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Castillo fuerte, religiosos batalladores, antaño; hoy trapenses gordos, limosneros sonrientes, bonita farándula venida, sin dudas, a esconder sus amores en este islote cubierto de pinos y de hierbas, rodeado de un collar de rocas preciosas. Todo, hasta esos nombres florianescos –Lérins, Saint-Honorat, Sainte-Marguerite– es amable, coqueto, novelesco, poético en esta deliciosa costa de Cannes, y también un poco insípido.
Para hacer juego con el antiguo castillo almenado, que se alza esbelto en la extremidad de Saint-Honorat, de cara al mar, Sainte-Marguerite concluye, hacia tierra, con la célebre fortaleza donde estuvieron encerrados el Hombre de la Máscara de Hierro y el fracasado comandante Bazaine. Un paso de alrededor de una milla separa la punta de la Croisette y este castillo, con todo el aspecto de una vieja casa en ruinas, sin nada de altanero o majestuoso. Más bien se lo ve jorobado, sin gracia, mugriento, una auténtica ratonera.
Distingo ahora los tres golfos. Ante mi vista, más allá de las islas, el golfo de Cannes, más cerca, el golfo Juan, y detrás, la bahía de Los Ángeles, dominada por los Alpes y sus cumbres nevadas. Más lejos, la costa se extiende hacia la frontera con Italia. Con mis binoculares descubro, detrás de un cabo, la blanca Bordighera. Y todo a lo largo de esta costa interminable, las mansiones junto al agua, los pueblos en los flancos de las montañas, las innumerables mansiones sembradas entre el verde parecen huevos blancos sobre la arena, sobre las rocas, entre la floresta, por pájaros monstruosos venidos, por la noche, de esos países de nieve que se avistan allá en lo alto.
Sobre el cabo de Antibes, larga excrecencia de tierra, prodigioso jardín arrojado entre dos mares en el que crecen las flores más hermosas de Europa, divisamos aún más mansiones, y hasta en la misma punta Eilen-Roc, encantador rincón que vienen a visitar desde Niza y Cannes.
El viento cae, el barco no marcha sino apenas.
Tras la corriente de aire de tierra que reina durante la noche, esperamos ahora la corriente de aire del mar que será bienvenida venga de donde venga.
Bernard sigue apostando por el Oeste, Raymond por el Este, el barómetro está inmóvil un poco por encima de los setecientos sesenta milímetros.
Ahora el sol lanza sus rayos, vuelve chispeantes los muros de las casas que de lejos parecen nieve desparramada, vuelca en el mar un claro barniz luminoso y azulado.
Poco a poco, aprovechando los más mínimos soplos, esas caricias del aire que apenas se perciben sobre la piel, pero no obstante hacen deslizarse sobre el agua a los barcos sensibles y bien velados, pasamos el último punto del cabo y divisamos el golfo Juan completo, con la escuadra fondeada.
De lejos, los acorazados parecen rocas, islotes, roqueríos cubiertos de árboles muertos. El humo de un tren corre sobre la ribera en camino de Cannes a Juan-les-Pins, que tal vez llegará a ser la más bella estación de toda la costa. Tres tartanas con sus velas latinas, una roja y las otras dos blancas, están detenidas en el paso entre Sainte-Marguerite y la tierra.
Es la calma, la dulce y cálida calma de una mañana de primavera en el Mediodía; y ya me parece que he abandonado hace semanas, hace meses, hace años, la gente que habla y se agita; siento entrar en mí la ebriedad de estar solo, la dulce ebriedad del reposo que nada turbará, ni una carta blanca ni un telegrama azul, ni el timbre de mi puerta ni los gruñidos de mi perro. No pueden llamarme, invitarme, llevarme, no pueden oprimirme con sonrisas, no pueden acosarme con amabilidades. Estoy solo, verdaderamente solo, verdaderamente libre. Corre el humo del tren por la costa. Yo floto en un compartimento que se balancea, bello como un pájaro, pequeño como un nido, más cómodo que una hamaca, errante sobre el agua al impulso del viento, sin preocuparme por nada. Tengo dos marineros que me obedecen, libros para leer y quince días para vivir. ¡Quince días sin hablar, qué felicidad!
