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150 millas al sur, carteles conmemorativos recién estrenados visten calles deslavazadas, con una extraña mezcla de construcciones decadentes colindando a su vez con inmuebles que parecen por estrenar. Estamos en Richmond, concretamente en Jackson Ward.
Este barrio evolucionó esencialmente después de la guerra civil y durante los siglos xix y xx, y ya en 1920 era conocido como el Harlem del sur, la Black Wall Street. La segunda calle justo detrás de nosotros era un vibrante distrito de negocios. Cada negocio y cada dirección era propiedad de hombres o mujeres afroamericanos, había organizaciones fraternas afroamericanas, conocidas como sociedades de ayuda mutua. Básicamente eran agencias de seguros que permitieron a esta población combinar sus limitados recursos para ayudarse mutuamente, creando estructuras y comunidad. En este contexto, surgen líderes como Maggie L. Walker.
Ethan Bullard recita el contexto en el que vivió la primera mujer afroamericana al frente de un banco en Estados Unidos. Ha debido hacerlo cientos de veces, como procurador del lugar histórico nacional dedicado a ella y aun así le sigue poniendo la misma pasión que un niño que repite la lección por la que acaba de obtener un sobresaliente. Walker consiguió ese hito histórico en 1903 y, para hacernos una idea de su importancia, el sufragio femenino no llegaría hasta el año 1920. Sin embargo, el poderío económico afroamericano de esa zona no serviría de nada a nivel político, cuando se decidió que la autopista interestatal 95 destrozara con su paso dicho barrio. El único elemento de la comunidad que consiguió un pequeño desvío para sobrevivir al huracán de hormigón fue una iglesia: sólo Dios en los cincuenta pudo anteponerse a unos planes de construcción federales. Benjamin C. Ross, historiador de la parroquia, lo define como una «victoria agridulce», porque la destrucción de numerosos hogares supuso la mudanza de muchos miembros de la comunidad y la congregación religiosa tardaría años en recuperarse. El distrito no tanto, pues prácticamente un siglo después sus habitantes tienen un ingreso medio por debajo del umbral de la pobreza. De milla de oro negra a milla de la miseria.
Planificación urbana como método de segregación
Las comunicaciones, sin embargo, no sólo han sido determinantes para destruir o frenar el avance de determinadas minorías. Puede que la llamada Línea Roja (sí, igual que el malogrado proyecto en Baltimore) sea la medida más segregacionista en términos de infraestructuras. Se remonta a los años treinta, cuando, a raíz de la Gran Depresión, se buscaron formas para parar las crecientes ejecuciones hipotecarias. Así, en 1935, la Corporación de Préstamos para Propietarios de Viviendas, una agencia federal ahora extinta, elaboró mapas de más de 200 ciudades estadounidenses para indicar cuál era el riesgo de préstamo hipotecario por barrios. Para ello, se utilizaron características como la antigüedad de la vivienda, la calidad o los precios. Sin embargo, posteriormente trascendió que, a la hora de elaborar dichos planos, no sólo se tuvieron en cuenta también características étnicas y raciales de los vecinos, sino que fueron determinantes a la hora de trazar dichos mapas. De este modo, los barrios «Tipo D» se delinearon en rojo, coincidiendo en casi todos los casos con vecindarios con mayoría afroamericana.
Dichos mapas fueron utilizados durante años por entidades públicas y privadas como guía para negar créditos e inversión, es decir, para neutralizar oportunidades y apuntalar la pobreza de una manera tan efectiva que aún en la actualidad siguen publicándose estudios que demuestran que dicha estructura de segregación y desigualdad económica permaneció, contraponiendo dichos planos con indicadores actuales. Por ejemplo, un trabajo de la National Community Reinvestment Coalition de 2018 afirmaba entre sus conclusiones que la mayoría de los barrios calificados como de alto riesgo hacía ocho décadas seguían siendo en la actualidad de bajos ingresos y más de la mitad están poblados por minorías. Por el contrario, las ciudades con más áreas calificadas como deseables han permanecido en su mayoría pobladas por ciudadanos blancos. Otro estudio elaborado por economistas de la Reserva Federal de Chicago viene a corroborar lo mismo: que las diferencias de tasas de propiedad de la vivienda, el valor de las mismas, el crédito y la segregación continuaban allí donde fueron marcados décadas antes. Este trabajo en concreto es importante porque va más allá, demostrando que no es que las líneas rojas fueran inocentes y tan sólo fueran capaces de prever el desarrollo, en este caso más bien el subdesarrollo de dichos barrios, sino que, en efecto, multiplicaron las desigualdades. De este modo, los economistas comprobaron que los barrios pobres que no fueron marcados con el estigma de la línea roja mejoraron hacia una menor desigualdad.
