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No muestres las pechugas
La primavera llegó y con ella las hormonas se alborotaron; ser adolescente en la etapa de las miradas pícaras y las urgencias húmedas no funcionaba para mí en ese entorno, simplemente porque éramos todas mujeres y no les encontraba gracia. A mí definitivamente me gustaban los hombres. ¿Cómo lo sabía? Porque me había enamorado perdidamente dos veces: del profesor de ajedrez que tenía la cara absolutamente desordenada, pero era portador de los ojos verdes más bonitos del universo, y del hijo del jardinero, que tenía unos 19 años, y aunque se veía re lindo como arcoíris de ocho colores, era el objeto de deseo de casi todas las chicas, que no entendían que el pibe venía a ayudar a su anciano padre y que seguramente tenía prohibido hablarnos o mirarnos siquiera. El problema era que, salvo los curas que venían de vez en cuando y se sabía que estaban consagrados, los dos especímenes masculinos anteriormente mencionados, eran los únicos con testosterona en 400 metros a la redonda.
Por eso, cuando llegaron los obreros para arreglar parte del techo de la iglesia, el revoleo de miradas y la torcida de cuellos aumentó de intensidad. También se pudo apreciar la velocidad con la que se levantaron las faldas y se abrieron las camisas, todo bien disimulado por supuesto, porque una puede perder cualquier cosa en esta vida, menos la honra.
La que daba la nota y no entendía esta regla, era Paquita, quien, con su cuerpo lleno de redondeces y su veloz desarrollo, ostentaba orgullosa un par de senos túrgidos y una cadera generosa que los ojos masculinos apreciaban en demasía, pero que nosotras percibíamos como atributos provocadores de calores internos. El 14 de septiembre de 1990, luego de soportar toda una semana de piropos demasiado intensos, cuando íbamos por el pasillo rumbo a nuestra clase de inglés, un trabajador desde el techo le gritó a nuestro grupo algo ininteligible, pero como hizo el gesto de agarrarse la entrepierna, el mensaje resultó bastante claro. En lugar de pasar rápidamente e ignorar su obsceno gesto, Paquita se acomodó sin disimulo el pecho y la carne rosada de sus senos urgidos se mostró a la luz del sol que entraba por las columnas del pasillo. Los muchachos reaccionaron como hinchada en una final de Boca-River y comenzaron a escupir todo tipo de improperios. Escapar rápidamente fue la única salida a tan bochornosa situación.
El resto de la mañana trascurrió tranquila, pero lo único que se le escuchaba decir a Paquita era que ella era hermosa, y obvio, los chicos sabían que estaba más buena que asado con papas (todas las referencias de Paquita remitían a comida). Las demás la mirábamos sin entender si hablaba en serio o si tenía problemas para darse cuenta de que lo único que esos muchachos querían era despeinarla contra una pared. A mediodía, la vuelta al comedor fue insoportable, los chiflidos subieron de tono al pasar y Paquita en lugar de ocultarse, se desabrochó un botón de la camisa que sin “querer” se le rompió. Y hasta allí llegaron los muchachos que bajaron a tratar de hablar con ella. Nosotras nos fuimos lanzándole miradas de rayo y cuando entró triunfante en el comedor volteamos a ver qué había pasado; uno de los muchachos había escrito en su brazo derecho un teléfono para encontrarse con ella afuera. La siguiente media hora fue escuchar el masticar de las bocas hambrientas de mis compañeras y la voz chillona de ella diciendo TODO lo que pensaba hacer en su salida. Sentí que debía decirle algo, que nadie iba a parar la situación en la que nos había metido y que esos tipos sentían que todas nosotras éramos unas regaladas como ella. Así que la miré y le dije:
—No hables más, Paquita. —Ella se dio vuelta con la rapidez que pudo y me dijo:
—¿Y si no qué? —La secuencia que sigue fue tan acelerada, que no sé cómo se hubiera podido evitar lo que pasó.
Paquita, furiosa, me seguía mirando por el rabillo del ojo y yo, que ya saben la boquita que cargo, le dije por segunda vez que se callara; ¡¡para qué!! Empezó a levantar la voz contando con lujo de detalle lo que pensaba hacer con el pobre cuerpo del calenturiento obrero y como había chicas de 12 años escuchándola, la vergüenza creció en mí, transformándose en un solo grito.
—¡Callate, gorda trola!