Edmundo de Amicis
Para no volver
(En el océano, 1889)
Cuando llegué, hacia la tarde, había ya comenzado el embarque de los emigrantes hacía una hora, y el Galileo, unido al muelle por su planchada, seguía tragando miseria: una interminable procesión de gente, que salía en grupos del edificio situado en frente, donde un policía examinaba los pasaportes. Como en su mayoría habían pasado la noche al aire libre, acurrucados como perros por las calles de Génova, estaban cansados y sin poderse tener de sueño. Obreros, campesinos, mujeres con niños al pecho, muchachitos con la chapa de hojalata del asilo aún colgada del cuello; casi todos llevaban una silla de tijera al brazo, sacos y valijas de todo tipo en las manos o sobre las cabezas, cobertores y mantas, y el pasaje con el número de cubil apretado entre los labios. Pobres mujeres, con un niño en cada mano, sostenían gruesos bultos con los dientes; viejas campesinas calzadas con abarcas, levantándose la saya por no enredarse en los obstáculos de la cubierta, desnudaban sus piernas secas; muchos iban descalzos, con los zapatos al hombro. De vez en cuando, por entre aquella miseria, pasaban señores vestidos con elegantes guardapolvos, curas, señoras con grandes sombreros adornados de plumas, sosteniendo en sus brazos un perrito, una sombrerera, un puñado de novelas francesas en una vieja edición Lévy. De pronto se interrumpía la procesión humana, y bajo una tempestad de palos y blasfemias avanzaba una tropa de bueyes y carneros, que al llegar a bordo se desbandaban espantados, confundiéndose los mugidos y balidos con los relinchos de los caballos de proa, con los gritos de los marineros y de los estibadores, con el estrépito ensordecedor de la grúa de vapor que levantaba por los aires baúles y cajas. Después se reanudaba el desfile de emigrantes: caras y trajes de cada parte de Italia, robustos trabajadores de ojos apesadumbrados, viejos harapientos y sucios, mujeres embarazadas, muchachas alegres, jóvenes sonrientes, aldeanos en mangas de camisa, chicos detrás de otros chicos que apenas se alzaban sobre la cubierta en medio de tanta confusión de pasajeros, empleados del barco, de la Compañía y aduaneros, y quedaban atontados o se perdían como en una plaza llena de gente. A las dos horas de haber empezado el embarque, el vapor, siempre inmóvil, como un enorme cetáceo agarrado con sus dientes a la orilla, seguía sorbiendo sangre italiana.
Según subían los emigrantes, iban pasando por delante de una mesa tras de la cual estaba sentado el comisario, que los reunía en grupos de a media docena llamados ranchos, y anotaba sus nombres en un formulario impreso que entregaba al más anciano para que con él fuese a la cocina a pedir, en las horas fijadas por el reglamento, la comida. Las familias compuestas por menos de seis personas se hacían inscribir junto a sus conocidos o con los primeros que aparecieran; en todos se traslucía un vivo temor de ser engañados en la cuenta de las mitades y cuartas partes de puesto para los muchachos y los niños más pequeños: esa desconfianza invencible que inspira al campesino todo hombre con pluma en mano. Surgían discusiones, se oían lamentos y protestas. Luego, las familias debían separarse: los hombres por un lado, las mujeres con los niños por otro, eran conducidos a sus alojamientos. Inspiraba compasión ver descender penosamente a aquellas mujeres por las empinadas escalas, penetrar a tientas en los vastos y asfixiantes sollados, ubicarse entre los innumerables cubiles dispuestos en pisos como los nichos en que se colocan gusanos de seda, y unas preguntar afanosamente a un marinero, que no las entendía, por algún paquete perdido; otras, dejarse caer en cualquier sitio, agotadas sus fuerzas, como aturdidas, y muchas ir y venir a la ventura, mirando con inquietud a todas aquellas compañeras de viaje, desconocidas, inquietas como ellas, confundidas también por la aglomeración y el desorden. Algunas, que habían descendido una cubierta por debajo de la principal, cuando veían otras escalas que se perdían en la oscuridad, se negaban a bajar más. Desde la boca de la cubierta, que estaba de par en par, vi cómo lloraba una mujer con la cara escondida en el cubil que le habían asignado, oí decir que pocas horas antes de embarcarse, de repente, se le había muerto una niña, y que su marido había tenido que dejar el cadáver en las oficinas de Orden Público del puerto para que lo llevasen al hospital (tal vez para la autopsia). Las mujeres se quedaban abajo; los hombres, al contrario, una vez acomodadas sus pertenencias, subían a la cubierta principal y se apoyaban sobre la borda. Casi todos se encontraban por primera vez sobre un gran vapor, que debía parecerles un nuevo mundo, lleno de maravillas y de misterios; y ni uno solo miraba a su alrededor o se detenía a considerar una sola de esas cien cosas admirables que jamás había visto. Algunos se fijaban con mucha atención en un objeto cualquiera, la maleta, por ejemplo, o la silla de un vecino, o un número escrito sobre un cajón; otros roían una manzana o engullían a mordiscos una hogaza de pan, examinándola, a cada bocado, como si se tratara de un milagro, algunos tan plácidamente como lo hubieran hecho a la puerta de su propio establo. Una muchacha tenía los ojos encendidos. A propósito, los jóvenes bromeaban, pero se comprendía, a las claras, que algunas alegrías eran forzadas. La mayor parte mostraba apatía o cansancio. El cielo encapotado comenzaba a oscurecerse.
