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Bajo esta constitución, que en 1919 se consideraba por lo general un modelo de liberalismo político, nacieron las SS, y el Partido Nacionalsocialista se hizo con el poder. Lo cierto es que el documento contenía, a juicio de muchos, una serie de instrumentos capaces de garantizar una democracia perfecta, equitativa y estable. De forma retrospectiva se ha insistido en sus supuestos puntos débiles, que habrían permitido la llegada al poder de Hitler; pero la realidad no era entonces tan nítida. Quizá su texto no fuese irreprochable, pero cumplía bien su finalidad y no tenía más defectos que las constituciones de otras democracias parlamentarias. Era, de hecho, una versión corregida de la que había elaborado Bismarck en 1871 para la Alemania recién unificada,1 con la sustitución del káiser por un presidente electo del Reich y el establecimiento de un parlamento federal –el Reichstag– elegido por sufragio universal (se reconocía el derecho al voto a los mayores de veinte años) y en un sistema proporcional directo. Los males que padeció el país en el periodo de entreguerras, y que acabaron por provocar el derrumbe de la democracia, no se debieron tanto a la Constitución cuanto a la falta de legitimidad que comúnmente se achacaba al Estado en ella definido. Casi todo el tiempo que duró la República de Weimar, menos de la mitad de los diputados del Reichstag representaban a organizaciones partidarias de una república democrática. Incluso los socialdemócratas –generalmente considerados los fundadores del régimen– tenían una posición equívoca al respecto: muchos de ellos se aferraban al legado marxista del partido. Y las instituciones del Estado –el funcionariado y el ejército– eran igual de ambiguas, cuando no directamente hostiles. La república era para muchos un mal sistema para el país, una forma de gobierno provisional que le había venido impuesta por su derrota en la guerra.
En medio del caos de la inmediata posguerra se produjo el despertar político de un soldado de infantería bávaro, aunque de origen austriaco, llamado Adolf Hitler, que había pasado los cuatro años anteriores en el frente, sirviendo como mensajero en el cuartel general del regimiento List. Había recibido la Cruz de Hierro (de primera y segunda clases), y al final de la guerra había obtenido el grado de Obergefreiter [cabo primero]. La derrota final del ejército alemán era incomprensible para él: a principios de octubre había sido víctima de un ataque británico con gas venenoso que le había dejado ciego durante un tiempo, por lo que no había presenciado el hundimiento definitivo de sus compañeros de armas. Sin embargo, mientras estaba ingresado en el hospital, se había jurado, según aseguraría más tarde, reparar la humillación personal y nacional que significaba la derrota.2 Tras recibir el alta, una vez firmado el armisticio, no reconocía el país que se encontró. El viejo orden se había venido abajo violentamente: el káiser había abdicado, los socialdemócratas estaban en el poder y los revolucionarios comunistas y socialistas estaban constituyendo sus consejos. En Múnich había comprobado que los barracones de su regimiento estaban bajo el mando de un comité formado por soldados de rango inferior. No estaba dispuesto a servir a un sistema así, por lo que se alistó como guardia de un campo de prisioneros de guerra, donde permanecería hasta febrero de 1919.3
La Baviera de Eisner había adoptado una política de enfrentamiento con el gobierno provisional. Ese mismo febrero, un extremista de derechas, el conde Arco auf Valley, asesinó al político socialista, lo que desencadenó una reacción violenta por parte de la izquierda. El 7 de abril un grupo de radicales tomó el poder, proclamando la Räterepublik [república de los consejos, o soviets]. Las milicias del SPD intentaron derribar el nuevo régimen, pero fueron derrotadas; el KPD fundó entonces un “ejército rojo” al servicio de la república y desató el terror contra sus enemigos políticos. Los comunistas se desmandaron en las calles de Múnich, entregándose al saqueo, y se cerraron colegios, comercios y periódicos.