Un punto fundamental en el desarrollo de la catástrofe fue la ausencia de crédito para los habitantes de los barrios marcados y, por tanto, la enorme dificultad de acceso a una vivienda. Así, prestamistas que aplicaban enormes intereses y cometían abusos camparon a sus anchas entre una población ya de por sí abocada a la lucha diaria para mantenerse a flote. Esto no sólo supuso hundir aún más en la precariedad a las familias afroamericanas, sino transferir la poca riqueza de estas a familias blancas. ¿Cómo y hasta qué punto? Un estudio del mercado de la vivienda en Chicago analizó cómo los vecinos de aquellos barrios donde era imposible acceder a préstamos hipotecarios asegurados por el Gobierno cayeron en los llamados «contratos por escritura». Mientras ellos asumían impuestos, reparaciones y obligaciones en general, además de pagar cuotas mensuales al prestamista, este era el que figuraba como titular en la escritura de una vivienda cuyo precio de venta y tasas de interés eran enormes. Es decir, asumían todos los costes –además de manera inflada– de una casa que jamás sería suya, por lo que dichas familias afroamericanas finalmente no acumularon capital, sino que alimentaron el de otros, concretamente el de los prestamistas y agentes inmobiliarios blancos que hacían uso de esta práctica depredadora.
De este modo, tomando como base datos sobre ventas y tasas y comparando precios respecto a los préstamos convencionales de la época (entre 1950 y 1970) y trasladando dicha cifra al contexto actual, los investigadores calcularon que a las familias negras se les cobró de más entre 3,2 mil millones y cuatro mil millones de dólares. Hay a quien todo esto puede sonarle bastante actual. Exactamente, no hace falta ser poseedor de una gran inteligencia para detectar un patrón similar en los contratos de alquiler de hoy día, tras la crisis de la vivienda, grandes firmas de capital privado adquirieron inmuebles a bajo precio para posteriormente establecer alquileres a precios cada vez más abusivos a quienes no tienen suficiente capital acumulado como para ser propietarios, es decir, gran parte de la clase trabajadora. El capitalismo y su capacidad sofisticada y perversa para reinventarse.
Vivir y morir en un erial
El impacto de la línea roja y sus efectos duraderos han sido tan ampliamente estudiados y corroborados que, en tiempos de análisis del cambio climático y el aumento de la temperatura global, incluso existe un trabajo de la Universidad Estatal de Portland y el Museo de Ciencias de Virginia sobre la fuerte correlación entre exposición al calor y esta política de vivienda racista en 108 ciudades estadounidenses. Las comunidades estigmatizadas por dichos planos han sido aquellas más expuestas al calor extremo, entre otros motivos por falta de espacios verdes y árboles. Los eriales económicos son también eriales en su literalidad. No es un tema menor; como bien recuerda The Trust for Public Land, se estima que el calor extremo contribuyó fatalmente en la muerte anual de unas 5.600 personas en Estados Unidos entre 1997 y 2006. Un trabajo de dicha organización, publicado en agosto de 2020, afirmaba que los barrios con parques cercanos son mucho más frescos que aquellos que no tienen y en su análisis encontraba que los parques cercanos a poblaciones no blancas son de la mitad de tamaño que los de las poblaciones de mayoría blanca. En las comunidades de bajos ingresos, las zonas verdes son cuatro veces más pequeñas y, al mismo tiempo, cuatro veces más concurridas que aquellas situadas cerca de hogares con altos ingresos. «En Detroit, por ejemplo, donde el 78% de los residentes son negros, la ciudad dedica el 6% del suelo para parques, en comparación con la media nacional del 15%. En Memphis, Tennessee, sólo el 5% […] en Baton Rouge, Luisiana, sólo el 3% de la ciudad».