De pronto se oyeron gritos furiosos que provenían de la oficina de los pasaportes. Se vio acudir gente a las corridas. Se supo, luego, que se trataba de un campesino, con su mujer y sus cuatro hijos, a quienes el médico había reconocido enfermos de pelagra. Además, ya a las primeras preguntas se había notado que el padre era loco. Negado el embarque, se entregó a toda clase de violentas extravagancias.
En el muelle había un centenar de personas: parientes de los emigrantes, poquísimos; los más, curiosos; y muchos amigos y deudos de la tripulación, acostumbrados ya a tales separaciones.
Instalado a bordo el pasaje completo, hubo una relativa quietud que dejaba oír el sordo murmullo de la máquina a vapor. Casi todos permanecían sobre cubierta, apiñados y silenciosos. Parecían eternos aquellos últimos momentos de espera. Finalmente, se oyó gritar a los marineros a popa y a proa al mismo tiempo:
–El que no sea pasajero, ¡a tierra!
Estas palabras causaron un estremecimiento general a bordo del Galileo. En minutos descendieron todos los extraños, se levó la planchada, se largaron amarras, sonó un silbido y el barco empezó a moverse. Las mujeres prorrumpieron en llanto; los jóvenes que reían se pusieron graves, y no faltó hombre bien barbudo que, si hasta aquel momento se había mostrado impasible, se pasara la mano por los ojos.
Contrastaba con semejante conmoción la tranquilidad de los marineros y empleados que saludaban a sus amigos y parientes, agrupados sobre el muelle, como si se tratara sólo de una excursión de unas pocas horas rumbo a La Spezia. –Te recomiendo aquel paquete. –Dile a Luisa que cumpliré con su encargo. –Echa la carta al buzón en Montevideo. –Quedamos conformes en lo del vino. –Buen paseo. –Que te vaya bien.
Algunos, que acababan de llegar al puerto, aún tuvieron tiempo de arrojar paquetes de cigarros y naranjas a los que se iban, algo de todo eso fue recogido en el aire, pero los últimos regalos cayeron al mar. En la ciudad brillaban las luces. El vapor se deslizaba, poco a poco, en la penumbra del puerto, casi furtivamente, como si se llevase carga de carne humana robada.
Gustave Flaubert
Desde la orilla
(“Un corazón simple”, Tres relatos, 1877)
Para despejarse, Félicité le pidió a madame Aubain que le permitiera recibir en casa a su sobrino Víctor.
Él llegaba el domingo, después de misa, con las mejillas coloradas, con el pecho desnudo y oloroso al campo que había atravesado. Félicité enseguida lo conducía a la mesa. Almorzaban uno frente al otro. Ella, para ahorrar, comía lo mínimo posible. Y a él lo atiborraba de tal manera que terminaba por dormirse. A la primera campanada de vísperas, lo despertaba, le cepillaba el pantalón, le hacía el nudo de la corbata y tomados del brazo, la tía plena de orgullo maternal por su sobrino, partían hacia la iglesia.
A él los padres siempre le encargaban algo: que le pidiese a la tía un paquete de azúcar, jabón, aguardiente, y hasta dinero. Además, él le llevaba sus harapos a la tía para que los remendara. Félicité aceptaba gustosa el encargo, porque lo obligaría a volver a su sobrino.
En agosto, su padre hizo embarcar a Víctor en el cabotaje.
