Construcción de paz, reflexiones y compromisos después del acuerdo

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Ahora bien, el papel que se le asigna a la restitución simbólica no intenta superar o reemplazar la reparación administrativa, sino más bien, fungir como complemento. Esta ampliación de óptica, interdisciplinar y multidimensional sobre los por qué de la historia violenta se puede ver truncada por reducciones que se presentan en la vida social, al tocar el tema de la restitución de lo humano como camino para un desarrollo equilibrado de las comunidades tocadas por la violencia.
Consideraciones que impiden una mirada holística a la reconstrucción social
No partir de las experiencias de lo simbólico que posee todo grupo humano, puede reducir nuestra comprensión del problema, y por ello se enumeran tres características que diezman la comprensión de lo simbólico en la reconstrucción social.
Considerar el perdón como olvido
El tema del perdón como actitud social se impone en el escenario de la restitución simbólica, como la salida alternativa a las secuelas de la violencia que dejan venganza, rencor y dolor. Pero, suele manifestarse en la acción de perdonar una idea de olvido. Es un tema discutido ya que las grandes religiones comparten la idea del perdón pues perdonar es un acto grato a la divinidad, pero en su aplicación tienen sus divergencias. En el cristianismo contemporáneo está muy difundida la idea de que el perdón incluye el olvido, basándose en textos como “El que perdona la ofensa cultiva el amor; el que insiste en la ofensa divide a los amigos” (Proverbios 17,9); o “Este es el pacto que haré con ellos. Después de aquellos días, dice el Señor: Daré mis leyes en sus corazones, Y en sus almas las escribiré. Añade: Y nunca más me acordaré de sus pecados é iniquidades” (Hebreos 10, 16-17). Esto exige una virtud heroica que la sociedad no puede practicar. Hay también corrientes de sanación interior que plantean el olvido como condición para recuperar la paz argumentando que no olvidar significa que no se quiere perdonar por completo. Sin embargo, en la actualidad, dados los hechos del siglo XX, la reflexión marcha por el lado de perdonar, pero no olvidar. En Israel es exigido recordar: “Dios dijo: «Recuerda, Israel, que tú eres mi fiel servidor. No te olvides de mí, porque yo soy tu creador. Yo hice desaparecer tus faltas y pecados como desaparecen las nubes en el cielo. ¡Vuelve a obedecerme, porque yo te di libertad!» (Isaías 44, 21-22) y es fundamental rememorar la liberación de Egipto: “Yo soy el Señor tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre (de la esclavitud)” (Éxodo 20, 2). “Este día tiene que servirles de memoria, y tienen que celebrarlo como fiesta a Jehová” (Éxodo 12, 14). Y en el Nuevo Testamento, la pascua es la memoria de la liberación actuada por Cristo. “Sabiendo que habéis sido liberados de la conducta estéril heredada por tradición, no con cosas corruptibles -oro o plata- sino con la sangre preciosa de Cristo, como cordero sin defecto ni mancha” (1Pedro 1, 18-19): recordar su muerte es actualizar lo que significa. En otros términos: perdonar sin olvidar para que los hechos no se repitan, pues hacer memoria es construir el futuro recordando en el presente. Olvidar sería llegar a una falsa reconciliación en la que hay cierta complacencia con algunos logros alcanzados con los ejecutores de la injusticia imponiendo una mentalidad de “perdonar y olvidar” a la fuerza y por necesidad de una paz a todo costo. La consecuencia es la permanencia de la semilla de la venganza en el corazón del pueblo que conlleva la subsistencia de la espiral de la violencia. Perdón y reconciliación suponen tener claro lo sucedido para saber qué se perdona y qué se repara para que la memoria del pasado lleve a la esperanza en el futuro:
Se tiene razón al recordar siempre que el perdón no es el olvido. Al contrario, requiere la memoria absolutamente viva de lo imborrable, más allá de todo trabajo de duelo, de reconciliación, de restauración, más allá de toda ecología de la memoria. No se puede perdonar más que acordándose, incluso reproduciendo, sin atenuante, el mal hecho, lo que hay que perdonar. Si no perdono más que lo que es perdonable, lo venial, el pecado no mortal, no hago nada que merezca el nombre de perdón. Lo que es perdonable está perdonado de antemano. De ahí la aporía: lo que siempre tenemos que perdonar es lo imperdonable. Esto es lo que se llama hacer lo imposible. Y, por lo demás, cuando no hago más que lo que me es posible, no hago nada, no decido nada, dejo que se desarrolle un programa de posibles…´ Un perdón que conduce al olvido, o incluso al duelo, no es, en sentido estricto, un perdón. Este exige la memoria absoluta, intacta, activa, y un mal, y un culpable (Derrida, 2000).
