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El día de la prueba llegó y cuando me presenté en la pileta estaban todas las integrantes del equipo con la típica malla roja y la profe en el medio con el silbato.
—Eli, prestá atención, lo primero es hacer crol y luego volvés con mariposa y para finalizar hacés espalda, ¿sí? —Asentí y traté de que no me ganaran los nervios; puse mi cuerpo doblado en la plataforma de salida y me preparé para el silbato; apenas sentí el silbatazo mi cuerpo saltó como un resorte y nadé como si fuera un delfín; no podía sentir si iba bien o mal o si las cosas que hacía no les gustaban, pero dejé todo lo que podía dar en cada brazada. Cuando terminé me paré al borde de la pileta y pregunté tímidamente cómo me había ido.
—Faltan pulir cosas, ¡pero te damos la bienvenida! —¡Qué alegría tan grande!, abracé a cada una y cuando estaba fundida en el último abrazo, vi a lo lejos a Maca, Vale y Gaby que me miraban tristes. Gaby me levantó el pulgar y sonriendo con lágrimas en las mejillas me hizo un saludo de adiós con las manos y se fueron. Era muy obvio que mi hermandad era otra completamente diferente ahora.
Una cosa es llegar y otra es dar la talla o estar a la altura de lo que era el equipo de natación, yo tenía 14 años y la mayoría tenía 15 o 16, y la verdad parece muy poca diferencia, pero el cuerpo es otro, así que me esforcé el triple por ser valorada, tanto que en un punto se podría decir que estaba ansiosa por pertenecer y ser parte de su equipo. Lo que yo no sospechaba era que mi amable corazón me jugaría una mala pasada.
En octubre anunciaron que, en diciembre, para conmemorar el aniversario del internado, tendríamos una tarde familiar y un agasajo para toda la institución que incluía las actividades que se llevaban a cabo durante el año, así que aparte de las hermosas realizaciones que se hacían en el taller de costura y bordado (lugar del cual hui toda mi vida), también se jugaría una especie de torneo interno con medallas en las diferentes disciplinas que teníamos; vóley, natación, gimnasia artística y fútbol femenino. ¡Por fin tanto entrenamiento serviría para mostrar mi valía!
A medida que se acercaba la fecha era obvio que las favoritas éramos Sofía y yo, porque terminábamos cabeza a cabeza todos los entrenamientos. El resto de las chicas solo nos veían pasar cual flechas y sabían que tenían que conformarse con el segundo o tercer puesto. En ese tiempo yo no lo decía, pero estaba agotada y triste, porque aparte del bajón que es crecer y no entender los cambios bruscos de humor, tenía que hacerme cargo como siempre de la biblioteca, no podía bajar las notas, seguía tratando sin éxito de unirme a mi exgrupo de amigas, debía practicar para el baile con el que abriríamos la presentación y, por supuesto, no tenía que fallar en el entrenamiento; creo que la frase ”retroceder nunca, rendirse jamás” fue el leitmotiv de esa época de mi vida.
Durante un entrenamiento, Celia, una chica que estaba casi en mi misma situación familiar (nadie la visitaba jamás), contó con muchísima emoción que su familia vendría desde Misiones para verla, porque ella les había mandado una carta y su mamá había decidido viajar. Las monjas alojarían a su mamá y sus dos hermanitos para que pudieran compartir ese día con ella. Yo escuché atentamente y me alegré mucho por el reencuentro de su familia.
Dos días antes de la presentación, Sofía, mi mayor contrincante, se lastimó un tendón y no podía nadar, así que yo andaba toda agrandada porque sabía que era la lógica ganadora del certamen. Siempre fui más intelectual que física, pero como soy constante, cuando me proponía algo sabía que podía lograrlo. El día de la presentación, me puse mi pantaloncito corto, mi remerita ceñida y salí triunfante a bailar y a disfrutar el día. En el parque había un montón de familiares ansiosos por ver a sus hijas y tuve que recordarme que yo no tenía a nadie aplaudiendo por mí, pero vivía una vida linda y Sor Herminia me cuidaría para siempre según sus sentidas palabras.
