Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso

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—¿La vamos a interrogar esta noche? —preguntó Renoir, tratando de esquivar los baches en el camino cuesta abajo.
—Podemos dejarlo para mañana temprano. Ahora lo que me hace falta es una cerveza bien fría.
—Qué idea más buena, señor —aprobó, y su rostro redondo se encendió en una sonrisa.
La mañana siguiente llamé al patólogo que realizaba la autopsia.
—¿Ya hay noticias? —pregunté.
—La causa de la muerte fue un ataque cardiaco masivo. Exactamente lo que dijo el médico que lo atendía.
—¿Y qué revelaron las muestras de tejidos?
—Los primeros estudios indican la presencia de un compuesto de digitálicos, lo cual era previsible pues era un medicamento prescrito.
—¿En la cantidad esperada?
—Aún no tengo los detalles. Llámanos más tarde.
Me llevé a Renoir a visitar a la sirvienta, que se llamaba Ernestine Williams, una mujer alta, de huesos grandes y aspecto digno. Las únicas huellas de sus ancestros criollos eran los ojos oscuros y los rizos del pelo. A primera vista no parecía sirvienta, tampoco la clase de mujer que sentiría pánico por una maldición vudú. Pero tal y como señaló Renoir, yo no nací en Nueva Orleans. No tenía el miedo en la sangre.
—Siento mucho haber abandonado a la señora Torrance —dijo mientras nos introducía a un pequeño apartamento bien ordenado, muy cerca del Superdome—, pero todo resultó demasiado para mí. Contemplar a ese hombre encogerse hasta morir; nunca vi cosa semejante. Y luego el muñeco con los alfileres. Le digo, me dan escalofríos al acordarme.
—Por favor, cuéntenos del muñeco —dije, aceptando sentarme en un sofá de vinilo cubierto con un paño de punto multicolor.
—La señora Torrance me lo enseñó. Me dijo: “¿Quieres ver lo que ha enviado esa mujer? Estoy pensando echarlo al fuego”. Dijo que por ningún motivo se lo iba a mostrar a él.
—¿Usted normalmente recogía las cartas en el buzón?
—Sí, señor —asintió ella—. El cartero llega a las nueve y llevo las cartas al estudio.
—Así que fue usted quien entregó el paquete con el muñeco.
Ella lució desconcertada.
—No, señor. No vi el paquete hasta que la señora Torrance me mostró el muñeco.
—¿No le pareció raro?
El aspecto de desconcierto se mantuvo.
—No, señor, no pensé en eso hasta ahora, pero a veces, si yo salía a un mandado, la señora Torrance se encargaba de recoger el correo.
—¿Así que no vio nunca la envoltura del paquete?
—No, señor, no la vi.
Me recargué en el sofá.
—Dígame, Ernestine, ¿cuánto tiempo lleva trabajando con los Torrance?
—Voy cumpliendo siete años, señor.
—Debe de haberle gustado ese empleo.
Arrugó la nariz.
—No diría exactamente que me gusta, pero me pagan bien y el trabajo no es tan difícil. Le comento que el señor Torrance no era un hombre fácil de complacer. Le gustaba que todo estuviera de cierta manera, y si tenían invitados, me seguía por todas partes, respirándome en la nuca. Y pegaba muchos gritos.
—Gritaba mucho, ¿no es así?
Tuvo que sonreír mientras meneaba la cabeza.
—Oh, sí, señor. Unos gritos terribles. Si cualquier cosa no le parecía de su gusto, se paraba ahí mismo y comenzaba a dar gritos para que una de nosotras lo arreglara. La señora Torrance se encargaba de cocinar lo principal, porque era muy especial en sus gustos de comer.
—Y la señora Torrance, ¿también era difícil?
—Sólo cuando le preocupaba que el señor no quedara satisfecho con mi quehacer. Ella se esforzaba siempre por hacerlo feliz.
—¿Y él qué tal la trataba? —pregunté.
—Lo voy a poner en estos términos, señor. Si mi difunto marido me hubiera tratado de esa manera, le habría dado una tunda. Pero él de verdad le tuvo cariño. Podía ser más dulce que el azúcar con ella, cuando quería. Si iba demasiado lejos y la hacía llorar, al otro día llegaba con algún artículo bonito de joyería o un ramo de flores.
Eché una mirada a su habitación.
