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De acuerdo con el Centro Nacional de Estadísticas Educativas, el 94% de los maestros estadounidenses utiliza su propio dinero para comprar útiles escolares. Así, cada vez más acuden a páginas en internet de petición de donaciones como Gofundme o la especializada en escuelas DonorsChoose. Navegar por cualquiera de ellas es tremendamente desolador, los profesores mendigan herramientas esenciales como calculadoras, librerías o incluso una alfombra y mobiliario escolar para sus alumnos. Uno de los proyectos más populares fue la solicitud de un maestro con fecha de boda que, en lugar de regalos, pidió mediante una de esas webs abrigos y zapatos para estudiantes sin hogar. Chioma Oruh, especialista en apoyo a padres de menores con necesidades especiales y pocos recursos en Abogados por la Justicia y la Educación, advierte que, en el caso de niños con discapacidades, la falta de fondos tiene un impacto determinante en su futuro:
Se supone que estamos amparados por una ley federal, que es la ley de educación para personas y discapacidades y que sobre el papel es buena, pero nunca se ha financiado por completo. En el caso de los menores con necesidades especiales de áreas humildes, esto supone una educación inadecuada, lo que conlleva graduarse sin una preparación que les garantice un empleo remunerado. Pasarán toda su vida 50 pasos por detrás del resto.
Oruh tiene dos hijos autistas. Madre soltera y con estudios superiores, llegó a vivir en la calle tras perderlo todo debido a los gastos médicos que conllevaron sendos diagnósticos. Ella, más que nadie, es consciente de la maratón a la que una educación pública maltratada aboca a menores marcados por nacer sin recursos, aunque la meta, teóricamente, debiera ser la misma para todos. Por si fuera poco, las escuelas públicas tienen una nueva competencia desde los años noventa, las chárteres.
El caballo de Troya de las escuelas chárteres
Similares a las escuelas concertadas en países como España, este tipo de colegios en Estados Unidos reciben fondos gubernamentales, pero operan independientemente del sistema escolar estatal establecido en los lugares donde se encuentran. Es decir, están exentos de muchas de las regulaciones a las que las públicas están sometidas: no tienen por qué seguir los planes de estudios, las formas de enseñanza ni los estándares aprobados por sus estados, ni están reguladas o supervisadas por la junta de educación estatal, por ejemplo. Además, establecen su propio cupo estudiantil, mientras que las públicas deben aceptar a todos los estudiantes que pertenezcan al correspondiente distrito. El concepto en un principio estaba destinado a ofrecer una alternativa a niños que no avanzaban lo suficiente o necesitaban algo diferente al método tradicional, por lo que fue acogido incluso con el beneplácito de los sindicatos. Pronto se convirtió, sin embargo, en un instrumento más de menoscabo de lo público y de transferencia de recursos estatales para beneficio de unos pocos, no precisamente alumnos.
Se calcula que durante el curso 2016-2017 ya había casi siete mil escuelas chárteres en Estados Unidos educando a más de tres millones de estudiantes, seis veces más que 15 años antes. El rápido crecimiento del fenómeno se explica en parte por el apoyo tradicionalmente bipartidista de demócratas y republicanos. Así, se cifran en cuatro mil millones de dólares los fondos destinados por el Gobierno de Estados Unidos a su programa de escuelas chárteres, una cantidad nada menospreciable teniendo en cuenta la situación de la pública anteriormente expuesta. Los defensores de esta opción, como la ONG de derechas Center for Education Reform, recalcan que, de media, la financiación nacional de la chárter supone tan sólo un 61% de lo que se destina a la pública. Además, ponen de relieve que, hasta la fecha, no se ha demostrado que los resultados académicos de las chárteres sean peores. Uno de los más recientes estudios sobre este tema, el del Centro Nacional de Estadísticas Educativas del Departamento de Educación de 2019, reveló entre otras cosas que los estudiantes de las escuelas chárteres y las escuelas públicas obtuvieron el mismo rendimiento académico en pruebas realizadas en niveles de cuarto y octavo grado. Entonces, si a menos inversión el resultado es similar, ¿por qué habría de generar susceptibilidades?