El esquema salió perfecto, luego hicimos el torneo de vóley que fue una demostración de egos y malas caras, para pasar al fútbol femenino, que de femenino no tuvo nada entre los gritos y escupitajos. Por suerte, gimnasia artística con sus presentaciones aportó la gracia y belleza de la tarde, aunque todas insistían en que yo hiciera el esquema de la pelota.
Casi a las cinco de la tarde comenzó nuestro evento acuático; gané las primeras cuatro carreras como era de esperarse y quedamos en una última terna Celia, Tamy y yo. Obvio que todas sabían que yo ganaría como en los entrenamientos, pero mi error fue girar el cabeza justo cuando Celia gritó:
—¡Mamá! —Y vi a su madre con la cara gastada por el sol y la vida, sonreír orgullosa al ver a su pequeña competir y, aunque luché conmigo misma, me obligué a saltar y a nadar despacio, lo cual le dio una lógica ventaja a Celia, quien ganó muy tranquila.
Yo salí de la pileta, vi las caras de mi equipo de natación y supe que mi fugaz carrera acuática había terminado. Más tarde, Celia me alcanzó un pedacito de torta que comí en silencio, sintiendo el sabor más agridulce de mi corta vida.
La muerte acecha
La etapa de la niñez es pura vida, energía constante y risas a mansalva, por lo que no era común que en el internado alguien falleciera, pero esta fase final forma parte de la vida misma y a veces era inevitable.
Paula sabía desde muy niña que su mamá estaba enferma y que no tenía chances de sobrevivir, aunque con los cuidados que el dinero puede comprar, su vida se había alargado hasta los 9 años de su hija. El día que ella falleció, Paula ya estaba preparada para ese crucial momento, y cuando su padre le anunció que ahora estaban ellos solos para apoyarse, lo sintió normal y casi respiró con alivio porque por fin ya no vería sufrir a su mamá. Lo que Paula no vio venir fue que su padre le dijo que él debía continuar con su trabajo y con su rutina y no podía dejarla sola con las personas de servicio, dado que ella tenía que interactuar con niñas de su edad.
Así fue como Paula Ibáñez llegó al internado con sus valijas caras y su ropita fina, para compartir la vida con nosotras, quienes nos convertimos en sus compañeras, aunque nunca logramos sacar el rictus de amargura en su rostro, absolutamente impropio en una niña tan pequeña. Yo tenía 11 años cuando ella llegó y como no pertenecía a mi dormitorio al principio no le presté atención, pero cuando la pasaron dos años después, lo que decían las chicas de ella era evidente; parecía una reina, altiva, orgullosa, rodeada de lujos y caprichosa al máximo. Contra todo consejo y convencida de que hay cosas que el ojo no percibe, poco a poco me acerqué a ella y comenzamos a charlar, hasta que me contó que su papá era diplomático (o algo así, porque viajaba mucho), y aunque tenían mucha plata y algunos familiares bondadosos, él quería que Pauli tuviera una vida ordenada y que no estuviera con su familia por lástima o algo así. Todos los fines de semana la buscaba y la llevaba a hermosos paseos en donde eran protagonistas de aventuras compartidas. El recuerdo de su madre era constante y trataban de que no se esfumara. La verdad era que la tristeza principesca de Pauli no me llamaba mucho la atención, lo que me llamaba la atención era la cantidad de cosas lindas y ricas que traía luego de cada finde y ser su amiga tuvo sus ventajas, pero yo estaba por aprender que lo bueno dura poco.
El invierno de 1989 fue duro y el asma de Pauli se intensificó a tal punto que aparte de las nebulizaciones vivía yendo a ver al médico. Una noche ella comenzó con su rutinaria tos, pero esta vez no paró de toser hasta casi las dos de la mañana. Tratar de dormir era casi imposible y todo el dormitorio estaba consciente de que nos teníamos que levantar en apenas cuatro horas y se escuchaban las quejas de casi todas.
—Dormite loca.
—Dejá de toser, nena. —Y algunos gritos que por respeto no voy a transcribir.