—¿Así que no se quedaba a pasar la noche ahí?
—Tengo un cuarto en la casa —replicó—, y parte de la semana duermo ahí, sobre todo si tienen visitas. Pero necesito un lugar propio donde pueda estar por mi cuenta, si usted me comprende. Un poco de paz y tranquilidad.
—La comprendo muy bien, Ernestine —dije levantándome del sofá, al ver que Renoir se paraba de su silla junto a la puerta.
—Y ahora, ¿qué hará usted? —inquirí—. ¿Va a volver, ahora que ya se llevaron el cuerpo?
—Eso depende de lo que decida hacer la señora Torrance, supongo —repuso—. Tal vez no quiera vivir ella sola en esa casa enorme y vieja. Pienso que no dan muchas ganas de dormir allí, después de esto. Tendré que esperar y ver qué sucede.
Nos abrió la puerta para que saliéramos.
—Haré lo que sea mejor para ella. Ha sufrido mucho, bendita sea.
Salimos al aire caliente y pegajoso de la calle. Aun a esa hora temprana, el ambiente se sentía tan espeso y pesado que costaba trabajo andar en él.
—¿Qué piensas, Renoir? —le pregunté.
—Me pareció una buena mujer, señor.
—En efecto. Pero a veces son las que parecen buenas las que te pueden sorprender. Examina los archivos en la estación cuando regresemos. Busca lo que se sabe del difunto marido. Yo voy a echar un vistazo al testamento de Trey Torrance.
—Señor, ¿no pensará usted que…?
—Por el momento no pienso nada. Quizá pescó un virus y murió de un ataque al corazón. Pero alguien envió ese muñeco. Alguien deseaba su muerte.
El testamento resultó muy sencillo. Después de varios donativos generosos a instituciones de caridad, incluida una suma suficiente para que su Carnival Krewe siguiera con sus lentejuelas por muchos años, el resto de su fortuna pasaba a su amada esposa. La señora Torrance era ya una viuda rica. Debí parar ahí. Dios sabe que tenía muchos otros casos de mayor urgencia —un chico herido de bala al salir de un club de baile la noche anterior o la desaparición de una madre de cuatro hijos—, pero me seguía intrigando Maman Boutin. Y aún no creía en el vudú.
Tipos como Trey Torrance se hacen de enemigos. ¿Tendría planes un competidor por aquellos terrenos? ¿O un rival en otro negocio? Pensé a quién pudo contarle sobre la maldición vudú, quiénes lo visitaron durante la enfermedad y quién enviaría el muñeco. Puse a Renoir a verificar los negocios de Torrance y le encargué que me llamara tan pronto como supiera algo del muñeco. No tenía demasiadas expectativas.
Mientras tanto, le hice otra visita a la señora Torrance. Quería saber sobre los medicamentos de Trey.
—¿Las medicinas de mi marido? —preguntó perpleja—. ¿Qué tiene que ver eso?
—Se hallaron trazas de digoxina en su sistema y debo verificar si lo que tenía prescrito era en efecto digoxina.
—El frasco está en su botiquín —me informó, y me condujo a un lujoso cuarto de baño, con bañera de mármol y complementos de cristal. Allí no escatimaron en gastos. Me enseñó el frasco.
—Aquí está —anunció.
—¿Cumplía con sus medicamentos?
—Para nada —repuso ella—. Trey se creía inmortal. Nunca se habría tomado una pastilla si no fuera porque Ernestine o yo se la llevábamos regularmente.
—Gracias. Es todo lo que necesitaba.
Le devolví el frasco. Ella lo mantuvo en la mano.
—¿Cree que está bien tirarlo ya?
—Mejor guárdelo un poco más, por si se ofrece —le dije con una sonrisa tranquilizadora.
Yo era bueno para esa clase de sonrisas. Llevaba veinte años practicándolas, sin permitir que ningún músculo de la cara traicionara lo que pensaba en realidad. En este caso noté el nombre del doctor que recetó las pastillas. Advertí que el uno de octubre le recetaron sesenta, para que las tomara tres veces al día. Vi que sólo quedaban diez. Aun si hubiera comenzado a tomarlas en la fecha en que le fueron recetadas, debían quedar por lo menos quince. Así que o bien las había perdido, o bien alguien le prestó ayuda para llegar al otro mundo.
Hice una llamada al médico de la familia.