Era tiempo de vacaciones. La llegada de los hijos de la señora consoló a Félicité. Pero Pablo se estaba volviendo caprichoso y Virginia ya no tenía edad para tutearla, lo que impuso una barrera entre ellas.
Víctor navegó a Morlaix, a Dunkerque, a Brighton; de cada viaje le traía un regalo. La primera vez fue una cajita recubierta de caracolas; la segunda, una taza de café; la tercera, un gran pan de jengibre en forma de hombre. Se iba poniendo buen mozo, Víctor, con su bigotito, sus lindos ojos francos y su gorra de cuero echada hacia atrás como un piloto. La entretenía contándole historias repletas de términos marineros.
Un lunes, era el 14 de julio de 1819 (Felicité no olvidó la fecha), Víctor le dijo que se había enrolado para travesías largas, que en dos días iba a embarcarse en el vapor de línea de Honfleur para alcanzar su goleta, presta a zarpar desde Le Havre en dos días más. Y dos años podría tardar en volver.
La perspectiva de una ausencia tan larga entristeció mucho a Félicité; para despedirse del sobrino por segunda vez, el miércoles por la noche, tras cenar con madame Aubain, se calzó los suecos y se tragó las cuatro leguas que separan Pont-l’Évêque del puerto de Honfleur.
Cuando llegó al Calvario, en vez de doblar a la izquierda dobló a la derecha, se perdió entre unos astilleros, volvió sobre sus pasos; unas personas a quienes preguntó le dijeron que se diera prisa. Bordeó la dársena llena de barcos tropezando con las amarras; luego el terreno iba en descenso, con luces que se entrecruzaban, y Félicité se creyó loca: veía caballos por el cielo.
Otros relinchaban al filo del muelle, espantados por el mar. Una pluma los iba alzando para depositarlos en la cubierta de un barco, donde se tropezaban los viajeros entre barriles de sidra, cestos de quesos, sacos de cereales; se oían cacarear gallinas, el capitán blasfemaba y un grumete permanecía de codos en la borda, indiferente a todo. Félicité, que no lo había reconocido, gritaba: “¡Víctor!”; el grumete alzó la cabeza; pero justo cuando Félicité se lanzaba hacia él retiraron la planchada.
El paquebote, que unas mujeres remolcaban cantando, salió del puerto. Crujía su casco, pesadas olas fustigaban su proa. Ya establecidas sus velas, no se vio a nadie en cubierta; sobre el mar, plateado por la luna, se vio como una mancha negra que palidecía, se borroneaba, hasta que desapareció.
Al pasar por el Calvario, Félicité quiso encomendar a Dios lo que más quería; y rezó mucho tiempo, de pie, bañada en lágrimas la cara, los ojos hacia las nubes. La ciudad dormía, rondaban unos aduaneros; y por las bocas de la esclusa caía el agua, sin parar, con rumor de torrente. Las dos sonaron.
El locutorio no se abriría antes del amanecer. Y si volvía tarde, se enfadaría la señora; entonces, a pesar de su deseo de darle un beso a Virginia, Félicité no se quedó a esperar. Cuando entraba a Pont-l’Évêque, se despertaban las mozas de la fonda.
¡Y el pobre muchacho, durante meses, iba a rolar sobre las olas! Sus viajes anteriores no la habían asustado. De Inglaterra y de Bretaña se volvía; pero América, las colonias, las islas, todo eso estaba allá perdido, Dios sabe dónde, en el fin del mundo.
Desde entonces, Félicité no pensó más que en su sobrino. Los días soleados la atormentaba la sed; cuando había temporal, temía al rayo por él. Y al oír el viento que rugía en la chimenea y arrancaba las pizarras del techo, lo veía azotado por la misma tempestad, en el tope de un mástil partido, el cuerpo echado hacia atrás bajo un manto de espuma; o bien, recuerdo de la geografía en estampas, lo devoraban los salvajes, se lo llevaban los monos a un bosque, moría caminando por una playa desierta. Pero Félicité jamás hablaba de sus preocupaciones.
Madame Aubain tenía otras por su hija.
Las buenas monjas decían que era cariñosa, pero delicada. La menor emoción la perturbaba. Hubo que abandonar el piano.
Su madre exigía al convento una correspondencia fija. Una mañana que el cartero no llegaba, madame Aubain se impacientó; se paseaba por la sala, de la butaca a la ventana. ¡Era verdaderamente extraordinario! ¡Cuatro días sin noticias!