Fuimos a llamar a Sor Herminia y ella vino con su pijama cómico (parecía vestido de novia de tanta gasa), y luego de revisarla, trajo el nebulizador que pareció calmar la tos y el resuello de Pauli. Así que a es de las tres de la madrugada ya no la escuchamos más y luego de un suspiro colectivo el dormitorio entero concilió el sueño. A la mañana nos levantamos y como Pauli no se levantó le preguntamos a Sor si la dejábamos dormir y ella nos dijo que no la despertemos, pero hacer silencio en un dormitorio de 70 chicas es un milagro, y como suponíamos que estaba re cansada nos fuimos al colegio. Escuchar las clases fue un suplicio, casi todas estábamos somnolientas, pero lo que nos sacó de ese estado fue la noticia que comenzó a correr a las once de la mañana en la que decían en voz baja que se habían llevado a Pauli muerta.
Estábamos alteradas y confundidas, así que cuando fuimos a almorzar, Sor Herminia y Sor Rosario se encargaron de explicarnos que Pauli estaba descansando en brazos del Señor (eso siempre me sonó a cuento chino) y que desgraciadamente sus pulmoncitos no resistieron su ataque de asma.
La tristeza me quemaba la garganta, porque la presumida de Pauli, a fuerza de tanta golosina y fotos de sus viajes, se había ganado un lugar en mi corazón.
Lógicamente su muerte puso en alerta máxima a las monjitas que comenzaron a hacer rondas nocturnas para cerciorarse de que todo estuviera bien.
Pero la muerte llega en el momento más inesperado y a veces de una forma bien absurda;
Geraldine formaba parte de una familia de clase media trabajadora y amorosa. La vida era hermosa para ella y su hermana Danielle, porque ambas eran hijas anheladas y soñadas. Esa vida cambiaría bruscamente a los 7 años de Gery, cuando en unas vacaciones de verano un borracho que no midió consecuencias, se cruzó de carril y el auto en donde venía toda la familia cantando, voló por el aire debido al impacto. La muerte instantánea de los padres las puso a disposición inmediata de un juez de menores y como la hermana de su papá no se sentía capaz de hacerse cargo de una niña de 10 años en terapia intensiva y una niña de 7 totalmente abrumada y traumada, decidieron que era mejor buscarle un hogar provisorio hasta resolver la situación.
La “situación” no solo no se resolvió, sino que Gery vino a vivir con nosotras y tuvo que esperar casi 3 años hasta que tuvo noticias de su hermana. En un comparendo, le expresó al juez que deseaba que Danielle viviera con ella. El juez le dijo que haría todo lo posible, pero que luego de su traslado, el caso de su hermana pasó a mano de otro juzgado porque quedó postrada casi un año, pero intentaría cumplirle el deseo y así reunirlas. Cada vez que sor Vivian traía un papel en la mano, Gery corría a su encuentro pensando que era la orden de traslado de su hermana, hasta que un día, tanto delirio se transformó en realidad.
—¡¡¡Mi hermana viene!!! —gritaba cantando por todo el patio. Nos tenía tan cansadas con su espera bulliciosa que el día que llegó Danielle, la esperaba medio Santa Catalina; pero lo que tenía Gery de entusiasta, lo tenía Danielle de apática. El entusiasmo por conocerla duró los treinta pasos que había del portón a la puerta de entrada.
Gery estaba chocha y saltaba alrededor de su hermana, acompañándola a todas sus actividades. Era normal verlas de la mano, charlando o abrazadas llorando, Dios sabe acerca de qué recuerdos familiares. Lo único que parecía traerle alegría a Danielle era jugar al vóley, pero ya les conté que eran especiales en ese equipo, ¿cierto? Viendo que no la iban a aceptar nunca las acompañé y hablé con la capitana para que nos dejaran, aunque sea, jugar en los entrenamientos. Ella dijo que estaba bien y así empezamos a formar parte del equipo de reserva. O de conserva, porque nos mataban a pelotazos, pero de pasarla o dejarnos jugar nada. Pero igual no nos dimos por vencidas. Dani, porque le encantaba ese deporte, aunque era malísima, y yo, porque si me retiraba la sacaban seguro.
Un martes a la tarde, sabía que a eso de las cuatro de la tarde se entrenaba, así que fui a buscarlas para ir a la cancha de vóley. Dani no se veía bien, así que le pregunté qué le pasaba.