Una de las respuestas es la falta de control de los fondos. Un informe de un grupo de defensa de la educación expuso en 2019 que una cuarta parte de lo que esos colegios recibieron del Estado, hasta mil millones, fue malgastada en escuelas chárteres que nunca abrieron, o abrieron y luego cerraron debido a la mala gestión o por otros diversos motivos como falta de inscripciones o fraude. Los autores de la investigación detectaron que numerosos beneficiarios de los subsidios participaron «en prácticas que expulsan a los estudiantes de bajo rendimiento, violan los derechos de los estudiantes con discapacidades y escogen su masa estudiantil en función de políticas y programas particulares, así como peticiones de donaciones a los padres», pese a haber explícitamente asegurado en su solicitud como receptores del programa o sus páginas webs escolares ser propensos a inscribir a estudiantes de minorías o sectores desfavorecidos. Es decir, en Estados Unidos se han estado desviando millones de fondos públicos a instituciones educativas con prácticas discriminatorias con la connivencia de representantes de ambos lados del espectro político con total impunidad. La pregunta es la siguiente: ¿a quiénes está beneficiando?
Multimillonarios y Wall Street siempre se han interesado por la chárter. Uno de los motivos, utilizarla como instrumento recaudador de incentivos fiscales en zonas económicamente deprimidas. Bancos, inversores y fondos de capital han destinado dinero a construir o desarrollar chárteres con el único objetivo de obtener exenciones de impuestos, cobrando a la vez intereses por los préstamos otorgados o los alquileres de explotación. Pero no todo es pura especulación. La Fundación de la Familia Walton, dirigida por los herederos de la fortuna de Walmart, Bill y Melinda Gates o el CEO de Facebook, Mark Zuckerberg, o las empresas JP Morgan Chase y Exxon Mobil, por ejemplo, han destinado millones a impulsar grupos de presión que avancen en la aprobación de leyes prochárter o candidatos y políticos favorables al sistema. La mayoría de ellos argumentan que su objetivo es meramente filantrópico, es decir, dotar de una mejor educación a estudiantes que no pueden acceder a la privada.
En la práctica, lo que supone es alentar un sistema educativo donde las condiciones laborales de los docentes están a merced de las directivas de dichos centros; que la disparidad de contenido y métodos educativos sin control dilapide uno de los instrumentos más efectivos para lograr la igualdad social –que cualquier alumno, con independencia de su origen económico, está recibiendo la misma educación–; que la rendición de cuentas sea prácticamente imposible debido a la ausencia de control de los centros, y, lo que es más importante, que el estado de la pública empeore debido al drenaje continuo de sus recursos por parte de la escuela chárter. Cada vez que uno de estos colegios abre, los públicos que están alrededor pierden estudiantes y, por lo tanto, dinero. En principio, la caída en la financiación puede corregirse reduciendo, por ejemplo, el número de maestros, pero existen costes que seguirán estando ahí, como el sueldo del director o el mantenimiento del centro, los cuales seguirán necesitando el mismo dinero independientemente de la pérdida de algunos alumnos. Al recorte de profesores normalmente le siguen la eliminación de programas de música o arte, o incluso el aumento de la ratio de estudiantes por clase. Un análisis de la publicación especializada Chalkbeat sobre el asunto hizo un compendio de los estudios sobre este fenómeno y concluyó lo siguiente: «Los investigadores que analizan el problema en Carolina del Norte, Nueva York, Pensilvania y, en dos casos, California, han llegado a conclusiones similares: a medida que crecen las escuelas chárteres, los costes fijos de educar a los estudiantes del distrito no se han ido a ninguna parte, aunque los estudiantes sí». Para ilustrarlo, destacaban en concreto un estudio de Pensilvania, donde los investigadores estimaron que los distritos escolares no podrían recuperar más del 20% del dinero perdido por la chárter en el primer año ni siquiera reduciendo gastos. En cinco años, no recuperaron más de dos tercios.
