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Pero no había que preocuparse. Esas cosas no eran más que meros accesorios. El barco en sí iba de maravilla, ¿o no? Paseando por la cubierta localicé más de catorce nudos de la madera en cuestión de un minuto, y eso que la habíamos encargado especialmente a Puget Sound para que no tuviese nudos. Además, la cubierta producía goteras en el interior, y no cualquier gotera, sino goteras de consideración. Hicieron que Roscoe debiese abandonar su litera y estropearon todas las herramientas que guardábamos en el compartimento del motor, por no hablar de las pocas provisiones que no se habían echado a perder antes. Además, también había vías de agua en los costados y en el fondo del barco, teníamos que achicar agua a diario para mantenerlo a flote. De pie en el interior de la cabina, el agua me llegaba hasta las rodillas cuando tan sólo habían transcurrido cuatro horas desde el último bombeo. En cuanto a aquellos magníficos compartimentos estancos que tanto tiempo y tanto dinero nos habían costado, resultó que no eran en absoluto a prueba de agua. El agua pasaba de un compartimento a otro tan libre como el aire; además, un fuerte olor a combustible procedente del compartimento de popa me hizo sospechar que había fugas en uno o más de los depósitos. Sí: los depósitos perdían combustible, y el compartimento en el que estaban no era totalmente estanco. Luego estaba el cuarto de baño con sus bombas, sus palancas, sus válvulas para agua de mar: quedó fuera de servicio en las primeras veinticuatro horas. Las fuertes palancas de acero se partían en nuestras manos cuando pretendíamos bombear con ellas. El cuarto de baño fue la zona del Snark que resultó más rápidamente destruida.
Todas las piezas de hierro de a bordo, independientemente de su origen y su función, resultaron ser un verdadero desastre. Por ejemplo, la bancada del motor procedía de Nueva York y fue un desastre; la transmisión del cabrestante fue especialmente diseñada y construida en San Francisco y fue otro desastre. Y por último estaban las piezas empleadas en la jarcia, que empezaron a saltar en pedazos en cuanto fueron sometidas a las primeras tensiones. Estaban todas construidas con hierro de primera, sí, pero se partían como si fuesen macarrones secos. El pico de la mayor no tardó en romperse. Lo sustituimos por el de la vela de capa y, en sólo quince minutos de servicio, también se rompió. Tengamos en cuenta que lo habíamos sacado de la vela a usar en caso de temporal, o sea, la más resistente. En ese momento el Snark navegaba llevando la vela mayor como un ala rota y mal emparchada. Veríamos si en Honolulú podían conseguirse herrajes de una cierta calidad.
Nos habían estafado y nos habían dejado hacernos a la mar a bordo de un colador, pero el Señor debía de tenernos en gran estima, pues nos proporcionó tiempo en calma para que nos diésemos cuenta de que deberíamos bombear a diario para mantener el barco a flote y que podíamos confiar más en la resistencia de un escarbadientes que en la de cualquiera de las piezas metálicas que llevábamos a bordo. A medida que la estanqueidad y la robustez del Snark iban quedando en entredicho, Charmian y yo poníamos todas nuestras esperanzas en la maravillosa proa del Snark. No dejaba nada que desear. Ya sé que todo era inconcebible y monstruoso, pero al menos la proa parecía ser racional. Hasta que una noche empezamos a cuestionarnos también eso.
¿Cómo podría yo describirlo? Ante todo, déjenme explicarles a los neófitos que la maniobra de ponerse a la capa consiste en maniobrar con el timón y las velas para conseguir que el barco vaya disminuyendo su velocidad hasta encararse al viento y a la mar, y establecerse con cierto ángulo respecto a estos que lo hará derivar lentamente, y disminuirá sus movimientos de rolido y cabeceo. Con viento fuerte o mar gruesa, un barco del tipo del Snark debería ponerse a la capa sin dificultades, tras lo cual ya no habrá ningún trabajo que hacer en cubierta. No será necesario que nadie permanezca a la caña, que permanecerá amarrada a la vía o a la orza, con la vela mayor cazada al medio y la vela de proa acuartelada, de modo tal que anulen sus efectos. La tripulación puede entonces bajar a la cámara y ponerse a jugar a la baraja.
