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Ciro Smith creía, pues, alcanzar sin incidente el curso del arroyo que, según él, debía correr entre los árboles por la línea de la llanura, cuando vio ir hacia él precipitadamente a Harbert, mientras que Nab y el marino se escondían detrás de las rocas.
–¿Qué ocurre, amigo mío? —preguntó Gedeón Spilett.
–Una humareda —contestó Harbert—. Hemos visto una humareda elevarse entre las rocas, a cien pasos de nosotros.
–¿Hombres en estos parajes? —exclamó el periodista.
–Evitemos que nos vean antes de saber quiénes son —contestó Ciro Smith—. Si hay indígenas en esta isla, más bien los temo que los deseo. ¿Dónde está Top?
–Top va delante.
–¿Y no ladra?
–No.
–Es raro. Sin embargo, trataremos de llamarlo.
En algunos instantes el ingeniero, Gedeón Spilett y Harbert se habían reunido con sus dos compañeros, y, como ellos, se ocultaron detrás de los trozos de basalto. Top, llamado por un ligero silbido de su dueño, volvió, y este, haciendo signo a sus compañeros de que esperasen, se deslizó entre las rocas.
Los colonos, inmóviles, esperaban con cierta ansiedad el resultado de aquella exploración, cuando les llamó Ciro Smith. Llegaron y les chocó desde luego el olor desagradable que impregnaba la atmósfera.
Aquel olor, cuya causa podía conocerse fácilmente, había bastado al ingeniero para adivinar de dónde provenía aquella humareda, que al principio le había alarmado.
–Este fuego —dijo—, o mejor dicho esta humareda, proviene de la naturaleza. No hay más que una fuente sulfurosa, que nos permitirá curar eficazmente nuestras laringitis.
–¡Vaya! —exclamó Pencroff—. ¡Qué desgracia que yo no esté resfriado!
Los colonos se dirigieron hacia el sitio de donde salía el humo, y allí vieron una fuente sulfurosa sódica, que corría con bastante abundancia entre las rocas y cuyas aguas despedían un fuerte olor a ácido sulfhídrico, después de haber absorbido el oxígeno del aire.
Smith metió la mano en el agua y la encontró untuosa al tacto; la probó y encomió su, sabor algo azucarado; y en cuanto a su temperatura, la calculó en 95o Fahrenheit (35o centígrados sobre cero). Le preguntó Harbert en qué basaba aquel cálculo y el ingeniero respondió:
–Sencillamente, en que metiendo la mano en esa agua no he experimentado sensación de frío ni de calor; luego está a la misma temperatura que el cuerpo humano, que es aproximadamente de 95° Fahrenheit.
No ofreciendo la fuente sulfurosa ninguna utilidad inmediata, los colonos se dirigieron hacia la espesura del bosque, que estaba a unos centenares de pasos.
Allí, según habían presumido, el arroyo paseaba sus aguas vivas y límpidas entre altas orillas de tierra rojiza, color que denunciaba la presencia del óxido de hierro. Este color hizo que se diera inmediatamente a la corriente de agua el nombre de arroyo Rojo.
No era más que un arroyuelo profundo y claro, formado por las aguas de la montaña, mitad río y mitad corriente, que aquí corría pacíficamente por la arena y murmurando sobre las puntas de las rocas, o precipitándose en cascada proseguía su curso hasta el lago en una longitud de milla y media, y en una anchura que variaba de 30 a 40 pies.
Sus aguas eran dulces, lo que hacía suponer que las del lago lo fueran también, circunstancia feliz para el caso de que en sus inmediaciones se encontrase un sitio más a propósito para habitar que las Chimeneas.
En cuanto a los árboles que, algunos centenares de pasos más allá, sombreaban las orillas del arroyo, pertenecían la mayor parte a las especies que abundan en las zonas templadas de Australia o de Tasmania, y no a las de las coníferas que erizaban la parte de la isla ya explorada a algunas millas de la meseta de la Gran Vista.