«La política de vivienda puede tener un impacto realmente duradero, ya que las estructuras permanecen durante mucho tiempo», dijo Daniel Hartley, uno de los economistas del estudio anteriormente citado de la Reserva Federal de Chicago a The New York Times. Si bien a finales de los sesenta y durante los setenta se aprobaron diversas iniciativas legislativas para intentar poner fin al delineamiento rojo de manera abierta, las prácticas discriminatorias siguieron y continúan sucediéndose, aunque en muchas ocasiones de manera más soterrada. Pongamos como ejemplo Washington DC.
Una de las estampas más conocidas de la capital estadounidense son los monumentos a presidentes históricos, muchos de ellos bañados por las aguas del río Potomac, que discurren alrededor de las construcciones o se sirven de ellas, como un ornamento natural que dota de fuerza y continuidad. Hacia el este, sin embargo, está su hermano pequeño fluvial, el más desconocido río Anacostia, que, si bien deja pequeños paraísos verdes escondidos en plena ciudad, en la práctica se utiliza como una delimitación natural para perpetuar desigualdades económicas. Mientras que los habitantes de la zona sudeste de la ciudad que se extiende un poco más allá de la parte trasera del Congreso gozan de calles limpias, tiendas y restaurantes de moda, casas reformadas y apartamentos completamente nuevos, una vez cruzado el puente de la avenida Pensilvania sus vecinos tienen las siguientes opciones comerciales y recreativas: gasolineras, iglesias, destartalados bazares, tiendas de alcohol y funerarias. Sal de aquí, reza, sobrevive, drógate o muere. No necesariamente por ese orden. Así, primas hermanas de la redlining son la retailining o la liquorlining. En el primer caso, la práctica consiste en que no sólo no haya determinados negocios y servicios en algunas zonas en función de su composición étnica y no respecto a criterios económicos, sino que además los servicios de transporte público y privado o la comida a domicilio son limitados. En el segundo caso, por el contrario, determinados proveedores se nutren de vecindarios poblados por minorías o con bajos ingresos para colocar productos conocidos por sus efectos adversos en la comunidad, como las tiendas de alcohol. Donde hay muchas licorerías hay más delincuencia y problemas de salud pública, y, por lo tanto, en otra especie de espiral de la pobreza, una mayor aversión a establecerse en la zona por parte de otros servicios y comercios esenciales, como supermercados o tiendas de ropa. Marginalidad estructural como fantasma para cualquier intento de progreso.
«Estoy feliz de informar a todos aquellos que viven su estilo de vida suburbano soñado que nunca más serán molestados ni les afectará económicamente la construcción de viviendas para personas de bajos ingresos en su vecindario.» El 29 de julio de 2020, Donald Trump tuiteaba esta declaración de intenciones para no sólo dejar patente la inquina de electorado y políticos republicanos hacia las ayudas públicas, sino también las ganas del presidente de apuntalar la segregación por vivienda e infraestructuras. En este sentido, el por aquel entonces todavía presidente tomaba como referencia principal un artículo de opinión de la política de su partido Betsy McCaughey, en el que exponía la argumentación base del asunto. En dicho escrito, McCaughey advertía de que si Joe Biden ganaba las elecciones presidenciales, el estilo de vida alejado de la aglomeración urbanita de casas unifamiliares con jardín –aquel que medio mundo y parte del otro visualizan de inmediato alentado gracias al imaginario establecido por las películas– se vería amenazado. Biden, según su campaña electoral, pretende impulsar un «plan de ingeniería social» de la era Obama que busca la construcción de viviendas asequibles de alta densidad en dichos vecindarios bajo el pretexto de la justicia social, exponía McCaughey. La política se defendía de las críticas asegurando que oponerse a esto no es racista, puesto que acceder a los suburbios es una cuestión de ingresos, no del color de piel –ocultando así todos los problemas estructurales que hemos expuesto–. Por otro lado, sacaba el comodín de la «libertad» para defender el derecho –en este caso, privilegio– de seguir viviendo en casas grandes con avenidas verdes sin pagar más impuestos por tener que ampliar alcantarillado, construir escuelas o agregar transporte público para acoger a unos vecinos con un menor poder adquisitivo. De nuevo, segregación vestida de meritocracia. Lo que el artículo y Trump callaban, sin embargo, es que, en 10 años de Gobierno, la Administración Obama no llegó a implementar dicho plan de manera efectiva.