La respuesta fue un veloz tenedor que vi volar hacia mi cara, lo esquivé con éxito mientras mi cuerpo saltaba hacia adelante, viendo cómo ella agarraba una botellita de vidrio de una famosa marca de gaseosa (eran donaciones de dicha empresa) y la dirigía hacia mi rostro. Yo sabía que la naturaleza no me había dotado de mucho, de hecho la vida ha sido bastante mezquina conmigo, pero tengo dos atributos que nadie me había podido quitar; mi inteligencia y mi hermoso rostro, así que me cubrí la cara con mi brazo izquierdo sintiendo el golpe y el ruido de vidrio al romperse.
Cuando la conmoción del golpe pasó, bajé el brazo y vi con horror que me salía a borbotones sangre de la cara. ¡Dios, esta pendeja me lastimó la cara!, pensé. Mi mirada desesperada y estupefacta vio que lo único que quedaba era el pico de la botella en el piso. En un ataque de furia, lo agarré rápidamente y se lo clavé en la cabeza. Nunca había sido violenta en toda mi vida, y si lo hubiera pensado dos segundos, no lo hacía, pero el dolor de verme herida en mi amado rostro pudo más. Paquita chilló del dolor aturdida, se tocó la cabeza, sintiendo de sombrero un pico de vidrio y gritó para pedir ayuda.
Las dos fuimos llorando en la ambulancia. A mí me pusieron seis puntos en el brazo y cinco en la pera, y a ella le sacaron media cabellera para hacerle un agujero y suturarle la herida. Nunca supe si se encontró o no con el obrero, pero en el colegio se hizo un silencio mudo acerca de ese tema. Lo único malo es que a partir de ese incidente las chicas y las monjas ya no creían que yo era tan buena como antes. Había perdido la reputación por una necesitada.
El doctor y su muñeca
Las heridas provocadas por Paquita me hicieron ganadora de unas cuantas visitas al médico, donde debían sacarme los puntos. Me encontraba una mañana en el pasillo de un hospital local esperando que me revisaran la herida, cuando Sor Rosario me dijo que iba a hacer un trámite. Yo obediente esperé tranquila y calladita.
De una de las puertas llamaron a una tal Macarena Rodríguez y no presté atención, hasta que escuché la voz del médico por tercera vez llamándola, así que levanté la vista y ante mí estaba un médico que parecía salido de alguna película; guapo, varonil, joven y todo atributo que puedas imaginar. Mi cuerpo salió disparado hacia la puerta antes de que él pudiera cerrarla.
—¡Soy yo, doctor! Él me miró con curiosidad y me dejó pasar.
—Sentate en la camilla y decime qué te anda pasando.
Yo le respondí lo más seria que pude:
—Me lastimé la mano y la pera y tengo un dolor terrible. —Él asintió y buscó una lapicera para recetarme alguna cosa, mientras yo me despachaba mirándolo. Me parecía perfecto, se asemejaba a un Adonis griego, de esos que había leído, o a un caballero inglés, según le diera el sol que entraba por la ventana.
Mis cavilaciones fueron interrumpidas por una pregunta absurda que me hizo:
—¿De qué signo sos? —Yo lo miré dudando y le dije:
—De Leo.
Y luego él largó la carcajada y me dijo que le cuente la verdad, porque la ficha de Macarena Rodríguez decía que tenía 34 años y yo apenas pasaba los 14 o 15. Muy ofendida mascullé que tenía 16 recién cumplidos, que no me falte el respeto y no sé, ni me importa por qué, le conté que vivía en un internado de monjas llamado Santa Catalina. Luego de mi abrupta confesión, me bajé de la camilla, abrí la puerta y me senté en el pasillo mirando el piso. Sor Rosario llegó justo y como estaba abochornada no miré hacia atrás, donde un confundido médico quedó parado viendo cómo me retiraba del lugar.
Pasaron alrededor de dos meses y casi llegaban las vacaciones de verano, pero esta vez lo esperaba con ansias porque sería el último verano que pasaría allí. Todas las internas, tuvieran familia o no, al cumplir los 17 años eran preparadas antes de su mayoría de edad para irse en busca de su futuro. Sabía que me esperaban mil aventuras, me sentía preparada y asustada en la misma proporción. Una tarde calurosa de diciembre, Vale vino corriendo y me dijo:
—¡Se te hizo el milagro, Eli! —Como siempre o casi siempre sus palabras tenían entonación religiosa, no le hice caso. Pero cuando Sor Rosario me anunció muy seria que la Madre Superiora me quería ver, me asusté. Caminé apresuradamente hacia la dirección pensando qué hice mal o qué hice bien y suavemente golpeé la puerta.
