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Jamás en las turbonadas que en tan prolija navegación experimentamos, aferraron velas, nosotros éramos los que lo hacíamos, siendo el galardón ordinario de tanto riesgo crueles azotes; o por no ejecutarlo con toda prisa, o porque las velas, como en semejantes frangentes sucede, solían romperse.
El sustento que se nos daba para que no nos faltasen las fuerzas en tan continuo trabajo se reducía a una ganta (que viene a ser un almud) de arroz, que se sancochaba como se podía; valiéndonos de agua de la mar en vez de la sal que les sobraba y que jamás nos dieron; menos de un cuartillo de agua se repartía a cada uno para cada día.
Carne, vino, aguardiente, bonga, ni otras de las muchas miniestras que traían llegó a nuestras bocas, y teniendo cocos en grande copia, nos arrojaban sólo las cáscaras para hacer bonote, que es limpiarlas y dejarlas como estopa para calafatear, y cuando por estar surgidos los tenían frescos, les bebían el agua y los arrojaban al mar.
Diéronnos en el último año de nuestra prisión el cargo de la cocina, y no sólo contaban los pedazos de carne que nos entregaban, sino que también los medían para que nada comiéramos.
¡Notable crueldad y miseria es esta!, pero no tiene comparación a lo que se sigue. Ocupáronnos también en hacerles calzado de lona y en coserles camisas y calzoncillos, y para ello se nos daban contadas y medidas las hebras de hilo, y si por echar tal vez menudos los pespuntes, como querían, faltaba alguna, correspondían a cada una que se añadía veinticinco azotes.
Tuve yo otro trabajo de que se privilegiaron mis compañeros, y fue haberme obligado a ser barbero, y en este ejercicio me ocupaban todos los sábados sin descansar ni un breve rato, siguiéndosele a cada descuido de la navaja, y de ordinario eran muchos, por no saber científicamente su manejo, bofetadas crueles y muchos palos.
Todo cuanto aquí se ha dicho sucedía a bordo, porque sólo en Poliubí y en la isla despoblada de la Nueva Holanda para hacer agua y leña y para colchar un cable de bejuco nos desembarcaron.
Si quisiera especificar particulares sucesos me dilatara mucho, y con individuar uno u otro se discurrirían los que callo.
Era para nosotros el día del lunes el más temido, porque haciendo un círculo de bejuco en torno de la mesana, y amarrándonos a él las siniestras, nos ponían en las derechas unos rebenques, y habiéndonos desnudado nos obligaban con puñales y pistolas a los pechos a que unos a otros nos azotásemos.
Era igual la vergüenza y el dolor que en ello teníamos al regocijo y al aplauso con que lo festejaban.
No pudiendo asistir mi compañero Juan de Casas a la distribución del continuo trabajo que nos rendía, atribuyéndolo el capitán Bel a la que llamaba flojera, dijo que él lo curaría, y por modo fácil (perdóneme la decencia y el respeto que se debe a quien esto lee que lo refiera) redújose esta a hacerle beber, desleídos en agua, los excrementos del mismo capitán, teniéndole puesto un cuchillo al cuello para acelerarle la muerte si le repugnasen, y como a tan no oída medicina se siguiesen grandes vómitos que le causó el asco, y con que accidentalmente recuperó la salud, desde luego nos la recetó, con aplauso de todos, para cuando por nuestras desdichas adoleciésemos.
E.J. Trelawney
El botín más preciado
(Memorias de un gentilhombre corsario, 1831)
En aquel período de mi vida, sentí nacer en mí una viva pasión por la lectura, aprovechaba todas las ocasiones para hacerme de libros, y dedicaba a ellos mis momentos de solaz. Dramas antiguos, crónicas de largos viajes por mares y tierras, eran mis temas favoritos. Conocía casi de memoria la narración de los viajes del capitán Bligh por los mares del Sur, y no ignoraba detalle acerca de la insurrección de sus tripulantes. Los pasajes cargados de parcialidad no me engañaban; detestaba a Bligh a causa de su tiranía; mi héroe era Fletcher Christian; envidiaba su fortuna y me esforzaba por imitarlo en todo; tal fue la impresión que suscitó dicho personaje, que durante mi vida entera ejerció su influencia sobre mí.
