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–Por otra parte —añadió Ciro Smith, que aquel día hablaba de estas cosas con sus compañeros—, tenemos algunas precauciones que tomar…
–¿Para qué? La isla no está habitada —dijo el corresponsal.
–Eso creemos —insinuó el ingeniero—, aunque no la hemos explorado todavía toda; pero si no hay en ella seres humanos, temo que abunden los animales peligrosos. Conviene, pues, ponerse al abrigo de una posible agresión, para que no sea preciso que uno de nosotros se quede de centinela toda la noche para mantener una hoguera encendida.
Además, amigos míos, debemos preverlo todo; estamos aquí en una parte del Pacífico frecuentada a menudo por los piratas malayos.
–¡Cómo! —exclamó Harbert—, a esta distancia de toda tierra…
–Sí, hijo mío —contestó el ingeniero—. Estos piratas son tan atrevidos marinos como terribles malhechores, y debemos adoptar, por consiguiente, nuestras medidas.
–Pues bien —dijo Pencroff—, nos fortificaremos contra las fieras de dos o de cuatro patas. Pero, señor Ciro, ¿no sería bueno explorar la isla en todas sus partes antes de emprender nada?
–Eso sería mejor —apoyó Gedeón Spilett—; ¿quién sabe si encontraremos en la costa opuesta una de esas cavernas que inútilmente hemos buscado por aquí?
–Es cierto —repuso el ingeniero—, pero ustedes olvidan, amigos míos, que conviene establecernos en las inmediaciones de un río y que desde la cima del monte Franklin no hemos visto hacia el oeste ni río ni arroyo alguno. Aquí, por el contrario, nos hallamos situados entre el río de la Merced y el lago Grant, ventaja que no debemos despreciar. Además, esta costa orientada al Este no está expuesta como la otra a los vientos alisios que soplan del noroeste en el hemisferio austral.
–Entonces, señor Ciro —propuso el marino—, construiremos una casa a orillas del lago. Ya no nos faltan ladrillos ni instrumentos. Después de haber sido alfareros, fundidores y herreros, sabremos ser albañiles, ¡qué diablo!
–Sí, amigo mío, pero antes de tomar una decisión es preciso buscar. Una vivienda construida por la naturaleza nos ahorraría mucho trabajo y nos ofrecería sin duda un retiro más seguro, porque estaría tan perfectamente defendida contra los enemigos de dentro como contra los de fuera.
–En efecto, Ciro —dijo el corresponsal—; pero ya hemos examinado toda esa muralla granítica de la costa y no hay en ella ni un agujero ni una hendidura.
–¡Ni una! —añadió Pencroff—. ¡Si hubiéramos podido abrir una cueva en ese muro a cierta altura para ponemos fuera de todo alcance! Ya me figuro, en la fachada que mira al mar, cinco o seis habitaciones…
–¡Con ventanas para darles luz! —dijo Harbert, riéndose.
–Y una escalera para subir —añadió Nab.
–Ustedes se ríen —exclamó el marino sin motivo. ¿Qué hay de imposible en lo que propongo? ¿No es verdad, señor Ciro, que hará usted pólvora el día que la necesitemos?
El ingeniero había escuchado al entusiasta Pencroff mientras desarrollaba sus proyectos algo fantásticos. Atacar aquella masa de granito, aun por medio de una mina, era un trabajo hercúleo, y ¡lástima que la naturaleza no se hubiera encargado de la parte más dura de la tarea! Pero Smith respondió al marino proponiendo que se examinase más atentamente la meseta desde la desembocadura del río hasta el ángulo que la cerraba al norte.
Salieron, pues, y con mucho cuidado hicieron la exploración en una extensión de dos millas poco más o menos, pero en ningún sitio la pared recta y unida presentaba cavidad alguna. Los nidos de las palomas silvestres que revoloteaban en su cima no eran en realidad más que agujeros abiertos en la cresta de la misma y en las esquinas irregularmente formadas de granito.
Era una circunstancia desgraciada, y no había que pensar siquiera en atacar aquella masa con el pico o con la pólvora para abrir una vivienda.
La casualidad había hecho que en toda aquella parte del litoral Pencroff descubriese el único asilo provisionalmente habitable, es decir, aquellas Chimeneas que, sin embargo, se trataba de abandonar.
Terminada la exploración, los colonos se hallaban en el ángulo norte de la muralla, donde esta terminaba por una de las pendientes prolongadas, que iban a morir en la playa. Desde aquel sitio hasta su extremo límite al oeste no formaba más que una especie de talud, espesa aglomeración de piedras, de tierra y de arena, unidas por plantas, arbustos y hierbas, e inclinada bajo un ángulo de cuarenta y cinco grados solamente. Acá y allá el granito surgía todavía sobresaliendo con puntas agudas en aquella ribera escarpada. Sobre sus laderas crecían grupos de árboles y una hierba bastante espesa los alfombraba. Pero el esfuerzo vegetal no iba más allá y una gran llanura de arena, que comenzaba al pie del talud, se extendía hasta el litoral.
Ciro Smith pensó, no sin razón, que por aquel lado debía desaguar el sobrante del lago en forma de cascada. En efecto, era necesario que el exceso de agua del arroyo rojo se perdiese en un punto cualquiera, y aquel punto no había sido encontrado todavía por el ingeniero en ninguna parte de las orillas ya exploradas, es decir, desde la desembocadura del arroyo al oeste hasta la meseta de la Gran Vista.
El ingeniero propuso, pues, a sus compañeros la ascensión al talud que tenían delante y la vuelta a las Chimeneas por las alturas, explorando de paso las orillas septentrional y oriental del lago.