—¡Pase! —Asomé la cabeza y pude ver a nuestra querida Madre Superiora que me miraba con cariño, o sea que tenía alguna buena noticia.
—Eli, vino alguien a visitarte, tiene permiso del juzgado, así que te voy a dejar que recibas tu visita en el jardín. —Pasmada me quedé; En todos estos años NUNCA me habían visitado y eso que era mi ruego más anhelado. La alegría dio paso a la intriga.
—Sor Fátima, ¿quién es? —Ella me indicó la puerta y pasé al frente donde estaba el jardín y allí lo vi parado al doctor. ¡Qué pavor…, me quería enterrar allí mismo!
—Hola, soy Diego Valencia, ¿podemos hablar? —Me deslicé despacito hacia el asiento de jardín que estaba caliente por los rayos del sol, pero allí me atornillé y lo miré curiosa.
—¿Vos qué hacés acá?
Él se sentó y me empezó a contar que quedó impactado conmigo y para ver si era cierto lo que le había dicho se había contactado por teléfono con la Madre Superiora y luego con mi jueza para que le dé permiso para verme, que sus intenciones eran absolutamente nobles y solo quería conocerme. Yo lo escuchaba atentamente, pero no entendía nada.
—¿O sea que vos sos como una especie de amigo mío ahora?
Moviendo la cabeza de un lado a otro me dijo que ni él sabía por qué tenía tantas ganas de verme, que luego de que yo me fuera por el pasillo se quedó todo el santo día pensando en mí y, si yo quería sí, podía ser mi amigo. Le dije que lo iba a pensar, él prometió volver el otro sábado. Esa semana fui una heroína, pero con el pasar del tiempo todas se acostumbraron a verme a mí y a mi enamorado charlando en el jardín. Me traía de todo: golosinas, peluches, cosas para estudiar, libros que me gustaban, historietas, etc. Descubrí que era divertido y amable, por lo que poquito a poco me fui enamorando de él; salvo el detalle de que nos separaban doce años de diferencia, parecíamos almas gemelas destinadas a estar juntos.
Como yo sabía que al cumplir los 17 tendría que irme se lo comenté y él le pidió permiso a la jueza para comenzar a llevarme a pasear los sábados; un permiso que rápidamente fue concedido, otorgado y sellado. Cuando comencé a salir a la calle con él todo parecía un sueño; me decía que era su muñequita, me llevaba a comer comidas de nombre largo y sabor sublime, insistió en comprarme ropa bellísima (como 20 jeans me compré) y paseamos por casi todo Buenos Aires, lo cual nos dio tiempo para contarnos cosas más personales. ¡Su historia era tan distinta a la mía! Él nació en La Plata, su familia era de alcurnia, su padre que había sido cirujano, siempre lo apoyó en su carrera, su madre era un ser amoroso que toda la vida lo había cuidado, y como solo tenía una hermana que vivía en Suiza, al morir el padre, él se quedó a cargo de su madre que, si bien era una señora vital y coqueta, siempre contaba con sus consejos y cuidados. A mí me sonó todo muy lindo, porque escucharlo hablar con tanto cariño de sus padres cuando yo no había conocido ese tipo de amor, era casi mágico. Así y todo, sentía pánico de conocer a su madre y el sentimiento se acrecentó cuando me dijo que quería que fuera bien vestida a conocerla.
Sentada en su coche hice un puchero.
—¡Nunca me va a aceptar, Diego, soy huérfana!, ¿entendés? —Él rápidamente me retrucó:
—Eli, no hace falta contar todo, mi vida, le decís que tenés familia lejos y listo. —La situación me parecía peligrosa, así que ultimamos detalles y cuando por fin tuve el primer encuentro con su mamá, mi persona fue absolutamente reemplazada por una joven de 18 años, que fue criada de la misma manera que su amado hijo y a quienes sus padres (que vivían en San Luis) habían enviado a estudiar a Buenos Aires. La señora me pareció realmente amable y me dolía mentirle de esa manera.
Nuevamente en el auto Diego me abrazó y me dijo que su mamá estaba feliz conmigo y yo superenojada le grité:
—¡Son puras mentiras, apenas descubra quién soy me va a odiar! —Tratando de calmarme me contestó:
—Nada que ver, lo importante es que estemos juntos, el resto veremos. —Pero yo sentía que me había obligado a mentir, porque él no tenía las gónadas suficientes para decirle a la mamá de dónde literalmente me había sacado. Esa situación me quedó haciendo ruido...
