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Mas tarde, traté de acercarme a las chicas que me parecieron más amistosas, pero aun así me sentía rara, muy rara. En el fondo creo que sentía la pérdida de mi libertad, porque estaba acostumbrada a manejarme sola y cuando escuché el grito de la celadora diciendo “se apagan las luces”, supe que todo había cambiado.
Lucila Casitemiro
La primera semana intenté desesperadamente hacer amigas y la verdad estaba difícil, se hacían rogar demasiado las pulguientas a las que trataba de acercarme. Nos mandaban en camioneta a la escuela y allí lo pasaba bien con mis compañeras, pero apenas tocaba el timbre las veía alejarse por la ventana del vehículo de Acción Social. Igual la vida era bastante tranquila, la comida era pasable y la cama que me tocó era mullidita. Lo único que me inquietaba bastante, era que había escuchado que a “las nuevas”, les daban una paliza de bienvenida y estaba tratando de evitar ese amargo momento a toda costa, así que me quedaba lo más cerca que podía de las señoras que nos cuidaban y comencé a hacer correr el rumor de que sabía karate. Obvio que a los seis años nadie sabe karate o por lo menos no para defenderse de todas las que querían golpearme, pero eso infundió cierto temor y me salvé bastante tiempo.
La que encabezaba la idea de explicarme cómo eran las cosas en ese lugar era una niña llamada Lucila. Ella venía del norte y era alta, morena y con cara de desconfiada. Sus ojitos chinitos habían visto demasiado, y aunque se moría por un abrazo y un te quiero como todas las que estábamos allí, se hacía la fuerte.
Con sus planes en marcha, me engañaron para llevarme al patio cubierto diciéndome que íbamos a jugar y a compartir una especie de merienda, por lo que hacia allí fui toda contenta. Apenas crucé el patio cubierto, la puerta gigante se cerró y frente a mí había un grupito de niñas con cara de “te vamos a matar”. Al frente de todas estaba Lucila, quien se acercó y se presentó:
—Soy Lucila Casimiro. —Y yo, que siempre me metía en líos por mi bocota, le respondí:
—Casitemiro dirás, ja, ja, ja. —Obvio que se lo decía porque no me parecía linda y así ella lo tomó, por lo que el primer golpe no tardó en llegar. Antes de doblarme en dos escuché que otra decía:
—¡Sabe karate! —Y yo, que no sabía ni matar una mosca, intenté tirar algunas patadas a lo loco. Pero enseguida me di cuenta de que la estrategia solo las enojaba más, así que pasé a la fase dos e hice el muertito que siempre resulta eficaz. Al ver que no me movía Lucila se sobresaltó y les gritó que solo tenían que asustarme, no matarme. Las chicas salieron corriendo y ella me levantó la cabeza, diciéndome con mucha dulzura:
—Disculpame, ya se fueron, si no te pegaba yo, te pegaba otra, así que ahora ya estás a salvo. —Nos limpiamos la ropa y un poco de sangre que me salía del labio y a partir de ese momento fuimos las mejores amigas.
Pelazo
Todas miraban a Inés con amor, casi con devoción. Yo tenía solo siete años, pero estaba convencida de que mi primer enamoramiento estaba encarnado en su figura. Ella tenía un rostro ovalado y dulce, con ojos rasgados y cuando sonreía el día era más lindo. Pero lo que más destacaba era su pelazo, un pelo lacio, divino, que caía como cascada sobre su espalda.
Las monjas no permitían que tuviéramos el pelo largo por obvias razones; los piojos eran una plaga, que se llevaba melenas de todo tipo bajo las tijeras expertas de Sor Rosario.
Pero Inesita no corría riesgo, porque su sangre repelía todo tipo de parásitos, así que nunca iba a saber lo que era la picazón áspera que te llega a las tres de la madrugada y te hace rascarte a dos manos, no, ella estaba a salvo. Pero se volvió vanidosa con su extensa cabellera en un mundo de calvas; se cepillaba el pelo durante dos horas antes de dormirse, se hacía trenzas eternas y las mostraba con orgullo, usaba un champú especial (porque no le daban el detergente que usábamos todas las demás) y poco a poco la empezaron a mirar mal, pasando del amor al odio acérrimo. En lo que respecta a mí, yo estaba enamoradísima detrás de su cabello y su gracia. Hasta que un día Inesita se dio media vuelta, me miró como si fuera la primera vez que me notaba y exclamó:
—¿Podés dejarme en paz? Yo no quiero jugar con vos o con las otras mugrientas. —Y se marchó riendo con un grupito de bobas que eran sus “amigas”.