En aquella época del año, es decir a primeros de abril, que en aquel hemisferio corresponde al mes de octubre, en los comienzos del otoño, todavía conservaban las hojas. Eran especialmente casuarinas y eucaliptos; algunos proporcionarían en la primavera próxima un maná azucarado, análogo al maná de Oriente. En los claros, revestidos de ese césped llamado tusac en Nueva Holanda, se veían grupos de cedros australianos; pero no parecía existir en la isla, cuya latitud sin duda era demasiado baja, el cocotero, que tanto abunda en los archipiélagos del Pacífico.
–¡Qué lástima! —exclamó Harbert—. ¡Un árbol tan útil y que da tan hermosas nueces!
En cuanto a las aves, pululaban entre las ramas delgadas de los eucaliptos y las casuarinas, que no molestaban el despliegue de sus alas, las cacatúas negras, blancas o grises, loros y papagayos de plumaje matizado y de todos los colores, reyezuelos de verde brillante y coronados de rojo, y lorís azules, que parecían no dejarse ver sino a través de un prisma y revoloteaban dando gritos ensordecedores.
De pronto resonó en medio de la espesura un extraño concierto de voces discordantes. Los colonos oyeron sucesivamente el canto de los pájaros, el grito de los cuadrúpedos y una especie de aullido que parecía escapado de los labios de un indígena.
Nab y Harbert se lanzaron hacia aquel sitio, olvidando los principios más fundamentales de la prudencia; mas, afortunadamente, no había allí fieras temibles ni indígenas peligrosos, sino sencillamente media docena de aves mofadoras y cantoras que fueron clasificadas como “faisanes de montaña”. Algunos garrotazos diestramente dirigidos terminaron con la escena de imitación, lo cual proporcionó una excelente caza para la cena.
Harbert vio también magníficas palomas de alas bronceadas, unas coronadas de un moño soberbio, las otras con matices verdes, como sus congéneres de Port-Macquaire; pero fue imposible cazarlas, como tampoco a varios cuervos y urracas que huían a bandadas produciendo una hecatombe entre aquellos volátiles, pues los cazadores no disponían de más armas arrojadizas que piedras, ni más armas portátiles que el garrote, máquinas tan primitivas como ineficaces.
Esta ineficacia se demostró plenamente cuando una tropa de cuadrúpedos, corriendo de acá para allá, y a veces dando saltos de treinta pies, como verdaderos mamíferos voladores, salieron huyendo de entre los árboles, con tal rapidez y destreza, que parecían pasar de un árbol a otro como ardillas.
–¡Son canguros! —exclamó Harbert.
–¿Y eso se come? —preguntó Pencroff.
–En estofado es tan bueno como la carne de venado —contestó el corresponsal. No había acabado Spilett de pronunciar estas frases, cuando el marino, seguido de Nab y de Harbert, se había lanzado en persecución de los canguros.
En vano los llamó el ingeniero, pero en vano también perseguían los cazadores aquellas piezas que parecían elásticas y saltaban y rebotaban como pelotas.
Al cabo de cinco minutos de carrera estaban sudando y la banda había desaparecido entre los árboles. Top no había tenido más éxito que sus amos.
–Señor Ciro —dijo Pencroff, cuando el ingeniero y el periodista se le unieron-, señor Ciro, ya ve usted que es indispensable fabricar fusiles. ¿Cree usted que será posible?
–Quizá —contestó el ingeniero—, pero empezaremos por fabricar arcos y flechas, y no dudo de que llegará usted a ser tan diestro en manejarlos como los cazadores australianos.
–¡Flechas, arcos! —dijo Pencroff con una mueca desdeñosa—. ¡Eso es bueno para los niños!
–No sea usted orgulloso, amigo Pencroff —contestó el corresponsal—. Los arcos y las flechas han valido durante siglos para ensangrentar el mundo. La pólvora es invención de ayer y la guerra es tan vieja como la raza humana, desgraciadamente.
–Señor Spilett, tiene usted razón —respondió el marino—. Hablo sin ton ni son. Dispénseme.
Entretanto Harbert, entregado a su ciencia favorita, la historia natural, volvió a hacer recaer la conversación sobre los canguros.
–Por otra parte, esta especie no es la más difícil de cazar. Eran gigantes de piel gris; pero, si no me equivoco, existen canguros negros y encamados, canguros de rocas, canguros ratas, más difícil de cazarlos. Se cuentan una docena de especies…
–Harbert —replicó sentenciosamente el marino—, ¡no hay para mí más que una sola especie de canguros, el “canguro de asador”, y este nos faltará esta tarde!