Un cielo cubierto de nubes transforma en un extraño gris el prácticamente permanente azul de Tucson, Arizona. Karissa Rosenfield sabe que, no siendo época de monzón, es difícil que en el desierto asome la lluvia, así que lanza desde su jardín cohetes construidos con botellas. Hoy toca clase de ciencia. Arquitecta, dejó un trabajo que le apasionaba al dar a luz al primero de sus dos hijos y desde entonces no sólo se dedica a su crianza sino a su completa educación. «Comenzamos oficialmente el proceso en octubre de 2019, después de sacar a nuestro hijo del colegio del vecindario tan sólo unos meses después de empezar el año escolar.» Karissa cuenta cómo un plan de estudios sólo centrado en pasar las pruebas de nivel estatales, un aula sobrepoblada y la incapacidad de los maestros para en esas circunstancias manejar el acoso escolar ya en niños tan pequeños les empujaron a tomar esa decisión. Consideraron las escuelas chárteres, pero en este caso se dieron cuenta de que ella misma podía proporcionar a sus hijos el mismo o mejor nivel académico y de que en el caso de las privadas se les iba la mayoría de los ingresos familiares. «Mi situación es un lujo, puedo escoger educar a mis hijos en casa porque el hecho de que yo haya renunciado a mi carrera no nos supone estrés financiero, aunque sí sacrificio profesional por mi parte.»
El ejemplo de los Rosenfield es ilustrativo sobre cómo el dar rienda suelta sin control al modelo actual educativo en Estados Unidos directamente supone que los padres con cierto nivel adquisitivo se planteen seriamente hacerse ellos también cargo del desarrollo académico de sus hijos. Algo impensable entre las familias pobres, condenadas a una pública con menos recursos, y solventado sin problemas por aquellas más pudientes, centros privados mediante. Es decir, supone acentuar aún más las diferencias entre clases sociales. Arizona es uno de los estados más abiertos al homeschooling y no es casualidad que, a su vez, sea el territorio con las escuelas chárteres más desreguladas de todo el país. Los fondos públicos que reciben no están sujetos a auditorías, pueden construirse en cualquier lugar (incluso justo al lado de una escuela pública) y prácticamente ninguna tiene programas de almuerzo gratis para estudiantes pobres. Una reconfiguración económica de la educación en función de la libertad de mercado que, tal y como la plataforma «Arizonianos por la responsabilidad escolar de las escuelas chárteres» explica, socialmente tiene un efecto muy real: pura segregación. Sólo poniendo como ejemplo la ciudad de Phoenix en el periodo 2008-2016, las escuelas públicas únicamente añadieron cuatro mil estudiantes más. Sin embargo, los alumnos blancos y asiáticos se redujeron en 39 mil, mientras que los estudiantes hispanos y de otras razas aumentaron en 47 mil y los escolares con educación especial se incrementaron en 28.500. Al mismo tiempo, mientras la financiación estatal para los distritos públicos disminuía en casi mil dólares por alumno, en el caso de las chárteres aumentaba en más de 700.
«La conclusión es que extraen dinero que sería para nuestras escuelas públicas y estas ya están en suficientes problemas», dijo el propio Joe Biden como candidato presidencial sobre el asunto, mostrando una posición completamente opuesta a la de la era Obama, de la que fue vicepresidente. Si estas declaraciones van a venir acompañadas de un cambio general o simplemente suponían regalar los oídos de cara a los comicios al electorado pro Bernie Sanders, muy crítico con la chárter, sólo el tiempo lo dirá.
Analfabetismo
Brittani Bellamy ha vivido toda su vida en Orlando, Florida. Nacida en Estados Unidos, hasta el año 2013 ella fue una de los 43 millones de ciudadanos estadounidenses que se calcula tienen serias dificultades para leer y escribir. Es decir, fue prácticamente analfabeta hasta los veintitrés años de edad.