Me quedé parada en el pasillo comiéndome la rabia y luego cuando lo hablé con mi amiga Lucila, ella me dijo que le quedaba poca vida a la hermosa cabellera de Inés. Muy preocupada le pregunté:
—¿Le van a cortar el pelo? —Lucila me miró y largó una carcajada.
—Ja, ja, ja, nena, ¿sos retonta vos, no? Si nos agarran las monjas nos castigan de por vida, ella sola va a rogar que le corten el pelo. —Y así comenzó la operación “doná un piojo”. Cada una de las chicas dio un piojo o dos si tenían, para juntar en un frasquito y cuando la cantidad ameritaba la causa, se lo tiraron encima mientras dormía. A la mañana siguiente Inesita fue al colegio como todos los días, con una cantidad abismal de piojos sobre su cabeza. Que las monjas se dieran cuenta era cuestión de tiempo, porque sobre su frente caminaban como cuatro piojos y era imposible no notarlo. Para las doce del mediodía estaba siendo sentenciada y su cabellera caía al piso, para no volver. La vi pasar re triste y descubrí que mi afecto era solo por su hermoso pelo, ya no sentía nada, ni ganas de hablarle tenía... Qué raro es el amor...
Quería que se callara
Cuando estás en un instituto, te envían una o dos veces al año a ver a tu jueza, para ver cómo va tu vida, si estudiás, si estás contenta o simplemente para cumplir con lo que la ley indica; a ese trámite se lo llama “comparendo”. En una de mis visitas anuales a la jueza, que por cierto era muy buena persona, me pusieron en una celdita. Al rato vino una señora trayendo mate cocido con pan, unas revistas para leer y hasta me contó unos chistes que estaban buenísimos. Pero cuando se fue, me quedé sola y allí estaba esperando, cuando por equivocación metieron a una chica grande conmigo. A mí todas me parecían grandes porque siempre fui menudita, pero lo que me llamó la atención no fue su altura, sino su mirada extraviada, como loca.
Yo estaba aburrida y la única persona que tenía a mano para pasar la hora era la loca, así que le hablé:
—¡Hola! Soy Eli, ¿y vos? —Como no me contestó nada, me puse a contarle pavadas y en un momento giró bruscamente hacia mí y me dijo:
—Callate ya. —Pero por supuesto que no pensaba hacer silencio, así que la miré fijo (nunca mires fijo a alguien medio loco) y le pregunté por qué era tan malhumorada. Largándose a llorar, me contó que su beba, que tenía unos meses, tampoco se callaba, lloraba todo el día, y aunque la cambió, le dio la teta, la hamacó y le cantó una canción, no se callaba, así que le dio un baño y le metió la cabeza bajo el agua un rato para tranquilizarla y listo. ¡Se calló! Mi cara iba de la intriga al pánico apenas me di cuenta de que había matado a la beba. Y suspirando le dije despacito que ya no hablaría más. La jueza me notó muy rara ese día y puso en mi expediente que necesitaba hablar con una asistente social porque algo me pasaba.
La fuga maestra
Las vacaciones habían llegado y es normal ver a los niños felices en esa época, pero para las que estábamos en Santa Juliana, el verano significaba aburrimiento constante.
Debíamos buscar qué hacer para divertirnos. La tediosa rutina se hacía sentir: por la mañana taller, por la tarde bordado y a la noche con suerte, una hora de tele. Y así transcurrían los días. Hasta que a una chica llamada Jesi se le ocurrió que podíamos fugarnos un rato, para caminar por la calle. Jesi era una líder nata a quien seguíamos ciegamente, pero cada una de las integrantes del grupo tenía una parte importante en el plan; Yo tenía la astucia; Abi, la rapidez física; Magalí era la planificadora, y Lucía… ella no hacía nada, pero era una especie de mascota alentadora. Con tremendo equipo estábamos seguras de que el plan de fuga tenía el éxito asegurado.
