La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968

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Si he comentado tanto las cuestiones arquitectónicas, ha sido porque una seña de identidad de nuestra especialidad es la UCI, la Unidad en la que se atiende a los pacientes. Y no se puede prestar una asistencia avanzada si no se dispone de un espacio y un utillaje adecuado. En Europa se llama Intensive Care Medicine; en USA, Critical Care Medicine; en España, Medicina Intensiva.
Otro elemento fundamental es la intensidad de los cuidados, que dispensa una enfermería extraordinariamente dedicada y con alta cualificación que no solo cuidan a los pacientes, sino que también controlan y manejan todos los complicados aparatos que pueden precisarse.
Lo siguiente son los médicos intensivistas. Titulaciones aparte, el prototipo de paciente crítico puede ser un paciente con afectación multiorgánica (respiratoria, cardiaca, renal, hematológica, etc.) que desborda el ámbito de una sola especialidad convencional y que precisa una dedicación y un aparataje excepcional. En España, inicialmente internistas, cardiólogos, anestesistas, neumólogos, etc., se hicieron cargo de las UCI especializándose en el cuidado del paciente crítico. Desde mediados de los 70 se inició ya la formación específica que daría lugar a la creación de la especialidad de Medicina Intensiva.
Si en algún ámbito es imprescindible el trabajo de equipo es en Intensivos. Y no me refiero solo al trabajo conjunto de médicos y enfermeras del Servicio para mantener el nivel asistencial durante las 24 horas. Sin nuestros compañeros radiólogos, entre los que ha habido una nutrida representación de los “pioneros” de la Facultad, habríamos caminado en tinieblas o sencillamente a ciegas. Los espectaculares avances en la obtención de imágenes con la ecografía, TAC, RMN, etc., se han acompañado de lo que parecía más propio de la ciencia ficción: navegar por la vasculatura insertando stents, embolizando lesiones, resolviendo coágulos...
Los cirujanos, en especial los cardiacos o los cirujanos plásticos de Grandes Quemados, nos han confiado el postoperatorio de sus pacientes, y con ellos hemos departido a diario. Las especialidades médicas nos han enseñado a plantearnos y replantearnos el camino a seguir, contribuyendo además a establecer criterios para administrar unos recursos limitados. Para ingresar o dar de alta a los pacientes en el momento apropiado. Los hematólogos, bioquímicos, microbiólogos, el Servicio de Rehabilitación..., con pocas especialidades no hemos tenido relación y en todas hemos encontrado la cooperación que cada caso requería.
Los ingenieros, de las muchas veces denostadas empresas multinacionales, son los que han fabricado los prodigiosos aparatos que resultan decisivos en el soporte vital del paciente crítico. En el cien por cien de los pacientes se ha utilizado monitorización avanzada, aproximadamente un sesenta por cien ha precisado ventilación mecánica, cerca de un ocho o diez por cien diálisis continua con hemofiltro, porcentajes menores de enfermos han requerido asistencia mecánica circulatoria o ECMO.
Así mismo debemos a la industria farmacéutica la investigación y fabricación de medicamentos cada vez más potentes y eficaces.
En la siempre bien dotada biblioteca de Cruces (infatigable Mª Asun García) hemos podido consultar las revistas más prestigiosas, desde los tiempos del papel y de aquellos libracos del Index Medicus en donde buscar referencias, hasta la comodidad de poderlo hacer on-line en cualquier momento. Mucho debemos a la informática con la que empezamos a trabajar ya a mediados de los 80. El primer PC que tuvimos en la UCI era un XT con cuarenta megas de disco duro. Y aunque parezca mentira podíamos hacer los informes con un procesador de textos (WordStar, WordPerfect), tener una base de datos bastante completa (Dbase III), gráficos con Harvard Graphics, Lotus 123 (no confundir este 123 con el programa de Ibáñez Serrador). Luego vino el AT, el 286, el 386, el Pentium, ya con Windows. Y las aplicaciones que, con mayor o menor fortuna, han ayudado (o dificultado) nuestro trabajo.