En teoría mis padres iban a educarme en casa, pero las cosas no fueron bien. Básicamente quedaron atrapados en conseguir cada día lo necesario para sobrevivir. Los amo mucho, hicieron lo que pudieron y no creo que fuera su intención criarme sin una educación básica, pero lo cierto es que a los quince años me di cuenta de que no sabía leer. A partir de ahí, por vergüenza, escondí mi situación hasta que el pastor de mi iglesia se enteró y me animó a ir a una escuela para adultos. Desde la primera vez que llamé hasta el día en que pisé la organización pasó un año, no me atrevía a ir, temía que la gente me juzgase.
De acuerdo con el Programa para la Evaluación Internacional de las Competencias de los Adultos, uno de cada cinco estadounidenses tiene habilidades de «baja alfabetización» y se estima que hasta 8,4 millones pueden ser analfabetos funcionales. Según la OCDE, la proporción de adultos en esa situación es la mayor en comparación con otros países desarrollados. Así, el contexto socioeconómico tiene en este país un mayor impacto en las habilidades de alfabetización que en otras naciones. Mientras los nacidos de padres con una buena educación en Estados Unidos tienden a tener habilidades de alfabetización más fuertes, las probabilidades de ser un adulto con escasa cualificación son 10 veces mayores en el caso de crecer en el seno de una familia de bajo nivel educativo. La OCDE no sólo pone el foco en que esta tendencia es superior a la de cualquier otra nación similar, sino que remarca lo siguiente: dichas habilidades están relacionadas con los resultados de empleo y con otros aspectos esenciales de la vida del ciudadano. En Estados Unidos, las probabilidades de tener mala salud son cuatro veces mayores para los adultos poco cualificados, el doble del promedio de los países analizados. Otro ejemplo: se calcula que el 75% de los reclusos estadounidenses no completaron la escuela secundaria o pueden clasificarse como poco alfabetizados.
La mayoría de casos que tratamos de adultos nacidos en Estados Unidos con analfabetismo vienen de comunidades afroamericanas muy pobres. Aquí, en el condado de Orange, las hay, pese a estar rodeados de vecinos ricos. Familias monoparentales, padres con múltiples trabajos… durante años fui profesora de inglés en Kurdistán. Mi escuela estaba en un pequeño pueblo, pero aun así tenían Física, Química y Cálculo pese a vivir en la pobreza extrema. No sé qué deberíamos hacer aquí, pero deberíamos hacer algo.
Es parte del análisis de Gina Solomon, directora ejecutiva de la ONG que dio clases a Brittani Bellamy, la Adult Literacy League, en activo desde el año 1968 y que sobrevive principalmente gracias a donaciones privadas. Solomon enfatiza el estigma social que estas personas afrontan, asegurando que, de entrada, jamás reconocen que no saben leer o escribir. Me cuenta la siguiente historia:
Tenemos un estudiante que tiene unos ochenta años. Llegó aquí porque la trabajadora de una biblioteca me llamó una noche llorando y pidiéndonos ayuda. El hombre acababa de abordarla a la salida del trabajo, diciéndole que estaba muy asustado. Su mujer, quien sí sabía leer, acababa de sufrir un ataque al corazón y tenía miedo de que muriese y, con ello, que sus hijos, que habían ido a la universidad, descubriesen que su padre era analfabeto. Él, que había trabajado duro para darle un futuro a su familia, no quería defraudarlos.
Brittany Bellamy aborda así su cuestión familiar:
Nadie contactó nunca con mis padres. Creo que las autoridades deberían controlar de alguna manera a los niños porque las familias pueden pasar por diversas situaciones y, en mi caso, nadie nunca se aseguró de que estuviésemos recibiendo una educación. Creo que la gente no se da cuenta de que esta es una realidad en nuestro país porque somos Estados Unidos, se supone que somos poderosos y libres, y tenemos acceso a todo. No es cierto. No todo el mundo tiene las mismas oportunidades y eso incluye la educación.
Bellamy consiguió su primer trabajo tan sólo dos años después de empezar a recibir clases, en 2016 pudo alquilar un apartamento y, en 2019, sacarse el carné de conducir. Ahora sueña con ir a la universidad. Sabe que no lo tiene fácil.