Los demás se rieron al oír la nueva clasificación de Pencroff. El bravo marino no ocultó su disgusto por verse reducido a comer faisanes cantores, pero la fortuna debía mostrarse una vez más complaciente con él.
En efecto, Top, comprendiendo que su interés estaba en juego, iba olfateando y buscando por todas partes con instinto duplicado y apetito feroz. Era probable que, si alguna pieza de caza caía en sus dientes, no quedaría ni pizca para los cazadores, pues en aquel momento Top cazaba por su propia cuenta; pero Nab lo vigilaba y hacía bien.
Hacia las tres de la tarde el perro desapareció entre la maleza y sordos gruñidos indicaron pronto que había dado con algún animal.
Nab fue tras él y vio a Top devorando con avidez un cuadrúpedo, cuya naturaleza diez segundos después hubiera sido imposible reconocer en el estómago de Top. Pero, afortunadamente, el perro había dado con una camada; había tres individuos y otros dos roedores, pues aquellos animales pertenecían a este orden, que yacían estrangulados en el suelo.
Nab reapareció triunfalmente, mostrando en cada mano uno de los roedores, cuyo tamaño era superior al de una liebre. Su piel, amarilla, estaba mezclada con manchas verdosas y su rabo existía en estado rudimentario.
Los colonos, que eran ciudadanos de la Unión, no podían vacilar en dar a los roedores el nombre que les convenía. Eran maras, especie de agutíes un poco más grandes que sus congéneres de las comarcas tropicales, verdaderos conejos de Ame rica, con orejas largas, mandíbulas armadas en cada lado de cinco molares, lo cual los distingue precisamente de los agutíes.
–¡Hurra! —exclamó Pencroff—. El asado es seguro y ahora podemos volver a casa.
Continuaron la marcha interrumpida. El arroyo Rojo continuaba su curso de aguas límpidas bajo la bóveda de casuarinas, de las banksieas y los árboles de goma gigantescos. Liliáceas magníficas se elevaban unos veinte pies; otras especies arborescentes, desconocidas por el joven naturalista, se inclinaban sobre el arroyo, que se oía murmurar bajo aquella cúpula de verdor.
Sin embargo, el curso de agua se ensanchaba sensiblemente y Ciro Smith llegó a creer que llegaría pronto a su desembocadura. En efecto, al salir de un bosquecillo de hermosos árboles, apareció de nuevo.
Los exploradores habían llegado a la orilla occidental del lago Grant. El paraje valía la pena. Aquella extensión de agua, de una cincunferencia de unas siete millas y de una superficie de doscientos cincuenta acres, reposaba entre festones de árboles diversos.
Hacia el este, a través de una cortina de verdura pintorescamente levantada en ciertas partes, aparecía un resplandeciente horizonte de mar. Al norte, el lago trazaba una curva ligeramente cóncava, que contrastaba con la forma aguda de su punta inferior.
Numerosas aves acuáticas frecuentaban las orillas del pequeño Ontario, cuyas mil isletas de su homónimo americano estaban representadas por una roca que surgía de su superficie a unos centenares de pies de la orilla meridional. Allí vivían en comunidad muchas parejas de martines pescadores, posadas sobre alguna piedra, graves, inmóviles, espiando los peces, lanzándose, sumergiéndose con un pequeño grito agudo y reapareciendo con la presa en el pico. En otros parajes, en las orillas y en el islote, se pavoneaban patos silvestres, pelícanos, gallinas de agua, picos-rojos, filedones provistos de una lengua en forma de pincel, y uno o dos ejemplares de esas aves espléndidas llamadas menuras, cuya cola se desarrolla como los montantes graciosos de una lira.
En cuanto a las aguas del lago, eran dulces, limpias, un poco oscuras y, por ciertas ebulliciones y los círculos concéntricos que se entrecruzan en su superficie, no se podía dudar de que abundaba la pesca.
–¡Es verdaderamente hermoso este lago! —dijo Gedeón Spileet—. ¡Y cualquiera viviría en sus orillas!