El gobierno provisional reaccionó movilizando a unos treinta mil miembros de los Freikorps, que cercaron Múnich a finales de abril. En el interior de la ciudad, mientras tanto, el KPD practicaba la represión de los nacionalistas: fueron capturados siete miembros de la Sociedad Thule, un grupúsculo ocultista, antisemita y de extrema derecha que organizaba la agitación nacionalista contra el régimen comunista. Entre los detenidos estaban la condesa Heila von Westarp y el príncipe Gustav von Thurn und Taxis; ambos fueron muertos a tiros en los sótanos del colegio Luitpold el 30 de abril. Los Freikorps atacaron al día siguiente, y tardaron cuarenta y ocho horas en hacerse con el control de la ciudad. Al terror izquierdista sucedió el derechista: unas seiscientas cincuenta personas, más de la mitad de ellas “civiles”, fueron asesinadas por los paramilitares. Pero el resultado fue que el gobierno central logró restaurar su autoridad en toda Baviera.
Hitler, que más tarde manifestaría su hostilidad hacia el comunismo, los “criminales de noviembre”2 y la República Soviética de Baviera, mantuvo, sin embargo, una curiosa ambigüedad durante los acontecimientos. Ejerció como representante de batallón en uno de los consejos de soldados,4 y al parecer –apenas dijo nada entonces sobre la situación política– se pronunció, en general, a favor del gobierno provisional encabezado por el SPD. Es seguro que no participó en el ataque de los Freikorps contra los izquierdistas.
En ese momento cambió su suerte. El ejército tenía previsto licenciarlo, pero llamó la atención del capitán Karl Mayr, al que se había encargado la tarea de organizar cursos de formación política con el fin de apartar a los soldados de las ideas revolucionarias. Según parece, Mayr conoció a Hitler tras la represión de los comunistas de Múnich y advirtió en él un talento que nadie había visto hasta entonces. Lo inscribió en un breve curso de adoctrinamiento político en la Universidad de Múnich (a los estudiantes se les adoctrinaba y enseñaba a adoctrinar a otros) y posteriormente lo destinó a un campo para soldados que regresaban de la guerra como miembro de una “brigada de instrucción”. Se trataba de brindar a los militares una idea “correcta” de lo sucedido hacía poco en Alemania. Hitler causó una impresión excelente a sus superiores, y de ahí que asumiera el cargo de oficial de enlace entre el ejército y los numerosísimos partidos y grupos de extrema derecha que habían surgido en toda Baviera. Este nombramiento tendría consecuencias de largo alcance. El 12 de septiembre se le encargó visitar la sede del Partido Alemán de los Trabajadores, fundado por un antiguo cerrajero, Anton Drexler, y un periodista deportivo, Karl Harrer, y redactar un informe sobre la organización. En un momento de los debates entre los militantes, alguien propuso que Baviera se separara de Alemania y solicitara incorporarse a Austria. Hitler, incapaz de contenerse, terció de inmediato en la discusión para criticar airadamente la moción y arremeter contra quien la había presentado. Impresionados por su elocuencia, los líderes del grupo lo invitaron a asistir a la siguiente reunión. Dos días después de su segunda visita, se le ofreció ingresar en el partido como responsable de propaganda y captación de militantes. Hitler aceptó.
Se entregó con entusiasmo a su nuevo trabajo, y al cabo de un mes organizó una asamblea a la que asistieron más de cien personas. Estimulado por este triunfo, en febrero de 1920 logró congregar a casi doscientas en la Hofbräuhaus de Múnich, una de las más famosas cervecerías de la ciudad. En la reunión, además de hacer frente a las protestas de un público alborotador, rebautizó la organización como Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores3 (NSDAP) y presentó un plan con veinticinco puntos para remediar los males del país. Fue en ese momento cuando comprendió, según recordaría más tarde, que su destino era el de político y orador. Unos meses después fue licenciado del ejército y emprendió el camino que le llevaría a la cancillería en 1933, y luego a los horrores del Tercer Reich.