—Me duele la cabeza, pero no te preocupes, Eli, yo voy a dar lo mejor de mí hoy. —Como la vi muy resuelta, asentí y partimos hacia el patio. Su hermanita se acomodó en las gradas, para alentar a Dani y nosotras nos colocamos juntas como siempre para recibir la cantidad de remates y pelotas locas o perdidas que nos tocaban ese día. La capitana nos dijo que esta vez íbamos a cruzar equipos, así que ella se fue enfrente y yo quedé del lado izquierdo de la cancha. El partido comenzó y ya desde su inicio se veía venir que Dani no agarraba una pelota, así que las chicas comenzaron a hacerle el “vacío”, como si ella no estuviera parada, saltando desesperada para todos lados, tratando de agarrar aunque sea una pelota. La situación se volvió incomoda, tenía la cara roja de tanto saltar en vano, el ceño fruncido y la rabia contenida, decidí que, si me pasaban a mí la pelota, yo se la tiraría a ella. El descuido de una jugadora me hizo poseedora de la pelota, la pasé apresuradamente hacia Dani, que la siguió con la mirada y la esperó con los brazos alzados, pero antes de que la pelota hiciera impacto en sus dedos, se desplomó en forma seca hacia atrás, y cuando su cuerpo cayó, se orinó instantáneamente.
No sabíamos si se había desmayado o qué. La profe Vero nos apartó a todas nerviosa y cuando el médico llegó, empezó a cruzar miradas raras con ella. La camilla vino con rapidez y acomodaron a Dani en ella y se la llevaron rápidamente. Estábamos desconsoladas porque intuíamos que algo malo le había pasado a su hermana. Nos fuimos a bañar y esperamos en el pasillo sentadas a Sor Vivian. La monja vino cabizbaja sabiéndose portadora de una terrible noticia, así que con voz muy suave y tomando las manos de Gery le explicó que una venita del cerebro de su hermana había estallado y que no había sido posible reanimarla.
Ella nunca se recuperó de la muerte de su hermana. Yo me aparté de su lado porque no quería mi compañía. Casi un año más tarde, su tía, que ahora sí se sentía “capaz” de cuidar solo a una niña, se la llevó.
Ese es mi jean
Durante el año nuestra vestimenta general era la camisa con un bléiser si hacía frío, la pollera y las medias ¾ con zapatos marrones tipo mocasín. Para hacer gimnasia usábamos pantalones sueltos y remeras que tenían el logo de Santa Catalina. La ropa la proveía el mismo internado y cada año se renovaba con dos camisas, dos suéteres, dos pares de medias, cinco bombachas y corpiños, dos polleras, dos pantalones y tres remeras. Cada una de nosotras tenía un placarcito con llave para guardar y administrar la ropa. La ropa sucia se llevaba al lavadero y se dejaba allí. ¿Cómo sabíamos cuál era la de cada una? Fácil, desde niña te enseñaban a bordar, así que las prendas tenían en su interior el apellido de cada una. Si eras vaga y no lo bordabas te arriesgabas al robo.
Los sábados las monjas, nos dejaban vestirnos más casualmente, pero yo, como no tenía familia, no podía variar mucho mi vestimenta. Así que me propuse empezar a generar unos pesos y así comprarle algo a la señora que traía el bolso de la ropa para vender una vez al mes. Resuelta a trabajar en lo que pudiera, me dirigí al taller y le pregunté a Sor Rosario si tenía trabajo para mí.
Ella me miró de reojo y me dijo:
—Llegó un cargamento de caritas de los Simpson, un programa nuevo de televisión, si querés podrías probar suerte con eso, te puedo pagar 5 centavos cada pieza que esté bien pegada. —¡Sonreí de lado a lado y le dije que estaría allí al otro día!