Arendt (2006), en la misma línea, indica que no se puede olvidar pues el perdón precisa de la memoria, del recuerdo de aquello que se va a perdonar. No podemos dominar el pasado en la medida en que no podemos hacer como si no hubiera acontecido (p. 31). Si se va reconstruir la convivencia hay que tener en cuenta a la víctima como ingrediente central de la historia “[…] sin prescripciones de tiempo ni ligaduras a satisfacciones materiales e inmediatas” (Ricoeur, 2004, p. 270). Lo que significa un paso fundamental que deroga el perdón como virtud religiosa y lo convierte en una virtud política.
La reducción de lo vivido al hecho y no al testigo, es decir, el trauma antes que el rostro. La vulneración fenomenológicamente descrita, es un acontecimiento natural a lo humano, el exceso de reducción de lo acontecido al dato crea una insensibilidad social frente a lo sucedido a ese rostro humanizado: el testigo. Reyes Mate lo hace muy bien cuando distingue entre el hecho y el acontecimiento:
El ‘deber de la memoria’ consiste precisamente en tomar nota de esa experiencia y convertir el acontecimiento impensable en el punto de partida de la reflexión política, moral o estética. Eso es exactamente la memoria; para mí, es saber que a la hora de emprender una tarea intelectual hay que empezar con algo que no está en un silogismo, sino que es un acontecimiento. Un acontecimiento que es formalmente Auschwitz, pero que solo es un símbolo de algo que ocurre más banalmente en la vida, y es el sufrimiento. En el fondo, el ‘deber de la memoria’ se sustancia en ese dictum adorniano, ‘dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad’; ése es el ‘deber de la memoria’, más que acordarse de los judíos (Castañeda & Alba, 2014, p. 180).
Generalmente la prensa y la televisión pasan informes de cosas sucedidas para simple información. Se toma la realidad como un insumo de la labor comunicativa, que luego es analizada por los estadísticos y sociólogos en términos de números, frecuencias, porcentajes. Los empleados gubernamentales convierten esos números en un código para los informes de gestión y para la entrega de ayudas materiales o sicológicas y los datos configuran poblaciones vulneradas, pero no logran contener la afectación global que todos como miembros del grupo sufrimos por lo acontecido a alguien o algunos en particular. Aquí se presentan dos contingencias a reflexionar. Una frente a las víctimas pues la Ley 1448 dice: “[…] la reparación comprende las medidas de restitución, indemnización, rehabilitación, satisfacción y garantías de no repetición, en sus dimensiones individual, colectiva, material, moral y simbólica. Cada una de estas medidas será implementada a favor de la víctima dependiendo de la vulneración en sus derechos y las características del hecho victimizante” (art. 25). ¿Hay un dispositivo y sistema consolidado que pueda responder de forma humanizada, sin revictimización a las personas que sufren el dolor de la violencia? Y la otra sobre los victimarios. ¿En lo complejo de este conflicto, si es posible identificar cuando los victimarios pudieron ser víctimas, y por ende la reparación integral debe transitar a un escenario de reintegración social?
