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Al terminar el mes solo nueve chicas quedaron afuera del plan o sea que éramos 61 chicas para planificar, ayudar, robar y repartir un jamón entero. La realidad es que no nos hacía falta comida, pero la adrenalina de la situación era altamente adictiva y casi nunca pasaba nada nuevo, estar involucradas en algo así era como oro puro a nivel emocional. El día que llegó el camión estábamos con unos nervios terribles, porque sabíamos que a la noche teníamos que arriesgarlo todo para poder tener en nuestros brazos al querido y anhelado jamón. Pero para nuestra suerte o desgracia, Camila, la prima de Gaby, nos avisó que el jamón nunca llegó y ante los nervios de la ocasión ella apartó una mortadela que debíamos robar antes de las seis de la mañana del día siguiente.
El operativo “jamón” mutó en operativo “bocha” y todas pasamos el día ansiosas de que llegara el momento. Ahhh, me olvidaba el detalle: que apenas se enteraron de que se trataba de una mortadela se arrepintieron como treinta pibas, pero juraron guardar estricto silencio acerca del plan. A las siete de la tarde fuimos a cenar como siempre y de ahí a bañarnos y ponernos el pijama. A las nueve y media Sor Herminia apagó la luz con su acostumbrado “hasta mañana, niñas”, y todas esperamos aproximadamente 20 minutos que se hicieron larguísimos y luego de acuerdo al plan nos distribuimos de dos en dos por la galería para avisar si pasaba algo. Las que perpetraríamos el famoso robo de la “bocha” éramos cuatro chicas: Gaby, que siempre estaba en el top ten de las aventuras que implicaran algún riesgo; Fátima, una chica que si la castigaban no perdía nada porque odiaba irse de fin de semana debido a una familia bastante disfuncional; Celeste, que era muy miedosa, por lo que para darse ánimo susurraba una canción, y yo, que me ofrecí porque igual ya estaba castigada hasta 1990 más o menos.
Cuando llegamos a la cocina y pasamos una puerta vaivén, Camila nos recibió nerviosa:
—¡Che, cómo tardaron! —dijo enojada y acto seguido nos abrió la despensa que siempre estaba cerrada con llave. El objetivo era bochita, pero al pasar, la cantidad de cosas ricas nos llamaban la atención y al botín se sumaron un par de chocolates y unos paquetes de galletitas dulces. Entrar y salir no nos tomó más de unos minutos. Cuando ya teníamos el redondo y preciado fiambre, nos pusimos a la tarea de emprender la marcha. Para saber si estaba el camino despejado habíamos dicho que a medida que avanzáramos, las chicas harían un ruido; el del tero-tero quería decir que estaba todo bien y si escuchábamos un mugido de vaca era que teníamos que correr. Diez tero-tero después y sin novedad alguna, estábamos en el dormitorio donde nos recibieron con una inmensa alegría. Gaby, que siempre estaba atenta a todo, sacó un cuchillito con sierrita con el que comenzamos a destrozar la mortadela. Estaba tan rica que hasta les dimos a las agretas que se habían bajado del plan. Pero al final quedó un pedazo que ya nadie quería, así que decidimos envolverlo en un trapo para tirarlo en la mañana siguiente. Al otro día la vida transcurrió igual que siempre, levantarse, cepillarse los dientes, ponerse el uniforme, hacerse la colita o la trenza y revisar que todo esté en la mochila. O sea, que nadie se acordó de la mortadela sobrante.
Al cabo de casi una semana, comenzamos a oler un tufo extraño, que se fue haciendo lacerante para el olfato. No lo asociamos porque la culpa entierra las malas acciones en lo profundo del subconsciente colectivo, así que nadie se hacía cargo de nada. Pero Sor Herminia estaba harta de ventilar todo el día, revisar zapatillas o repartir desodorante para evitar tremendo aroma, así que empezó a buscar la fuente de la baranda cual perfumista, yendo por todos lados del dormitorio, hasta que percibió que cerca de los placares del fondo, el olor se volvía más profundo y rancio. Así que buscó las llaves y se puso a revisar la ropa murmurando que éramos unas mugrientas. Nosotras ya nos habíamos percatado de que se trataba de la mortadela zombi, pero nada podíamos hacer porque la monja revisaba todo como poseída. Cuando la encontró retrocedió horrorizada:
—Las voy a matar —gritaba enojada. Las monjas son caritativas, humildes y bondadosas, pero también son seres humanos y Sor Herminia tenía su cuota de paciencia absolutamente en línea roja. Primero buscó una bolsa y con gesto asqueado tiró adentro la mortadela y nuestras esperanzas de una buena semana.