Cuando llegué a las dos en punto de la tarde del día siguiente, me formé en fila alrededor de la mesa y empecé a observar qué debía hacer. El trabajo era bastante fácil, había que pegar una carita de Homero, Maggie o Bart a una pajita que giraba como en un firulete y así quedaba armado un sorbete divertido. A eso de las tres, pasó la chica que anotaba los apellidos, para contabilizar lo que hicimos. Estuve realizando ese trabajo aburrido, monótono y pegajoso durante 6 largos meses, hasta que reuní la plata para comprarme mi primer jean. Un día doña Mabel llegó con su bolso y yo tenía la plata para comprar. ¡Qué dicha! Ella sacó un montón de jeans y remeritas de colores pasteles (las monjas no permitían colores muy estridentes), pero todo me parecía hermoso. Mirando y rebuscando, me quedé con un jean celestito que me quedaba como hecho a la medida y de regalo me dio una bandana, así que partí hacia el dormitorio sintiéndome una princesa. No veía la hora de que fuera sábado para mostrar mi bello jean. Pero la vida cuando va sobre ruedas encuentra piedras empinadas y esa semana tuve una discusión bastante álgida con Marta, una chica que debía limpiar los baños, mientras que a mí me tocaban los pasillos y, en lugar de eso, convenció a Sor Herminia de que yo nunca había limpiado los baños y me pusieron a hacer esa desagradable tarea. Como nunca pude controlar lo que pienso de las personas, le dije que esa tarea era de ella, porque había nacido para hacerlo y que excremento con excremento se llevaban bien. Nos gritamos casi hasta quedar afónicas y Sor Herminia enojada dijo que no le cambiaba la tarea semanal y la mandó a los baños. Martita juró venganza…
El primer sábado que me puse mi amado jean me paseé por todo el internado para mostrar lo lindo que me quedaba y hasta juraría que Gaby y las chicas me perdonaron todo lo que sucedió en el pasado, porque mi nuevo atuendo me hacía tener una personalidad vibrante, amistosa, alegre y eso era lo que contagiaba a mi alrededor. ¡Estaba tan feliz! Durante la semana me entretuve en mis tareas y en la entrega y devolución de libros de la biblioteca que, por fin, había abierto al público y todo parecía funcionar de mil maravillas, hasta que ese fatídico viernes, mientras me dirigía al dormitorio, me crucé con varias chicas que me miraban con lástima y mi nuca erizada me empezó a avisar cual radar que algo estaba horriblemente mal. Así que apresurando el paso me acerqué a mi cama y allí encontré el pantalón de mi vida hecho trizas, todo tijereteado, le colgaban hilachas por todos lados, no servía ni para el verano, ni siquiera para limpiar los vidrios. El nudo que me cerró la garganta no me dejaba respirar, sentí que me caía lentamente hacia el piso y comencé a llorar al principio despacito y luego a viva voz. Mi lamento dio paso a la rabia más furibunda y mirando a todas furiosa pregunté quién era la marrana que me había hecho tremendo mal. Un silencio… la mayoría de las chicas había huido mientras lloraba y las que quedaban vistiéndose trataban de no meterse en problemas, porque de última no tenían nada que ver, pero yo no entendía razones, iba por todo el dormitorio arrastrando mi hermoso y muerto jean para pedir explicaciones. Esa noche dormí absolutamente devastada.
Cuando me levanté el sábado ya no tenía ganas ni de bailar, ni de cantar, ni de nada. Pasé por las lógicas etapas de una pérdida: asombro, ira, impotencia y resignación, para terminar en un estado casi zen en el que parecía tener absolutamente asumida la situación, y al comenzar la semana luego de un triste finde, todo parecía haber vuelto a la normalidad. La semana pasó más rápido que la anterior porque me sobrecargué de tareas; biblioteca, taller, pelotazos limpios en vóley y mantener las notas al tope. Cuando llegó el viernes y me dirigía al dormitorio nuevamente, todas me miraban, pero esta vez agachaban la cabeza, así que me apuré a entrar y la escena que me recibió fue muy similar a la que se vivió el sábado pasado, pero esta vez la que lloraba sobre casi toda su ropa deshilachada era Martita. Corrí a su lado y empecé a gritar:
—¡¡¡Hasta cuándo va a pasar esto!!!
—¿Por qué a nosotras? —Y traté de consolarla lo más que pude. Esa noche dormí con una enorme sonrisa en mi rostro y una tijera debajo de mi ropa.
Blanca humareda
La adolescencia afectó a todas con sus cambios físicos y emocionales. En mi caso, era una adolescente atípica, no era rebelde, pero tampoco era sumisa, y aunque era estudiosa, la influencia de los 90 se hacía sentir, porque a pesar de no poder escuchar música o ver televisión, las chicas que venían de visitar a sus familias el finde nos acercaban la moda y la música que se escuchaba. Así conocí a Roxette, Madonna, lo mejor de los Guns and Roses (¿recuerdan a Lau?) y tantos otros cantantes. Era la época de las bandanas y el pelo despeinado, las chaquetas cortas y el look despreocupado.
