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Estas son algunas de las claves con las que habría que entrar al estudio de un tema respecto del cual casi no existen investigaciones, a excepción de una tesis de pregrado, escrita por Alejandro Pereira (2019) y de un conocido trabajo de Rodolfo Urbina, preocupado sobre todo de la legislación y del efecto que tuvo el término de la encomienda en la economía y la moral española (Urbina, 2004).
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El segundo laboratorio en que podrían estudiarse las políticas indígenas y los regímenes de alteridad es, precisamente, el proceso de desmantelamiento de aquella República de Indios impulsado por la República de Chile a partir de 1826 o, de manera velada, el proyecto asimilacionista chileno. El tema es amplio, vinculado a cuestiones centrales del proyecto liberal y, sin embargo, dentro de este laboratorio existe una gran pregunta que podría guiar la pesquisa: ¿cómo es el proceso de “desindianización” de la población de Chiloé?
Existen dos decretos profusamente citados al respecto, del 3 de junio de 1818, que dispuso la prohibición de toda denominación distinta a la de chileno para los ciudadanos nacionales; y del 4 de marzo de 1819, que dispuso la eliminación del tributo de la población india y el reconocimiento de su ciudadanía. Y, sin embargo, nadie dejó de identificarse ni de identificar a otros como “indio” porque así lo dispuso el Supremo Gobierno en aquellos decretos y en las sucesivas constituciones que consagraban esta supuesta igualdad formal. Hay un aspecto pendiente de ser estudiado, una cuestión central en el proyecto chileno de la cual la historiografía nacional escasamente se ha ocupado.
Para el “laboratorio” chilote, me limitaré a presentar dos momentos de la distribución de la población indígena de Chiloé y dos posibles herramientas de asimilación: una “tradicional”, implementada por las autoridades y los potentados locales (la milicia) y la otra, propiamente liberal (la división de la propiedad comunal).
Para 1780, en prácticamente todas las capillas de Chiloé existía población indígena. La “unión residencial” entre españoles e indios, que ha sido señalada por Joaquín Saavedra como factor de la indianización de los españoles de Chiloé (Saavedra, 2015, p. 180), solo era efectiva en 36 de 83 capillas, muy claramente concentradas en Calbuco (al norte de la provincia) y en torno a la ciudad de Castro (en el centro de la provincia) (Catepillan, 2018, pp. 360-363). Todo el resto de la provincia estaba habitada exclusivamente por indios: islas del interior y costas poniente, noreste y sudeste de la Isla Grande de Chiloé.
¿Y a mediados del siglo XIX? Siguiendo las descripciones de viajeros y funcionarios públicos (Catepillan, 2018, pp. 363-366), al parecer las zonas indígenas correspondían a algunas islas del mar interior junto con el sudeste y el poniente de la Isla Grande de Chiloé. En general, se podría proponer que las capillas mixtas de 1780 pasaron a ser zonas no indígenas en el siglo XIX, con las notables excepciones de la isla Quehui y de toda la costa noreste de la Isla Grande.10 Pero hay una cuestión que estaríamos obviando: aquellos viajeros y funcionarios definían lo indígena de manera diversa a cómo había sido definido en el periodo monárquico y, muy probablemente, de manera diversa al modo en que los chilotes decimonónicos concebían las razas.
Aquellos viajeros y funcionarios utilizan, sin embargo, un concepto central para abordar las políticas asimilacionistas chilenas: hablan de “indios civilizados” para denominar a aquellos indios supuestamente “mezclados” (aunque no sean explícitos en definir esta mezcla) que habitaban toda la provincia (y no solamente las zonas donde vivían “indios puros”), cuya ambigüedad los habría vuelto susceptibles de ser moldeados, nacionalizados y que, entre otras cosas, justificaban que no se aplicara en Chiloé la legislación nacional que protegía la propiedad indígena (por ejemplo, la ley de 11/1/1893). Es por este motivo que he usado, en otra parte, la metáfora de los kalewce (gente que se transforma) para denominar a los indígenas que habitaron Chiloé en el siglo XIX, ya utilizada en este sentido por Pandolfi (2016).