Deuda estudiantil
Si el nivel económico marca, salvo en contadas excepciones, el desarrollo educativo de niños y jóvenes, en el caso de la enseñanza superior en Estados Unidos puede, además, suponer una losa que acarrear de por vida. En 2020, la deuda total de préstamos estudiantiles alcanzó la cifra récord de 1,56 billones de dólares. Para hacernos una idea de lo que esto supone, sólo 45 millones de universitarios o exestudiantes deben en conjunto casi 1,6 billones. Es una de las categorías de deuda de consumo más altas del país. Aunque la mayoría de los individuos debe entre 20 mil y 40 mil dólares, casi un millón de personas debe más de 200 mil. La carga afecta sobre todo a estadounidenses entre los veinticinco y los cincuenta años de edad, pero la situación es tan extrema y la imposibilidad de hacer frente a los pagos es tal, que cada vez son más las personas jubiladas que siguen pagando sus estudios superiores. Según un análisis de Forbes basado en datos de la Reserva Federal, la deuda estudiantil de estadounidenses con edades entre los sesenta y los sesenta y nueve años asciende a los 85,4 mil millones de dólares. Otro estudio de Moody’s publicado en enero de 2020 reveló que prácticamente nadie podía hacer frente a los planes de pago que habían establecido en un principio, abocando a la mayoría a la refinanciación continua.
Si ponemos el foco en las disparidades raciales, la brecha es la siguiente: casi el 85% de los licenciados afroamericanos tienen deudas estudiantiles, en comparación con el 69% de los beneficiarios blancos de títulos, según la organización sin ánimo de lucro Centro de Préstamos Responsables. Aunque existe un claro consenso mediático e incluso social en etiquetar la situación como «la crisis de la deuda estudiantil», sólo los demócratas Elizabeth Warren, Tulsi Gabbard y Bernie Sanders fueron lo suficientemente claros a la hora de defender la cancelación total o masiva de dicha deuda en sus campañas para la nominación a candidato presidencial de las elecciones de 2020. Tampoco hay apenas rastro de defensa política de una universidad realmente pública. Según el Institute For College Access and Success, el 66% de los graduados en ese tipo de facultades salen de las mismas sin haber conseguido pagar por completo su educación. Es decir, cuando hablamos de la crisis de deuda, no nos estamos refiriendo precisamente a préstamos para ir a Harvard o Princeton. Estados Unidos podrá año tras año ocupar los primeros puestos en ránkings elaborados por instituciones privadas sobre las mejores universidades del mundo, eso sí, omitiendo siempre el enorme precio que el acceso a las mismas supone.
La vivienda como apartheid
Construir para destruir comunidades
Al oeste de la ciudad de Baltimore hay levantado un coloso de hormigón de seis carriles que termina de forma abrupta en medio de la nada. La historia de semejante brecha urbana, claramente visible en cualquier mapa de la urbe, se remonta a los años cincuenta, cuando se iniciaron los proyectos de la mayoría de las carreteras interestatales de Estados Unidos debido al aumento del consumo de automóviles. Por aquel entonces, la planificación de dichas infraestructuras decidió que la ruta 40 le pasara por encima a un barrio de mayoría afroamericana en el que vivían 10 mil familias. «Cuando era niña, yo venía a ver a mi padre aquí, que vivía en una de estas calles. Él decía que esto no tenía sentido, que por qué levantar algo que no llevaba a ningún sitio. Dijese lo que dijese, al final él también acabó convirtiéndose en un desplazado.» Denise Johnson se ajusta el nudo del pañuelo que lleva al cuello mientras lamenta no haberse puesto la bufanda en un día de abril extremadamente frío. Estamos en medio de una explanada cuyo único atrezzo es una excavadora al fondo, vallas metálicas y pequeñas casas cuyas construcciones languidecen dispuestas a desplomarse en cualquier momento. El viento penetra hasta los huesos. Le pregunto si quiere que nos movamos e insiste en explicar las consecuencias de la carretera a ninguna parte frente a ella, poniendo el dedo en la cicatriz de la que sería la herida mortal de su barrio de la infancia.