Han sido los años en que se ha desarrollado el método científico en Medicina con grandes estudios a doble ciego, randomizados, multicéntricos, metaanálisis, etc., que nos han permitido basar nuestra actividad profesional en guidelines derivadas de lo que se ha llamado Medicina Basada en la Evidencia o MBE (que, contrariamente a lo que su nombre pudiera indicar, no es en absoluto evidente). En inglés, evidences (diccionario Collins-Noguer) hace referencia a pruebas, indicios, hechos, datos. Según la RAE, evidencia es “la certeza clara, manifiesta y tan perceptible que nadie puede racionalmente dudar de ella”. Algunos insignes profesionales (de la política, del periodismo, o de la medicina) confundieron una cosa con otra, y tomaron a la MBE como una especie de verdad revelada. No. Lo que se concluye en Medicina a través de la aplicación rigurosa del método científico es válido hasta que otros estudios de rango similar o superior cuestionen sus hallazgos. El método científico nos enseña que nunca está dicha la última palabra. Es lo bueno que tiene.
En Salvar al soldado Ryan la misión era rescatarlo con vida. En Intensivos hay que conseguir además que el paciente salga en las mejores condiciones posibles. Evitar las complicaciones, derivadas de la propia enfermedad o de las potentes drogas y procedimientos invasivos que utilizamos, puede ser tan importante o más que tratar con éxito la enfermedad que motivó el ingreso. El objetivo es restituir en lo posible la situación funcional. Mantener una nutrición adecuada, evitar la desorientación o el delirio que a menudo conlleva la estancia en UCI, rehabilitar. Ser capaz de transmitir al paciente y/o sus familiares que no solo está siendo atendido por un determinado médico, sino que todo el Servicio, y aún más, todo el hospital considera prioritario darle la mejor asistencia posible, y sobre todo conseguir que eso sea realmente así.
Denegar el ingreso o decidir limitar la escalada terapéutica, para evitar tanto la futilidad como el ensañamiento terapéutico, plantea problemas éticos de hondo calado. No siempre se puede tomar una decisión pausada y compartida que sea inequívocamente certera. Quizá sea lo más difícil de nuestra especialidad. Y después, analizar lo que se podía haber hecho mejor, interesarse por la evolución tras el alta de la Unidad, escuchar, estudiar, aprender.
Ahí fuera siguieron pasando cosas. Entrábamos en la UE y cambiábamos la peseta, un montón de pesetas, por el euro. La sociedad era cada vez más laica, aunque quizá simplemente se sustituía una religión por otra: la de lo políticamente correcto. Personas de otros países intentaban establecerse en nuestro país. Surgía lo que ningún escritor de ciencia ficción consiguió prever, ¡Internet! Cada uno con su móvil, con tecnología informática superior a la que puso al hombre en la Luna. Caía el muro de Berlín. Se desintegraba la URSS; los Castro, no. Se cuestionaba lo que parecía incuestionable, desde los Premios Nobel hasta la ONU, e incluso la misma democracia que –por no hablar de los de casa– nos daba a tipos como Trump o Putin, dejándonos a la intemperie frente a la manipulación informativa, los estudios de mercadotecnia, o la suplantación de lo que se creía que era el gobierno del pueblo por la sola posibilidad de elegir menús precocinados, si quieres lo comes o no, pero no hay otra cosa.
EPÍLOGO
La Medicina, tal como la hemos conocido, está cambiando y va a cambiar mucho más. Cada día está más orientada no solo a tratar a los enfermos sino a mejorar y prolongar la vida de los sanos. La esperanza de vida era de poco más de sesenta años cuando nacimos, ahora está alrededor de ochenta y cinco. Hemos visto cómo llevaban esposada a Jane Fonda, Barbarella, con más de ochenta años, tras manifestarse por el cambio climático. Jubilados caminan cientos de kilómetros para reclamar mejores pensiones. Ser realistas, pedir lo imposible.
Tecnológicamente hacemos lo que antiguamente estaba reservado a los dioses. Hacer que los ciegos vean, que los sordos oigan, que los cojos corran. Expulsar demonios. Echar una partida a la muerte y ganársela. Podemos volar más alto y correr más rápido que cualquier criatura. Hacer retroceder o avanzar los mares. Separar las aguas y construir carreteras y ferrocarriles en su interior. Bendecir las cosechas para que den mucho fruto. Crear animales y plantas nuevos. Contemplar en tiempo real lo que sucede en todas partes. Ver el interior del cuerpo a través de la piel. Entender y comunicarnos en todas las lenguas.