Luego nos paró a todas en fila y empezó a preguntar quiénes fueron las que se trajeron el fiambre (ella no sabía que era porque ya no tenía forma de nada). Había un silencio tan raro que se podía sentir respirar a todas despacito, salvo a Pauli que era asmática y necesitaba resollar. Sor Herminia fue y vino mirándonos, tratando de quebrarnos, porque hacía más de 25 años que vivía en el internado y sabía que siempre alguna chica con el clima adecuado se termina quebrando y confiesa, pero luego de treinta minutos todas seguíamos estoicas y nadie emitió sonido. Así que nos dijo que realmente dábamos vergüenza y que, obvio, estábamos todas sin postre ni salidas por un mes. Vi caras tristes y escuchamos sollozos ahogados, porque la única manera de ver a la familia o de sentir a los afectos cerca era durante el fin de semana. La mortadela nos había costado cara; nadie habló, pero todas nos sentíamos desoladas y angustiadas. En lo personal yo no tenía visitas o salidas, pero siempre me alegraba verlas partir ilusionadas con su bolsito a ver a su familia. Después de todo esto, Gaby ya no intentó convencernos de hacer nada por un tiempo muy largo.
La bibliotecaria
Siempre fui muy curiosa y me inscribía en cuanta actividad hubiese, pero mi fuerte nunca fue ser social, porque si bien no me cuesta relacionarme, prefiero la soledad o que la compañía sea más divertida o entretenida que dicha soledad. Cuando tenía 12 años, Sor Herminia me regaló dos libros y como la perseguí una semana contándole mis experiencias literarias, un día me frenó a mitad del pasillo y me dijo:
—Eli, ¿a vos no te gustaría ordenar la biblioteca del colegio? Yo confío en vos, porque sé que sos buena estudiante.
Le pregunté qué era lo que tenía que hacer y me dijo que en un principio seleccionar los libros que estaban dispersos, clasificarlos en un orden y, si me ponía ambiciosa, ella me ayudaría para que la biblioteca pudiera funcionar de nuevo.
En mi nuevo papel de bibliotecaria, adquirí una importancia desmedida porque era la única que tenía el privilegio de tener un espacio absolutamente propio. Gaby enseguida se acercó a mí para ver si podía ser mi ayudante:
—¡Hola, Eli! Me enteré de que estás ordenando la biblio y te quería preguntar si puedo hacer algo acá, lo que necesites.
Luego de pensarlo detenidamente porque ella no era de esas chicas estudiosas, sino todo lo contrario, decidí que no me vendría mal una mano, pero luego de aceptarla, se presentó en la biblioteca con Valeria y Maca. Les dije que no quería tener problemas y que en realidad no necesitaba a tanta gente, aunque mi intuición me decía que, tal vez, si ordenábamos todas juntas, organizaría los libros de una forma más rápida. Así que con mucha cautela le pregunté a Sor Herminia si podía tener a alguna de las chicas trabajando conmigo y me dijo que confiaba en mí, pero que por favor no le fallara.
Luego de una semana, estábamos todas ordenando unas cajas de donación, cuando vimos asomar la carita triste de Lau:
—Chicas, ¿cómo va todo? ¿Con quién tengo que hablar si quiero trabajar con ustedes? —Las miré a todas, furiosa porque estaba segura de que era un complot y luego murmuré:
—Que Sor no se entere. —Y acto seguido las cuatro se abalanzaron sobre mí para abrazarme, sellando así nuestra amistad en la biblioteca.