Una tarde Magalí argumentó:
—Lo primero que hay que hacer es asegurarnos de pasar por el patio sin que se den cuenta las monjas. —Abi la miró curiosa y le contestó:
—A la hora de la siesta no hay nadie en el patio.
Así que quedó anotado que intentaríamos en primera instancia subir al techo a eso de las tres o cuatro de la tarde. Lo que nadie tuvo en cuenta, era que el calor de diciembre hacía estragos en la chapa caliente que tenía el techo de la casa que daba al patio. Apenas subimos con pantaloncitos cortos, las piernas nos quedaron al rojo vivo, y con la misma velocidad con la que subimos, bajamos en un estrepitoso chocar de cuerpos. Anotamos rápidamente que esa no era la hora de escape.
Luego de acomodar el horario, el siguiente obstáculo era una pared que tenía una especie de vidriado en su superficie, por lo cual no debías ir con zapatillas blandas o intentar agacharte porque te podías cortar, aparte el vecino tenía un perro muy ladrador y bocina que hizo imposible nuestro intento de investigar la ruta de escape. Cuando pasabas el techo, la pared y el perro te enfrentabas a un paredón enorme de casi cuatro metros de alto y para bajar a la calle te deslizabas por un nogal. Nunca llegábamos más allá del perro, con lo cual el paredón y el nogal eran dos obstáculos que habíamos visto al pasear los sábados por la vereda. Igual, el plan marchaba sobre ruedas y estábamos entretenidas viendo el día propicio para volar cual palomas. El día indicado fue un 26 de Diciembre. Para poder irnos y sobrevivir unos días, estábamos guardando comida y ropa. Llevar mucho sería sospechoso, así que solo llevábamos dos mochilas pequeñas. A eso de las 18 horas del día elegido, estábamos yendo del comedor a la sala de televisión, cuando nos desviamos hacia un pasillo lateral y para pasar desapercibidas nos escondimos en el baño del pasillo.
Cuando Maga dijo que ya podíamos salir, nos deslizamos cual ninjas hacia el patio, y luego de mirar con desesperación alrededor para cerciorarnos de que nadie nos veía, nos trepamos al techo. ¿Les dije que Laura era bastante torpe? No, tal vez no lo comenté, pero casi echa todo a perder, porque se cayó del techo y apenas logramos entre todas subirla. Luego avanzamos por el estrecho paredón y comenzamos a esquivar vidrios, cuando escuchamos un llanto que al principio era ruidoso, pero que se convirtió en un sollozo lleno de angustia:
—¡Chicas! No puedo ir, tengo mucho miedo —gritaba Abi desesperada, comenzando a retroceder al instante hacia el techo. Las demás nos miramos y como creí ver valentía y resolución en sus miradas, avancé segura hacia el camino final de la pared alta y el nogal. Cuando iba por la mitad del recorrido empecé a escuchar al endemoniado perro que desesperado ladraba y giré para ver por dónde venían las chicas. Pero para mi asombro, atrás de mí no había nadie. Las chicas se habían asustado y se habían ido.
Me quedaban dos opciones: o retrocedía y corría el riesgo de caerme por el ladrido rabioso del perro o avanzaba hacia la libertad. Y eso hice; con un enorme salto me trepé del paredón y agarrada como podía con las manos, las piernas y el alma, me encontré en la cima del paredón. Frente a mí estaba el nogal, la calle con su brisa hermosa, el silencio del anochecer y su amplitud de posibilidades infinitas. Así que tomé impulso para agarrarme de una rama del árbol y se nota que no calculé bien (una cosa es tener un plan en papel, otra muy distinta es llevarlo a cabo en pleno vuelo cuando no tenés alas) porque en el salto, me quedé con un montón de hojas en la mano, mientras mi cuerpo se precipitaba al vacío de la vereda. La caída fue dolorosa y confusa, porque no sabía dónde era arriba y dónde era abajo. Me quebré el brazo y me gané un mes de castigo, pero tenía el respeto de casi todas mis compañeras.