La retórica de Hitler tocó de forma automática la fibra sensible de muchos en la Baviera de la inmediata posguerra, seduciendo no solo a los excombatientes y los matones de barrio que integraron en un primer momento la militancia del NSDAP, sino a un público más amplio. Un buen número de antiguos compañeros de armas coincidían sin reservas con él en que el ejército no había sido derrotado, sino más bien traicionado por socialistas, bolcheviques, judíos, capitalistas y especuladores, que luego habían intentado hacerse con el poder mientras los héroes de las fuerzas armadas seguían atrapados en el frente. (Este discurso olvidaba, naturalmente, que muchos de los revolucionarios también eran soldados). Los alemanes sufrieron grandes privaciones durante la guerra, y los gobernantes los engañaron sistemáticamente haciéndoles creer que la situación militar y estratégica era mucho mejor de lo que en realidad era, lo que explica en parte que la derrota final del ejército conmocionara por igual a civiles y militares, convencidos como estaban de que la victoria era inminente.
Desde mediados del siglo XIX se venía abriendo una brecha cada vez mayor en la clase media alemana. Por un lado, la clase media alta, formada por profesionales liberales, empresarios de éxito y funcionarios de rango superior, se había vuelto casi indistinguible, en el plano económico y en el social, de la aristocracia y la élite dirigente tradicional; a fin de cuentas, sus actividades habían aportado al incipiente Reich el poderío industrial e intelectual necesario para ocupar un lugar destacado en el concierto mundial. Por otro lado, la clase media baja, constituida por pequeños granjeros y empresarios, tenderos y, ante todo, por el enorme ejército de los oficinistas, funcionarios de grado inferior, profesores, empleados públicos y administradores subalternos, estaba sometida a la doble presión de las grandes empresas (desde arriba) y los sindicatos (desde abajo), lo que la había llevado, aun antes de que estallara la Primera Guerra Mundial, a abrazar ideas de extrema derecha con ingredientes nacionalistas y antisemitas. La derrota de Alemania, el desplome del viejo orden y demás convulsiones políticas acrecentaron no poco el malestar de esta clase social; quebraban los pequeños negocios y la inflación desbocada hacía esfumarse los ahorros de toda una vida. Estos desastres eran culpa, según el discurso nacionalsocialista, de los judíos y los comunistas –para Hitler venían a ser lo mismo–, y no el resultado inevitable del nacionalismo expansionista alemán. Esta idea atrajo por igual a una clase media baja que luchaba por sobrevivir y a unos excombatientes desconcertados por lo sucedido en la guerra.
Hitler era la figura sobresaliente del NSDAP, y ya en 1921 se convirtió en su líder. En los dos años siguientes, y bajo su dirección, el partido fue aumentando su peso en la política local. Existía entonces, en casi todo el país, un clima de efervescencia social, que en el caso de Baviera estaba teñido de un fuerte sentimiento separatista: la población, en su mayor parte católica, se consideraba ajena al norte protestante, y a multitud de bávaros les disgustaba ser gobernados desde Berlín. Por lo demás, la izquierda y la derecha estaban ferozmente enfrentadas, y a la efímera república de los comunistas se la recordaba generalmente como un “régimen de terror”.5 Las facciones que habían chocado entonces se dedicaban ahora a reventar los mítines del adversario, lo que a menudo acababa en violencia.
No pocos miembros de los Freikorps habían mantenido escaramuzas fronterizas con los vecinos orientales; al principio con el apoyo tácito del gobierno central, que, ante la presión de los aliados victoriosos, se vio, sin embargo, obligado a disolver e intentar desarmar a aquel grupo paramilitar y otras milicias en el verano de 1921. Se entregaron o requisaron armas, pero muchas siguieron en manos de organizaciones extremistas de izquierda y de derecha. Si el gobierno y el alto mando militar toleraron esta situación, de consecuencias imprevisibles, fue por una buena razón: de acuerdo con el Tratado de Versalles, el ejército regular no podía contar con más de cien mil soldados, lo que, sin duda, hacía a Alemania vulnerable ante un eventual ataque. Las milicias, en cambio, podían movilizar de inmediato a decenas de miles de hombres bien armados y adiestrados para defender el país, así que no era extraño que las autoridades se resistieran a desarmarlas.