El secretario de nuestro capitán, al advertir que yo contaba con una cantidad de libros que no tenía dónde acomodar, pensó que podrían constituir un ornamento para su cabina. Me propuso, pues, encargarse de esos libros; me ofrecía no sólo un lugar para ellos, sino la posibilidad de ir a leer a su cabina cuantas veces desease. Ingenuo como era, acepté de buen grado su seductora proposición. Por un tiempo, todo estuvo muy bien, pero un día que fui a buscar un libro, hallé al secretario de mal humor, si había o no causa para ello lo ignoro, lo cierto es que con insolencia me espetó:
–Usted puede leer aquí si le place, pero no quiero que se lleve los libros fuera de mi cabina.
–¿Acaso no son míos? –le pregunté.
–Ya no –me respondió.
–¡Cómo! –protesté–. ¿Usted tiene la pretensión de apropiárselos?
Por toda respuesta me dijo:
–¡No toleraré su insolencia!
Entonces, con toda la firmeza de la que me creí capaz, le dije:
–Usted va a devolverme mis libros, no quiero que los siga teniendo aquí.
Él quiso impedirme, con amenazas, que tocara los libros. Yo tomé uno de encima de la mesa. Él me golpeó y yo contesté a su golpe. Hasta allí, no pasaba de ser una rencilla común.
Mi adversario era un joven de veintitrés años, robusto y fuerte. Yo era un esbelto muchacho de catorce años. Mi audacia lo sorprendió, y dudaba acerca de lo que debía hacer, ya que era de carácter cobarde. Pero unos grumetes que pasaban frente a la puerta me alentaron: “¡Bien muchacho! ¡Así se hace!”. Eso picó su vanidad y me saltó encima gritando:
–Ya vas a ver, cara pálida, ahora te voy a agarrar.
Se armó de una regla que había por allí, y me dio con ella un mandoble tan violento que se partió en dos, luego me arrinconó contra un mamparo de modo que me resultaba imposible escapar, y comenzó a golpearme sin piedad. Mi resistencia y mis fuerzas se desvanecían. Los espectadores me azuzaban y se mofaban de mi enemigo. Yo tenía ya heridas por toda la cabeza, me corría la sangre desde la nariz y la boca, sentía mi cuerpo como si estuviera mutilado, pero el coraje no me abandonaba. No quería que mi ofensor me concediera su gracia. Cuando intentó sacarme a patadas de su cabina, me resistí y le dije que sólo saldría de ella cuando me devolviera mis libros. Empezamos a forcejear, él trataba de sacarme de su cabina y yo de impedirlo, hasta que él me propinó una patada en la boca del estómago que me dejó tirado, casi inconsciente, entonces me gritó:
–¡Fuera, miserable! O te voy a arrancar las entrañas.
Yo sentía que no podía ponerme en pie, estaba desesperado. Ser ultrajado por ese cobarde y recibir su ironía insultante después de la victoria me exasperaban de rabia. Comenzaron a agitar mi cuerpo temblores convulsivos, y del deseo de venganza renacieron mis fuerzas. Mis ojos descubrieron algo que brillaba cerca. Durante nuestra lucha la mesa había quedado patas para arriba, cerca de ella mis ojos descubrieron algo que brillaba, y pronto mi mano encerró ese brillo: una navaja.
–¡Infame! Cuida ahora tus entrañas –le grité.
Yo tenía una rodilla en tierra y hacía esfuerzos grandísimos por ponerme de pie. El grandulón retrocedió al ver la navaja y tras ella mis ojos exaltados. Después, sólo recuerdo que le asesté varios navajazos, que él entrecerraba los ojos, se cubría la cara con las manos, y terminó por rogarme, en vano, que cesara el ataque. En eso, alguien me gritó: “¡Qué hace!”. Y yo, sin darme vuelta, respondí:
–Este cobarde asesino quería mi vida, por eso lo he matado.
Tiré el arma, tomé el libro que deseaba leer y salí de la cabina.
Mandaron un sargento de Marina con la orden de conducirme a cubierta. Allí me esperaba el capitán rodeado por sus oficiales.
–¿Qué ha pasado con este jovencito? –le preguntó al primer teniente.
–Este jovencito –le respondió el teniente– ha entrado a la cabina de vuestro secretario y lo ha matado.