El juego de la llave
Aparte de todos los libros, libritos y revistas que había que ordenar había cajas con donaciones que la gente realizaba. A medida que las chicas abrían las cajas se querían quedar con todo, pero nunca permití que se llevaran nada. Solo debian ver que habia. Si tenían ropa se llevaba al taller para que vieran si había que remendarse, lavarse o planchar. Si contenían utensilios como vajilla o cosas que se pudieran reutilizar se los llevaba a Sor Herminia o a Sor María. Se hizo tan rutinario abrir las donaciones que casi no nos llamaban la atención, hasta que abrimos una caja que era pequeña y liviana.
—¡Mirá, Eli! —La emoción en la voz de Gaby nos hizo girar a todas.
—Es un libro raro —dijo Vale. Con curiosidad miramos las manos de Gaby y descubrimos que tenía un libro cuya portada era roja y verde con una especie de espiralado en su lomo. El color era llamativo, pero lo que nos dejó boquiabiertas era su interior; el libro contenía lo que parecían ser a simple vista hechizos de todo tipo, y luego de leer exhaustivamente me detuve en un apartado que decía con letras bellamente escritas: “El cordón de plata”. Dicho así no suena a nada, pero explicaba que cada ser humano posee un alma, que, al estar unida a un cordón de plata en el plano astral, se mantenía en el cuerpo. Si ese cordón se rompía, el espíritu de la persona quedaba vagando en el plano astral sin encontrar su destino. El libro explicaba que se podía vivir la experiencia estando en el plano terrenal y que, cuando una persona dormía, su alma se despegaba del cuerpo y luego volvía a su estado al despertar. Dicho así parecía realmente una locura y lo tuvimos que leer como tres veces para comprenderlo, aunque en verdad entendimos bastante poco. A continuación de la explicación venía una especie de instrucciones para vivir la experiencia de sentir que el alma vagaba, pero para hacerlo se debían tener en cuenta un par de observaciones y precauciones, pero como esta parte nos sonó a bla, bla, bla, nadie quiso leer las advertencias.
Nos concentramos en buscar lo que el libro pedía: una llave de oro o plata unida a una cadena afín, una manta roja, seis velas blancas. La manta o tela era para extender en la superficie en donde la persona que viviría la experiencia se acostaría, las seis velas eran para crear un ambiente de purificación y la llave era para poder acceder al estado astral. El día en que decidimos hacer “el vuelo”, como lo llamábamos, fue un jueves a eso de las dos de la tarde porque todo el mundo estaba en los talleres, así que llevamos todo lo que encontramos a la biblioteca. La manta era una lona medio anaranjada, pero con suerte serviría, las velas estaban re usadas porque las tomamos de la sacristía, pero para iluminar estaban bien y la llave con su cadena derivó en un anillo que le sacamos a Paula, que era la única que tenía un anillo que parecía de oro y una cadena que seguro era de plata. Pauli era hija de un diplomático que la había dejado en el internado al morir la mujer, y como viajaba mucho, les confió a las monjas la educación de su preciada hija. A nosotras nos caía bastante molesta porque era muy fingida, pero era la única que tenía realmente dinero y así nos aseguramos de que las joyas fueran genuinas (yo juraría que eran bañadas en oro, pero qué sabía yo de oro).
Cuando nos pusimos de acuerdo en todo, nos dimos cuenta de que ninguna de nosotras se animaba a acostarse arriba de la manta que habíamos extendido en el escritorio, así que hicimos un sorteo con palitos y la que sacara el más corto viviría su “vuelo”, y si todo salía bien luego lo intentaríamos todas. Los nervios se sentían en el aire, saqué mi palito y cuando vi que era largo suspiré, las demás chicas una a una, fueron tomando su turno para suspirar, hasta que Laura tomó el anteúltimo palito y sacó el más pequeño. Antes de comenzar ella había dicho que con la suerte que tenía seguro le tocaba y todas mirábamos el palito chiquito en sus manos y la expresión de pesimismo que tenía en su rostro.
Finalmente, Laura se acostó y las demás prendimos las velas que, más que purificar, hacían una humareda bárbara y empezamos a hacer cruces encima de su cabeza como indicaba el libro y mientras nos balanceábamos, emitíamos sonidos en un mantra mientras repetíamos palabras que leíamos del susodicho libro. Supongo que visto desde afuera pareceríamos un grupo de locas, pero la sensación de estar juntas en algo tan raro era sublime. Estábamos tan concentradas en tratar de decir todo bien y hacer el vaivén de la cadena, que no sentimos los ruidos del pasillo hasta que Vale advirtió que alguien venía y el pánico se apoderó de todas.