Soplaba un temporal cuya fuerza era la mitad de la de una tormenta de verano cuando le dije a Roscoe que tal vez debiéramos ponernos a capear. Se estaba haciendo de noche. Yo había estado a la caña durante casi todo el día y los que permanecíamos en cubierta –Roscoe, Bert y Charmian– nos sentíamos tan exhaustos como mareados estaban quienes permanecían en la cámara, echados en sus literas. Tomamos dos rizos en la vela mayor, arriamos el foque y dejamos la trinquetilla en proa. También arriamos la mesana. Empecé a accionar el timón para orzar. En ese momento el Snark empezó a derivar hasta ponerse de través al viento. Yo seguía dándole al timón, pero el barco seguía atravesado. No conseguía sacarlo de ahí. Y ponerse de través al viento y a la mar, querido lector, es una de las cosas más peligrosas que puede hacer un barco durante una tormenta. Metí toda la caña a la orza sin lograr respuesta. No lograba acercar la proa al viento. Roscoe y Bert vinieron a ayudarme. El Snark guiñaba tremendamente de una banda a otra, virando por las suyas una y otra vez, hundiendo la regala de una banda y luego la de la otra.
De nuevo estábamos viendo aparecer lo inconcebible y lo monstruoso. Era grotesco, imposible. Me negaba a creerlo. Con dos rizos en la mayor y la trinquetilla izada no había forma de orzar. Cazamos completamente la mayor. Pero no conseguimos que el rumbo variase ni un grado. Arriamos la mayor, también sin ningún éxito. Izamos un tormentín en el palo de mesana. Sin cambios. El Snark seguía cruzado. Su maravillosa proa se negaba a encarar el viento.
El siguiente paso consistió en arriar la trinquetilla. Ahora nuestro único trapo era el tormentín del palo de mesana. Si algo podría poner la proa al viento era precisamente esto. Quizá no me crean si digo que tampoco así lo logramos, pero el caso es que también esto falló. Y digo que falló porque vi cómo fallaba, no porque creyera que fallase. Yo no creía que fallase. Es algo totalmente increíble y yo no voy a explicar cosas en las que no crea; yo sólo explico lo que vi.
¿Qué haría usted, apreciado lector, si se encontrase a bordo de una pequeña embarcación, dando tumbos, cruzada al viento, con una pequeña vela izada a popa, y no fuese capaz de obligarla a acercar su proa al viento? Emplear el ancla de capa. Y eso es exactamente lo que hicimos. Teníamos una hecha por encargo, nos habían garantizado que no se hundiría. Imagínense un aro de acero que sirva para mantener abierta la boca de un saco de lona grande y cónico, y tendrán un ancla de capa. Pues bien, amarramos un cabo al ancla, lo afirmamos a la proa del Snark y luego la dejamos caer al agua. Se hundió inmediatamente. La izamos de nuevo a bordo, le amarramos un buen madero para que hiciese de flotador y volvimos a echarla al agua. Esta vez sí que flotó. El cabo de proa fue tensándose. La vela de capa del palo de mesana tendía a orientar la proa hacia el viento, pero el ancla de capa hacía fuerza en sentido contrario con lo cual seguíamos tomando el mar y el viento de través. Arriamos ese tormentín y en su lugar izamos la mesana, pero el Snark seguía cruzado y remolcaba el ancla de capa. No es necesario que me crean. Yo tampoco me creo a mí mismo. Simplemente intento relatar lo que vi.
Ahora ya se lo dejo a usted. ¿Quién ha oído hablar alguna vez de un velero incapaz de orzar?, ¿de un velero que no fuese capaz de hacerlo ni con la ayuda de un ancla de capa? Mi experiencia náutica no era tan grande, pero jamás había visto algo similar. Y permanecía quieto en cubierta observando una vez más el rostro desnudo de lo inconcebible y monstruoso: el Snark no orzaba. Y llegó una noche tormentosa y con la luna casi siempre cubierta. En el aire había una buena carga de humedad y por barlovento parecía que se nos aproximaba lluvia; y luego teníamos el movimiento del mar, frío y cruel a la luz de la luna, en el que se mecía complacientemente el Snark. Entonces decidimos recoger el ancla de capa, arriar la mesana, izar la trinquetilla para dejar que el Snark recuperase su marcha y nosotros pudiésemos bajar a la cámara, no para degustar la comida caliente que hubiera debido estar esperándonos, sino para dejarnos caer sobre la mugre y la humedad mientras el cocinero y el marinero seguían en sus literas como si estuviesen muertos, y acostarnos con las ropas puestas para subir a cubierta en caso de emergencia, soportando las salpicaduras que subían desde la sentina, que rebalsaba de agua mezclada con aceite y combustible.