El capitán me miró con horror, y sin preguntarme nada, exclamó:
–¡Mi secretario muerto! Encierren al asesino y pónganle grillos... ¡Mi secretario muerto! Lleven al asesino al fondo de la cala, no quiero oír ninguna palabra de justificación, ni una sola... ¡Mi secretario muerto!
Cuando el sargento trató de conducirme, le grité:
–¡No me toque!
Lo rechacé con fiereza, pues ya me sentía un hombre hecho y derecho, y descendí por mis medios, lentamente, a través de la escotilla. Emplazaron un centinela cerca de mi encierro. El capitán, supongo, había hecho caso a una versión de los hechos que me dejaba muy mal parado, pero un guardiamarina llamado Murray se acercó para susurrarme:
–No temas nada; no van a hacerte mal. Nosotros diremos la verdad: que has actuado como un hombre. ¡Coraje!
–¿Temor? –repliqué alzándome de hombros.
Poco después, fue el capitán quien se acercó a mi lugar de encierro.
–¿No tiene vergüenza de su conducta, señor? –me preguntó.
Le respondí con una sola palabra:
–No.
–¡Cómo dice, señor! ¿Le parece manera de contestarme? ¡Póngase de pie! ¡Quítese el sombrero!
Me limité a contestarle, mientras me ponía de pie, que esperaba mi castigo.
–Usted será colgado por asesino, señor.
–Prefiero ser colgado antes que rendirme a los pies de sus servidores.
–¿Está usted loco?
–Sí. Estoy loco. Gracias a vuestro infame tratamiento y al de vuestro teniente, gracias a vuestros injustos castigos, pero no he de someterme, entré a la Marina como futuro oficial, como gentilhombre, y quieren tratarme como esclavo. Arrójeme a tierra y no estaré más a su servicio, ni seré más víctima y juguete de vuestro lacayo.
Di un paso adelante, ni sé con qué intenciones, y él tomándome del cuello me detuvo y me ordenó sentarme sobre el soporte de un cañón.
–¡No! –dije–. Usted mismo me ha prohibido sentarme en su presencia y no volveré a hacerlo.
–Así que no se va a sentar... –me dijo él, aferrándome del cuello con fuerza como si me quisiera asfixiar.
Impedido de hablar, me esforzaba tratando de aflojar sus manos. Él repetía una y otra vez: “Así que no se va a sentar”. Al hacerlo, exhalaba el aire violentamente sobre mi rostro. Impedido de hacer otra cosa, lo escupí en la nariz.
Su semblante, enfurecido, pasó instantáneamente del escarlata a un violeta casi negro. Le resultaba imposible articular una sola palabra. Me arrojó hacia atrás con toda su fuerza, y se retiró a su cabina espumante de rabia. Varios oficiales, sobre todo guardiamarinas, se habían agrupado en torno de nosotros. Volví a levantarme del soporte de cañón contra el cual había sido arrojado. Dos de mis compañeros se acercaron a decirme:
–¡Bien, muchacho! No tengas miedo.
–¿Tengo aspecto de miedo? –fue mi réplica.
Al ponerse el sol, me advirtieron que no volvería a pisar la cubierta durante el resto del viaje, y ya no vi más a nuestro capitán escocés.
El crucero de guerra se convirtió para mí en una sucesión de días festivos. Tenía libros y podía, merced a la lectura, compensar las fallas de mi educación. El secretario del capitán se había restablecido, y aunque bien se cuidaba de mantenerse lejos de mí, cuando se veía obligado a pasar a tiro de mis palabras, con toda malicia, señalando la cicatriz sobre su mejilla, le decía:
–¡Cuidado grandulón! Que no se te ocurra volver a tomar mis libros si no quieres que un gentilhombre te mate.
William Bligh
Un gaje del oficio
(1789)
(Junio de 1789, luego de que un motín encabezado por su segundo lo despojara de la Bounty, y lo abandonara en altamar a bordo de una embarcación abierta junto a unos pocos tripulantes fieles, en la que navegaron más de tres mil millas náuticas para encontrar tierra.)