Para que se consolara con su ejemplo, Félicité le dijo:
–Yo, señora, hace ya seis meses que no recibo una...
–¿De quién?
La criada contestó suavemente:
–Pues... de mi sobrino.
–¡Ah! ¡Su sobrino!
Y madame Aubain, encogiéndose de hombros, reanudó su paseo, lo cual quería decir: “¡Ni me acordaba de él!... Y además, qué me importa. Un grumete, un cualquiera. ¡Linda comparación!... Mientras que mi hija... ¡Qué atrevimiento!”.
Félicité, aun criada en la rudeza, se indignó contra la señora, después se olvidó.
Le parecía muy natural perder la cabeza por causa de la pequeña.
Para ella los dos niños tenían la misma importancia; los unía en su corazón, y su destino debía ser el mismo.
El boticario le avisó que el barco de Víctor había llegado a La Habana. Él lo había leído en un periódico.
A causa de los puros, Félicité se figuraba que La Habana era un país donde no se hacía otra cosa que fumar, y que Víctor circulaba entre negros en medio de una nube de humo de tabaco. ¿Se podría, en caso de apuro, regresar por tierra? ¿A qué distancia estaba de Pont-l’Évêque? Para saberlo, consultó a monsieur Bourais.
El hombre recurrió a su atlas, y empezó a dar un montón de explicaciones acerca de las longitudes, ante el pasmo de Félicité se le dibujó una sonrisa bondadosa, de maestro. Con su lapicera, señaló en los picos de una mancha ovalada un punto negro, imperceptible, y dijo:
–Aquí está.
Félicité se inclinó sobre el mapa, su red de líneas y colores le cansaba la vista sin decirle nada; y como Bourais la invitó a explicar su perplejidad, ella le pidió que señalara la casa donde estaba Víctor. Bourais alzó los brazos, estornudó, se rio muchísimo, tanta era la comicidad que suscitaba en él semejante candor; Félicité no entendía, tal vez pensaba que podría ver sobre el mapa hasta el retrato de su sobrino, tan limitado era su entendimiento.
Pasados quince días, a la hora del mercado, como de costumbre, entró Liébard a la cocina, traía para Félicité una carta que le mandaba el cuñado. Como ninguno de los dos sabía leer, Félicité recurrió a la señora.
Madame Aubain, ocupada con una labor de aguja, acercó el sobre a ella, lo rompió, abrió la carta, y estremecida, en voz baja, con una mirada profunda, le dijo a Félicité:
–Es una desgracia... que te comunican. Tu sobrino...
Había muerto. La carta no decía más.
Félicité se derrumbó sobre una silla, con la cabeza en la pared, y cerró los párpados, que de pronto se le pusieron color de rosa. Después, inclinada la frente, las manos colgando, fijos los ojos, repetía a intervalos:
–¡Pobre muchachito! ¡Pobre muchachito!
Liébard la miraba suspirando. Madame Aubain temblaba un poco.
Le propuso ir a Trouville a ver a su hermana.
Félicité contestó, con un gesto, para qué.
Hubo un silencio. El bueno de Liébard juzgó conveniente retirarse.
Entonces Félicité dijo:
–¡A ellos qué les importa!
Volvió a bajar la cabeza y de vez en cuando, maquinalmente, levantaba las largas agujas sobre el costurero.
Frente a la casa, pasaron unas mujeres con angarillas de las que colgaba ropa goteante que venían de lavar.
Félicité, al verlas a través de los cristales, se acordó de su colada; la había hecho el día anterior, había que aclararla; salió entonces de la casa.
Su tabla y su tina estaban en la orilla del Toucques; echó junto a ella un montón de camisas, se arremangó, y empezó con su tarea; tan fuertes eran los golpes que daba, que podían oírse desde las huertas vecinas. Los prados se veían desiertos, el viento agitaba el río; al fondo, se inclinaban grandes hierbas, como cabelleras de cadáveres flotando en el agua.
