad, de la ‘verdad’ en una obra de arte, ha de debilitar o destruir su belleza?”, se pregunta Marshall Berman en su trabajo sobre Baudelaire (Berman, 1988, p. 139). La respuesta a este interrogante radica, según Berman, en un empeño que ha caracterizado al modernismo estético desde la época de Baudelaire: el desprecio por la cultura de masas, la idea según la cual el arte únicamente puede abrir sus puertas a algunas pocas formas de la cultura popular, pero a condición de que estas levanten su hogar por encima de las prácticas cotidianas de la muchedumbre masificada (Berman, 1988, pp. 129-173; Carey, 2009, pp. 22-37). Tanto Baudelaire como Sontag comparten esta forma distintiva del estilo modernista, solo que a diferencia del primero, para quien la presencia de la verdad destruye la belleza, en Sontag es la presencia de lo bello lo que debilita la verdad.
Pero no es solo con Benjamin o Baudelaire la deuda de Sontag. Su crítica a la fotografía que aborda temas de pobreza y de violencia remite, además, al pensamiento de Theodor Adorno en torno a la paradoja de la representación en el arte político. Concretamente, a la objeción adomiana respecto a los modos en que el arte representa los hechos o las consecuencias de la violencia, por la vía de una estilización que termina por empeorar las cosas, bien sea porque atenúa el sufrimiento, al volverlo un objeto de disfrute; porque mitiga la violencia, al hacerla un objeto atractivo, o porque al embellecerla, acaba redimiéndola, razón por la cual, para Adorno, hacer del horror algo bello, lejos de ser un acto civilizatorio, es un acto de barbarie.38 En su escrito sobre la literatura comprometida, publicado originariamente en 1962 bajo el título Commitment, Adorno alude a esta disyuntiva que surge cuando el arte y la representación intentan mostrar lo que no se puede mostrar, o hablar de lo que no se puede hablar. Y esto lo hace a propósito de la composición El superviviente de Varsovia de Arnold Schöenberg, de la que Adorno afirma que, pese a que a dicha obra musical la asiste la fuerza auténtica de la aflicción y el sufrimiento, esta también “se acompaña de algo desagradable”, ya que al “convertirse en imagen, es como si se estuviera ofendiendo el pudor ante las víctimas” (1962, p. 407). Para Adorno,
La llamada elaboración artística del desnudo dolor físico de los derribados a golpe de culata contiene, se tome la distancia que se tome, la posibilidad de extraer placer de ello. La moral que prohíbe al arte olvidarlo ni por un segundo se desliza en el abismo de lo contrario a ella. El principio estético de estilización, e incluso de solemne plegaria del coro, hace sin embargo que parezca que el destino impensable tendría un sentido cualquiera; es transfigurado, pierde algo de horror; con esto solo ya se inflige una injusticia a las víctimas, mientras que sin embargo un arte que se aparta de ellas sería inadmisible desde el punto de vista de la justicia (1962, p. 407).
En Adorno, la paradoja de una composición artística como esta radica entonces en que, por una parte, las víctimas terminan convertidas en obras de arte, “que se ofrece[n] como carroña al mundo que las asesinó”, y donde el principio estético de estilización acaba transfigurando y removiendo el horror; pero, por otra, en la consideración de que ningún arte que evite a las víctimas, que se aparte de ellas, puede hacer frente a las demandas de justicia. De ahí que la condena de Adorno a la representación estética de la violencia remita a su advertencia de que “hasta la más afilada conciencia del peligro puede degenerar en cháchara” (1962, p. 14), pero también al llamado que suele hacerse respecto a que solamente las obras que evitan caer en una tontería o en una estilización placentera de la barbarie lograrán permanecer. Solo que, como lo señala Andreas Huyssen, las estrategias a las que acuden las representaciones artísticas o documentales para esquivar la charla inocua o el placer inane, “no están talladas en piedra” (Huyssen, 2001, p. 40).
Entender esta discordancia es, para Mieke Bal, una tarea fundamental. Para ella, “si la paradójica frase de Adorno condenaba la poesía después de Auschwitz, no es a causa de la representación como tal”, sino porque la estilización estética tiene la capacidad de transformar, de mitigar el horror “de un modo injusto con las víctimas” (Bal, 2014, p. 130). Por tanto, “lo bárbaro no es representar con exuberancia sino transformar, mitigar, suavizar: en cierto sentido, la discreción misma” (2014, p. 130). Y no hay manera más radical de borrar la violencia, agrega Bal, que hacer de ella “un objeto atractivo y así mitigarla, embellecerla e involuntariamente redimirla” (2014, p. 64). Por eso, numerosos estudiosos sobre eventos catastróficos para la humanidad, como el Holocausto, frecuentan citar la condena de Adorno, ya sea para defender la documentación –la palabra del testigo o la escritura crítica– “como única forma de representar esa u otras atrocidades” (Bal, 2014, p. 65), puesto que no tiene la pretensión de ser arte ni aproximarse a la realidad con las reglas del arte, o ya sea para acudir a la interdicción de la recreación estética, al tabú que obliga a su prohibición, por cuanto se trata de tragedias inefables, desemejantes y monstruosas de la historia, que no pueden comprenderse, explicarse o representarse y que, por lo mismo, no pueden ser comparadas con otros genocidios o asesinatos sistemáticos de la era moderna, ni mucho menos deben ser incumbencia de la representación artística, ya que se corre el riesgo de caer en un exceso de presencia material que traiciona la gravedad del acontecimiento excepcional (Todorov, 2002, pp. 191-198; Rancière, 2011, pp. 119-143).
El director de cine Claude Lanzmann es, sin duda, uno de los mayores exponentes de este ascetismo visual, pero no el único. En Shoah (1985), un film monumental de nueve horas y treinta minutos de duración, Lanzmann plasmó su decisión estética y política de no incluir fotos o imágenes de archivo documental para la representación del Holocausto, al inclinarse por la supremacía de lo decible (el testimonio) sobre lo visible (la prueba), al optar por los relatos orales de sobrevivientes, testigos y perpetradores que rememoraban en tiempo presente sus vivencias en el Lager (campo de concentración) ante la comparecencia de la cámara. Rodada durante una década, la película optó por no intentar ninguna restitución de archivos, ni siquiera imágenes de época que mostraban, por ejemplo, la liberación de los campos, ya que su fuerza testimonial estaba en otra parte: en las palabras de los protagonistas, en “el rostro del que habla, su mímica, sus gestos [...] en la longitud de la frase” (Lanzmann, 2003
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