–¡Se vivirá! —contestó Ciro Smith.
Los colonos, queriendo entonces volver por el camino más corto a las Chimeneas, descendieron hasta el ángulo formado al sur por la unión de las orillas del lago. Allí abrieron, no sin gran trabajo, un camino a través de las malezas y aquella espesura que la mano del hombre no había aún apartado, y se dirigieron hacia el litoral buscando el norte de la meseta de la Gran Vista. Atravesaron dos millas en aquella dirección; después, pasada la última cortina de árboles, apareció la meseta, tapizada de un espeso césped, y más allá el mar infinito.
Para volver a las Chimeneas, fue suficiente atravesar oblicuamente la meseta en un espacio de una milla y descender hasta el codo formado por la primera vuelta del río Merced. Pero el ingeniero deseaba averiguar cómo y por dónde se escapaba el sobrante de las aguas del lago y continuó la exploración bajo los árboles durante una milla y media hacia el norte. Era probable, en efecto, que existiera un desagüe en alguna parte y sin duda a través de alguna abertura en el granito. El lago no era más que un inmenso receptáculo que se había llenado poco a poco por las aguas del arroyo y probablemente el sobrante corría hacia el mar por alguna salida. Si así era, el ingeniero pensaba que sería posible utilizar aquella salida y aprovecharse de su fuerza, actualmente perdida.
Prosiguieron, pues, por las orillas del lago Grant, remontando la llanura; pero, después de haber andado una milla en aquella dirección, Ciro Smith no había podido descubrir el desagüe, que, no obstante, debía existir.
Eran las cuatro y media. Los preparativos de la comida exigían que los colonos regresaran a sus moradas. La pequeña tropa volvió sobre sus pasos por la orilla izquierda del río de la Merced. Ciro Smith y sus compañeros llegaron a las Chimeneas.
Encendieron el fuego y Nab y Pencroff, a los cuales fueron naturalmente designadas las funciones de cocineros, el uno en su calidad de negro, el otro en su calidad de marino, prepararon en breve un asado de agutí, que comieron con bastante apetito.
Terminada la comida, en el momento en que cada cual se preparaba para dormir, Ciro Smith sacó de su bolsillo pequeños pedazos de diferentes especies de minerales y se limitó a decir:
–Amigos, este es mineral de hierro, este es de pirita, este de arcilla, esto es cal, esto es carbón. He aquí lo que nos da la naturaleza, y esta es la parte que ha tomado en el trabajo común. ¡Mañana haremos el nuestro!
Primeros utensilios y alfarería
—Y bien, señor Ciro, ¿por dónde vamos a empezar? —preguntó a la mañana siguiente Pencroff al ingeniero.
—Por el principio —contestó Smith.
Y, en efecto, por el principio tenían que empezar los colonos. No poseían ni los útiles necesarios para hacer herramienta alguna, y no se encontraban en las condiciones de la naturaleza, que teniendo tiempo econoniza fuerzas. Les faltaba tiempo, puesto que debían subvenir inmediatamente a las necesidades de la vida y, si aprovechando la experiencia adquirida no debían inventar nada, tenían por lo menos que fabricarlo todo. Su hierro y su acero se hallaban todavía en estado mineral, su vajilla en estado de barro, sus lienzos y sus vestidos en estado de materias textiles.
Por lo demás, preciso es decir que los colonos eran hombres en la fuerte acepción de la palabra. El ingeniero Smith no hubiera podido ser secundado por compañeros más inteligentes ni más adictos y celosos. Los había sondeado y conocía sus aptitudes.
Gedeón Spilett, periodista de talento, que lo había estudiado todo para poder hablar de todo, debía contribuir con su inteligencia y con sus manos a la colonización de la isla.
No retrocedería ante ninguna dificultad, y, cazador apasionado, haría un oficio de lo que hasta entonces había sido para él un deporte.
Harbert, buen muchacho, notablemente instruido en las ciencias naturales, sería utilísimo para la causa común.
Nab era la adhesión personificada. Diestro, inteligente, infatigable, robusto, dotado de una salud de hierro, entendía algo de trabajos de fragua y prestaría muy útiles servicios a la colonia.