Nuestra historia de amor fue rápida, efímera, voraz como un incendio y con la misma velocidad se apagó. Yo aún no había tenido relaciones sexuales con nadie y era un tema recurrente en casi todas nuestras salidas, porque Diego era un hombre de 28 años y sentía que la carne le hervía y el deseo lo acuciaba. El problema era que sus tiempos no eran los míos y su error más grande fue pensar que yo caería rendida a sus pies y en sus genitales.
Una de las tantas salidas de fin de semana me dijo que me llevaría a un lugar soñado, donde solo íbamos a estar él y yo. Así que con tremendo programa me puse mi ropita más linda, saludé a Vale y a Maca y me subí al auto de “mi doctor”, como le decían las chicas. Observé que la ciudad comenzaba a quedar atrás y el camino se hacía rutinario, por lo que solté mi cabello, bajé la ventanilla y mirándolo con ternura dije las palabras más trilladas y usadas del mundo: ¡¡¡te amo!!! Él me respondió con un guiño de ojo.
Llegamos temprano a Mar del Plata y nos alojamos en un hotel divino, yo no soy tonta, por lo que sus intenciones eran absolutamente obvias, pero todo era tan bonito que solo me dejé llevar por el momento. Dejamos las cosas detrás de la puerta y le dije que quería darme un baño, así nos preparábamos para almorzar. Dejé la campera en la cama (solo había una cama) y me dirigí al baño que era lujoso con jaboncitos y toallitas de todos los tamaños posibles, luego de una espumante ducha me sequé el cuerpo y me envolví en toallas. Busqué mi ropa para ponérmela, y como no la encontré, salí medio enojada a preguntarle por qué me sacó la ropa del baño. Apenas me asomé en el marco de la puerta, sentí su mano fuerte agarrándome el brazo, levantándome casi en el acto y llevándome hacia la cama. La desesperación de él no le dejó ver el pánico en mi rostro, y en lugar de ser una escena de amor, se transformó en una lucha libre que parecía excitarlo cada vez más, hasta que le grité:
—¡Me estás lastimando, así no quiero! —En el acto se frenó, se acomodó el pelo y me pidió disculpas; yo tenía el cuerpo a medio cubrir por la toalla y magullones en los brazos. Empecé a hacer arcadas de los nervios y él me abrazó tiernamente y me dijo que iba a esperar hasta que nos casáramos, que por favor lo disculpara. El fin de semana paseamos, comimos y compramos algunas cosas, pero él durmió en el piso con una frazada y yo dormí en la cama. Al llegar al instituto el domingo por la tarde mi cara no reflejaba la misma alegría con la que había partido, mis amigas apenas me preguntaron qué pasaba. Acostada en mi cama comiendo un alfajor muy famoso de Mar del Plata sentía las lágrimas correr por mis mejillas y me preguntaba con quién me había metido.
El siguiente comparendo fue para anunciarme que me casaba en dos meses. La noticia me cayó como balde de agua fría; ¿ni siquiera me habían consultado? ¿Qué era yo, un objeto? Le informé a la jueza que bajo ningún motivo yo me casaba y ella me dejó muy en claro que yo sin él no sería nada. Muchos pueden pensar que por qué me hacía la orgullosa, que siendo una pobre piba debía estar agradecida de semejante oportunidad, que el futuro que tendría con tremendo prospecto era brillante, etc. Pero yo sentía en las entrañas que no podía, ni quería verlo más. Mi problema básicamente era que la reacción de Diego me había trasladado a mi más tierna infancia y veía claramente el rostro del “monstruo” venir hacia mí a atacarme. No tenían ninguna relación entre sí, pero apresurarme, a Diego le había costado perder mi incipiente amor…
La bendita calle
Volver a mi rutina y preparar mi salida fue todo lo que ocupó el resto de mis pensamientos. Por suerte Maca se vendría conmigo al pensionado para señoritas que tenían las monjas y seguro juntas saldríamos adelante. Lo único triste de esta situación era que tendríamos que dejar atrás a Vale porque era casi dos años menor que nosotras y aún le faltaba mucho para irse de allí. Todo en la vida llega y una cosa es soñar con el día y otra es recibir unos pesos que nos ofrecieron con tanto amor las monjitas, diciéndonos que estaríamos un año más en la pensión hasta que pudiéramos valernos por nosotras mismas, que nos habían anotado en un secundario para adultos, así terminábamos los estudios, que debíamos buscar un trabajito para mantenernos y que de ahora en más, ellas confiaban que tanto cuidado y cariño no serían en vano porque nosotras sabríamos ser mujeres de bien. Abracé a Sor Herminia con inmenso cariño, sin saber que esa era la última vez que la vería con vida, a Sor Rosario para agradecerle por tanta paciencia, a Sor Vivian por ayudarnos siempre y ser tan atenta y a la Madre Superiora para jurarle que las haríamos sentirse orgullosas. Finalmente avanzamos hacia la salida y el portón gigante se cerró detrás de nosotras.