Para comprender estos cambios, junto con el concepto de “indios civilizados”, debiéramos considerar que operaron al menos dos herramientas, fundamentales en el proceso de desindianización, que aún no han sido estudiadas en profundidad: la milicia y la división de la propiedad comunal indígena.
En el caso de la milicia, pareciera que su expansión, luego de la incorporación a Chile, viene a mostrar con claridad que la República de Chile se realizó en su frontera austral montándose en las instituciones y conocimientos de la República de españoles. Hasta 1826, la milicia era un espacio reservado a los españoles de la provincia (a excepción de Calbuco, en donde los indios reyunos formaron milicias al menos en las décadas de 1780 y 1790). En Chiloé, decir miliciano durante el siglo XIX equivalía a decir “criollo español nacido y domiciliado en la provincia” (Cavada, 1914, p. 276). Y, sin embargo, a partir de 1826 ser ciudadano chileno y residir en Chiloé significaba, en la práctica, formar parte de alguna de las muchas compañías de milicianos que poblaban aquella provincia. El vicio de esta institución, en términos relativos y absolutos, queda en evidencia con la siguiente tabla:
Tabla 1. Miembros de los cuerpos cívicos en las provincias australes, provincia de Santiago de Chile (1835-1977)
Chiloé Llanquihue Valdivia Santiago Chile 1835 7.340 1.471 9.101 29.403 1848 8.980 1.576 11.810 65.982 1858 9.002 2.199 6.533 38.049 1868 6.518 2849 1.654 5.823 50.518 1977 625 900 675 1.721 18.071Fuente: Memorias del Ministerio de Guerra de los años 1835, 1848, 1858
El funcionamiento de esta abundante milicia estaba normado en lo fundamental por la costumbre chilota. Una costumbre que puede datarse en el siglo XVIII, a pesar de que muchos chilotes del siglo XIX pensaban que era “inmemorial”. Que la costumbre rigiera aquella institución no es de extrañar si consideramos la continuidad que consagró el Tratado de Tantauco (1826) en varios aspectos del gobierno chilote. Por lo mismo, que la milicia fuese por sobre todo una especie de cantera de mano de obra gratuita para obras públicas, tampoco debiera extrañarnos: era el principal rol que desempeñaban los milicianos en los tiempos del rey. Hasta qué punto la milicia obró como una institución de socialización e identificación nacional, así como la pregunta por las pretensiones de los españoles de Chiloé que ocuparon la jefatura de aquellos cuerpos durante los primeros cincuenta años de existencia, es materia que todavía está en discusión, ¡o que al menos debiera estarlo! (Catepillan, 2018, pp. 394 y ss.). Es una buena conjetura, de todos modos, pensar que la movilidad que pudo haber provocado el término del tributo indígena (en 1826) fue en parte compensada por la sujeción de todos los ciudadanos a determinado batallón de milicianos.
A diferencia de la milicia, la división de la propiedad comunal de la tierra sí responde a un proyecto liberal, pensado en el centro de Chile. La propiedad de la tierra, una de las bases materiales de la antigua República de Indios, fue modificada en Chiloé entre los años 1829 y 1837 en virtud del decreto o senado consulto, de 10 de junio de 1823. Este disponía la individualización de la propiedad indígena y el remate de la tierra sobrante. Aunque fue pensado para los pueblos de indios ubicados al norte del río Biobío, la zona central y el Norte Chico, se aplicó sobre todo en la provincia de Chiloé. Si bien esta reforma es fundamental en la comprensión de la historia de Chiloé, el rol específico que tuvo en la desindianización de la provincia todavía está por probarse y ello por dos cuestiones en las que cabría ahondar. En primer lugar, la propiedad familiar en el Chiloé de 1830 era solo parte del sustento económico local. En buena medida la economía provincial giraba en torno a la explotación de los recursos pesqueros y madereros ubicados en tierras de uso público, disponibles para todo aquel que pudiera explotarlas (bosques, corrales de pesca y recolección de mariscos). En segundo lugar, la atomización de la propiedad que derivó de la aplicación del decreto de 1823 no minó la importancia de las capillas, que siguieron fungiendo como centros sociales y ceremoniales de los pueblos de indios y de españoles. Las capillas, con sus tradiciones, con sus celebraciones religiosas, siguieron convocando a la población local, sirviendo como puntales de la política estatal, aunando a los vecinos para empresas comunes y, sobre todo, desempeñando un rol identitario (Catepillan, 2018, pp. 366 y ss.).