También podemos crear demonios. La ira de los viejos dioses resulta una rabieta insignificante. Se puede condenar a muerte a millones de personas porque así lo ha decidido una fuerza oscura. Arrasar con fuego ciudades y países enteros, sin que los que los habitan sepan que pecado han cometido.
Es seguro que los médicos de dentro de cincuenta años no serán como nosotros, pero quizá tampoco los humanos sean como ahora. Es muy posible que, como apunta Yuval Noah Harari, dentro de unos años, de unas décadas, muchas de las decisiones trascendentales sobre los aspectos médicos las tomen algoritmos informáticos. Quizá el Homo Sapiens, siguiendo al mismo autor, dé paso al Homo Deus.
La medicina regenerativa, la inteligencia artificial, la ingeniería genética, la infotecnología 5G, las células madre, la biotecnología, ya están aquí, y su potencialidad desborda lo imaginable. Algunos lo definen como transhumanismo: “fabricar” un cuerpo que haya superado la enfermedad, con un rendimiento físico mejorado, con memoria e inteligencia expandidas (al fin y al cabo, son solo almacenamiento y combinación de datos). El reto de retrasar aún más el envejecimiento, incluso vencer a la muerte, puede ser solo un problema técnico.
Esperemos que todo ello contribuya a que el mundo sea un lugar mejor en el que vivir.
HISTORIETAS DE LA PROFESIÓN
Luis Larrea Bilbao
Siendo monaguillo y con dos hermanos frailes, no sorprendió en casa que un día soltase lo de “Quiero irme de cura”. Y me desembarcaron, con diez años, en el seminario menor de Laguardia.
Allí, en el “collao” en lo alto de la colina, estaba muchos días de invierno a pleno sol, con el cielo azul, frente a la brillante sierra de Cantabria, con el valle de niebla tan blanco que no se veían ni las torres de Páganos. El pueblo recogido, las murallas, las calles apretadas, las lagunas, las viñas y el racimar. Jugar a las canicas (no a chapas). Nada que ver con el sirimiri nuboso del valle del Nervión. Salir por primera vez de casa y encontrarme con eso me pareció brillante, otro mundo.
Tres años más en el seminario serio de Vitoria me cansaron y me marché. Y no se me ocurrió otra cosa que bajar a Bilbao (que de Llodio a Bilbao no se va, “se baja”), al bachiller superior por la rama de ciencias. Ya entonces me ganaba el jornal tratando de rescatar chavales caídos en el foso del latín de 4.º y reválida, en una academia de Llodio.
Y sabía tanto latín y griego..., que hice preu por la rama de letras.
Bajaba, pues, en el tren con mi dinerito a matricularme de algo en la Universidad, con tres ideas-seta en la cabeza:
• De Ingeniero, Perito, Economista, Abogado o, peor, Abogado Economista, que era lo que había en el pueblo, no me veía.
• Filosofía y Letras, para acabar dando clases cada año a cincuenta alumnos nuevos que invariablemente incluiría a quince o veinte refractarios, no.
• Periodismo: patear la calle todo el día buscando noticias para venderlas a un periódico (que es como lo imaginaba yo entonces) no molaba.
Y hete aquí que en Basauri se montó un coleguilla de preu, Albo, del que no he vuelto a tener noticia. Comentó de pasada: “pues creo que abren Medicina en Bilbao este año”. Ni se me había ocurrido, porque había que irse fuera, pero me matriculé esa misma mañana: “vocación desde la cuna”.
La Academia, el Seguro de estudiantes del INP por orfandad y los descuentos de la librería Arrilucea, descubiertos ambos por Chili Santa Eufemia, y un crédito de la Caja Laboral (que luego regalaron, trasformado en beca de estudios) me llevaron hasta junio del 74.
Unos pocos recuerdos concretos:
De primero, la chicharrona en julio al pasar a las tres de la tarde el puente de Deusto. Las juntas metálicas aserradas del cierre del puente se montaban veinte cm por la dilatación, pasó un camión amarillo de 25 Tm., reventó en ellas una rueda y la onda de presión me pegó de lleno: tres días en clase sin oír nada.