Aquellos que estaban todavía pagando sus casas tuvieron que irse sin recibir lo suficiente como para comprar otro hogar de un valor similar en otro lugar, pero el impacto no sólo debe medirse en términos económicos. Perdimos una comunidad con líderes, con cultura. La avenida Pensilvania era conocida por aquel entonces como el lugar para los negros en la ciudad, de música, danza… perdimos el testimonio de ese tiempo, perdimos iglesias, perdimos escuelas. Es decir, se destruyó el tejido social.
El caso de la carretera a ninguna parte en Baltimore oeste es especialmente sangrante por ser teóricamente un error de proyecto, es decir, que ni siquiera tenía que haber pasado por allí. Sin embargo, es el perfecto ejemplo para ilustrar lo siguiente: uno de los métodos más eficientes y utilizados en Estados Unidos para apuntalar la desigualdad es el uso perverso de las infraestructuras o, directamente, el no dotar de ellas a una comunidad. Así, pese al tiempo transcurrido, Baltimore oeste sigue siendo en la actualidad la zona de la ciudad con un mayor número de casas por ocupar y con un menor número de servicios y comercios en una de las urbes con la tasa de homicidios más alta de todo el país. Cuando las protestas ante la muerte en custodia policial, en 2015, del joven afroamericano Freddie Gay estallaron, la prensa internacional se hizo eco de las mismas. Sin embargo, pocos analizaron cómo el caldo de cultivo estructural que arroja desigualdad racial y falta de oportunidades lo impregna todo, hasta las infraestructuras. El despropósito de la ruta 40 no fue el único, nunca les han dejado remontar. La sacudida más reciente tiene el siguiente nombre: la Línea Roja. John Bullock, concejal por el distrito 9, lo resume de este modo:
Iba a ser una conexión de tren ligero de 14 millas de distancia que iba a unir Baltimore de este a oeste. En la actualidad, no tenemos un sistema integral de transporte. Esto iba a ser parte de ese proceso, algo que permitiría a las personas ir a trabajar, llegar a la escuela, 200 mil millones de dólares iban a ser invertidos por el estado. También 900 millones de dólares del Gobierno federal. Desafortunadamente, tras las elecciones, un nuevo gobernador decidió eliminar todo el proyecto.
Prácticamente la mitad de los trabajadores en la ciudad de Baltimore no pueden acceder a sus empleos mediante transporte público. En este contexto, la llegada de dicha línea iba a suponer, de entrada, dos mil nuevos trabajos a la zona. Tras la cancelación del proyecto –cuyos fondos ya estaban aprobados– por parte del nuevo gobernador, se inició la apertura de una investigación; sin embargo, el caso fue cerrado posteriormente por la Administración Trump. Fin del espejismo. Si en la época de la construcción de las interestatales se esgrimió como causa para los diferentes atropellos el hecho de que los afroamericanos no tuvieran derecho al voto, aún hoy día siguen siendo víctimas de tretas legales y burocráticas. «Lo teníamos todo en orden, la solicitud aprobada, los dólares federales, gente que trabajó por esto por más de 12 años, así que voy a usar el término abandono, además por servidores públicos. Luego hay levantamientos y disturbios, y nadie se explica por qué», remacha Denise Johnson. Se une a nuestra conversación Samuel Jordan, presidente de la Coalición por la Equidad en el Transporte de Baltimore, quien remarca que lo perdido fue el mayor proyecto de transporte público de la historia del estado, para el que se estimaba que serviría diariamente a 50 mil personas.
Este no es un problema aislado o exclusivo de esta ciudad. Toda la nación está desarrollada en función de iniciativas racistas. Va de construir contra negros y pobres, contra las personas que dependen del transporte público, que no tienen acceso a un vehículo privado. Nosotros vamos a persistir en la construcción de la Línea Roja, porque no sólo será justo para las personas negras de esta ciudad, sino que demostrará que traer la prosperidad aquí es crear prosperidad para toda la nación.











