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Aquellas palabras, pronunciadas de un modo claro, fueron comprendidas aquella vez.
–¿Isla o continente? —murmuró.
–¡Ah! —exclamó Pencroff, no pudiendo contener esta exclamación—. ¡Por todos los diablos! ¡Qué nos importa, mientras viva usted, señor Ciro! ¿Isla o continente? ¡Ya lo veremos después!
El ingeniero hizo una ligera señal afirmativa y pareció dormirse.
Respetaron aquel sueño y el corresponsal dispuso que el ingeniero fuera transportado del mejor modo posible. Nab, Harbert y Pencroff salieron de la gruta y se dirigieron hacia una alta duna coronada de algunos árboles raquíticos. En el camino el marino no podía menos de repetir:
–¡Isla o continente! ¡Pensar en eso, cuando no se tiene más que un soplo de vida! ¡Qué hombre!
Cuando llegaron a la cumbre de la duna, Pencroff y sus dos compañeros, sin más útiles que sus brazos, despojaron de sus principales ramas un árbol bastante endeble, especie de pino marítimo, medio destrozado por el viento; después, con aquellas ramas, hicieron una litera, que una vez cubierta de hojas y hierbas podía servir para transportar al ingeniero.
Fue obra de unos cuarenta y cinco minutos, y eran las diez de la mañana cuando Nab y Harbert volvieron al lado de Ciro Smith, de quien Gedeón Spilett no se había separado.
El ingeniero se despertaba entonces de su sueño, o mejor dicho, del sopor en que le habían dejado. Se colorearon sus mejillas, que hasta entonces habían tenido la palidez de la muerte; se incorporó un poco, miró alrededor suyo y pareció preguntar dónde se hallaba.
–¿Puede usted oírme sin cansarse, Ciro? —dijo el corresponsal.
–Sí —contestó el ingeniero.
–Mi parecer es —intervino el marino—que el señor Smith le escuchará mejor si vuelve a tomar un poco de esta gelatina de tetraos, porque es de tetraos, señor Ciro —añadió, presentándole un poco de aquella mixtura, a la cual añadió esta vez algunas partículas de carne.
Ciro Smith las comió, y los restos de los tetraos fueron repartidos entre los tres compañeros, a quienes atormentaba el hambre. Encontraron bastante parco el almuerzo.
–Bueno —dijo el marino—, vituallas tenemos en las Chimeneas, porque conviene que usted sepa, señor Ciro, que tenemos allá abajo, hacia el sur, una casa con cuartos, camas y hogar, y en la despensa algunas docenas de aves que nuestro Harbert llama curucús.
La litera está arreglada y, cuando se sienta más fuerte, lo transportaremos a nuestra morada.
—Gracias, amigo mío —respondió el ingeniero—; aún esperaremos una hora o dos, y luego partiremos… Y entretanto, hable usted, Spilett.
El corresponsal hizo entonces el relato de lo que había pasado. Refirió los sucesos que debía ignorar Ciro Smith, la última caída del globo, el arribo a aquella tierra desconocida, que parecía desierta, cualquiera que fuese, ya isla o continente, el descubrimiento de las Chimeneas, las pesquisas que habían hecho para encontrar al ingeniero, la adhesión de Nab, y todo lo que se debía a la inteligencia del fiel Top, etcétera.
–Pero —preguntó Ciro Smith, con una voz aún débil—, ¿no me han recogido ustedes en la playa?
–No —contestó el corresponsal.
–¿Y no son ustedes los que me han traído a esta gruta?
–No.
–¿A qué distancia está esta gruta de los arrecifes?
–Poco más o menos a media milla —contestó Pencroff—, y si está usted admirado, no estamos nosotros menos sorprendidos de verlo aquí.
–En efecto —contestó el ingeniero, que se reanimaba poco a poco y tomaba interés en aquellos detalles—, en efecto; ¡es muy singular!
–Pero —repuso el marino—¿puede usted decimos lo que le ha pasado desde que le llevó el golpe de mar?