No deja de ser curioso, si estoy en lo cierto, que tuviera mayores efectos asimilacionistas un mecanismo tradicional que además reforzaba la clase alta local (la milicia), que un proyecto asaz moderno, de directa inspiración liberal (la “desamortización”). Y no deja de ser curioso este contraste, toda vez que la provincia de Chiloé sería el lugar donde con mayor claridad se habría aplicado la política asimilacionista chilena previo a los explícitos procesos de chilenización llevados adelante en las tierras arrebatadas por las armas a los mapuce, al Perú y a Bolivia.
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El tercer “laboratorio” en que pueden estudiarse las políticas indígenas y los regímenes de alteridad, corresponde temporalmente a las décadas centrales del siglo XIX. Se trata del desarrollo de la organización política conocida como Recta Provincia o República de la Raza, que ha sido tematizada exclusivamente como una organización de brujos. En un artículo publicado recientemente (Catepillan, 2019) propuse que esta organización, en cambio, debería ser comprendida como un experimento político de la población mapuce de Chiloé, orientado a aunar tres dimensiones aparentemente incompatibles: a) las experiencias y conocimientos derivados de la antigua República de Indios, b) la comprensión mapuce de la sociedad y el bienestar corporal y c) la política liberal de la República de Chile, con la cual los dirigentes indígenas de Chiloé parecen haber estado comprometidos, a pesar de que los funcionarios de la República de Chile no lo percibieran de tal modo. Perseguida penalmente en 1880-1881, es probable que la organización propiamente tal dejara de existir en las décadas finales del siglo XIX (no así las prácticas y conocimientos que aquella organización intentaba normar). Como fuere, no deja de ser una conjetura con poco sustento documental (aunque atractiva) la propuesta que hice en aquel artículo a partir de la biografía de Cosme Damián Antil, un habitante de Chiloé que fue cacique antes de la incorporación a Chile y luego de 1826: sacristán, tinterillo y agricultor, electo municipal en Castro, designado juez de primera instancia, ciudadano con derecho a voto, monarquista, brujo-maci y dirigente de la Recta Provincia.
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El último “laboratorio” en el que me interesa detenerme consiste en los procesos contrastados que coinciden temporalmente en la primera mitad del siglo XX: la etnificación mapuce de ciertos indígenas chilotes o “mapuchización” y la etnificación nacional-regional del ciudadano de Chiloé o la fundación de la identidad chilota contemporánea.
Respecto de la “mapuchización”, se trata de la primera vez que cierta población indígena de Chiloé articula un discurso explícitamente étnico de su propia identidad. Y lo hace, para seguir con las novedades, por primera vez sumándose a una identidad mapuce. El tema, como mucho de lo que vengo diciendo en este capítulo, todavía no ha sido estudiado en profundidad. Me parece, de todos modos, que este importante giro puede relacionarse con los efectos del asimilacionismo chileno: los grupos que se “mapuchizaron” en la década de 1930 estaban ubicados exclusivamente en la comuna de Quellón, en el extremo sur de la provincia y donde desde el siglo XIX se decía que era el único lugar donde vivían “indios puros”. Pero también debe relacionarse con la creciente demanda de tierra en la provincia de Chiloé (que comienza antes de la gran inscripción fiscal del año 1900), con la posibilidad de acceder a las leyes de protección indígena elaboradas por el Estado de Chile para la Araucanía histórica, con el desarrollo de un movimiento político mapuce vigoroso e imaginativo, capaz de hacer circular ideas más allá de sus filas y con la movilidad de los chilotes hacia el norte y de determinados dirigentes mapuce del norte hacia Quellón (como Manuel Aburto Panguilef o Fermín Lemuy) (Catepillan, 2018, pp. 375 y ss.). Durante la mayor parte del siglo XX, todo el movimiento indígena en Chiloé estuvo vinculado a este proceso de “mapuchización”. En buena medida, este fue la condición habilitante para la eclosión étnica que se vive en Chiloé a partir de la década de 1990, en concordancia con la emergencia indígena en Chile y América Latina.