El pollo de los pobres
Vivía castigada, así que Sor Rosario era bastante ingeniosa a la hora de pensar en hacerme pasar un momento amargo. Esta vez se le había ocurrido que yo podía atender la puerta el fin de semana. Los domingos venían todas las familias a ver a las chicas y a mí, en lo personal, me dolía que nunca recibiera una visita de nadie. Así que me armé de valor y abrí una y otra vez la puerta con una gran sonrisa y un dolor que me cerraba la garganta (explicale a una nena de 9 años que nadie la visita porque no la quieren). Y en mi tarea asignada estaba, cuando la monja me llamó a la cocina:
—Eli, si viene algún pobre le das una bandejita de este arroz que está en la olla y un poquito de tuco que está en la sartén.
Rápidamente le pregunté qué había en el horno y ella me dijo que era un pollo para la cena de la madre superiora y dos hermanas. Que ni se me ocurra tocarlo. Así que apenas golpeó la puerta un señor que pedía comida, le di el arroz en su bandejita. Pero el pollo me llamaba, con una voz jugosa y crocante, así que me dije a mí misma que una pata no se iba a notar y la comí apresurada. El hueso lo tiré escondido en el fondo de la basura. La tarde trascurrió tranquila, todas las afortunadas tuvieron su visita y yo de a poquito me comí el pollo.
Para las siete de la tarde, apenas quedaba una pechuga (no era un pollo grande). Así que cuando Sor Rosario llegó a cerrar la puerta con llave, me pregunto cómo había estado todo, le conté muy amargada que una señora con dos pequeños llegó a pedir comida y a mí me dio lástima porque las niñas dijeron que nunca habían comido carne ni pollo y yo les puse pollo en el arroz porque ella me enseñó a ser bondadosa. Su mirada fue glacial, pero enseguida me abrazó y me dijo que esa era una buena actitud, apiadarme de los más necesitados sin duda me haría mejor persona; que algo le cocinaría a la madre superiora y luego se fue con esperanza en mi súbito cambio. A la media hora me llamó y apenas la vi supe que algo andaba mal.
—Eli, ¿me podés explicar por qué los huesos del pollo están en el fondo de la basura? —Yo le dije que tenía miedo de contarle la verdad, así que ella chistó enojada y se fue furiosa a pensar otra ingeniosa forma de forzar mi endiablado carácter.
El vestido a lunares
Las salidas de los sábados eran todo un acontecimiento, porque, aunque veíamos las mismas cosas y era la misma vuelta del perro, salir a la calle, y tal vez comprar un dulce en el quiosco, era mágico. Así que todas sabíamos que debíamos pasar por el taller a recibir el vestido o la ropita que nos daban para salir a pasear. Un sábado me entretuve con una revista que me habían prestado y llegué tarde al momento de vestirse, así que me dieron lo último que quedaba, un vestido verde con lunares amarillos y unas zapatillas flecha azules.
Nunca fui fea, de hecho, tengo un color de ojos verdes desafiantes y un pelo rojo furia que me hacían lindísima, pero ese atuendo no pegaba con nada y, unas cuantas burlas después, me sentía feísima. Dar la vuelta de aquel día fue una tortura, me parecieron las quince cuadras más largas de mi vida y sacaron para siempre de mi elección a los lunares para mi futura ropa.
De ahí en más, trataba de llegar primera a la fila, aunque con el tiempo descubrí que todas parecíamos disfrazadas durante el paseo y para mí, la magia había desaparecido o tal vez solo estaba creciendo. Lo que yo aún no sabía, era que me quedaban pocos sábados por disfrutar. En menos de un año, una camioneta me llevaría a otro internado a vivir miles de nuevas experiencias.