En el Bohemian Club de San Francisco hay algunos navegantes que aseguran estar muy curtidos. Lo sé porque los oía hacer comentarios acerca del Snark durante su construcción. Solamente le encontraban un defecto, en esto estaban todos de acuerdo: no podría navegar. El barco era perfecto en todo, afirmaban, excepto por el hecho de que yo sería incapaz de gobernarlo con viento fuerte y mar gruesa.
–La jarcia –decían en tono enigmático–, tiene un fallo en la jarcia. Simplemente, no habrá forma de hacerlo navegar. Eso es todo.
Me habría gustado que todos esos expertos marinos del Bohemian Club hubiesen estado a bordo la otra noche para que viesen con sus propios ojos cómo se venían abajo todas sus profundas y unánimes predicciones. ¿Navegar? Eso es lo único que el Snark hace a la perfección. ¿Navegar? En el preciso momento en que escribo estas líneas, avanzamos a siete nudos impulsados por los alisios del nordeste. El mar está algo agitado y no hay nadie al timón, ni siquiera nos hemos tomado el trabajo de amarrar la caña. La mesana se hincha hacia estribor, sigue izada la sobremesana, y mantenemos rumbo sudoeste.
Jules Verne
En las entrañas de la bestia
(Una ciudad flotante, 1870)
Llegué a Liverpool el 18 marzo de 1867. El Great Eastern debía zarpar a los pocos días para Nueva York y acababa de tomar pasaje a su bordo. Viaje de aficionado, ni más ni menos. Me entusiasmaba la idea de atravesar el Atlántico a bordo de aquel gigantesco buque. Pensaba yo visitar el norte de América, pero eso era sólo algo accesorio. El Great Eastern ante todo; el país celebrado por Cooper, después. El buque de vapor al que me refiero es una obra maestra de arquitectura naval. Más que un barco, es una ciudad flotante, un fragmento de condado desprendido del suelo inglés y que, después de haber atravesado el mar, debía soldarse al continente americano. Me figuraba aquella masa enorme arrastrada sobre las olas, su lucha con los vientos a quienes desafía, su audacia ante el imponente mar, su indiferencia a las olas, su estabilidad en medio del elemento que sacude, como si fueran botes, los Wario y los Sollerino. Pero mi imaginación se quedó corta. Durante mi travesía, vi todas estas cosas y otras muchas que no son del dominio marítimo. Siendo el Great Eastern no sólo una máquina náutica, sino un microscopio, pues lleva un mundo consigo, nada tiene de extraño que en él se encuentren, como en otro teatro más vasto, todos los instintos, todas las pasiones, todo el ridículo de los hombres. Al dejar la estación me dirigí a la fonda de Adephi. La partida del Great Eastern estaba anunciada para el 30 de marzo, pero, deseando presenciar los últimos preparativos, pedí permiso al capitán Anderson, comandante del buque, para instalarme a bordo. El capitán accedió con mucha finura. Bajé al día siguiente hacia los fondeaderos que forman una doble fila de docks en las orillas del Mersey. Los puentes giratorios me permitieron llegar al muelle de New Prince, especie de balsa móvil que sigue los movimientos de la marea y sirve de embarcadero a los numerosos botes que hacen el servicio de Birkenhead, anejo de Liverpool, situado en la orilla izquierda del Mersey. Este Mersey, como el Támesis, es un insignificante curso de agua, indigno del nombre de río, aunque desemboca en el mar. Es una vasta depresión del suelo, llena de agua, un verdadero agujero, propio por su profundidad para recibir buques del mayor calado, tales como el Great Eastern, a quien están rigurosamente vedados casi todos los puertos del mundo. Gracias a su disposición natural, esos dos riachuelos, el Támesis y el Mersey, han visto fundarse en sus desembocaduras dos inmensas ciudades mercantiles, Londres y Liverpool; por idénticas causas existe Glasgow sobre el riachuelo Clyde. En la cala de New Prince se estaba calentando un pequeño remolcador a caldera dedicado al servicio del Great Eastern. Me instalé sobre su cubierta, ya