Por ese tiempo ya me había vuelto a juntar con mi grupo de amigas; Gaby, Vale y Maca, era muy normal vernos trabajar y estudiar juntas. Durante la semana íbamos a clases, luego al taller y hacíamos la tarea en la biblioteca. Los deportes formaban parte de mi pasado frustrado; había dejado el vóley luego de un remate que me dejó mareada y enojada y me estaba dedicando ciento por ciento a recuperar mi vida intelectual o eso les hacía creer a las monjas que me tenían una confianza ciega. Todo era bastante inocente y no teníamos mayores sobresaltos, hasta que Gaby vino con la noticia de que su hermano mayor la había hecho fumar tabaco el fin de semana y le había encantado, así que nos había traído para nosotras y nos iba a enseñar.
Un lunes terminamos de comer, nos fuimos a trabajar en el taller y nos juntamos a las 16:00 horas en la biblioteca. Luego de cerrar con llave, giré intrigada y observé los tesoros que Gaby ponía sobre el escritorio; una bolsita con una hierba algo marrón, unos papelitos para armar los cigarritos, un encendedor amarillo patito y un perfume de olor bastante feo, pero que tapaba la baranda de la fumadera. Todas mirábamos curiosas mientras Gaby, como toda una experta, armó el primer cigarro, fumó aspirando lentamente y me lo pasó para compartir el fasito. Yo lo tomé, lo acerqué a mi rostro y aspiré como lo había visto hacer, pero el humo se me fue para otro lado, y aunque mi cara decía que todo estaba genial, mis ojos llorones expresaban otra cosa.
Gaby me miró y dijo:
—¡Eli! Siempre la misma boba, tenés que fumar despacio, no tragues el humo, nena, siempre te tengo que explicar todo. —Y acto seguido le pasó el cigarrillo a Maca, que salió bastante airosa de la prueba, aunque luego me confesaría que se le resecaron todas las ideas. Cuando fue el turno de Vale, ella aspiró poquito como para conformar a Gaby, porque en realidad no quería meterse en problemas con su espiritualidad, pero más temor tenía a perder nuestra amistad porque éramos la única familia que le quedaba.
Luego de pasada la novedad, Gaby se fue de fin de semana dispuesta a traer otra bolsa de tabaco y a compartir ese asqueroso hábito con nosotras, y aunque no le encontrábamos la gracia que para ella tenía, no osábamos decirle que no queríamos fumar por temor a su carácter iracundo.
Un lunes estábamos como siempre en la biblioteca y la cara de Gaby se transformó, al darse cuenta de que se le terminaron los papelitos blancos para armar los cigarros y se le ocurrió la brillante idea de revisar los libros para ver si alguna hoja era apta para tal fin. Me opuse rotundamente a que arrancara una sola hoja de los libros, pero Maca con tal de ganar puntos insinuó que las hojas de la Biblia eran finitas y hacia allí se dirigió la mano de Gaby arrancando el principio de la creación del mundo y transformándolo en un cigarrillo. Al final terminamos todas sentadas en ronda fumando, menos Vale que nos miraba y decía:
—Se van derechito al infierno, amigas.
Ya sea con su predicción latente o no, la cosa es que en tres meses nos fumamos hasta San Marcos, porque la idea era hacer desaparecer la Biblia para que las monjas nunca supieran lo que pasó con ella. Esa época no fue la mejor para ninguna porque andábamos siempre alertas y culpables, hasta que un día Gaby nos anunció que se iba porque le había llegado la mayoría de edad. Ayudarla a juntar sus cuatro cosas locas fue un suplicio, jurarle cariño eterno fue la regla y verla desaparecer por el portón fue un solo lamento. Nuestra hermanita mayor ya no estaba.
Sentimos el mismo vacío que experimentamos con la muerte de Lau, pero esta vez, una de nosotras había salido al mundo para triunfar. Estábamos seguras de que Gaby tenía todas las de ganar, siempre había sido la mejor de nosotras y sabía perfectamente cómo sobrevivir.