—La señora Torrance me dijo que usted aumentó la dosis de sus medicinas después de que su corazón latió con un ritmo anormal —le dije.
—Un aumento ligero.
—¿Más de tres píldoras al día?
—No. El mismo número con mayor concentración.
—Gracias —volví a colgar. Mi corazonada era acertada.
Al volver al cuartel general me recibió en la puerta un Renoir muy emocionado. Por primera vez se le veía animado.
—Descubrí quién compró el muñeco —dijo en voz tan alta que todos los que estaban en el corredor volvieron la cabeza.
—Qué bien —dije, dándole una palmadita en la espalda—. ¿Quién fue?
—Una mujer.
Lucía muy satisfecho de sí mismo.
—Genial. Eso elimina a la mitad de la población.
Renoir ignoró el sarcasmo.
—¿Sabía usted que hay tiendas de vudú aquí mismo en Nueva Orleans? ¡Uno puede ir a una tienda y comprar grisgrís, diseños de veve y hechizos!
—Nada de este lugar me sorprende —repuse—. ¿Encontraste la tienda?
—La encontré en internet. Uno puede buscar lo que sea en estos días. Fui y el dueño me dijo que usualmente venden los muñecos a los turistas, pero esta mujer era claramente local. La compró hace unas tres semanas. Así que esto lo prueba, ¿no, señor?
—¿Prueba qué?
—Que ella le mintió.
—¿Quién me mintió?
—Maman Boutin. Mintió sobre enviar el muñeco.
—¿Qué te hace pensar que la mujer era Maman Boutin?
—El tipo de la tienda dijo que era claramente local. Maman Boutin ciertamente se ve y suena como alguien local, ¿no diría usted?
Le puse una mano en el hombro.
—¿Te dio una descripción de la mujer?
—Bueno, no, señor. Pero supuse…
—Regla número uno. Si quieres conservar este trabajo, Renoir, consigue todos los datos antes de abrir la boca. Vamos. Llévame de regreso a la tienda.
A lo largo del camino, Renoir permaneció en silencio, en actitud contrita. Se estacionó afuera de una hilera de pequeñas tiendas en las orillas del barrio viejo, convertidas en un área turística.
El dependiente se mostró sorprendido al ver de nuevo a Renoir. Éste, por su parte, lucía mortificado.
—En realidad no puse mucha atención en los detalles —dijo el dependiente—. Pero me acuerdo de ella porque no era el tipo de mujer que habitualmente llega a la tienda. De edad media, bien vestida. El pelo arreglado. Los turistas no suelen usar buena ropa ni tacones altos cuando pasean por la ciudad.
Volvimos al auto.
—¿Puedes creer que Maman Boutin iba a venir al centro de la ciudad para comprar un muñeco, Renoir? —pregunté—. Si ella quisiera enviar un muñeco, lo habría hecho ella misma, para ponerle su propia magia.
—Supongo que eso es cierto —murmuró, aún contrito.
—Entonces, ¿qué piensas? —volví a preguntarle.
—¿Yo? ¿Mis pensamientos? —dijo, sorprendido por la pregunta.
—Este caso es también tuyo, además de ser mío.
—La sirvienta, señor. Se fue con demasiada prisa, ¿no? Y no parece que piense en volver.
—¿Qué fue lo primero que te enseñaron en tus clases de detective?
Renoir frunció el ceño.
—¿Quién se beneficia? —aventuró Renoir.
—Y en este caso, ¿quién?
—La sirvienta no. Perdió su empleo —repuso, todavía arrugando la frente.
—Y no la menciona el testamento.
—La esposa acaba de perder a su marido.
—Y se ha vuelto una viuda rica.
—¡Oh! —exclamó, abriendo mucho los ojos—. ¿Le parece posible que su misma esposa…? Se veía tan desconsolada.
—Te daré un consejo, Renoir. Las mujeres universalmente son buenas actrices. Todas las mujeres que he conocido son capaces de llorar a voluntad.
—Pero, ¿por qué, señor? ¿Con qué motivo? Es un poco demasiado vieja para tener algún tipo esperándola, y ya era rica antes de que él muriera.
—Pues quizá quería librarse de un tirano dominante, y la amenaza del vudú le ofreció una salida fácil.
—¿Cómo es posible, señor? Pensé que Torrance no creía en el vudú.