El tuit de Trump «puede ser el llamamiento más abiertamente racista a los votantes blancos que he visto desde los días de líderes estatales segregacionistas como George Wallace de Alabama y Lester Maddox de Georgia», comentó sobre este tema el veterano periodista afroamericano Eugene Robinson. Si bien puede resultar exagerado comparar dicho mensaje con aquellos que profería el exgobernador de Alabama –«segregación ahora, segregación mañana, segregación siempre»–, lo cierto es que da cuenta de la lentitud del progreso en este sentido y cuán enraizadas siguen dichas estructuras en el imaginario colectivo. Por otro lado, las palabras de Trump no sólo resultan polémicas por su contenido, sino por el cuándo fueron pronunciadas, ofreciendo una perfecta radiografía de cómo la percepción de la realidad estadounidense se descodifica desde burbujas sociales.
Desahucios
María Jiménez no es su nombre, porque tiene miedo de que la identifiquen pero el suficiente coraje para contar su situación. Ha llegado a un punto en el que le da vergüenza seguir pidiendo ayuda, porque quienes la conocen también necesitan ayuda para sobrevivir:
Yo trabajaba en un hotel, pero perdí el empleo por esto de la covid en marzo. Es julio y sigo sin encontrar nada. Yo siempre he sido una persona que me ha gustado ahorrar y estoy viviendo de esto, pero una tiene que estar pagando la renta y sin entrar fondos no sé qué voy a hacer.
Carlos Sánchez tampoco se atreve a dar su nombre real. Hace unos días que dio positivo en un test de coronavirus y, desde entonces, intenta aislarse en un espacio sumamente pequeño. A él el virus en su cuerpo le da igual, no así en el cuerpo de su hija.
Aquí llevamos dos años viviendo ya mi mujer, mi hija, yo y una pareja más. El único apoyo que tengo ahorita es el del desempleo y es por eso que todavía hemos podido sobrevivir. Es duro porque yo tenía un trabajo muy estable, llevaba 10 años ahí y por el virus nos despidieron a todos. Tuvimos que vaciar todos los ahorros para pagar la renta, pero ya no tenemos más. La señora me dijo que teníamos que desalojar inmediatamente, pero me tocó decirle a ella que no podía, que tengo una niña pequeña que no tiene ni dos años y además el gobernador de Minnesota había dicho que no podían desalojar a nadie. Aun así, unas tres o cuatro veces ya me dijo que tenemos que dejar el apartamento inmediatamente.
Al mismo tiempo que Trump apelaba a un electorado blanco de verdes y ordenadas avenidas, millones de personas vivían asomadas al abismo de perder el techo que les estaba dando refugio ante una pandemia cuya cifra de contagios no paraba de crecer.
La gente tiene mucho miedo. Por un lado, está el hecho de que los fondos federales de los paquetes de estímulo se acaban y, con un Senado estancado [en aquellas fechas el poder legislativo estaba más centrado en sacar rédito electoral de disputas relativas a las ayudas que de aprobar nuevas medidas], nadie sabe si se extenderán. Por otro, está el miedo de que finalicen las moratorias contra los desalojos. Quiero recalcar, además, que muchas familias ni siquiera van a obtener ayudas porque no tienen permiso de trabajo. Además, estamos encontrando que muchas barreras tecnológicas y de idioma han supuesto que gente que podría haberlas recibido no haya accedido a las mismas.