—¡¡Guarden todo!!! —grité desesperada y volaron velas, cadena y libro, pero el detalle más importante era que Laura seguía acostada inerte sobre el escritorio. Cuando le dijimos que ya estaba todo bien, que se levantara, notamos que estaba pálida y que no respondía a nuestro llamado, así que Gaby le puso un cachetazo y Maca un sacudón y nada… ¡¡¡Qué desesperación!!! En medio del caos mi mente pensaba que la monja nos iba a sacar a patadas de la biblioteca si se enteraba, así que era el momento indicado para un plan arriesgado al estilo de Gaby, así que le preguntamos qué hacíamos. Rápidamente nos dijo que envolviéramos a Laura en la manta anaranjada y que apenas escucháramos que Sor se iba, la llevaríamos al dormitorio y la dejaríamos dormir, porque seguro luego de descansar un rato se iba a despertar como nueva. Así que entre todas la envolvimos y la llevamos por el pasillo bajando la escalera rumbo al dormitorio. En nuestro temor de ser descubiertas, golpeamos un poquito a Lau contra las escaleras, la pared y el pasamanos, pero al fin llegamos al dormitorio y la depositamos en su cama acomodándola de manera que pareciera que se dormía la siesta de su vida. Luego nos fuimos a estudiar porque ya eran las cuatro de la tarde y a esa hora hacíamos la tarea en un salón que estaba asignado para ello. Como a la media hora pasó Sor Herminia preguntando si alguien vio a Laura y todas negamos casi como autómatas, pero en todo grupo siempre está la que se siente culpable y Maca dijo que le pareció que Lau dijo que se sentía mal y se había acostado. Sor Herminia se fue refunfuñando y subió las escaleras rumbo al dormitorio.
Aproximadamente diez minutos más tarde la vimos pasar casi corriendo con el velo al viento y salimos a ver qué pasaba. Las noticias eran que Lau estaba desmayada, así que el doctor que nos atendía pasó rápidamente con un maletín y al rato trajeron una camilla para llevársela. Para esta altura nuestros nervios estaban crispados, pero no podíamos delatarnos, así que amenazamos a Maca con dejarla fuera de nuestra hermandad y de esa manera la callamos. Luego de unos cuatro días Laura volvió del hospital, pero cuando nos acercamos para hablarle nos ignoró por completo. Su enojo duró casi tres días más, hasta que la arrinconamos y le preguntamos qué le pasaba.
—Nena, no es para tanto —dijo Gaby.
—Todas estábamos preocupadas por vos, Lau —expresé con voz bajita. Ella nos miró y luego se largó a llorar.
—¡No saben lo que pasé, chicas! Mientras ustedes me envolvían y me llevaban, yo estaba fuera de mi cuerpo, pero en lugar de flotar arriba, como decía el libro, iba a su costado y pude ver cómo Gaby me pegó, Maca me gritaba y ustedes me golpeaban, quería hablarles y yo me escuchaba, pero ustedes me ignoraban, hasta que me di cuenta de que no podía volver a mi cuerpo... no saben qué desesperación.
Nuestras caras eran de espanto, nos sentimos re culpables y juramos nunca, pero nunca más, volver a intentar hacer nada de lo que decía en el libro.