—Ella ayudó con una sobredosis de medicamentos. Tal vez haya encontrado alguna manera de debilitarlo de antemano.
—¿Podemos probar eso?
—¿La sobredosis de medicinas? Seguramente no. Ella puede declararse olvidadiza, decir que él estaba enfermo del virus y no sabía si se había tomado o no sus medicamentos. Ya veremos lo que los forenses encuentran en las muestras de tejidos, ¿eh?
La nueva corazonada también fue correcta. Al otro día llamaron del laboratorio. Encontraron trazas de arsénico en los tejidos. No suficiente para matar, pero sí para poner muy enfermo a cualquiera. Pensó, según creo, que al suspender el arsénico dos semanas antes de su muerte no se arriesgaba a ser descubierta, pero se pasó de lista, pues no sabía que el arsénico se queda en los tejidos para siempre.
Me llevé conmigo a Renoir cuando fui a arrestarla. Mientras conducía, su cara adoptó su expresión de perplejidad.
—¿Qué te pasa, Renoir? ¿Acaso te da lástima? Un policía no puede permitirse emociones que interfieran con el caso. Ya sabes eso.
—Lo sé, señor. No puedo afirmar que tenga emociones en uno u otro sentido. Pero no entiendo por qué nos llamó. Su propio doctor firmó un certificado de defunción. Habría pasado como ataque cardiaco. No se habría hecho la autopsia. Pudo librarse de toda sospecha sin que nadie le hiciera preguntas. ¿Por qué razón pidió que interviniéramos?
—Tal vez una venganza personal contra Maman Boutin —sugerí—. Ella también nació en Nueva Orleans. Quizá Maman Boutin hechizó a su madre. Las obsesiones de venganza permanecen mucho tiempo en estas latitudes, ¿no crees?
Renoir alzó los hombros.
—Por otra parte —proseguí—, tal vez buscaba una oportunidad de decir al mundo qué clase de filántropo era en realidad su marido, y los infiernos en que la introdujo. Tal vez deseaba volverse protagonista para variar, disfrutar de su papel después de vivir siempre a su sombra. Con las mujeres nunca se sabe.
La señora Torrance nunca nos reveló la menor indicación de sus motivos. Guardó silencio y conservó sus buenos modales hasta el día de la audiencia en los tribunales. Pero llevó a su comparecencia ante el juez un vestido elegante de dos piezas, con tacones altos y perlas, y en la puerta se detuvo a sonreír entre los destellos de focos de flash que la rodeaban.
SACERDOTES
GEORGE C. CHESBRO

Probablemente el personaje más famoso de GEORGE C. CHESBRO sea Robert Frederickson, investigador privado, criminólogo, cinta negra de karate y enano que, con el nombre artístico de “Mongo el Magnífico”, alguna vez fue cirquero de talla mundial. Las historias de Mongo solían incluir elementos fantásticos o sobrenaturales, y aunque “Sacerdotes” no pertenece a la serie de Mongo, comparte su preocupación por fuerzas fundamentales como el mal.
LOS SÍMBOLOS QUE ALGUNA VEZ LE TRAJERON PAZ y sentido de pertenencia a una comunidad que se perpetuaba infinitamente ahora evocaban en él las emociones opuestas y le recordaban lo que había perdido y su aislamiento de todas las personas, lugares y cosas que hasta cinco años antes, cuando fue desterrado de ese mundo, habían permeado su alma y definido su ser entero.
Flanqueado por las estatuas del viacrucis en sus nichos umbríos y sintiéndose como un corredor desnudo y vulnerable que tras un desafío ha decidido poner a prueba su espíritu, Brendan Furie recorría con grandes zancadas, que la gruesa alfombra granate amortiguaba, la nave mayor de la catedral, débilmente iluminada. No había estado en una iglesia en los cinco años desde que lo excomulgaran: esa amputación de su alma del cuerpo de la iglesia, urdida por la figura de negro arrodillada, con la cabeza inclinada en oración, en la barandilla ante el altar cubierto de telas blancas frente al sagrario.
Brendan tenía la clara sensación de estar siendo observado y se preguntaba si no sería una especie de sentido vestigial de los ojos de Dios, una reacción psicológica a su regreso, tras una larga ausencia, al entorno físico que alguna vez lo significó todo para él pero ahora no parecía sino un recuerdo lejano de otra vida, una vida que quizá fue sólo un sueño.