El predominio del estereotipo
La verdad tiene muchos enemigos en los procesos de reconstrucción, pero lo más peligroso es reducir lo acontecido a los roles que cada rostro ha adquirido en el conflicto, utilizando una clasificación binaria absoluta entre víctima y victimario, que no compone toda la sinfonía de los actores del conflicto, y por lo que el papel principal en muchas ocasiones lo asume el indiferente. Se crean unas categorías duras que clasifican y definen: “En el corazón de las lógicas de perdón y reconciliación se sitúa el concepto de las ‘zonas grises’ de colapso de la diferencia entre víctimas y victimarios, cuyas figuras más representativas son ciertos tipos de ‘colaboradores’ y los ‘vengadores’” (Orozco, 2003, p. 3). Las zonas grises impiden considerar que hay víctimas puras y victimarios puros. Todos podemos ser víctimas y victimarios y esto ayuda a entender la verdad histórica, a descargar culpabilidades y a sentar las bases del reconocimiento y del perdón. Los asuntos penales tratan de ser limpios y precisos como un bisturí, pero la realidad de las personas y los procesos del conflicto son más amplios e inabarcables en su tremenda complejidad. De manera metafórica, todos somos culpables e inocentes; aunque Arendt (2007) hace reflexionar sobre esto diciendo que dicha frase puede ser una declaración de solidaridad con los malhechores (p. 151). Pero sí se puede afirmar que todos hemos sido, de alguna manera, responsables del mal. Ni siquiera en Auschwitz había clara distinción entre unos y otros. (Orozco, 2003, p. 39). Aunque la guerra lleve a consideraciones del tipo “el otro como victimario-víctima culpable y así mismos como víctimas-victimarios inocentes” (p. 41). Esto ha venido sucediendo en Colombia desde la llamada época de la violencia, lo que crea una espiral de intimidación que produce más violencia. No es solo la permanencia de situaciones sociales de desigualdad, injusticia, exclusión, inequidad las que generan la violencia, sino que hay un mecanismo de venganza continuada que influye en la acritud de las actitudes y en la continuidad de la debacle social (Arboleda y Castrillón, 2013, p. 472).
La sociedad se divide radicalmente en buenos y malos en forma vertical, y generalmente los “malos” son los que van a ser excluidos (sicario, pobre, guerrillero, paraco, desaparecido, desechable, entre otros). La realidad es muy diferente, no clasificable en blanco y negro. Las víctimas y los victimarios puede que no lo sean para siempre. Hay una sobreposición de víctimas y victimarios, aunque para la ley sea difícil comprender los conflictos personales, sociales e históricos que pueden hacer de una víctima un victimario y viceversa (Cfr. Orozco, 2003). Se añade a esto, la permanencia mental de la Ley del Talión, “ojo por ojo, diente por diente”, o la versión popular de “el que la hace la paga”.
No ha de entenderse que si todos son responsables no hay, por tanto, ningún responsable o que todos quedan perdonados por la historia. Hay una diferencia grande entre el que ocasionalmente hace el mal y el que planea racionalmente el mal. Hay víctimas inocentes y victimarios culpables y no se puede disimular la crueldad bajo un manto de comprensión histórica de la época. Eso llevaría a olvidar de nuevo la crueldad y la situación inhumana a que fue sometida la víctima. Además, como dice Reyes Mate (2006): “El duelo y la deuda son las formas en las que hoy podemos concretar ese débil poder mesiánico, del que habla Benjamin: podemos reparar el buen nombre de las víctimas y podemos afirmar que la injusticia sigue vigente mientras no se repare. No es mucho, pero sin esos mínimos no podemos ni siquiera hablar de justicia” (p. 12).
A la problemática descrita para afianzar la necesidad de restituir desde lo simbólico se requiere establecer las formas de reinterpretación de lo antropológico desde el rostro. Por tanto, puede enunciarse que esta reflexión tiende a superar el efecto “silueta”, que desde la otredad ontológica ha configurado al individuo como sujeto de derechos, pero no se ha profundizado sobre la carne, sensibilidad, sentimientos que allí se vinculan.