Y el interés del profesor Dorda en que el grupo de letras (Obregón, Larrea, Lertxundi…), aprobásemos Matemáticas.
De cuarto, cuarenta pardillos bajando de un encierro en fila india por la escalera y la poterna, a la calle Gurtubay, custodiados por sesenta cascos grises y porras negras. Alguien se apiadó de nosotros, ¿el decano? ¿el rector?, y no se arrancaron.
…Y la formidable acústica de la cassette de coche comparada con la auscultación cardíaca de Patología General. O el catedrático de Valladolid, invitado de Anatomía, que, con su defecto, bien podía haber hablado de “la columna”. Pero no cedió y dijo “Gaquis” cuarenta veces en una hora.
Y aprendimos a convivir, que éramos los primeros, estábamos solos, no había apuntes y asistimos a clase hasta la saciedad.
A primeros de los 70, en lo alto del chiringuito del Dr. Bustamante en Basurto, en un receso, ampliando conocimientos:
JOSÉ RODRÍGUEZ ARZADUM: Se ha inaugurado un primer tramo de autopista hasta Amorebieta.
LUIS LARREA BILBAO: Y, ¿qué viene a ser una autopista?
JOSÉ RODRÍGUEZ ARZADUM: No sé muy bien. Creo que se adelanta distinto.
LUIS LARREA BILBAO: ¡Ah!
(José no lo recuerda)
La huelga de cuarto curso, plenamente justificada, dejó secuelas:
• D. Luis Gimeno Alfós dio su asignatura en quince días y le echamos de clase. Y nos suspendieron a más de la mitad, hasta en milicias. Así que en enero del 75 fuimos a la mili.
• Soldado médico en un barracón junto al frontón de Elizondo durante un verano con doscientos voluntarios de Pamplona: mucho Harrison. Pedimos hacer la residencia en Medicina Interna y, de relleno, en “otras”.
• Soldado médico durante siete meses en la colegiata de Roncesvalles con otros doscientos. Liberado de las marchas para darle más al Harrison y al aeromodelismo (un velero de dos metros y medio con tiras de madera sacadas con una sierra de pelo, ¡de una contraventana del primer piso!).
Iba ya por la mitad del Harrison cuando llamó José Rodríguez Arzadum, vía oficial desde donde estuviese destinado:
JOSÉ RODRÍGUEZ ARZADUM: Perro Perro, aquí Lobo Lobo. Oye, que en Madrid nos han dado la residencia de Radiología en Cruces. Cambio.
LUIS LARREA BILBAO: Lobo Lobo, aquí Perro Perro. Pero, ¿no hay primero un año de internado rotatorio? Cambio.
JOSÉ RODRÍGUEZ ARZADUM: Perro Perro, aquí Lobo Lobo. Este año no. Debe de haber mucha necesidad y se lo han saltado. Cambio.
LUIS LARREA BILBAO: Lobo Lobo, aquí Perro Perro. Y, ¿qué es eso de Radiología? Cambio.
JOSÉ RODRÍGUEZ ARZADUM: Perro Perro, aquí Lobo Lobo. Pues no sé muy bien. Creo que es lo de Alfós. Cuando nos licencien vamos a Cruces a preguntar. Corto y fuera.
No sabía ni dónde estaba Cruces. Otra “vocación desde la cuna”.
Y tuvimos suerte. Nos recibió Pepe Calonge a los seis nuevos: “No volváis a Radiodiagnóstico hasta que leáis Medicina y Radiología en inglés”. Y lo hemos hecho siempre.
Y Alfós nos recibió encantado y resultó un gran facilitador.
A nuestra llegada, sólo había Radiología de Proyección (todo con radiografías simples), pero se fueron incorporando cada pocos años la Ecografía General, luego la Pediátrica y el Doppler, los TAC con sus biopsias y sus drenajes, la Resonancia Magnética (funcional incluida) y el intervencionismo vascular (¡Ah, Fernando Muñoz¡, ¡qué máquina¡, con sus embolizaciones, recanalizaciones, tratamiento de aneurismas, endoprótesis hasta que le desplumó un aguerrido gerente). Bajo el manto protector de D. Ignacio Azkuna.