Santa Catalina La recién llegada
Apenas pisé el nuevo internado andaba re perseguida, sabía lo del derecho de piso y esta vez no me iban a tomar de sorpresa. Pero la verdad es que los días fueron pasando pacíficamente y poco a poco me fui relajando, a tal punto que empecé a observar a mi alrededor. Había llegado a un internado de señoritas que era privado porque mi jueza consideraba que yo era inteligente, y aunque no podía hacer aparecer a mis seres queridos de la nada, podía darme una buena educación. El lugar adonde fueron a parar mis huesitos estaba en un lugar muy bacán, de la Zona Norte de Buenos Aires y por lo tanto no se parecía en nada al colegio al que estaba acostumbrada. En el aspecto general era como una mini ciudad, con cancha de vóley, pileta, tres enormes dormitorios con baños y duchas incorporadas, enormes pasillos que terminaban en los comedores, un taller y una escuela interna que funcionaba en dos turnos. La modalidad era pupila y semipupila; las pupilas como yo estaban toda la semana y, si tenían familia, se iban de fin de semana y las semipupilas venían a estudiar y luego se iban a su hogar, aunque había chicas que se quedaban a hacer manualidades en el taller.
Todo estaba reglado. A las seis de la mañana comenzaban las actividades semanales y cada dormitorio se preparaba para vestirse, desayunar e ir a la escuela. El turno tarde era primario y el turno mañana secundario. Dentro de las actividades de la mañana también teníamos gimnasia. Luego de almorzar las horas transcurrían entre el taller y en hacer tarea. Los fines de semana, algunas se iban a su casa. Los tres dormitorios estaban separados por edad; las más chicas entre 6 y 10 años, las del medio entre 11 y 14 años y las mayores entre 15 y 18 años, en cada uno había más o menos 70 u 80 chicas. Una vez que aprendí cómo era la rutina, me concentré en conocer a las 70 compañeras con las que compartiría cuarto, comedor, escuela y taller. Había de todo; algunas eran simpáticas, otras eran gruñonas, otras alegres, pesimistas u optimistas, pero no sé por qué no lograba hacer amigas enseguida. De hecho, las amigas que hice fueron de a poco, casi por casualidad.
Maní
Bajé la guardia y me relajé casi por completo, tanto orden me hacía sentir segura, las monjas manejaban el día a día como relojes suizos, todo parecía ir bárbaro hasta que llegó Estela, una chica de aspecto gutural y desconfiado a la que apodaban Maní. Ella no se manejaba con sutilezas, todo en su mundo se reducía a pegar a quien osara hacerle frente o mirarla raro. Enseguida se hizo cargo del control del televisor y miraba cosas muy densas como recetas escandinavas o música lenta o cuentos de terror. También tenía amenazado a casi medio dormitorio, así que todas trataban de ofrecer su postre para caerle bien. Ella rompió con el esquema de paraíso que tenía hasta el momento, sabía que alguien tenía que frenarla, pero yo no tenía las agallas, hasta que un día la encontré llorando bajito detrás de la puerta de un baño. Al principio se hizo la enojada y como me quedé en silencio, bajó la guardia y siguió lamentándose. Así que me acerqué y la abracé fuerte y constante.
Cuando dejó de llorar, me contó que ella era muy feliz en su casa, en donde vivía con su hermanita, su papá y su mamá. Las cosas iban por un tubo, hasta que sus padres se divorciaron y todo se vino barranca abajo y encima escuchó por parte de unas tías que la iban a mandar a ella y a su hermana menor a un internado hasta que su mamá pudiera salir adelante, porque su papá se había ido “con otra”. A su hermana se la quedó la tía, y a ella la mandaron al instituto. Cuando llegó acá, la furia de saber que su familia estaba quebrada para siempre hizo que chocara con casi todas, pero la estrategia no le resultó bien porque se estaba quedando sola y nadie la quería. Lo más probable era que pasara mucho tiempo antes de que su mamá la sacara de allí y no sabía cómo explicarles a todas que en realidad ella era buena.
Yo, que siempre fui medio justiciera, le dije que no se preocupara, que la iba a ayudar, e impulsé una reunión para poder hablar con el resto de las chicas. Una vez que el comedor estuvo a pleno, intenté contar lo que Maní me había confesado en el baño, pero ella se adelantó y no me dejó hablar, en cambio me empujó hacia una pared y me dijo bajito que lo pensó mejor y no quería perder el respeto que le tenían. Nunca más me acerqué a ella. Un día su mamá la vino a buscar. No hace falta decir que nadie lamentó su partida.