Algunos años antes, ciertos intelectuales ancuditanos como los hermanos Francisco y Darío Cavada, Humberto y Antonio Bórquez del Solar, Pedro Barrientos y Roberto Maldonado comenzaron a preocuparse por definir qué era la identidad chilota y cuál era su relación con la identidad chilena. Podríamos hablar de estos intelectuales y sus trabajos como los creadores de una ideología provincial del mestizaje, afín a las chilenidades dominantes del periodo, afín a las disciplinas que descollaban por entonces en el estudio y producción de la identidad nacional (folclor, lingüística, antropología, historia y literatura) y, por sobre todo, negadora de las identidades indígenas que supuestamente habrían sucumbido en Chiloé por un proceso de mestizaje muy acabado (Catepillan, 2018, pp. 408 y ss.).
Quizá es en este laboratorio, más que en los anteriores, donde con mayor claridad se pueda apreciar la producción mutua, interactiva, de la nacionalidad y de la alteridad. Más aún si consideramos el carácter marginal de estos procesos, que por lo mismo resaltan las peculiaridades tanto de los nacionalismos culturales chilenos como de los movimientos políticos mapuce con los que dialogaron.
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A lo largo de este capítulo hemos visto un bosquejo de la explicación teórica de por qué es posible y provechoso estudiar el centro a partir de la periferia. Del mismo modo, hemos visto un bosquejo de los cuatro laboratorios chilotes en los cuales interactúan de manera muy clara la política indígena, los regímenes de alteridad y la formación del Estado-nación en Chile. La posición más recurrida en estos aspectos ha sido, a pesar de la abundante evidencia documental, omitir las identidades indígenas, en conformidad con la “prosa del Estado” (López, 2012). Y eso es lo que parece señalar el hecho de que sean poquísimos los estudios que abordan estas cuestiones, para el siglo XIX, en espacios indudablemente integrados a la República de Chile. Es cierto, sin embargo, que al presente la principal certeza es que existen más preguntas que respuestas en lo que toca a los modos en que la República de Chile ha “nacionalizado” las bases de la sociedad, a los modos en que esta república ha lidiado con las identidades indígenas que no están vinculadas directamente a la Araucanía histórica, a Rapa Nui y a la frontera peruano-boliviana y aun en lo que toca a los rumbos inesperados de este proceso producto de las múltiples tensiones e impugnaciones locales.
Con entusiasmo he dado con dos publicaciones que estudian estos temas en la actual región de Valparaíso. Tanto en el estudio de Venegas (2009) como de Godoy y Contreras (2008) se identifican pueblos de indios del periodo colonial que insistieron en mantener sus autoridades y propiedad comunal en pleno contexto liberal. Uno de ellos, al menos, con éxito hasta el presente. Quizá la propuesta que he desarrollado en este artículo sirva para volver sobre aquellos casos y aun sobre otros análogos, saliendo del localismo con que han sido estudiados. Un localismo, por otra parte, que ha obliterado la posibilidad de investigar en sus anales un problema más amplio. En último término, ¿cómo gestionó el Estado-nación chileno la alteridad “más acá” de la antigua “frontera de guerra”?
Por último, espero haber mostrado a lo largo de estas páginas las posibilidades que ofrece el estudio de los márgenes para el conocimiento de lo que ha sido la historia mapuce. Y, por lo tanto, una de las formas de ponerla a resguardo de las proyecciones esencialistas elaboradas igualmente por partidarios y detractores del movimiento mapuce contemporáneo. Solo una historia que sea capaz de dar cuenta de aquellos márgenes mapuce podrá servir al propósito de imaginar un Wajmapu y una nación mapuce amplias e incluyentes. Respecto de las “culturas populares”, para concluir, no me parece descabellado pensar que este texto pueda servir, asimismo, a la imaginación de una diversidad traspuesta, quizá, por los archivos del Estado, por su prosa y, más aún, por los nacionalismos.
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