Ciro Smith reunió sus recuerdos. Sabía muy poco. El golpe de mar lo había arrancado de la red del aerostato. Primero se hundió, volvió a la superficie y en aquella semioscuridad sintió un ser viviente agitarse cerca de él. Era Top, que se había precipitado trás él. Levantó los ojos y no vio ya el globo, que, libre de su peso y el del perro, había partido como una flecha. Se encontró en medio de las olas irritadas, a una distancia de la costa que no debía ser menor de media milla. Trató de luchar contra las olas nadando con fuerza, mientras Top le sostenía por la ropa, pero una corriente muy fuerte lo arrastró hacia el norte, y después de media hora de esfuerzos inútiles se hundió, arrastrando a Top con él al abismo. Desde aquel momento hasta el que se encontró en brazos de sus amigos no se acordaba de nada.
–Sin embargo —dijo Pencroff—, usted debió ser arrojado a la playa, y debió tener fuerza para caminar hasta aquí, porque Nab ha encontrado huellas de pasos.
–Sí… sin duda… —contestó el ingeniero reflexionando—. ¿Y ustedes no han visto huellas de seres humanos en esta costa?
–Ni rastro —advirtió el corresponsal—. Por otra parte, si por casualidad alguien le hubiera salvado, ¿por qué le habría abandonado después de librarlo del furor de las olas?
–Tiene usted razón, querido Spilett. Dime, Nab —añadió el ingeniero volviéndose hacia su criado—, ¿no habrás sido tú, en un momento de alucinación… durante el cual…? No, no, es absurdo… ¿Existen todavía algunas señales de pasos? —preguntó.
–Sí, señor —contestó Nab—, mire usted, a la entrada, a la vuelta misma de esta duna, en una parte abrigada por el viento y la lluvia. Las otras han sido borradas por la tempestad.
–Pencroff —repuso Ciro Smith—, ¿quiere usted tomar mis zapatos y ver si corresponden con esas huellas?
El marino hizo lo que le pedía el ingeniero. Harbert y él, guiados por Nab, fueron al sitio donde se hallaban las huellas, mientras que Ciro Smith decía al corresponsal:
–¡Han pasado aquí cosas inexplicables!
–Tiene razón —contestó el periodista.
–Pero no insistamos en este momento, querido Spilett; ya hablaremos más tarde. Un instante después el marino, Nab y Harbert volvían a entrar.
No había duda. Los zapatos del ingeniero correspondían exactamente a las huellas conservadas. Así, pues, Ciro Smith las había dejado sobre la arena. —Entonces —dijo el ingeniero—, he sido yo el que experimentó esta alucinación que atribuía a Nab. Habré marchado como un sonámbulo, sin saber lo que hacía, y ha sido Top el que, guiado por su instinto, me ha conducido aquí después de haberme arrancado de las olas… ¡Ven, Top! ¡Querido perro!
El magnífico animal se adelantó hacia su amo, ladrando y haciéndole caricias que fueron devueltas con efusión.
Se convendrá en que no se podía dar otra explicación a los hechos, cuyo resultado había sido el salvamento de Ciro Smith, el cual era debido enteramente a Top. Hacia mediodía, Pencroff preguntó a Ciro Smith si se hallaba en estado de que le transportaran, y el ingeniero, por toda respuesta, haciendo un esfuerzo que demostraba más voluntad que energía, se levantó. Pero tuvo que apoyarse en el marino, porque de otro modo hubiera caído.
–¡Bueno! ¡Bueno! —dijo Pencroff—. Acerquen la litera del señor ingeniero. Llevaron la litera. Las ramas transversales habían sido recubiertas con musgo y hierbas. Se echó en ella Ciro Smith, y se dirigieron hacia la costa, yendo Pencroff en un extremo de la camilla y Nab en el otro.
Tenían que recorrer ocho millas, pero como no se podía ir de prisa, y había que detenerse a menudo, era preciso contar un lapso de seis horas por lo menos antes de llegar a las Chimeneas.
El viento era cada vez más fuerte, pero no llovía. El ingeniero, tendido y recostado sobre un brazo, observaba la costa, sobre todo en la parte opuesta al mar. No hablaba, pero miraba, y ciertamente los contornos de aquella comarca con las quebraduras de terrenos, sus bosques, sus diversas producciones se grabaron en su ánimo. Sin embargo, al cabo de dos horas de camino el cansancio lo venció y se durmió en la litera.
A las cinco y media la pequeña comitiva llegó a la muralla, y poco después, delante de las Chimeneas. Todos se detuvieron dejando la litera sobre la arena. Ciro Smith dormía profundamente y no se despertó.