Atravesamos la ciudad en el auto que nos llevó al pensionado religioso donde nos recibió Sor Eulalia, quien nos indicó cuáles serían las pautas nuevas a seguir; nosotras estaríamos bajo su tutela hasta los 18 años, debíamos hallar y mantener un trabajo honesto y legal, no podíamos dejar de estudiar, por lo que ella exigía la libreta de notas y a las 20 horas se cerraban las puertas del pensionado, por lo cual si llegabas más de cinco veces tarde te arriesgabas a que te echaran. Llena de recomendaciones y advertencias comenzó esta nueva etapa, pero nada podía opacar el hecho de que estábamos libres en la ciudad más hermosa del mundo. “¡Buenos Aires tiembla! ¡Eli y Maca han llegado!”, pensé.
La primera semana fue acomodarnos, conocer a las demás pensionistas, ir a preguntar datos escolares, aprender a andar en colectivo, buscar incansablemente un trabajo y tratar de no desanimarnos en el proceso. Nada era como lo había soñado; la mayoría de las pensionistas vivía su vida y no tenía tiempo de decirme qué hacer. Al final Maca se encontró con unos familiares que se la llevaron a trabajar con ella y yo me quedé más sola que nunca, o por lo menos, así me sentía.
Los trabajos que conseguí no servían para nada; repartir folletos por pesitos, telemarketer a comisión, vendedora de panchos y un montón más que trato de no recordar porque una se amarga. Hasta que encontré un trabajo re piola en una estación de servicio, aunque confieso que comencé con muy mal pie, porque el anuncio decía: “Señorita con buena presencia para trabajar en estación de servicio”. Hacia allí fui toda bien vestida y llena de esperanzas, pero el señor que debía entrevistarme no estaba, así que su mano derecha, un muchachito desgarbado, medio tartamudo, llamado Miguel, me dijo que si quería podía ir llenando los papeles y esperar sentada la entrevista. Cuarenta minutos después y tres cafés medio fríos pensé que me estaban tomando el pelo, así que le pregunté:
—Che, ¿viene tu patrón? —Y él con poco ánimo me dijo:
—Si querés po-po-podés ayudarme en la playita y te explico cómo es el trabajo. —Sin dudarlo lo seguí hacia la playa de estacionamiento y observé cada movimiento que hacía con la máquina expendedora de nafta.
—¿Me dijiste que te llamás Elizabeth, cierto? Bueno, lo que tenés que hacer es fácil; le preguntás al cliente qué necesita y mientras cargás el auto, le ha-ha-hacés el aseo sin dejar de moverte, más rápido te movés, más-más propina te dan, nena. La verdad es que las explicaciones de científicas no tenían nada, pero me resultaron muy útiles y se lo agradecí. Cuando llegó Esteban, Miguel le dijo que hacía como tres horas que yo estaba esperando y que él me había explicado todo. Esteban me miró como palpando cada parte de mi ser y me dijo:
—Empezás mañana. Gabriela, de la cocina, te da la ropa, luego firmamos contrato. —La palabra “contrato” me sonó exquisita. Me marché hacia la cocina y pedí mi ropa de trabajo; una cocinera con cara de agotada me dio una bolsita flaca con lo que era mi “uniforme”, pero para no despertar suspicacias sonreí y me fui apresuradamente, pero luego en la pensión abrí la bolsita y para mi disgusto, el atuendo era una calza medio traslúcida, con una remera ceñidísima haciendo juego, lo único lindo era la gorrita con el logo que me puse y me quedaba rebien. Viéndome en el espejo me di cuenta de que estaba flaca y que aún no tenía mucho pecho, pero mi mayor problema era mi trasero; ¿recuerdan a Teo? Bueno, la calza mostraba que me faltaba media cola, pero si caminaba hacia la derecha con disimulo se notaba menos. Lo importante era que conseguí un trabajo honrado, por la mañana trabajaría, podía estudiar por la tarde y ¡realmente estaba ganando plata! Si Sor Herminia me viera…
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