Cada pocos años ha habido que entrenarse en técnicas nuevas, dotarlas, mecanizarlas, “maquinarlas”. De la Radiología de Urgencias nueva hasta digitalizar todo con el Archivo Digital masivo, y el Impax de toda la empresa. Más cincuenta radiólogos.
Y no nos aburrimos nunca.
Y se amplió el mundillo relacional, con sesiones propias siempre, y con todos los otros Servicios que quisieron. Hasta cuarenta sesiones algunos meses. Allí, aparte de la ciencia, afloraban las necesidades nuevas de cada anfitrión y se les aportaban soluciones técnicas y funcionales a cada planteamiento y de cada grupo.
Y acabamos siendo un verdadero Servicio Central. Y su organización interna variaba con cada objetivo. Se tardaron más de cuatro años en reorganizarlo con Secciones “por órganos” en vez de por máquinas. Recuerdo al núcleo central del Servicio, empeñados siempre en mil mejoras, felicitándonos por alcanzar alguna.
Y cogimos la docencia por los cuernos (un año entero preparando una auditoría de Docencia de Madrid, ¡lo que aprendimos de nosotros mismos!).
Y acabamos todos marcados con el hierro de la mejora continua.
Y formamos a muchos y muy buenos.
Y se puso empeño en que la mayoría de los radiólogos acabara haciendo lo que más les atraía. Y ya no se escaqueaba nadie. Se integró el resto del área sanitaria y se centralizó algún intervencionismo de altura para medio Euskadi.
Y se alinearon los Objetivos del Servicio con los del Hospital y la Organización Central de Osakidetza, en beneficio de los pacientes. ¡Se hizo Gestión!
Siempre, siempre, maquinando en beneficio de los clientes. Un poco mejor a los enviados por gente del primer curso de la Facultad.
Y muchos colegas y otras gentes nos querían bien y no tuve que bregar por sostener mi posición.
Y disfruté siempre del oficio de radiólogo. Y me exasperé muy poco (la maltraída Gestión por Objetivos).
Y se vio que muchas cosas habían mejorado.
Y a los cuarenta años se descansó.
¿Os recuerda algo este lenguaje? ¿Sí?
Bueno. Tanto no fue. Pero algo de eso sentí cuando me jubilé.
POR LOS CAMINOS DE CASTILLA
Ofelia Villate Pérez
Cuando decidí estudiar Medicina no tenía ni idea de los problemas que iba a tener que superar, pero seguí hacia adelante.
Con preu ya aprobado y las maletas casi preparadas para ir a Valladolid, donde iba a empezar 1.º de carrera, nos despertamos un buen día con la noticia de que se hacía viable la apertura de una Facultad de Medicina en Bilbao. No tenía claro yo, en ese momento, si aquello era para alegrarse o no.
Era bueno, porque mis padres, de recursos justos, evitaban un desembolso durante seis años fuera de casa para la primera hija, con la segunda, que venía cinco años por detrás. Era, por otra parte, un poco preocupante, porque como todos sabéis, en aquellos años, el bachiller se diversificaba en dos ramas, ciencias y letras, sin mezcla de materias.
Yo era “de letras” y mi último y más básico recuerdo de ciencias era lo dado en 4.º de bachiller. Estudiar en Bilbao suponía que iba a empezar todo de nuevo, con un curso selectivo totalmente de ciencias, previo al inicio de la carrera.
“Bueno”, me dije, “pues habrá que intentarlo”. Estudiar en Bilbao suponía un gran ahorro de dinero, así que no quedaba otra.
Si alguien tuvo que aprender derivadas, integrales, formulas físicas y químicas de memoria, esa fui yo. No tenía tiempo para deducir y tampoco daba para más. Entonces me di cuenta (lo mismo que mis padres) del lío en el que me había metido.