Pencroff, con gran sorpresa y disgusto, pudo entonces observar que la terrible tempestad del día anterior había modificado el aspecto de los lugares. Habían tenido lugar sucesos importantes. Grandes pedazos de roca yacían sobre la arena, y un espeso tapiz de hierbas marinas, fucos y algas cubría toda la playa. Era evidente que el mar, pasando sobre el islote, había llegado hasta el pie de la cortina enorme de granito.
Delante del orificio de las Chimeneas, el suelo, lleno de barrancos, había experimentado un violento asalto de olas. Pencroff tuvo como un presentimiento que le atravesó el alma. Se precipitó en el corredor.
Pocos instantes después salía y permanecía inmóvil mirando a sus compañeros.
El fuego estaba apagado. Las cenizas no eran más que barro. El trapo quemado, que debía servir de yesca, había desaparecido. El mar había penetrado hasta el fondo de los corredores y todo lo había transformado y destruido dentro de las Chimeneas.
Fuego y carne
En pocas palabras Gedeón Spilett, Harbert y Nab fueron puestos al corriente de la situación.
Aquel incidente, que podía tener consecuencias funestas —por lo menos según el juicio de Pencroff—, produjo efectos diversos en los compañeros del honrado marino.
Nab, entregado por completo al júbilo de haber encontrado a su amo, no escchó, o mejor dicho no quiso preocuparse de lo que decía Pencroff.
Harbert pareció participar en los temores del marino.
En cuanto al corresponsal, respondió sencillamente a las palabras de Pencroff: —Le aseguro, amigo mío, que eso me tiene sin cuidado.
–Pero, repito, no tenemos fuego.
–¡Bah!
–Ni ningún modo de encenderlo.
–¡Bueno!
–Sin embargo, señor Spilett…
–¿No está Ciro aquí? —contestó el corresponsal—. ¿No está vivo nuestro ingeniero? ¡Ya encontrará medio de procurarnos fuego! —¿Con qué?
–Con nada.
¿Qué podía replicar Pencroff? No respondió, porque al fin y al cabo participaba de la confianza que sus compañeros tenían en Ciro Smith. El ingeniero era para ellos un microcosmo, un compuesto de toda la ciencia e inteligencia humana. Tanto valía encontrarse con Ciro en una isla desierta como sin él en la misma industriosa ciudad de la Unión. Con él no podía faltar nada; con él no había que desesperar. Aunque hubieran dicho a aquellas buenas gentes que una erupción volcánica iba a destruir aquella tierra y hundirlos en los abismos del Pacífico, hubieran respondido imperturbablemente: ¡Ciro está aquí! ¡Ahí está Ciro!
Sin embargo, entretanto el ingeniero estaba aún sumergido en una nueva postración ocasionada por el transporte y no se podía apelar a su ingeniosidad en aquel momento. La cena debía ser necesariamente muy escasa. En efecto, toda la carne de tetraos había sido consumida, y no existía ningún medio de asar nada de caza. Por otra parte, los curucús que servían de reserva habían desaparecido. Era preciso, pues, tomar una determinación.
Ante todo, Ciro Smith fue trasladado al corredor central, donde le arreglaron una cama de algas y fucos casi secos. El profundo sueño que se había apoderado de Ciro podía reparar rápidamente sus fuerzas y mejor que lo hubiera hecho cualquier alimento abundante.
Había llegado la noche y, con ella, la temperatura, modificada por un salto de viento al nordeste, se enfrió bastante. Como el mar había destruido los tabiques construidos por Pencroff en ciertos puntos de los corredores, se establecieron corrientes de aire, que hicieron las Chimeneas inhabitables. El ingeniero se habría encontrado en condiciones bastante malas de no haberse desprendido sus compañeros de sus vestidos para cubrirlo cuidadosamente.
La cena aquella noche se compuso únicamente de litodomos, de los cuales Harbert y Nab hicieron recolección en la playa. Sin embargo, a los moluscos, el joven añadió cierta cantidad de algas comestibles, que recogió en altas rocas, cuyas paredes no mojaba el mar más que en la época de las grandes mareas. Aquellas algas pertenecían a la familia de las fucáceas, eran una especie de sargazos, que, secos, producen una materia gelatinosa bastante rica en elementos nutritivos. El corresponsal y sus compañeros, después de haber absorbido una cantidad considerable de litodomos, chuparon aquellos sargazos y los encontraron muy agradables.