Dulce niña mía
Lau siempre fue una niña triste, hija de un albañil tosco y bruto y de una mamá que amaba profundamente a sus cuatro hijas, pero que no podía hacer nada frente al carácter irascible del marido. Su infancia había trascurrido en una pasarela eterna al hospital, para curar sus “caídas”. Más de una vez los médicos denunciaban los maltratos, hacia los que era sometido el cuerpo pequeñito de Lau, pero su mamá rápidamente aseveraba que la torpeza de su hija era abrumadora, hasta que cumplió 10 años, no pudo soportar tanta angustia y se escapó de su hogar. Cuando la encontraron, no quería volver a su casa, así que la llevaron a un instituto, pero como quedaba apartado del hogar de su familia, la jueza decidió becarla y mandarla al internado en donde yo estaba. Ella llegó cabizbaja, parecía un trapito, nunca había visto a alguien tan triste y eso que había cientos de historias malogradas en ese lugar. Con el tiempo la fuimos integrando a nuestro grupo y nos trasformamos en su familia. Empezó a sonreír de a poquito y casi se podía decir que la veíamos feliz dos veces al año. Pero la verdad es que luego del juego de la llave su carácter cambió; se volvió taciturna y ausente. Lo único que la sacaba de ese estado catatónico autoimpuesto era la música de los Guns and Roses, pasaba horas cantando una letanía de “Sweet Child O’ Mine”. Ella soñaba con salir del internado y conocer a Axl Rose, o por lo menos verlo de cerca. La verdad es que se había vuelto un poco monotemática con ese cantante, pero cuando hablaba de él era la única vez que se veían brillar sus ojitos.
Luego de casi un año desde el “vuelo”, Lau había empezado a recuperar la relación con su familia y su padre estaba calmado a tal punto que la venía a buscar y la traía los domingos, así que todas pensábamos que pronto se iría a su casa. Lo que no sabíamos era que estaba atravesando a sus 13 años una enorme depresión que se la devoraría sin que nos diéramos cuenta. Era junio y como todos los domingos Vale y yo, que no teníamos salidas, esperábamos a las chicas que volvían de su casa. Gaby y Maca llegaron temprano, pero eran las ocho de la noche y de Lau ni noticias. Llegó casi a las nueve de la noche cuando la hora de entrada era hasta las siete y media. La Madre Superiora le dijo al padre de Lau que tenía una notable falta de responsabilidad y le indicó a Laura que dejara sus cosas y se acostara. Nosotras la estábamos esperando para recibirla con los brazos abiertos. Luego de una escueta charla, porque no quería hablar mucho, nos acostamos.
Esa sería la última conversación, porque la depresión de Lau no la dejó pedirnos ayuda, ni decirnos que se había traído un montón de pastillas de su mamá y que se las había tomado todas juntas, para no despertar más. Fue absolutamente horrible, no podíamos entender que su cuerpo estaba vacío, muerto. El trámite para llevársela fue rapidísimo, pero el shock que teníamos nosotras cuatro era enorme, ahora sabíamos que la muerte era real y que Lau no volvería a cantar nunca, ahora nuestra hermandad estaba quebrantada y, aunque no lo dijimos, estábamos casi seguras de que el juego del año pasado tuvo mucho que ver y eso nos carcomía el alma.
Competencia desleal
Era 1988, y luego de casi un año de perder a Lau, todas tratábamos de hacer cosas nuevas para no sentir su ausencia. En mi caso, me acerqué a las actividades físicas, y como todos los años el internado participaba de una competencia intercolegial, intenté anotarme en alguna disciplina. No fue fácil, porque como siempre las chicas de vóley tenían su equipo completo, y natación, que era lo que más me gustaba, había llenado su cupo. Cuando le pregunté a la profe Verónica qué podía hacer yo, me dijo que lo único que quedaba era gimnasia artística, con suelo libre o esquema con pelota. Me gustó mucho lo del esquema libre, pero treinta vueltas fli fla en el aire, corriendo el riesgo de quebrarme la columna, desistí y pregunté tímidamente si aún quedaba la pelota. Así que pasé alrededor de cinco tardes con la profe, explicándome cómo una pelotita horriblemente resbalosa, tenía que pasar por casi todo mi cuerpo al son de la canción “Ghostbusters”. He de confesar que siempre fui perfeccionista, así que practicaba a toda hora y poco a poco empecé a notar que lo hacía muy bien.
Aunque solo era un encuentro entre colegios, los nervios se hacían sentir como si se tratara de los juegos olímpicos. Cuando llegamos al predio, nos avisaron que gimnasia artística entraría casi al final, así que me relajé y me fui a cambiar al baño. Primero me saqué la ropa y me puse la malla azul con cuidado de no tocar el peinado de bailarina que Sor Herminia me había hecho con tanto amor y dos cintitas verdes. Luego exhalé aire de mis pulmones, me miré al espejo y me dije: “Hoy gano porque me lo merezco” (Gaby me había dicho que lo hiciera para darme valor).