Llegó al sagrario, pero la débil figura arrodillada no se movió y Brendan no estaba seguro de que el hombre se hubiese siquiera percatado de su presencia. Por un momento sintió aquel viejo impulso, prácticamente instintivo, de hacer una genuflexión frente al altar, pero sabía que ya no tenía ni la obligación ni el derecho, así que simplemente se sentó en el extremo del primer banco y esperó a que el cardenal Henry Farrell terminara sus oraciones.
Pasaron casi cinco minutos antes de que el anciano, sin levantar la cabeza ni separar las manos, dijera en voz baja:
—Gracias por venir, padre.
—Vine porque usted me lo pidió, su eminencia —respondió Brendan sin alterarse. Tragó saliva y añadió suavemente—: le agradecería si no me dijera “padre”. Suena un poco raro, francamente, viniendo de usted, que sabe mejor que nadie que ya no soy sacerdote.
Hubo un prolongado silencio y Brendan empezó a preguntarse si el cardenal lo habría oído, pero en eso la figura arrodillada dijo:
—Otras personas siguen diciéndole así.
—No.
—Se ha vuelto famoso.
—¿Sí?
—Lo he visto en los periódicos. Le dicen “el sacerdote” o a veces nada más “sacerdote”.
—No es lo mismo, su eminencia.
—No —respondió el anciano y se estremeció ligeramente, como si hubiera sentido un escalofrío—. Y preferiría que no me dijera “su eminencia”. Hace tiempo que dejé de sentirme eminente. Agradezco su cortesía, pero no es necesaria.
—Como usted desee, señor.
—Brendan, ¿trae usted una… pistola?
Parecía una pregunta decididamente extraña en esa casa de culto hecha de piedra, y Brendan se quedó unos momentos observando la espalda del anciano. La figura arrodillada, sin embargo, permanecía inescrutable: vieja carne y viejos huesos cubiertos de negro.
—No —respondió al fin.
—Pensé que podría ser. Lo que se cuenta…
—A veces traigo pistola, pero no muy seguido. En mi profesión, una pistola no sirve de mucho. Aún no conozco superstición, ignorancia, odio u obsesión que pudiera eliminarse con una bala.
Ahora el cardenal levantó la cabeza, separó sus huesudas manos, enderezó la espalda. Se recargó en el barandal y penosamente trató de levantarse. Brendan se puso de pie y avanzó para ayudarlo, pero se detuvo cuando el cardenal sacudió la cabeza vigorosamente en señal de rechazo. Brendan volvió a sentarse y esperó. El cardenal finalmente consiguió ponerse de pie. Se dio la vuelta, caminó vacilante hacia el banco al otro lado del que ocupaba Brendan y se sentó con cuidado. Brendan miró a los ojos al hombre sentado al otro lado de la nave de alfombra granate y quedó horrorizado por las facciones demacradas, la carne apergaminada y casi traslúcida, las grandes ojeras. El cardenal Henry Farrell, pensó Brendan, parecía una fruta marchita o a la que se le hubiera quitado el corazón.
Los labios del anciano se recogieron en una especie de sonrisa desconcertada. Una serie de emociones que Brendan no supo descifrar se movían como sombras de luna en los llorosos ojos grises.
—El peligro, el mundo y las buenas obras parecen haberle hecho bien, sacerdote. Tiene usted muy buen aspecto.
—Usted no.
—Voy a morir… pronto.
—Lo lamento.
Con mano temblorosa, el débil príncipe de la Iglesia hizo un gesto de desdén y de nuevo sonrió.
—Sin duda son misteriosos los caminos del Señor, ¿verdad?
—Eso he oído, padre.
—Supongo que podría decirse que en un sentido yo lo creé a usted.
—¿Por qué, padre?
—Yo creé este “sacerdote” en el que se convirtió, este hombre con tanta fama, o mala reputación, como dirían algunos, que ahora es nada menos que investigador privado especializado en asuntos religiosos y espirituales, acérrimo defensor de los niños y sus derechos. Antes usted no era más que… un sacerdote. He oído una y otra vez que es una encarnación de Cristo mucho más efectiva ahora en su deshonra que antes de su… cambio de profesión. Las implicaciones de esto para la Iglesia son tema de acalorados debates entre ciertos teólogos. Casi nunca se menciona mi nombre. En realidad creo que mi papel en todo esto se ha olvidado.