No es extraño que, cuando me pongo a recordar aquellos años, tenga más zozobras que diversiones, que las hubo, pero no en aquella Escuela de Náutica donde empecé el Selectivo, sino durante los años siguientes, cuando aquel desbarajuste mental se acabó. Y lo hizo cuando en sexta convocatoria, la última para poder continuar, aprobé las Matemáticas. En este momento, tengo que recordar al Dr. Lara, porque yo me examiné por libre de Anatomía I, consciente de que, si los “números” no iban bien, un aprobado en Anatomía no valía para nada y claro, yo saldría de la Facultad. Él, a pesar de lo intransigente que parecía encima de su bigote, fue el primer (y último) profesor que, en un momento de apuro, me dio un poco de fuerza, con aquella frase de:
–Usted, señorita, apruebe las Matemáticas, que yo le guardo la Matrícula de Honor que tiene en Anatomía hasta febrero.
Lo conseguí, y fui a Lejona como si hubiera sobrevivido a la batalla de las Termópilas.
Inquietos momentos políticos, mucho movimiento en todas las Facultades, la de Económicas echaba humo, pero Medicina no le andaba lejos: los grises entraban por una puerta del anfiteatro en medio de una clase, buscando a alguien y salían por la otra sin encontrarlo. Podía parecer emocionante para aquellos chicos de diecinueve años, y no sé si nos dábamos perfecta cuenta de lo que en realidad todo ello significaba. Ya iríamos viéndolo.
Fue en 3.º cuando bajé a Basurto, esa Facultad arrinconada en el extremo del hospital, tan prefabricada como permanente. No he vuelto a entrar, pero cuando desde fuera la veo, me parece sufrir un deja vu. Creo que, para ser una Facultad novata, nos daban buena caña; parecía como si se tuviera que decir: “Medicina, en Bilbao, es dura.” Para mí lo fue, quizás el resto de mis compañeros no estén de acuerdo, pero yo al menos, cuando hablaba con gente de Valladolid, Salamanca o Zaragoza, tenía la certeza de que allí, “lo vivían mejor”.
Con huelgas y manifestaciones, perdimos prácticamente un año. Recuerdo que en una ocasión me vi en el cuarto de calderas de una casa, de la entonces calle Gregorio Balparda, junto a gente de Económicas, gracias a la agilidad del portero del inmueble, que nos metió allí, para escapar de los caballos de los grises.
¡No tendría yo mejor cosa que hacer, que meterme en aquellos berenjenales!
Hubo una fiesta de la tuna, aquella cuadrilla de sanos y divertidos locos cantores, que recuerdo especialmente porque, al volver a casa, me acompañaron hasta mi piso, pues hacia escasamente tres horas, ETA había matado al vecino del 1.º, policía, cuando regresaba de tomar un “chiquito” en el bar de al lado.
Con empeño, fueron pasando los cursos y, con la Patología Medica II para febrero, acabé.
En ese momento, lo que tenía claro es que quería desconectar del hospital, ya volvería para hacer una especialidad en… ¿Cirugía?, ¿Trauma?, no lo tenía claro. Necesitaba saber que había vida después de Basurto, trabajar, tener independencia, demostrarme que podía hacer algo más que estar con la luz encendida por las noches, estudiando.
Médicos en Soria y amigos de mi futuro suegro, que había sido veterinario allí anteriormente, me animaron para que fuese porque había pueblos libres en los que podía empezar. Así que un 14 de abril, era nombrada médica interina del partido médico de Martalay: siete pueblos a una distancia de diez o doce km de Soria. A pesar de estar tan cerca, en aquella época, el médico tenía que vivir en el partido, para estar localizable las veinticuatro horas, de modo que me buscaron acomodo en una casa, “a pupilo”.
Era buena gente aquella, respetuosa pero clara. No demostraron su lógico recelo ante la nueva médica, aunque tiempo después entre risas me enteré de que no las tenían todas consigo porque pensaban que era demasiado joven para ser médico.
Bastantes años más tarde, en cambio, tuve la experiencia contraria: ya casi peinando canas, cuando un “australopitecus” al que no creí que debía de hacer concesiones, me llamó “escoria de la Medicina “, así, sin despeinarse.
Bueno, vuelvo a mi primer día en Soria.
No tuve tiempo de pensar mucho sobre mi nueva situación, porque la misma noche en la que me instalé, sin haber pasado todavía una consulta con normalidad, sonaron unos aldabonazos en la puerta, fuertes e insistentes, seguidos de una frase que recuerdo como si aún estuviera oyéndola:
–¿Está la médica? Que venga rápido, que corra, que el Sr. Crisantos está muy malo.