La competencia empezó; las chicas de vóley perdieron por poquito y yo me alegré un montón, porque me habían despreciado cuando me quise unir a su equipo. En natación como siempre, ganó nuestro internado de la mano de Sofía, una chica que realmente era un pez. En gimnasia de estilo libre las que se presentaron eran malísimas y me arrepentí de no haber hecho mi rutina, porque seguro ganaba.
La tarde fue transcurriendo lentamente y casi a las cinco anunciaron por el micrófono que la disciplina final era gimnasia artística con elementos y me nombraron como quinta para hacer mi presentación. Una a una fueron pasando y con cada esquema mi ego se agrandaba porque no eran muy buenas, hasta que anunciaron en el micrófono a una chica llamada Malena García como parte del colegio Santísima Trinidad, el cual era nuestra competencia local. Miré atentamente su rutina y con cada vuelta de su cinta veía irse mi esperanza de ganar; era brillante, no tenía fallas, la cinta seguía su cuerpo como si fuera parte de él y me sentí ridícula con la estúpida pelotita en mis manos, pero no me iba a dar por vencida, y cuando se escuchó en los parlantes el nombre de Elizabeth Verammi, supe que era el momento de hacer mi entrada triunfal. Los nervios me hacían temblar, pero la presentación salió mejor de lo que esperaba; doblé mi cuerpo hacia la derecha y la izquierda, haciendo pasar la pelota por ambos brazos, luego flexioné en un arco perfecto mi tórax, hasta tocar con la punta de mis pies la frente, mientras ponía la pelota en mis manos. Para finalizar arqueé la espalda y dejé que la pelota recorriese mi columna vertebral como si dicha posición fuera natural. Salió hermoso, pero yo sabía que el único premio serían los aplausos, porque era seguro que la tal Malena me ganaba. Esperé ansiosa el resultado, pero estaba convencida de que era el segundo puesto. Medio triste nos preparamos para irnos y cuando iba camino al colectivo vi que Malena corría hacia mí.
“¡No te vayas! ¡Te quiero dar algo!”, me gritaba emocionada y extendiendo la mano me dio su copita de primer puesto, diciéndome que ella sabía que la ganadora era yo; si me hubieran dado una cinta en lugar de esa pelota, yo la hubiese superado porque era muchísimo mejor. Que realmente le había encantado competir conmigo y luego se fue sin dejarme replicar. Guardé la copa en el fondo de la mochila con una sensación de derrota triunfal. Apenas me senté en el colectivo me quedé dormida...

Casi un delfín
Lo que yo viví como casi una derrota humillante, en realidad me colocó en el mundo del deporte de Santa Catalina. No se hablaba de otra cosa que no fuera esa apretada final y mi cara de espanto cuando Malena me dio su copita, la cual, por cierto, me encargué de hacer desaparecer. Como una semana después de todas las emociones vividas, mi profe de gimnasia me dijo que había estado charlando con las chicas del equipo de natación y que ellas querían hacerme una prueba para ver si podía ser parte de su equipo, porque estaban muy contentas de cómo había representado al colegio. Creo que ya comenté que siempre había querido ser parte de ese equipo, pero tampoco era cosa de que pensaran que estaba desesperada, así que le dije que lo pensaría y ese mismo día a las dos de la tarde confirmé mi cita para la dichosa prueba.
Lo primero que hice fue ir a preguntarle a Gaby si me daba lecciones de natación porque yo apenas sabía dar dos brazadas y no creía que podía nadar al ritmo de las demás. Gaby me miró un rato largo, luego pegó una vuelta alrededor de mí mirando mi cuerpo y dijo:
—Te van a comer viva, ja, ja. —Enojada agarré violentamente mi toalla y mi dignidad y me marché hacia la pileta, pero Gaby me alcanzó y trató de explicarme lo más rudimentario de la natación.
—Lo primero que tenés que hacer es sacar la cabeza hacia un costado para respirar y no frenar el ritmo. —Yo la miraba ir y venir, hasta que tomé valor y le dije por qué ella no nadaba con el equipo y me dijo que eran unas creídas, pero si era lo que yo quería ella me apoyaba.