En cuanto a Pencroff, había sido marinero en todos los mares, carpintero en los talleres de construcción de Brooklyn, ayudante de sastre en los buques del Estado, jardinero y cultivador en sus temporadas de licencia, y, como buen marino, dispuesto a todo y útil para todo.
Habría sido verdaderamente difícil reunir cinco hombres iguales para luchar contra la suerte y más seguros de triunfar.
Por el principio, había dicho Ciro Smith, y el principio de que hablaba era la construcción de un aparato que pudiese servir para transformar las sustancias naturales. Es conocido el papel del calor en esas transformaciones; por consiguiente, el combustible, vegetal o mineral, era inmediatamente utilizable. Tratábase, pues, de construir un horno para utilizarlo.
–¿Para qué servirá ese homo? —preguntó Pencroff.
–Para hacer las vasijas que necesitamos —contestó Smith.
–¿Y con qué vamos a hacerlo?
–Con ladrillos.
–¿Y los ladrillos?
–Con arcilla. Manos a la obra, amigos míos. Para evitar los transportes estableceremos el taller en el sitio mismo de la producción. Nab llevará provisiones y no nos faltará fuego para asar los alimentos.
–Cierto —repuso el corresponsal—, pero ¿y si fuesen los alimentos los que nos faltasen por carecer de instrumentos de caza?
–¡Ah!, ¡si tuviera un cuchillo! —exclamó el marinero.
–¿Qué harías con él? —le preguntó el ingeniero.
–Pues haría un arco y flechas y tendríamos abastecida la despensa.
–Sí, un cuchillo…, una hoja cortante… —murmuró el ingeniero como hablando consigo mismo.
Al mismo tiempo miró a Top, que iba y venía por la playa.
–¡Top, aquí! —gritó, animándose su mirada.
El perro acudió corriendo en cuanto oyó la voz de su amo. Ciro le tomó la cabeza y le quitó el collar que llevaba y que rompió en dos partes.
–¡Aquí tenemos dos cuchillos, Pencroff! —dijo luego. El marinero contestó con dos sonoros hurras.
El collar de Top estaba hecho de una ligera lámina de acero templado; bastaba afilarle primero con una piedra de asperón para aguzar el lado cortante y quitarle luego el filván con un asperón más fino. Este género de roca arenisca abundaba en la playa, y dos horas después las herramientas de la colonia se componían de dos láminas cortantes, a las cuales fue fácil poner un mango de madera muy fuerte.
La conquista de esta primera herramienta fue saludada como un triunfo; conquista preciosa, en efecto, y hecha muy oportunamente.
Se pusieron en marcha. El propósito de Smith era llegar a la orilla occidental del lago, donde la víspera había advertido la existencia de la tierra arcillosa, de la que tomó una muestra.
Siguieron por la orilla del Merced, atravesaron la meseta de la Gran Vista y, después de haber recorrido cinco millas, llegaron a un claro situado a doscientos pasos del lago Grant.
Por el camino Harbert había descubierto un árbol cuyas ramas emplean los indios de la América Meridional para hacer sus arcos. Era el crejimba, de la familia de las palmeras o que no dan frutos comestibles. Cortaron varias ramas largas y rectas, despojáronlas de sus hojas y con el cuchillo las dejaron finas por los extremos y gruesas por el centro. Así, sólo les faltaba encontrar una planta a propósito para formar la cuerda del arco, y la hallaron en una especie perteneciente a la familia de las malváceas, un hibiscus heterophyllus, que da fibras de una tenacidad tan notable, que pueden compararse con los tendones de los animales. Pencroff construyó de este modo arcos de gran alcance, a los cuales sólo faltaban las flechas, pero estas eran fáciles de hacer con ramas rectas y rígidas sin nudosidades; lo que no podía encontrarse tan fácilmente era la punta que debía armarlas, es decir, una sustancia que pudiera reemplazar al hierro. El marino pensó, sin embargo, que, habiendo hecho él cuanto estaba de su parte, la casualidad le proporcionaría lo que faltaba.
Los colonos llegaron al terreno que el día antes habían recorrido. Se componía de la arcilla figulina que sirve para fabricar ladrillos y tejas; arcilla, por consiguiente, muy adecuada para la operación que se quería llevar a cabo.