Stephanie Herron Rice es abogada especialista en temas de vivienda en Massachusetts. En el momento en el que hablamos, asegura que hay cinco mil casos pendientes de desahucio congelados en su estado por la moratoria impuesta debido a la pandemia, pero que, una vez levantada, esperan alrededor de 20 mil casos nuevos. Teniendo en cuenta que la media anual es de unos 30 mil, «estamos hablando de más de la mitad de los desalojos en un año en cuestión de muy pocos meses». Desde Pensilvania, su colega Daniel Cortés dibuja un panorama similar y además pone el dedo en la llaga remarcando dos cosas. La primera, que ni siquiera es posible conocer la magnitud de la catástrofe porque no existen cifras nacionales de desalojos: «No tenemos un centro de información federal de los casos civiles estatales. Cada estado maneja su base local y cada uno de ellos tiene su propio sistema para registrarlos. Algunos tienen esa información pública y otros no, por lo que se vuelve un trabajo de investigación, de ir a las redes, a los sistemas de cada juzgado, y tratar de averiguar qué está pasando». La segunda, que la crisis del acceso a la vivienda antecedía a la pandemia:
Yo no creo que las autoridades entiendan cómo funciona esta crisis. Esto ha sido un problema antes de la covid-19, el problema de la gente que vive al día, que ve cómo los precios suben mientras los ingresos se estancan. Frente al discurso de que vivimos en un mercado libre, donde, si no te gusta o no puedes pagar, en teoría puedes ir a otro lugar, está la realidad. En la práctica, hay escasez de acceso a la vivienda.
Su colega Herron pone las cifras encima de la mesa: «Antes de la pandemia ya había más desalojos cada año que en el punto más alto y crítico de la recesión de 2008, con más de 2,3 millones de desalojos registrados en los juzgados del país anualmente. Esto sólo habla de los desalojos registrados, pero sabemos que muchos son llevados a cabo más informalmente o, mejor dicho, ilegalmente». Así, los datos más fiables sobre la epidemia de perder un techo son aquellos ofrecidos por el Laboratorio de los Desalojos de la Universidad de Princeton. Creado en 2017, la idea partió del investigador Matthew Desmond, quien en 2008 se dio cuenta de la necesidad de recopilar un estimado nacional. Con la ayuda del laboratorio, Emily A. Benfer, presidenta del Comité de Trabajo sobre Desahucios de la Asociación de Abogados de Estados Unidos, llegó en verano de 2020 a la siguiente conclusión: «Nunca habíamos visto este grado de desalojo en una cantidad de tiempo tan corta en nuestra historia. Aproximadamente 10 millones de personas, durante un periodo de años, fueron desplazadas de sus hogares tras la crisis de ejecuciones hipotecarias en 2008. Estamos viendo entre 20 y 28 millones de personas en este momento, entre julio y septiembre, afrontando desahucios». La propia Oficina del Censo de Estados Unidos publicaba una encuesta en la que revelaba que una cuarta parte de los inquilinos latinos y afroamericanos habían pospuesto el pago del alquiler en mayo de 2020 y la mitad mostró su preocupación por no poder pagar la renta del mes siguiente.
El colapso nacional durante el verano de 2020 sólo se evitó a golpe de moratorias de desalojos. En medio de esa distopía, en la que mientras millones vivían con la ansiedad permanente de perder sus casas y en la que algunos políticos se esforzaban por apelar a las familias blancas de perfectos barrios suburbanos, los legisladores decidían irse de vacaciones hasta septiembre. Sólo las elecciones presidenciales, que estaban por llegar en un par de meses, ocupaban el cronograma de sus mentes. Mucho tiempo después de los comicios, la situación relativa a los desahucios continúa sin resolverse, posponiéndose mediante aplazamientos sobre el papel que, en la realidad, ni siquiera se cumplen en muchos territorios.
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