Querida Bessie:
Me encuentro ahora en un rincón del mundo en donde jamás había pensado estar. Y sin embargo es un lugar que me ha proporcionado alivio y me ha salvado la vida. Tengo además la dicha de informarte que estoy perfectamente bien de salud. Qué emoción sienten mi corazón y mi alma al tener nuevamente oportunidad de escribirte a ti y a mis angelitos. Particularmente porque has estado a punto de perder al mejor de los amigos. Y no habrías tenido a nadie que te mire como yo te miro y habrías pasado el resto de tus días sin saber lo que había sido de mí, o peor aún, habrías sabido que morí de inanición en altamar o asesinado por los salvajes. Todas estas circunstancias espantosas las he combatido con éxito y de la manera más extraordinaria que nunca haya existido, sin perder nunca la esperanza, desde el primer momento de mi infortunio, de que vencería todas las adversidades.
Mi querida Betsy: He perdido la Bounty. El amanecer del 28 de abril, y estando Christian de guardia, él con varios otros entraron en mi camarote cuando estaba dormido y me aprisionaron poniendo bayonetas contra mi pecho, me ataron las manos a la espalda y me amenazaron de muerte si osaba proferir una sola palabra. Igualmente grité pidiendo ayuda, pero tan bien urdida estaba la conspiración que los camarotes de los oficiales se hallaban custodiados por centinelas de modo que ni Nelson, ni Peckover, ni Samuel pudieron acudir en mi auxilio. Me arrastraron violentamente a cubierta en paños menores. Consulté a Christian las causas de semejante acto y le recriminé su villanía. Sólo contestó: “Ni una palabra, señor, o es hombre muerto”. Lo conminé a que actuara y recobrase algo de su sentido del deber, pero no tuve éxito. Vi que otro de los cabecillas que secundaba a este villano era el joven Heywood, y con él iba también Stewart. Christian, a quien yo había asegurado el ascenso cuando regresáramos a casa, y los otros dos, a quienes a cada singladura les había hecho un favor. ¡Es increíble! Estos jóvenes en los que deposité toda mi confianza, estos villanos unidos a la mayoría de los marineros se hicieron con las armas y me arrebataron la Bounty con hurras por Otaheite, adonde pretendían volver. Tengo ahora motivos para maldecir el día que conocí a Christian o a Heywood.
El secreto con que se planeó este motín es imposible de concebir, ninguno de quienes restaron fieles junto a mí tuvo el menor conocimiento o sospecha de lo que se avecinaba. Incluso el señor Tom Ellison se aficionó tanto a Otaheite que también se hizo pirata. He sido cazado por mis propios perros.
Confío en que mi desgracia sea adecuadamente considerada por todo el mundo. Fue una circunstancia que no podía prever. Y no contaba con oficiales suficientes, si me hubieran concedido infantes de Marina, lo más probable es que esto no hubiera ocurrido nunca. No tuve compañeros enérgicos y valientes. Y por eso nos trataron los amotinados como nos trataron. Mi conducta está libre de culpa, atado como estaba desafié a todos los villanos a que me hirieran. Hayward y Hallet eran guardiamarinas de la guardia de Christian, pero no dieron la alarma de lo que sucedía, y me los encontré en cubierta, despreocupados hasta que se les ordenó bajar al bote. Hallet ha resultado ser un sinvergüenza tan descarado como inútil, pero te ruego que no cuentes nada hasta que llegue a casa.
Sé lo conmocionada que estarás por este asunto, pero te pido, mi querida Betsy, que pienses que todo esto ya ha pasado y que de nuevo esperaremos la felicidad futura. Nada me sostiene ni podría sostenerme tanto como la conciencia clara de que he actuado bien como oficial. No puedo escribir a tu tío ni a nadie, pero mis cartas públicas les revelarán que mi conducta ha sido intachable, mi reputación permanece respetable, y mi honor inmaculado. He salvado los libros de cuentas, de modo tal que todo podrá comprobarse, que todo estará bien. Da mi bendición a mi querida Harriet, a mi querida Mary, a mi querida Betsy y a mi querido pequeño desconocido, y diles que pronto estaré en casa. A ti, mi amor, te daré todo lo que un esposo enamorado pueda.
Amor, respeto y todo lo que hay o habrá en poder de tu siempre enamorado amigo y esposo.
Stéphane Mallarmé
Brisa marina
(revista Le Parnasse Contemporain, 1866)
¡La carne es triste! Y leí todos los libros.