Conviene decir que en las playas asiáticas esta especie de algas entra mucho en la alimentación de los indígenas.
–A pesar de todo —dijo el marino—, ya es hora de que el señor Ciro nos preste su ayuda.
Entretanto, el frío se hizo muy vivo, y, para colmo de desdicha, no tenían ningún medio para combatirlo.
El marino, incómodo, trató por todos los medios posibles de procurarse fuego, y Nab le ayudó en aquella operación. Había encontrado musgos secos y, golpeando dos guijarros, obtuvo algunas chispas; pero el musgo no era bastante inflamable y no tomó, por otra parte, aquellas chispas, que, no siendo más que sílice incandescente, no tenían la consistencia de las que se escapan del acero y el pedernal. La operación, pues, no dio resultado.
Pencroff, aunque no tenía confianza en el procedimiento, trató luego de frotar dos leños secos el uno contra el otro, a la manera de los salvajes. Ciertamente si el movimiento que Nab y él hicieron se hubiera transformado en calor, según las teorías nuevas, habría sido suficiente para hervir una caldera de vapor. El resultado fue nulo. Los pedazos de madera se calentaron, pero mucho menos que los dos hombres.
Después de una hora de trabajo, Pencroff, sudando, arrojó los pedazos de madera con despecho.
–¡Cuando me hagan creer que los salvajes encienden fuego de este modo – dijo—, hará calor en invierno! ¡Antes encenderé mis brazos frotando uno contra el otro!
El marino no tenía razón en negar la eficacia del procedimiento. Es cierto que los salvajes encienden la madera con un frotamiento rápido; pero no toda clase de madera vale para esta operación, y, además, tienen “maña”, según la expresión consagrada, y probablemente Pencroff no la tenía.
El mal humor del marino no duró mucho. Harbert tomó los dos trozos de leña que Pencroff había arrojado con despecho y se esforzaba en frotarlos con rapidez. El robusto marino no pudo contener una carcajada viendo los esfuerzos del adolescente para obtener lo que él no había podido conseguir.
–¡Frota, hijo mío, frota! —dijo.
–¡Ya froto —contestó Harbert, riendo—, pero no tengo otra pretensión que calentarme en lugar de tiritar, y pronto tendré más calor que tú, Pencroff!
Esto fue lo que sucedió. De todos modos, hubo que renunciar aquella noche a procurarse fuego. Gedeón Spilett repitió por vigésima vez que Ciro Smith no se habría visto tan embarazado por tan poca cosa, y entretanto se tendió en uno de los corredores, sobre la cama de arena. Harbert, Nab y Pencroff lo imitaron, mientras que Top dormía a los pies de su amo.
Al día siguiente, 28 de marzo, cuando el ingeniero se despertó hacia las ocho de la mañana, vio a sus compañeros a su lado, que miraban su despertar, y, como la víspera, sus primeras palabras fueron:
–¿Isla o continente?
Como se ve, esta era su idea fija.
–¡Otra vez! —respondió Pencroff—. No sabemos nada, señor Smith.
–¿No saben nada aún?
–Pero lo sabremos —añadió Pencroff—, cuando usted nos haya servido de piloto en este país.
–Creo que me encuentro en situación de probarlo respondió el ingeniero, que sin grandes esfuerzos se levantó y se puso de pie.
–¡Muy bien! —exclamó el marino.
–Lo que me molestaba era el cansancio —respondió Ciro Smith—. Amigos míos, un poco de alimento y me pondré bien del todo. ¿Tienen ustedes fuego? Aquella pregunta no obtuvo una respuesta inmediata; pero, después de algunos instantes, Pencroff dijo:
–¡Ay! ¡No tenemos fuego, o mejor dicho, señor Ciro, no lo volveremos a tener! El marino hizo el relato de lo que había pasado la víspera, divirtiendo al ingeniero con la historia de una sola cerilla, y con su tentativa abortada para procurarse fuego a la manera de los salvajes.
–Lo tendremos —contestó el ingeniero—; y si no encontramos una sustancia análoga a la yesca…
–¿Qué? —preguntó el marino. —Que haremos fósforos. —¿Químicos?