La antropología del rostro, como alteridad descubierta y encarnada
El primer riesgo que se corre, cuando se invoca la antropología es describir una alteridad contenida en lo metafísico. Ha de pasarse de la concepción de la persona como objeto, víctima, victimario, responsable legal, a una concepción antropológica del otro como rostro, con carne, con historia, con sentimientos, con proyecto de vida lo que esboza una renovada manera de ver la alteridad como alteridad descubierta, basada en la carne. La fenomenología en el siglo XX ha venido haciendo esta reflexión especialmente desde los trabajos de Emmanuel Lévinas. El otro no es una cosa o un objeto, sino un rostro, es decir, un “ser para alguien, “un ser ante alguien”. Cuando se me aparece el otro se me aparece como rostro, rostro que interpela, que me dice “no me mates”, este “no me mates” supera en el siglo XX el imperativo categórico y se convierte en la nueva máxima moral que es un pedido de reconocimiento. El aparecer del rostro del otro se constituye en mi responsabilidad ética, lo que Lévinas considera es la filosofía primera. Esa aparición del rostro me constituye, pues soy lo que soy porque otro me solicita serlo. La expresión de dolor, alegría, rechazo, es respuesta segunda, pues lo primero es la aparición del rostro del otro como llamada. Es una nueva metafísica que se fundamenta en la llamada o aparición del rostro del Otro. Metafísica que es ética pues el rostro del otro me antecede, dando origen a mi libertad de respuesta. No es el yo que se crea a sí mismo, sino el yo que es creado a partir de la visita del otro. Lo que se denomina alteridad descubierta o desnuda, consiste en el llamado a reivindicar la carne. “He sido llamado para…”. El sujeto ético es el que dice “Heme aquí porque me has llamado, aquí estoy”. Es una nueva metafísica de la llamada, por tanto, no soy activo sino pasivo, soy constituido y no constituyente, de ahí que la pregunta ética no puede ser ¿qué es el hombre?, sino, ¿dónde está tu hermano? (Génesis 4, 9-10). Y la respuesta inhumana es ¿acaso soy guardián de mi hermano? Que es lo mismo que decir ¿acaso soy responsable del otro?
El otro es una Haecceitas, un rostro único y diferente, que me convoca y me llama a no ser indiferente, especialmente a su situación de miseria, rechazo, exclusión. El otro es un rostro que revela una interioridad al situarse junto a mí revelando todo de él, pero sobre todo convocando mi responsabilidad con él, constituyéndome “ser responsable” ante él. La aparición del rostro del otro me constituye como sujeto responsable. Ese rostro no es mi representación conceptual de él, sino que él mismo se revela, se expresa, se manifiesta (Lévinas, 1999, p. 74). Esa manifestación destruye mi conceptualización anterior y me da la propia realidad del otro, desquiciando mis cuadros de interpretación, revelándome su ser, desafiando mi poder de escucha y apelando a mi responsabilidad por él (Lévinas, 1999, pp. 74-75).
El otro me constituye no porque se presente como un ser fuerte que se impone sobre mi yo, sino porque se presenta en su vulnerabilidad, es una fragilidad que se nos presenta en “una resistencia total sin ser una fuerza” (Lévinas, 1999, pp. 76). Es una manifestación, no en la claridad de un objeto que se analiza, sino en la revelación del más allá a través de una visitación exterior a mí. Ese rostro es un rostro encarnado a través del cual se me manifiesta de manera específica el dolor, el amor, el sentimiento… Es este rostro y no otro, pues el rostro manifiesta la haecceitas única de cada rostro que me convoca. No es un código sino una exterioridad única la que me solicita a la responsabilidad con su historia y su proyecto.
Ese otro es otro encarnado. Es importante reflexionar sobre la carne pues la humanidad ha tratado de rechazar el cuerpo. Para el cristianismo hubo épocas en las que se insistió en que los tres genios de la tentación eran el demonio, el mundo y la carne. Se decía popularmente: “yo no le tengo tanto miedo al demonio, al mundo le tengo más miedo, pero nuestro peor enemigo es nuestra propia carne”. La llegada de la modernidad propicia una visión del hombre desencarnado. Descartes modela el problema mente-cuerpo al proponer que el cuerpo o res extensa y la mente o res cogitans pertenecen a dos campos distintos, aunque sean paralelos. El cuerpo pertenece al orden mecánico y la mente al orden de la libertad y la inmortalidad. Este dualismo cartesiano se profundiza en el predominio de lo racional sobre lo corpóreo. Es la decapitación de la carne que trae como consecuencia una conciencia sin cuerpo y así lo corporal es inferior a lo racional. La conciencia es igual al pensamiento y esta forma la conciencia. Este dualismo se continúa con los empiristas británicos, el desarrollo del método científico y la nueva racionalidad científica que se continúa en la racionalidad weberiana de fines y métodos. Con la Revolución Francesa se culmina el proceso de racionalización, libertad individual y respeto absoluto a los derechos del individuo. Kant con su “yo constitutivo” da la base epistemológica para la constitución del sujeto occidental: un yo potente que constituye la realidad y lo que no ingrese por las categorías de él, no existe o no tiene valor. Lo más importante y el criterio de todo resultado científico es su racionalidad. No interesa lo afectivo o emocional pues es “puro romanticismo”. Este yo constitutivo exige libertad, libre elección, “el cuerpo es mío y lo gestiono yo” (“il corpo é mio, e lo gestisco io” como dicen las feministas italianas). Kant, además, al declarar la imposibilidad de conocer el Noumeno, de experimentar la cosa en sí que está más allá de las categorías a priori, declara que lo pensable tiene que adecuarse a las estructuras de la mente. La trascendencia del otro levinasiano es inalcanzable para la ciencia.