¡Huir! Huir allá. Siento a los pájaros ebrios
De vagar entre espuma ignota y cielos. Nada,
Ni los antiguos jardines reflejados por los ojos,
Retendrá a este corazón fraguado en mar,
¡Oh noches!, ni la claridad desierta de mi lámpara
Sobre el papel vacío que la blancura defiende,
Ni la joven que amamanta a su hijo.
¡Yo partiré! Vapor que balanceas tu arboladura,
¡Leva el ancla hacia tierras exóticas!
Mi hastío, desolado por esperanzas crueles,
Todavía cree en el supremo adiós de los pañuelos.
Y puede ser que los mástiles, que invitan a la tormenta,
Sean de los que un viento sobre el naufragio
Inclina, perdidos, sin mástiles, sin mástiles ni fértiles islotes...
Pero oye, corazón: ¡el canto de los marineros!
Guy de Maupassant
Rumbo a lo más desconocido
(Sobre el agua, 1888)
Dormía profundamente cuando el patrón Bernard arrojó arena contra mi ventana. Apenas abierta, recibí en la cara, en la piel, y hasta en el alma, el soplo frío, delicioso, de la noche. El cielo estaba límpido, azulado, vivo del temblor de las estrellas.
Al pie del muro, el marino me decía:
–Buen tiempo, señor.
–¿Viento?
–De tierra.
–Está bien, ahí voy.
Media hora más tarde, yo bajaba a largos pasos por la costa. El horizonte empezaba a palidecer y veía a lo lejos, tras la bahía de Anges, las luces de Niza, y luego, más lejos aún, el faro de Villefranche.
Ante mí, vagamente en la sombra pálida, se aparecía Antibes, con sus dos torres, entre los viejos muros de Vauban. Por las calles, algunos perros y algunos hombres, obreros recién levantados. Por el puerto, nada más que el muy leve balanceo de las tartanas a lo largo de los muelles, y el casi imperceptible chapoteo del agua. Cada tanto, el chirrido de alguna amarra que se tensaba, la fricción de un bote contra un casco. Los barcos, las piedras, el mar mismo, parecían dormir, bajo el firmamento espolvoreado de oro, vigilados por el ojo del pequeño faro alerta sobre el acantilado que domina el puerto.
Frente al astillero del maestre Ardouin, percibí un resplandor, sentí un movimiento, oí voces. Me esperaban. El Bel Ami ya listo para zarpar.
Bajé al salón iluminado por un par de candelabros instalados, como si fueran compases náuticos, junto a los sillones que hacen las veces de camas al llegar la noche. Vestí mi chaquetón de mar hecho con piel, me calcé mi abrigado casquete y salí a los muelles. Habían sido ya largadas las amarras, y los hombres, tirando de la cadena, dejaban el ancla a pique. Luego, comenzaron la maniobra de izar la vela mayor, que se elevó, lentamente, en medio de las quejas monótonas de los motones y la arboladura. Una vez arriba, se extendió larga y pálida en la noche, ocultando el cielo y los astros, agitada ya por el viento. Frío y seco, nos llegaba desde la montaña, invisible todavía, pero, según lo sentíamos, cargada de nieve. Era débil, ese viento, apenas despierto, indeciso, intermitente.
Mientras los hombres izaban a bordo el ancla, tomé el timón; y el barco, tal un gran fantasma, se deslizó por sobre el agua tranquila. Era necesario, para salir del puerto, maniobrar entre las tartanas y las goletas dormidas. Suavemente íbamos de una dársena a otra, remolcando nuestro bote, corto y redondeado, que nos seguía como un pichón, apenas salido del huevo, sigue a un cisne.
Una vez en el canal, entre el acantilado y el fuerte, el barco, más ardiente, aceleró su andar, pareció animarse como si hubiera entrado en él una alegría furiosa. Danzaba sobre las ligeras olas, innumerables y chatas, surcos móviles de una llanura ilimitada. Al salir de las aguas muertas del puerto, sentía la vida del mar.
No había marejada, dirigí la proa entre los muros de la ciudad y la boya Quinientos Francos que señala el gran canal, luego derivé hasta ponerme viento en popa y puse rumbo para doblar el cabo.
Nacía la mañana, se extinguían las estrellas, el faro de Villefranche cerró por última vez su ojo, y noté en el cielo lejano, sobre Niza, unos resplandores rosados, eran los glaciares de los Alpes cuyas cimas iluminaba la aurora.