La Bocha
La cocina del instituto veía llenar sus alacenas aproximadamente tres veces al año, algunas de las cosas eran donaciones, otras eran compras que se hacían para abastecer la demanda de las chicas que vivíamos allí. Esta organización no tenía nada que ver con nuestra vida y rutina diaria, pero casi sin querer queriendo, íbamos a alterar para siempre ese sistema que les había funcionado muy bien a las monjas hasta entonces.
Hacía como un año y medio que vivía allí y había hecho un grupito de cuatro amigas muy compinches entre nosotras, aunque éramos totalmente diferentes. Macarena era tímida, reservada y a veces hosca, pero tenía una sonrisa que iluminaba el lugar, aunque durara tres segundos; Gabriela era valiente, atrevida y bastante boca sucia; Valeria era la santa chupacirios que siempre terminaba las frases con “Dios mío, guárdame”; Laura era introvertida, pesimista y lacónica, y yo era una nerd declarada, siempre con mis libros bajo el brazo. Definitivamente no teníamos nada en común, pero nos sentíamos hermanadas por el lazo más estrecho de este mundo.
Un sábado, las que no salíamos el fin de semana estábamos aburridas sentadas en el patio, y luego de arrancar todo el pasto que tenía a mi alrededor, les dije a las chicas que me gustaría comer algo diferente, que siempre nos daban tostadas y un poco de manteca y mermelada para la merienda. Todas empezaron a quejarse de que deberíamos comer mejor y que no era justo que las que salían comían hamburguesas y papas fritas. No, eso tenía que cambiar urgente. La llamada de la campana que anunciaba la merienda nos sacó de la conversación y caminamos hacia el comedor despacito, porque, la verdad, sabíamos que no nos esperaba nada que no conociéramos. Nos sentamos como siempre en la mesa redonda y el bullicio del comedor y el masticar de setenta bocas no dejaron oír la propuesta de Gabi.
—¡Chicas! Tengo a mi prima en la cocina y ella dice que la semana que viene llega la mercadería nueva a la despensa.
—¿Qué? —le grité a Gabi, ella me señaló el pasillo, y cuando salimos todas precipitadas hacia afuera, nos explicó su plan.
Su “prima” (nunca se sabía si las chicas eran familia en realidad porque todas se decían “hermana”, “prima”, “tía”, etc.) trabajaba en la cocina y tenía, de muy buena fuente, que en unas tres semanas llegaba de todo. Pero esa información no nos pareció nueva; todas sabíamos que de algún lado salía la comida y que las monjas tenían todo anotado en un libro llamado “balance”, así que en un principio no entendíamos adónde quería llegar Gaby con su “tremenda” noticia. Pero cuando escuchamos su precario, pero lúcido plan, todo se aclaró. Si en tres semanas llegaba un cargamento de comida, lo que se podía hacer era seleccionar algo que aún no fuera anotado por las monjas en la bajada a la cocina y luego de guardarlo, robarlo, total nunca se darían cuenta. La reacción del grupo fue tan variada como nuestras personalidades; Maca dijo:
—Tenemos que pensar bien las cosas o tener algo más planificado que solo confiar en tu “prima”. —La cara de Gaby fue de espanto.
—Nena, si no estuviera segura no te lo cuento, creo que le faltan pulir cosas, pero es genial mi plan. —Laura dijo que ojalá las cosas nos salieran bien, pero que apoyaba a Maca, porque por algo nadie nunca había logrado sacar nada de la cocina. Yo opiné que solo era cuestión de que hiciéramos un plan que no tuviera fallas y por último Vale nos miró y dijo:
—Que sea lo que Dios quiera.
Con la complicidad de casi todas las chicas que trabajaban en la cocina, nos pusimos de acuerdo en robarnos un jamón, porque en general venían cinco o seis jamones y era fácil disimularlo en los datos cuando se bajaba la mercadería. El único detalle es que al principio éramos solo nosotras cinco más la “prima” de Gaby y para la siguiente semana ya casi estaba enterado y era cómplice medio dormitorio.