La mano de obra no presentaba ninguna dificultad: bastaba purificar la figulina con arena, moldear los ladrillos y cocerlos al calor de un fuego alimentado con leña.
Ordinariamente los ladrillos se hacen con moldes, pero el ingeniero se contentó con fabricarlos a mano. Emplearon todo el día y el siguiente en este trabajo. La arcilla empapada en agua y amasada después con los pies y las manos de los manipuladores fue dividida en prismas de igual tamaño. Un obrero práctico puede hacer, sin máquina, hasta diez mil ladrillos en doce horas, pero en los dos días de trabajo los cinco alfareros de la isla Lincoln no hicieron más que tres mil, que fueron alineados hasta que estuviesen secos y en condiciones de ser cocidos, lo cual no tendría lugar hasta tres o cuatro días después.
El día 2 de abril se ocupó Ciro Smith en fijar la orientación de la isla. La víspera había anotado con exactitud la hora en que el sol había desaparecido del horizonte, teniendo en cuenta la refracción, y aquella mañana anotó con no menos cuidado la salida; entre la puesta y la salida habían transcurrido doce horas y veinticuatro minutos; luego seis horas y doce minutos después de su salida, el sol debía pasar aquel día por el meridiano, y el punto de cielo que ocupase en aquel momento sería el norte.
A dicha hora anotó Ciro aquel punto y, señalando dos árboles que habían de servirle de jalones, obtuvo un meridiano invariable para sus operaciones ulteriores. Durante los dos días que precedieron la cocción de los ladrillos, se ocupó la colonia en hacer provisión de leña, cortando ramas alrededor del claro del bosque y recogiendo toda la madera que había caído de los árboles.
Al hacer esto, descubrieron caza en los alrededores y se aprovecharon del descubrimiento, puesto que Pencroff poseía ya algunas docenas de flechas, armadas con puntas muy fuertes, que les proporcionó Top llevando un puerco espín, bastante malo como caza, pero de incalculable valor por las púas de que estaba erizado. Pencroff ajustó sólidamente aquellas púas al extremo de las flechas, asegurando la dirección por medio de plumas de cacatúas.
El corresponsal y Harbert pronto fueron diestros tiradores de arco, y por lo tanto la caza de pelo y de pluma abundó en las Chimeneas, no faltando cabiayes, palomas, agutíes y gallináceas.
La mayor parte de aquellos animales fueron matados en la parte del bosque situada en la orilla izquierda del río de la Merced, y a la cual se había dado el nombre de bosque del Jacamar, en recuerdo del ave que Pencroff había perseguido en su primera exploración.
La caza se la comieron fresca, pero conservaron los perniles de los cabiayes ahumándolos con leña verde, después de haberlos aromatizado con hojas odoríferas.
Sin embargo, el alimento de los colonos era siempre asado y deseaban oír cantar en el hogar una olla sencilla, mas antes era preciso tenerla, y por consiguiente que se hiciese el horno donde había de cocerse.
Durante estas excursiones, que no se hicieron más que en un radio muy reducido alrededor del tejar, los cazadores vieron huellas de pasos recientes de animales de gran tamaño, armados de garras poderosas, cuya especie no pudieron reconocer. El ingeniero les recomendó, por tanto, la mayor prudencia, porque era probable que el bosque contuviese fieras peligrosas.
Esta recomendación fue muy prudente, pues Gedeón Spilett y Harbert vieron un día un animal que parecía un jaguar. Por fortuna la fiera no les atacó, porque de otro modo tal vez no hubieran escapado sin heridas graves. Pero cuando tuvieran un arma formal, es decir, uno de esos fusiles que Pencroff reclamaba, Spilett prometía hacer una guerra encarnizada a las fieras y purgar de ellas la isla.
Durante aquellos días no se hizo nada para dotar a las Chimeneas de algunas comodidades, porque el ingeniero pensaba descubrir o fabricar, si era necesario, una morada más conveniente. Se contentaron con extender sobre la arena de los corredores frescos lechos de musgo y hojas secas, y sobre esos lechos, bastante primitivos, los trabajadores, cansados, dormían con profundo sueño.