Todos estos fenómenos que contribuyen a excarnar el rostro, pueden llevar a la sociedad a insensibilizar los fenómenos que vulneran la vida y logran crear resistencia sobre la corresponsabilidad social de cuidado sobre la misma. La antropología y con ella la ética y la política del rostro, expresan la condición natural de los grupos humanos a hacerse corresponsables los unos con los otros.
Ahora bien, si la nueva manera de pensar está en una renovada concepción integral de sentido humano, dicha antropología al suscitar una ética del rostro, provoca a cada existencia el compromiso de interpelarse y ser interpelado. Es decir, la reparación integral es la acción de restituir el cuidado que todos como humanos y ciudadanos sobre la vida misma y la vida comunitaria. Y en el orden al proceso de reconstrucción social, la enunciada garantía de no repetición de la Ley 1448, dice:
“La creación de una pedagogía social que promueva los valores constitucionales que fundan la reconciliación, en relación con los hechos acaecidos en la verdad histórica” (artículo 149, literal e). Se convierte en el epicentro para promover la construcción comunitaria de sentidos, para que el desarrollo y el hábitat sean lugares humanizados. Por ello, la restitución es simbólica, porque apelamos a lo íntimo y profundo del pensar originario sobre el ser humano: amar y cuidar la vida. Esta actitud renovada debe reintegrar a los alcances de la justicia, la legitimidad moral o axiológica de todo grupo humano. Y cuando se enuncia dicha reintegración, se evoca la complementariedad de los discursos tanto jurídicos como teleológicos para resolver los conflictos sociales.
Esta ética-estética acontecida en la interpelación del rostro necesita dos elementos simbólicos que muchos autores instan a que deben volverse valores sociales o al menos categorías que se integren a los procesos de reparación administrativa o firma de acuerdos: la memoria y el perdón.
La memoria como mecanismo de restitución simbólica
La memoria es la recuperación del sentido profundizando a través del hecho lo que acontece, como lo dice Francisco (2013): “Memoria del pasado y utopía hacia el futuro se encuentran en el presente que no es una coyuntura sin historia y sin promesa, sino un momento en el tiempo, un desafío para recoger sabiduría y saber proyectarla” (p. 1).
Recordar, hacer memoria, es lo fundamental en una cultura que quiere construir el futuro trabajando en el presente. Eso implica no reducir el conflicto a hechos sino saber asombrarse del acontecimiento que habla y que hace historia. Y quien puede hablar con verdad es la víctima, que en su narración no transmite datos, sino que es un rostro, una persona, que cuenta la historia como fue. No es la víctima un objeto de investigación de las ciencias sociales, ni una estadística más en los informes oficiales, sino una historia viva en la carne de un humano. Por ello, la responsabilidad jurídica debe conservar como finalidad apropiar y difundir la memoria histórica del conflicto.