La proposición fue aceptada y en pocos minutos Harbert y Nab llegaron a la meseta superior, siguiéndoles Ciro Smith, Gedeón Spilett y Pencroff con paso más reposado.
A doscientos pies a través del follaje resplandecía a los rayos solares la hermosa sabana de agua; el paisaje era delicioso en aquel sitio. Los árboles de tonos amarillentos se agrupaban maravillosamente para recrear la vista. Algunos enormes troncos de árboles, abatidos por la edad, se destacaban por su corteza negruzca sobre la verde alfombra que cubría el suelo. Allí gritaba una infinidad de cacatúas ruidosas, verdaderos prismas movibles, que saltaban de una rama a otra. Parecía que la luz no llegaba sino descompuesta a través de aquel paraje singular.
Los colonos, en vez de seguir derechos hacia la orilla norte del lago, adelantaron por el extremo de la meseta con el objeto de llegar a la desembocadura del arroyo en su orilla izquierda. El rodeo que tenían que dar no era más que de milla y media, un paso fácil, porque los árboles muy esparcidos dejaban entre sí un paso libre. Se conocía a primera vista que en aquel límite se detenía la zona fértil, pues allí la vegetación era menos vigorosa que en toda la parte comprendida entre la corriente del arroyo y el río de la Merced.
Ciro Smith y sus compañeros marchaban con bastante precaución por aquel terreno nuevo para ellos; sus únicas armas consistían en flechas y palos con puntas de hierro agudas y temían las fieras; sin embargo, ninguna se mostró en aquel sitio; probablemente frecuentaban con preferencia los espesos bosques del sur.
Los colonos tuvieron la desagradable sorpresa de ver a Top detenerse ante una serpiente que medía de cartorce a quince pies. Nab la mató de un palo; Ciro Smith examinó el reptil y declaró que no era venenoso, porque pertenecía a la especie de serpientes diamantes, de la cual suelen alimentarse los indígenas en la Nueva Gales del Sur; pero era posible que existiesen otras cuya mordedura fuera mortal, como víboras sordas de cola hendida, que atacan al que las pisa, o esas serpientes aladas provistas de dos anillas, que les permiten lanzarse con una rapidez extrema. Top, pasado el primer momento de sorpresa, se dio a cazar reptiles con un encarnizamiento que hacía temer por su vida, por lo cual su amo tenía que llamarle a cada instante.
En breve llegaron a la desembocadura del arroyo Rojo, al punto donde desaguaba en el lago. En la orilla opuesta reconocieron los exploradores el sitio que habían visitado ya al bajar del monte Franklin. Ciro Smith se cercioró de que el agua que el arroyo suministraba al lago era abundante y, por tanto, necesariamente debía haber un lugar por donde la naturaleza hubiese abierto un desagüe para el lago. Había que descubrir aquel desagüe porque sin duda formaba una cascada, cuya fuerza mecánica sería posible utilizar.
Los colonos, marchando al azar, pero sin apartarse mucho unos de otros, comenzaron a dar vueltas al lago, cuyas orillas eran muy escarpadas. Las aguas parecían contener abundantísima pesca y Pencroff se propuso construir algunos aparejos de pescar para explotarla.
Fue preciso, ante todo, doblar la punta aguda del nordeste. Hubiera podido suponerse que el desagüe se verificaba en aquel sitio, porque el extremo del lago venía casi a rozar con el de la meseta; pero no sucedía así, y los colonos tuvieron que continuar explorando la orilla, que después de una ligera curva bajaba paralelamente al litoral.
Por aquel lado el terreno estaba más despejado, pero algunos grupos de árboles plantados acá y allá añadían nuevos atractivos a lo pintoresco del paisaje. El lago Grant se presentaba entonces a la vista en toda su extensión, sin que el menor soplo de viento rizase la superficie de sus aguas.
Top, penetrando entre la espesura, levantó diversas bandas de aves, a las que Spilett y Harbert saludaron con sus flechas. Uno de aquellos volátiles cayó en medio de las hierbas pantanosas herido por el joven con una flecha disparada con mucha destreza.
Top se precipitó hacia él y llevó a los colonos una hermosa ave nadadora, color pizarra, de pie corto, de hueso frontal muy desarrollado, dedos ensanchados por un festón de plumas que los rodeaban y alas orilladas con una raya blanca. Era una fúlica del tamaño de una perdiz, perteneciente a ese grupo de los macrodáctilos, que forma la transición entre el orden de las zancudas y el de las palmípedas; pobre caza y de un gusto que debía dejar mucho que desear. Pero Top sería sin duda menos delicado que sus amos y se convino que la fúlica sirviera para su cena.
Los colonos seguían entonces la orilla oriental del lago; no debían tardar en llegar a la parte ya reconocida. El ingeniero se mostraba muy sorprendido de no ver ningún indicio de desagüe. El corresponsal y el marino hablaban con él y tampoco disimulaban su asombro.
En aquel momento Top, que había estado muy tranquilo hasta entonces, dio señales de agitación. El inteligente animal iba y venía hacia la orilla, se detenía de repente, miraba las aguas y levantaba una pata como si espiase alguna caza invisible; después ladraba con furor como si la divisara y luego callaba.
Ni Ciro Smith ni sus compañeros pusieron atención al principio en los movimientos de Top, pero los ladridos del animal llegaron a ser tan frecuentes, que intrigaron al ingeniero.
–¿Qué has visto, Top? —preguntó.
El perro dio varios saltos hacia su amo manifestando verdadera inquietud y se lanzó de nuevo hacia la orilla. Después, de repente, se precipitó en el lago.
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