llena de trabajadores que se dirigían a bordo del gigantesco buque. Cuando estaban dando las siete de la mañana en la torre Victoria, largó el remolcador sus amarras y siguió a gran velocidad la onda ascendente del Mersey. Apenas había desatracado, reparé en un joven que permaneció en la cala, su estatura era elevada y su fisonomía aristocrática era la que distingue al oficial inglés. Me pareció reconocer en él a uno de mis amigos, capitán del ejército de la India, a quien no había visto hacía muchos años. Pero sin duda me engañaba, pues el capitán Macelwin no podía haber regresado de Bombay sin que yo lo supiera. Además, Macelwin era un muchacho alegre, un compañero divertido, y el personaje que estaba ante mis ojos parecía triste y como abrumado por un dolor secreto. La rapidez con que se alejaba el remolcador hizo que muy pronto se desvaneciera la impresión producida en mi mente por aquella semejanza. El Great Eastern se hallaba fondeado a unas tres millas más arriba, a la altura de las primeras casas de Liverpool. Desde el muelle de New Prince era imposible verlo. No lo distinguí hasta que llegamos al primer recodo del río. Su imponente mole parecía un islote medio dibujado entre la bruma. Se nos presentaba de proa, pero el remolcador lo rodeó y pronto pude ver toda su longitud. Tres o cuatro carboneros arrimados a él vertían en su interior, por las aberturas practicadas sobre la línea de flotación, su cargamento de carbón de piedra. Junto al Great Eastern aquellas fragatas parecían lanchas. Sus chimeneas no llegaban a la primera línea de portas de luz practicadas en su casco; sus masteleros de juanete no pasaban de sus bordas. El gigante hubiera podido colgarlas de sus pescantes, como botes. Entretanto, el remolcador se acercaba y pasó bajo el estrave derecho del Great Eastern, cuyas cadenas se estiraban violentamente por el empuje de las olas, y atracó a su banda de babor, al pie de la ancha escalera que serpenteaba por sus costados. La cubierta del remolcador apenas alcanzaba la línea de flotación del coloso, línea que debía llegar al agua cuando la carga fuera completa, pero que aún se hallaba dos metros por encima de las olas. Mientras los trabajadores desembarcaban presurosos y trepaban por los tramos de la escalera del buque, yo, con el cuerpo echado hacia atrás y la cabeza aún más echada atrás que el cuerpo, como un viajero veraniego que mira un edificio elevado, contemplaba las ruedas del Great Eastern. Vistas de lado, parecían flacas, escuálidas, aunque la longitud de sus palas fuera de cuatro metros; pero de frente presentaba un aspecto monumental. Su elegante armadura, la disposición de su sólido cubo, punto de apoyo de todo el sistema, sus puntales cruzados, destinados a mantener la separación de la triple llanta, aquella aureola de rayos encarnados, aquel mecanismo medio perdido en la sombra de los anchos tambores que coronaban el aparato, todo aquel conjunto impresionaba el ánimo y evocaba la idea de alguna potencia huraña y misteriosa. ¡Con qué energía, aquellas palas de madera, tan vigorosamente encajadas, debían azotar las aguas! ¡Qué hervor el de las líquidas ondas cuando aquel poderoso artificio las sacudiera golpe tras golpe! ¡Qué de truenos en la caverna de aquellos tambores, cuando el Great Eastern marchara a todo vapor, al impulso de aquellas ruedas de cincuenta y tres pies de diámetro y ciento sesenta de circunferencia, de noventa toneladas de peso y moviéndose con la velocidad de once vueltas por minuto! Los pasajeros del remolcador habían desembarcado; puse el pie en los calados escalones de hierro, y algunos instantes después, me hallaba a bordo.
Frederick Marryat
Cartas que no llegan
(El buque fantasma, 1839)
El sol se oscureció; los objetos apenas se distinguían; el viento decayó y el océano quedó en calma. El cielo parecía cubierto por un velo rojo como si el mundo entero se hallara en estado de conflagración.