–¡Químicos!
–No es difícil eso —exclamó el reportero, dando un golpecito en el hombre del marino. Este no encontraba la cosa tan sencilla, pero no protestó. Todos salieron. El tiempo se había despejado; el sol se levantaba en el horizonte del mar y hacía brillar como pajitas de oro las rugosidades prismáticas de la enorme muralla.
El ingeniero, después de haber dirigido en torno suyo una rápida mirada, se sentó en una roca. Harbert le ofreció unos puñados de moluscos y de sargazos, diciendo:
–Es todo lo que tenemos, señor Ciro.
–Gracias, hijo mío —respondió Ciro Smith—, esto será suficiente para esta mañana, por lo menos.
Y comió con apetito aquel débil alimento, que acompañó de un poco de agua fresca, cogida del río con una concha grande.
Sus compañeros lo miraban sin hablar. Después de haber satisfecho bien o mal su hambre y su sed, Ciro Smith dijo, cruzando los brazos:
–Amigos míos, ¿de modo que no saben si hemos sido arrojados a un continente o a una isla?
–No, señor Ciro —contestó el joven.
–Lo sabremos mañana —añadió el ingeniero—. Hasta entonces no tenemos nada que hacer.
–¡Sí! —replicó Pencroff.
–¿Qué?
–Fuego —dijo el marino, que también tenía su idea fija.
–Ya lo haremos, Pencroff —dijo Ciro Smith—. Mientras que ustedes me transportaban ayer, me pareció ver hacia el oeste una montaña que domina este país. —Sí —contestó Gedeón Spilett—, una montaña que debe ser bastante elevada… —Bien —repuso el ingeniero—. Mañana subiremos a la cima y veremos si esta tierra es una isla o continente. Hasta mañana, repito, no hay nada que hacer.
–¡Sí, fuego! —dijo aún el obstinado marino.
–¡Ya se hará fuego! —replicó Gedeón Spilett—. ¡Un poco de paciencia, Pencroff! El marino miró a Gedeón Spilett con un aire que parecía decir: “¡Si es usted quien lo ha de hacer, ya tenemos para rato comer asado!”. Pero se calló.
Ciro Smith no había contestado. Parecía preocuparse muy poco por la cuestión del fuego. Durante algunos instantes permaneció absorto en sus reflexiones.
Después volvió a tomar la palabra.
–Amigos míos —dijo—, nuestra situación quizá es muy deplorable, pero en todo caso también es muy sencilla. O estamos en un continente, y entonces, a costa de fatigas más o menos grandes, llegaremos a algún punto habitable, o bien estamos en una isla, y en este último caso: si la isla está habitada, tendremos que relacionarnos con sus habitantes; si está desierta, tendremos que vivir por nosotros mismos.
–¡Sí que es sencillita la cosa! —añadió Pencroff.
–Pero sea isla o continente —preguntó Gedeón Spilett—, ¿dónde le parece a usted que hemos sido arrojados?
–A ciencia cierta, no puedo saberlo —contestó el ingeniero—, pero presumo que nos encontramos en tierra del Pacífico. En efecto, cuando partimos de Richmond, el viento soplaba del nordeste, y su violencia prueba que su dirección no ha debido variar. Si esta dirección se ha mantenido de nordeste a sudoeste, hemos atravesado los Estados de Carolina del Norte, de la Carolina del Sur, de Georgia, el golfo de México, México, en su parte estrecha, y después una parte del océano Pacífico. No calculo menos de seis mil o siete mil millas la distancia recorrida por el globo, y por poco que el viento haya variado ha debido llevamos o al archipiélago de Mendana, o a las islas de Tuamotú, o, si tenía más velocidad de la que me parece, hasta la tierra de Nueva Zelanda. Si esta última hipótesis se ha realizado, nuestra repatriación será fácil, pues encontraremos con quienes hablar, ya sean ingleses o maorís. Si, al contrario, esta costa pertenece a alguna isla desierta de un archipiélago micronesio, quizá podremos reconocerlo desde lo alto del cono que domina este país, y entonces tendremos que establecernos aquí como si no debiéramos salir nunca.
–¡Nunca! —exclamó el corresponsal—. ¿Dice usted nunca, querido Ciro?