Brendan no dijo nada. Se sentía extrañamente distanciado, separado de este viejo enemigo y de la institución que representaba por un infranqueable muro de traición, pérdidas, dolor y muerte.
—Usted nunca fue buen sacerdote, Brendan —prosiguió el cardenal con una voz que parecía elevarse con pasión nacida del enojo o del arrepentimiento—. Siempre fue rebelde, nunca estuvo a gusto con la Iglesia. Siempre cuestionaba lo que no tenía ningún derecho a cuestionar.
—Cuestionaba lo que usted no quería que yo cuestionara, su eminencia, pero siempre lo obedecí, ¿o no? —Brendan hizo una pausa para dar tiempo a que retrocedieran las oleadas de enojo y viejo resentimiento que empezaba a sentir. Cuando se esfumaron continuó—: Me retiré a hacer penitencia cuando usted me lo ordenó y salí para hacer su mandado cuando usted me dijo. No era la Iglesia lo que me tenía incómodo.
El cardenal se puso rígido.
—¿Mi mandado?
—Es lo que dije.
—Era un asunto de Dios.
—Era un asunto de usted.
—La razón por la que se le ordenó retirarse, para empezar, era enseñarle que a usted no le corresponde hacer esos juicios.
Brendan reprimió un suspiro.
—¿Por qué me pidió venir, padre?
El anciano, esquivando la mirada de Brendan, miró hacia el altar y, más allá, la enorme figura de madera pintada de Cristo clavado en una cruz.
—Le dije que moriré en poco tiempo. Mis asuntos profanos están en regla y ahora trato de hacer lo mismo con mi alma.
—¿Qué quiere de mí, padre? —preguntó Brendan en tono neutral.
—Quiero que escuche mi confesión.
Brendan no creía haber oído correctamente al hombre; de ser así, sólo podía significar que haberle hecho acudir a él era la broma lamentable de un anciano moribundo, o que la mente de ese hombre estaba deteriorándose. No dijo nada.
—¿Rechazaría la petición de un hombre tan cercano a la muerte?
—No entiendo la petición.
—No le pido entenderla, sólo concederla.
—No estoy precisamente cualificado para escuchar su confesión, ¿o sí? ¿Por qué querría participar en una acción herética? Algunos de sus colegas más conservadores podrían decir que usted cometió herejía con tan sólo haberme hecho esa petición, suponiendo, esto es, que lo dijera en serio.
El anciano abrió la boca y emitió un raro sonido áspero. Brendan tardó unos momentos en darse cuenta de que estaba riendo.
—¿Desde cuándo le ha preocupado lo que la Iglesia considerara, o no, herejía? No creo que le importara mucho ni siquiera antes de que lo expulsaran del sacerdocio.
—Qué cosas me preocupen son asunto mío, padre —respondió Brendan, sereno—. Perdóneme por decir que antes ha jugado conmigo, y no puedo evitar preguntarme si esto no será parte de algún otro jueguito.
El cardenal apartó la mirada abruptamente; cuando volvió a dirigirla a Brendan, sus ojos apagados y llorosos adquirieron un brillo inusual.
—Esto no es un juego, Brendan —dijo, enérgico.
—Sus pecados no tienen nada que ver conmigo.
—Sabe que eso no es cierto. —Hizo una pausa, se echó hacia delante y agregó—: Algunos pecados se empeñan en volver para castigarlo a uno en esta vida. Escúcheme.
—No voy a oír su confesión.
El cardenal suspiró y volvió a recargarse en el banco.
—¿Por qué me acusa de haber jugado con usted? Se le pidió realizar un exorcismo. Por sus errores de cálculo, la madre de la muchacha en cuestión cometió un pecado mortal al quitarse la vida. Las autoridades eclesiásticas determinaron que el suicidio de esa joven mujer fue resultado directo de su infracción, Brendan: su falta de preparación adecuada y acaso también su falta de fe y resolución. Se decidió que el pecado era de usted, no de ella, y su castigo fue excomulgarlo. Puede ser que el dictamen fuera duro, pero influyeron en él sus actitudes pasadas, sus escritos, su reputación y sus acciones como sacerdote disidente. Constantemente estaba usted metido en organizaciones y causas sociales y políticas que la Santa Sede consideraba inapropiadas. Se le advirtió más de una vez. Esos son los hechos. ¿Los impugna?