Quien primero advirtió la oscuridad desde el camarote fue Felipe, enseguida subió a cubierta seguido del capitán y de los pasajeros asombrados. Aquella oscuridad era extraordinaria, incomprensible.
–¡Santísima Virgen, protégenos! ¿Qué puede ser esto? –exclamó el capitán–. ¡Glorioso san Antonio, sálvanos!
–¡Allí, allí! –gritaron varios marineros señalando a un costado.
Todos volvieron la vista en esa dirección. A unos dos cables de distancia vieron alzarse, poco a poco, de la superficie de las aguas, los topes de una arboladura, fueron subiendo gradualmente, luego aparecieron las cofas, las vergas, las velas, por último las jarcias y el casco, y un buque se fue alzando desde lo profundo hasta hacerse visibles las portas con sus cañones, se aproximó, y terminó poniéndose al costado, aunque a cierta distancia, del Nuestra Señora del Monte.
–¡Santísima Virgen! –exclamó el capitán–. He visto hundirse buques en el mar; pero no he visto ninguno salir desde el fondo a la superficie de las aguas. Ofrezco mil velas de cera, de diez onzas cada una, ante el altar de la Virgen porque nos salve de esta desgracia. Señores –añadió dirigiéndose a los pasajeros que estaban asustados como él–, ¿lo prometen ustedes también?
–¡El Buque Fantasma, El Holandés Errante! –gritó Schriften–. Felipe van der Decken, allí está su padre. ¡Ji, ji!
Felipe fijó la vista en el buque y advirtió que estaban arriando un bote. Es posible –pensó– que me sea permitido pasar a él. Y apretó la reliquia que llevaba en el pecho.
La oscuridad aumentó. El Buque Fantasma apenas se distinguía a través de una atmósfera densa. Los tripulantes y pasajeros del Nuestra Señora del Monte se arrodillaron invocando a Dios y a los santos. El capitán, después de haber tomado la imagen de san Antonio, de haberlo besado y colocado nuevamente en su nicho, corrió por una vela de cera para ponérsela delante encendida.
Al poco tiempo se oyó rumor de remos al costado del buque, y una voz que decía:
–Buena gente, échenos un cabo.
Nadie respondió ni aceptó la invitación. Sólo Schriften se dirigió al capitán diciéndole que si los de aquel buque pretendían enviar cartas por su intermedio, no debía recibirlas, de hacerlo, todos morirían.
Poco después, un hombre fue trepando por la banda y ganó la cubierta por el portalón.
–Podrían haberme alcanzado un cabo, ¿no? –dijo al pisar la cubierta–. ¿Dónde está el capitán?
–Aquí –contestó el capitán, temblando de pies a cabeza.
El hombre que se le acercó parecía un marinero curtido por mil temporales. Vestía gorra y chaqueta de lona. Llevaba algunas cartas en la mano.
–¿Qué se le ofrece a usted? –preguntó el capitán.
–¿Qué desea usted? –dijo Schriften–. ¡Ji, ji!
–¡Schriften! ¿Así que es usted piloto aquí? –preguntó aquel hombre. Yo creía que llevaba tiempo usted en el otro mundo.
–¡Ji, ji! –contestó Schriften volviéndole la espalda.
–El caso es, capitán –dijo el marinero del Buque Fantasma–, que hemos tenido un tiempo muy malo y deseamos enviar cartas a nuestras familias. Creo que no conseguiremos nunca doblar este cabo.
–No puedo encargarme de su correspondencia.
–¿No? ¡Cosa extraña! Todos los buques se niegan a recibir nuestras cartas. Eso está muy mal, los marineros deben prestarse ayuda, especialmente en las desgracias. Dios sabe cuánto deseamos nosotros volver a ver a nuestras mujeres y familias; sería un gran consuelo para ellas recibir noticias nuestras.
–Me es imposible tomar esas cartas –dijo el capitán.
–Llevamos mucho tiempo en el mar –insistió el marinero moviendo la cabeza.
–¿Cuánto tiempo? –preguntó el capitán.
–No lo sé; el viento se ha llevado nuestro almanaque y hemos perdido los medios de averiguarlo. Jamás hemos podido tomar exactamente la latitud.