–Más vale ponerse desde luego en lo peor —contestó el ingeniero—; así se reserva uno la sorpresa de lo mejor.
–¡Bien dicho! —replicó Pencroff—. Debemos, sin embargo, esperar que esta isla, si lo es, no se encontrará precisamente situada fuera de la ruta de los barcos. ¡Sería verdaderamente el colmo de la desgracia!
–No sabremos a qué atenernos sino después de haber subido a la cima de la montaña —añadió el ingeniero.
—Pero mañana, señor Ciro —preguntó Harbert—, ¿podrá soportar usted las fatigas de esta ascensión?
–Así lo espero —contestó el ingeniero—, pero a condición de que Pencroff y tú, hijo mío, se muestren cazadores inteligentes y diestros.
–Señor Ciro —dijo el marino—, ya que habla usted de caza, si a mi vuelta estuviera tan seguro de poderla asar como estoy tan seguro de traerla…
–Tráigala usted de todos modos, Pencroff —dijo Ciro Smith.
Se convino, pues, que el ingeniero y el corresponsal pasarían el día en las Chimeneas, a fin de examinar el litoral y la meseta superior. Durante este tiempo, Nab, Harbert y el marino volverían al bosque, renovarían la provisión de leña y harían acopio de todo animal de pluma o de pelo que pasara a su alcance.
Partieron, pues, hacia las diez de la mañana: Harbert, confiado; Nab, alegre; Pencroff, murmurando para sí:
–Si a mi vuelta encuentro fuego en casa, es porque el rayo en persona habrá venido a encenderlo.
Los tres subieron por la orilla y, al llegar al recodo que formaba el río, el marino, deteniéndose, dijo a sus compañeros:
–¿Comenzaremos siendo cazadores o leñadores?
–Cazadores —contestó Harbert—; ya está Top en su sitio.
—Cacemos, pues —respondió el marino—; después volveremos aquí para hacer nuestra provisión de leña.
Dicho esto, Harbert, Nab y Pencroff, después de haber arrancado tres ramas del tronco de un joven abeto, siguieron a Top, que saltaba entre las altas hierbas. Aquella vez los cazadores, en lugar de seguir el curso del río, se internaron directamente en el corazón mismo del bosque. Hallaron los mismos árboles que el primer día, pertenecientes la mayor parte de ellos a la familia de los pinos. En ciertos sitios donde el bosque era menos espeso, había matas aisladas de pinos que presentaban medidas más considerables, y parecían indicar, por su altura, que aquella comarca era más elevada en latitud de lo que suponía el ingeniero. Algunos claros, erizados de troncos roídos por el tiempo, estaban cubiertos de madera seca, y formaban así inagotables reservas de combustible. Después, pasados los claros, el bosque se estrechó y se hizo casi impenetrable.
Guiarse en medio de aquellas masas de árboles, sin ningún camino trazado, era bastante difícil. Por esto el marino, de cuando en cuando, establecía jalones, rompiendo algunas ramas que debían señalarles el camino a su vuelta. Pero quizá no había hecho bien en no seguir el curso del río, como Harbert y él habían hecho en su primera excursión, porque después de una hora de marcha no se había dejado ver ni una sola pieza de caza. Top, corriendo bajo las altas hierbas, no levantaba más que avecillas a las cuales no se podían aproximar. Los mismos curucús eran absolutamente invisibles, y probablemente el marino se vería forzado a volver a la parte pantanosa del bosque, en la cual había operado tan felizmente en su pesca de tetraos.
–¡Eh, Pencroff! —dijo Nab en tono algo sarcástico—, ¡si esta es la caza que ha prometido llevar a mi amo, no necesitará fuego para asarla!
–Paciencia, Nab —contestó el marino—, ¡no faltará caza a la vuelta! —¿No tiene confianza en el señor Smith?
–Sí.
–Pero no cree usted que hará fuego.
–Lo creeré cuando la madera arda en la lumbre.
–Arderá, puesto que mi amo lo ha dicho.
–¡Veremos!
Entretanto, el sol no había aún llegado al más alto punto de su curso en el horizonte. La exploración continuó y fue útilmente señalada por el descubrimiento que Harbert hizo de un árbol cuyas frutas eran comestibles. Era el pino piñonero, que producía un piñón excelente, muy estimado en las regiones templadas de América y Europa.