El deber de Memoria del Estado se traduce en propiciar las garantías y condiciones necesarias para que la sociedad, a través de sus diferentes expresiones tales como víctimas, academia, centros de pensamiento, organizaciones sociales, organizaciones de víctimas y de derechos humanos, así como los organismos del Estado que cuenten con competencia, autonomía y recursos, puedan avanzar en ejercicios de reconstrucción de memoria como aporte a la realización del derecho a la verdad del que son titulares las víctimas y la sociedad en su conjunto. (Ley 1448, art. 143)
La víctima no es un objeto de clasificación o de taxonomía conceptual, sino una historia viva que rechaza toda claridad conceptual. Por ende, puede ser titular de la verdad, pero está en profunda relación con los otros roles que se suscriben al conflicto: el victimario, el indiferente. Por eso se puede decir que todos somos víctimas, tal como lo plantea el papa Francisco (2017): “[…] todos, al final, de un modo u otro, también somos víctimas, inocentes o culpables, pero todas víctimas. Todos unidos en esa pérdida de humanidad que supone la violencia y la muerte” (p. 48-53).
Todos al contar su historia están abriendo el camino de la verdad pues este narrar los hace testigos firmes de lo sucedido. “Ustedes llevan en su corazón y en su carne huellas, las huellas de la historia viva y reciente de su pueblo, marcada por eventos trágicos, pero también llena de gestos heroicos, de gran humanidad y de alto valor espiritual de fe y esperanza” (Francisco, 2017, p.48). El testigo es el que ha tenido la experiencia y la cuenta. El que lo ha visto, va y lo comunica. Su confesión es verdad y memoria.
En efecto, mientras que el sujeto dispone de lo que constituye, el testigo no dispone de lo que da a ver, tal como el predicador que no posee la palabra de Dios que testimonia. Es por tanto la voz de las cosas, del prójimo o la de Dios que puede dar fuerza al testimonio, y por este hecho, el testigo no tiene una autoridad sino transitiva en eso que remite más allá de sí mismo. Además, el testigo habla y actúa, pero no por sí mismo: no se testimonia más que en una comunidad, y es porque el testigo es la persona en su fin interpersonal. Una vez más, el testigo es aquel que se descubre experiencialmente en la prueba de la alteridad, pues se da él mismo en respuesta en la comunidad. Mientras que para un sujeto el otro hombre es primero un objeto de su mundo entorno, que puede analógicamente ser reconocido como un alter ego, para el testigo el prójimo es también un testigo, y es en calidad de testigos que existimos unos para los otros. Dicho de otro modo, el testigo no es primeramente este ser que es para y por él mismo, y que se pregunta después cómo puede ser para el otro, pues es este ser que desde el comienzo responde para y ante otro hombre de lo que le comunica (Housset, 2007, pp. 470-471).
El sujeto que hace el relato no es una entidad distinta de sus experiencias, se convierte en un rostro acontecido e interpelado. Él comparte el régimen de la identidad dinámica propia de la historia contada. El relato realiza la identidad del sujeto, la identidad narrativa que construye la identidad de la historia contada. Es la identidad de la historia que hace la identidad del personaje (Ricoeur, 1990, p. 175.). El testigo cuenta a través de la narración. La memoria no se construye únicamente por la narración, sino que se complementa con la interpretación de quien ha vivido la narración. Así, la construcción de una memoria común implica una confrontación entre las diferentes significaciones que pueden ser dadas a los eventos que han tenido lugar en el pasado. La cadena de las voces se fortalece en la comunicación, la participación en la experiencia, el encuentro del sentido de lo vivido y la comunidad de vida y de futuro que crea. Estas interpretaciones de sentido cambian las identidades de los individuos. Así, quienes han cometido grandes violencias consiguen transformar su historia en ejemplo o modelo para hacer una ocasión de aprendizaje para ellos mismos y para los otros. Esta interpretación puede favorecer nuevas formas de reapropiación del pasado para víctimas y victimarios. Así se asume el pasado del grupo, se aprende a no excluirlo de nuestra herencia porque no queremos que la historia se repita ni en el presente ni en el futuro. Lo que ha ocurrido es un acontecimiento que vivimos y sentimos, que cambia nuestra vida, que nos habla, nos llama y nos aboca a dar una respuesta que es la paz, no como estado logrado sino como construcción comunitaria, siempre en obra, pues no es un hecho ya pasado sino un camino a recorrer. No puede ser que el pasado vuelva atrás pues el futuro es la esperanza. La historia es la construcción del futuro teniendo en cuenta el pasado trabajando en el presente. Siempre habrá conflictos, es casi una ley sociológica, en las comunidades y grupos sociales, pero es posible encontrar los mecanismos de solución humana de los mismos.