Raúl Guerra Garrido
La fría letra
(La mar es mala mujer, 1987)
El frío. En Terranova, cuando el frío arrecia los demás problemas no existen. El frío es una telaraña que te envuelve, un alcohol que te empapa, un bisturí que te rasga y si bajas por un segundo la guardia, un suspiro de cristal que se quiebra. Cuidado con las orejas, el aire corta como navaja de barbero. Ninguna ropa de abrigo es demasiado, me solía proteger las partes rellenando de guata los calzoncillos, que te la rascas y la notas tan ajena como la de un muñeco de trapo. El barco sufre lo mismo y además se carga de hielo, se acumula tanto hielo, tanto peso, que si no se lo quitáramos a golpe de mandarria se hundiría. De las pastecas cuelgan cabos engrosados por el hielo que no se abarcan con las dos manos. Los barcos quedan de adorno, como los barquitos de azúcar escarchada en el interior de las botellas de anís. Y hay que trabajar con esas temperaturas, no hay quien trabaje, que a veces te metes en el frigo para calentarte un poco los sabañones. El frío a veces es un frío que te congela literalmente.
–¿No hueles a quemado?
Rastreábamos por el Banana Bank, en el estrecho de Davis, la entrada a la bahía de Baffin. El que le llamó banana a ese banco era un humorista. En el Bidebieta.
–Con este catarro no huelo ni mis propios vientos.
Llegar hasta la Baffin Bay es subirse al techo, pero entraban y no era cuestión de perder la racha. Un frío atroz, la calefacción a tope y supongo que el origen fue un cortocircuito, el mantenimiento era por aquellos días tan minucioso que los enchufes eléctricos ni siquiera llevaban la grapa que los machihembra sin vibraciones.
–¡Fuego a bordo!
El que gritó pudo ahorrarse el esfuerzo, las llamas nos lamían el trasero a los del puente, venían de abajo, de la cocina lo más probable, el tiro de la escalera las azuzaba como un soplete. El incendio parecía grave, así es que a pesar de la marejada, lanzamos los botes salvavidas para trasbordar al Bikote. No tuve que discutir con Arrozagasti.
–Pasa tú, yo me quedo a ver si controlo esto.
–Me parece bien, pediré auxilio por radio, sé más inglés.
La decisión del capitán fue comentada sobre la marcha, en la misma escala de viento, los hay que ironizan hasta en las situaciones más críticas.
–Un tío sincero, dice lo que piensa.
–Pero piensa poco.
–Y en inglés menos.
El fuego no fue ninguna broma, pero mientras no fuera infernal de necesidad me quedaría a bordo, intentando controlarlo con un piquete de voluntarios. Una paradoja absurda lo de las llamas con varios icebergs a la vista, un absurdo riesgo entre el churrasco y el congelado. Era responsable ante el armador y no me movería de allí hasta conseguirlo, algo disipó mi razonamiento, sonaron unos gritos, no supuse cuán precaria y repentinamente abandonaría el barco aun en contra de mi obligación, las angustiadas voces provenían de la mar.
–¡Ayuda! ¡Ayuda!
–¡Socorro!
Oí los gritos de auxilio y no lo dudé, el barco podía irse a pique pero no dos de mis hombres. Los vi allí, sobrenadando entre las olas, gracias a que íbamos en rastreo pudieron sujetarse al filamen, uno en las malletas y otro en el vuelo de la boca del arte. La rapidez era fundamental, con el agua a cien bajo cero te congelas en un suspiro. Sin dudarlo me lancé al agua, tengo el don de actuar de forma automática en los casos de accidente, cuando más grave más rápido, sin darme cuenta pero con rigor y eficacia. Me lancé desde la popa con un cabo atado en la cintura y otro en la mano, si consiguiera atarlos nos halarían fácilmente, que lo consiguieran a tiempo ya era otro cantar, dependía de otros reflejos. Me tiré de pies y ni lo pensé. La sensación que tuve al hundirme en el agua fue doble y terrible. La primera el frío, un frío atroz, un irme convirtiendo, según me hundía, en barra de hielo, a velocidad de vértigo, los juanetes, las corvas, el sexo, la tabla del pecho, el garganchón y hasta la coronilla rígidos, helados, un esfuerzo ímprobo para moverme en lucha contra la impotencia física y la pereza mental del déjalo, no tienes nada que hacer. La segunda sensación fue de espanto al caer en la cuenta de que no sabía nadar, pero en los casos extremos me funciona el automatismo, actué como si supiera, avancé nadando a lo perro, estilo que no falla jamás; los tres kilométricos metros que me separaban de Lolo pude superarlos, miré a Carín, a unos quince metros de donde yo estaba, una distancia sideral, y tomé una de las decisiones más terribles de mi vida, para salvar a uno tenía que dejar morir al otro; la lógica, el tiempo y el espacio me hicieron condenar a Ricardo.