–Veamos esas cartas –dijo Felipe adelantándose.
–¡No las toque usted! –gritó Schriften.
–Fuera de aquí, monstruo –respondió Felipe–; ¿quién se atreve a detenerme a mí?
–¡Estás condenado, estás condenado! –gritó Schriften corriendo por la cubierta y lanzando una carcajada feroz.
–¡No toque usted esas cartas! –ordenó el capitán que temblaba como un azogado.
Felipe, sin hacerles caso, alargó la mano para recibir las cartas.
–Esta es de nuestro contramaestre para su mujer que reside en Ámsterdam en el muelle de Waser.
–El muelle de Waser desapareció hace ya mucho tiempo, amigo mío –dijo Felipe–; ahora se han construido allí grandes almacenes para recibir el cargamento de los buques.
–¡Imposible! –contestó el marinero–. Aquí hay otra del patrón de la lancha para su padre, que vive en la plaza del Mercado Viejo.
–Tampoco existe la plaza del Mercado Viejo; allí se ha construido una iglesia.
–¡Imposible! –dijo otra vez el marinero–. Aquí tiene usted otra para mi novia Brow Katcer; lleva dinero para que se compre un brazalete.
–Recuerdo que así se llamaba una vieja soltera que fue enterrada hace treinta años.
–¡Imposible! La dejé en toda la lozanía de su juventud. Aquí hay otra para la casa Slutz y Compañía, propietaria de este buque.
–Ya no existe semejante casa –dijo Felipe–. Hace muchos años me hablaron de unos comerciantes que llevaban ese nombre.
–¡Imposible! ¡Usted está burlándose de mí! Aquí hay otra carta de nuestro capitán para su hijo.
–Entréguemela usted –exclamó Felipe tomando la carta.
Iba a romper el sello, cuando se la arrebató Schriften de las manos y la arrojó sobre la borda de sotavento.
–Es una broma intolerable de parte de un antiguo compañero mío –observó el del Buque Fantasma.
Schriften no respondió. Se apoderó de las demás cartas que Felipe había puesto sobre el cabestrante y las arrojó al mar como a la primera.
El marinero del Buque Fantasma rompió a llorar y se fue por la misma banda por la cual había embarcado, se fue diciendo:
–Es dura, muy dura la conducta que observan con nosotros; pero tiempo llegará en que nuestras familias conozcan nuestra situación y lo que nos han hecho.
Pocos segundos después, se percibía el ruido de los remos que lo conducían de vuelta al Buque Fantasma.
Richard Wagner
Un deseo
(El holandés errante, 1843) (1)
Escena segunda
(El Holandés baja a tierra, vestido con un traje español de color negro.)
Recitativo y Aria, Holandés:
Ha llegado la hora, y de nuevo siete años han transcurrido.
El mar, harto de mí, me echa a tierra.
¡Oh, océano arrogante!
¡Pronto habrás de soportarme otra vez!
¡Tu obstinación puede cambiarse, pero mi maldición es eterna!
A ti, océano agitado, permanezco fiel hasta que tu última
ola se rompa y tus últimas aguas se sequen!
¡Cuántas veces, con amor, me he sumergido en tu más profundo abismo!
¡Pero pobre de mí, no he hallado la muerte!
Allí, hasta los arrecifes, espantosos
cementerios de barcos, he llevado mi barco,
pero ¡ay!, la tumba no me quiso.
Burlándome de él, reté a duelo al pirata
con la esperanza de morir en la refriega.
Aquí, grité, demuéstrame tus proezas,
mi barco está repleto de tesoros.
Sin embargo, el bárbaro hijo del mar,
después de santiguarse, escapó.
¡En ningún lugar encuentro mi tumba!
¡La muerte nunca me llega!
Esta es la horrible condena de mi maldición.
Te pregunto a ti, bendito ángel del cielo:
¿acaso era yo el infeliz blanco de tus burlas
cuando me enseñaste la manera de liberarme?
¡Vana esperanza! ¡Terror, engaño sin sentido!
Mi fe en la tierra pertenece al pasado.
Una sola esperanza me queda,
una sola que permanecerá inalterable:
por muchos nuevos brotes que la tierra brinde,
al final debe morir.