Fue alrededor de esta época cuando Hitler selló una alianza con un oficial en activo, el coronel Ernst Röhm. Este militar de carrera había servido como comandante de compañía en la guerra; monárquico acérrimo, había participado más tarde en la represión del gobierno revolucionario de Baviera y organizado una Einwohnerwehr [milicia ciudadana] anticomunista, suministrándole cuantioso armamento de procedencia diversa. Este grupo fue ilegalizado cuando el gobierno central tomó medidas drásticas contra los Freikorps, pero Röhm mantuvo el control sobre su enorme arsenal, además de contactos con las diversas organizaciones de derechas que le habían provisto de hombres.
La aspiración política de Röhm era bastante clara: devolver al país su poderío militar con un ejército reformado. Vio en Hitler la persona idónea para lograrlo, por lo que ingresó en el NSDAP y enseguida comenzó a adiestrar a los escoltas contratados por la organización para mantener el orden en las asambleas y proteger a los oradores. La instrucción se llevó a cabo en la eufemísticamente llamada “Sección de Gimnasia y Deportes” del partido,6 y corrió a cargo de un grupo de antiguos oficiales del ejército –muchos de ellos con experiencia en los Freikorps– que Röhm había reclutado expresamente para la tarea. En agosto de 1921, la nueva unidad recibió el nombre oficial de Sturmabteilung Hitler [Sección de Asalto Hitler], o SA, que pretendía evocar las tropas de asalto de élite que habían combatido en las trincheras.
Hitler y Röhm discrepaban sobre el papel de la SA. El líder del partido tenía a los miembros de la unidad por soldados políticos, “una fuerza encargada de pegar carteles electorales, utilizar sus puños de hierro en las peleas que se desataran en los mítines, e impresionar a los alemanes, amantes de la disciplina, con marchas propagandísticas”.7 Röhm y sus subordinados se consideraban, en cambio, una verdadera fuerza militar; eran conscientes de formar parte de los planes secretos de movilización del ejército y habían recibido instrucción militar de la guarnición de Múnich. Las diferencias con Röhm llevaron a Hitler, en enero de 1923, a situar al frente de la SA al capitán Hermann Göring, encargando a Röhm la misión de organizar una milicia al margen del NSPD (siguió siendo, sin embargo, un colaborador estrecho del líder del partido). Göring, que había sido condecorado con un Max Azul4 por sus servicios como comandante del escuadrón de combate Richthofen durante la guerra, era atractivo y poseía notables aptitudes militares. Como líder de la SA, estableció un cuartel general desde el que coordinar las acciones de los diversos grupos que la formaban; pero Hitler siguió, con todo, sospechando de las intenciones de sus miembros, por lo que decidió encomendar su protección personal y la de sus colaboradores más estrechos a una pequeña cuadrilla que bautizó Stabswache [guardia del estado mayor], y cuyos integrantes eran todos de la máxima confianza del líder: excombatientes de clase obrera y matones como Emil Maurice (nacido en 1897, había sido relojero y más tarde soldado de artillería en la guerra), Ulrich Graf (que había organizado el primer escuadrón de Saalschutz [protección de sala], una pequeña escolta informal al servicio de los nacionalsocialistas que intervenían en los mítines) y Christian Weber. Estos hombres profesaban una lealtad incondicional a Hitler como líder político y como persona.8
La Stabswache duró apenas unos meses; en mayo de 1923 la sustituyó un grupo algo más numeroso y mejor organizado, la Stosstrupp [tropa de choque] Adolf Hitler, dirigida por otro miembro de la SA y acompañante de Hitler, Julius Schreck, y un antiguo oficial del ejército convertido en vendedor de artículos de papelería, Joseph Berchtold. No obstante, Weber, Maurice, Graf y otros “viejos combatientes” de la Stabswache seguían formando el equipo más próximo al líder,9 al que también pertenecía el futuro diplomático Walther Hewel, que ejercería de enlace entre el Ministerio de Asuntos Exteriores y el cuartel general de Hitler durante la guerra.10