Le entregué la caña a Bernard para mirar la salida del sol. La brisa, más fresca, nos hacía correr sobre el oleaje violeta, agitado como si hirviera. Una campana empezó a sonar, lanzando al viento los tres golpes rápidos del Angelus. ¿Por qué el sonido de las campanas parece más urgente al amanecer y más pesado al crepúsculo? Amo esta hora fría y liviana del día, cuando los hombres todavía duermen y se despierta la tierra. El aire está lleno de temblores misteriosos que no conocen quienes se demoran en sus camas. Se aspira, se bebe, se ve que la vida renace, la vida material del mundo, la vida que recorre los astros y cuyo secreto es nuestro inmenso tormento.
Raymond dijo:
–Vamos a tener viento del Este.
Bernard respondió:
–Creería que viento del Oeste, más vale.
Bernard, el patrón, es flaco, discreto, notablemente limpio, cuidadoso y prudente. Barbudo hasta los ojos, tiene la mirada buena y la voz buena. Es hacendoso y franco. Pero todo lo inquieta a bordo, la onda que se encuentra de pronto y anuncia viento en altamar, la nube alargándose por encima del Esterel, reveladora de un mistral por el Oeste, y hasta la subida del barómetro, que también puede anunciar una borrasca del Este. Excelente marino, vigila todo sin pausa, y lleva su afán de limpieza a tal punto que se pone a frotar los cobres apenas una gota de mar los ha salpicado.
Raymond, su primo, es un joven morocho y robusto, de grandes bigotes, infatigable, alegre, igual de hacendoso y franco, pero menos inquieto, menos nervioso, más resignado a las sorpresas y las traiciones del mar.
Bernard, Raymond y el barómetro están no pocas veces en desacuerdo y actúan, sólo para mí, una divertida comedia de tres personajes, uno de ellos, el más preciso, mudo.
–Vamos bien –dice Bernard.
Hemos pasado el golfo de Salis, hemos franqueado Garoupe y nos aproximamos al cabo Gros, una roca plana y alargada a ras de las olas.
Ahora se nos aparece la cadena de los Alpes, una ola monstruosa que amenaza al mar, una ola de granito coronada por la nieve y con picos semejantes a espasmos de espuma congelados. El sol se alza tras esos hielos sobre los cuales la luz resbala como una colada de plata.
Al doblar el cabo de Antibes, descubrimos la isla de Lérins, y lejos, por detrás, la atormentada cadena de Esterel. Esterel es el decorado de Cannes, una deliciosa montaña de fantasía, azulada, con una elegante silueta y una coquetería de cotillón, pintada a la acuarela sobre un cielo teatral por un creador complaciente, sin otro fin que servir de modelo a los ingleses paisajistas, y como objeto de admiración a altezas tísicas o indolentes. A cada hora del día, Esterel cambia de efecto y encanta los ojos de la alta sociedad.
La cadena de montañas, limpiamente dibujada, se recorta por la mañana sobre el cielo azul, de un azul tierno y puro, de un bonito azul con algo de púrpura, un azul etéreo de playa meridional. Pero al atardecer, sus flancos boscosos se vuelven sombríos, vuelcan una mancha negra sobre un cielo de fuego, un cielo inverosímil de tan dramático, de tan rojo. Nunca vi, en ninguna otra parte, puestas de sol tan maravillosas, con semejantes incendios del horizonte entero, con semejantes explosiones de nubes. Nunca asistí a una puesta en escena tan hábil, tan soberbia, ni a tal renacer cotidiano de efectos excesivos y magníficos que fuerzan la admiración, pero harían sonreír un poco de ser pintados por el hombre.
Las islas de Lérins, que cierran por el Este el golfo de Cannes y lo separan del golfo Juan, parecen islas de opereta, instaladas allí para mayor placer de hibernantes y convalecientes.
Desde alta mar, donde nos encontramos ahora, parecen dos jardines de un verde sombrío recostados sobre el agua. En la punta de Saint-Honorat se alza, con sus pies en el agua, una ruina romántica, verdadero castillo de Walter Scott, siempre batido por las olas, donde en otra época los monjes se defendieron de los sarracenos, ya que Saint-Honorat, hasta la Revolución, perteneció siempre a los monjes. La isla fue hace un tiempo comprada por una actriz.