La SA y la Stosstrupp se enfrentaron a su primera prueba en noviembre de 1923. El intrigante Röhm había unido aquella con otros grupos paramilitares de derechas para constituir la Kampfbund [Liga de Combate], capaz de movilizar a unos quince mil hombres bien armados. Mientras tanto, y tras regresar del exilio en 1920, el general Ludendorff había comenzado a manifestar su simpatía por la extrema derecha; en organizaciones como el NSDAP veía el instrumento necesario para emprender la regeneración del país. A todos estos grupos les indignaba la ocupación francesa del Ruhr, que se había producido en enero de 1923, como represalia por el impago de las reparaciones de guerra impuestas a Alemania. La pérdida de esta región, centro de la industria pesada alemana, paralizó una economía ya de por sí renqueante. El gobierno del canciller Gustav Stresemann fomentó una política de resistencia pasiva –mediante huelgas y pequeños actos de sabotaje, y negándose, en general, a cooperar con los ocupantes–, lo que llevaría al hundimiento económico del país y a un gran malestar social. La hiperinflación, ocasionada por la gigantesca deuda y, en particular, por las indemnizaciones a los vencedores, no hizo sino agravar la situación. El NSDAP, entre otros muchos grupos, defendió una oposición radical a la ocupación, y Hitler quiso sacar provecho de este estado de cosas proyectando el partido hacia la política nacional. En el caso de que consiguiera movilizar a las masas, pensaba, el gobierno sería incapaz de enfrentarse a ellas, y el ejército no estaría dispuesto a hacerlo.
El 26 de septiembre, y en vista de la ruina económica, se suspendió la campaña de resistencia pasiva. En previsión de los disturbios que pudiera causar la extrema derecha, que ahora actuaba bajo los auspicios de Ludendorff, el gobierno central declaró el estado de emergencia en Baviera y puso el poder en manos de un triunvirato formado por Gustav Ritter von Kahr (comisario del Estado), el coronel Hans Ritter von Seisser (jefe de la policía) y el general Otto von Lossow (comandante del ejército bávaro). Los triunviros perseguían más o menos el mismo objetivo que Hitler, a saber, la instauración en Berlín, mediante un golpe de estado, de un gobierno sostenido por los militares; pero, a diferencia de él, no consideraban que el líder del NSDAP debiera desempeñar un papel destacado. De poco sirvieron las negociaciones que mantuvo la Kampfbund con el triunvirato a lo largo del mes de octubre, principalmente por la desconfianza entre las partes: a primeros de noviembre, exasperados por el impasse, Hitler y la Liga decidieron pasar a la acción.
El día 8 de ese mes, Hitler y un grupo de militantes del NSDAP rodearon la Bürgerbräukeller, una cervecería de Múnich donde se celebraba un mitin para conmemorar el quinto aniversario de la Revolución de Noviembre. Kahr era el orador, y Von Seisser y Von Lossow estaban entre los asistentes. La Kampfbund comandada por Berchtold disparó con una ametralladora contra la puerta principal, y Hitler irrumpió en la sala blandiendo una pistola y gritando a voz en cuello. Se encaramó de un salto a una silla, disparó al techo para hacerse oír y anunció, con todas las miradas fijas en él, que había comenzado una revolución nacional y que seiscientos hombres armados rodeaban la cervecería. Acto seguido, condujo a los triunviros a una sala próxima, encargándole a Göring la tarea de apaciguar a la multitud.
El putsch tenía un objetivo similar al de la Marcha sobre Roma de Mussolini: se trataba de que la extrema derecha en todo el país siguiera la estela de los bávaros y acabara derribando el régimen democrático. Pero el plan empezó pronto a desbaratarse: apenas liberados, los triunviros se desdijeron de las promesas que los nacionalsocialistas les habían arrancado a punta de pistola; y, mientras Hitler y sus seguidores recorrían atolondradamente las calles, tratando de hacerse con los resortes del poder estatal en Baviera, el gobierno, la policía y el ejército se aprestaban a defender la ciudad. A la mañana siguiente, las autoridades habían recuperado la iniciativa y, en una última acción desesperada, Hitler organizó una marcha por las calles de Múnich con la esperanza de ganar apoyo popular. Al desembocar en la céntrica Odeonsplatz desde Residenzstrasse, los rebeldes se encontraron con un cordón policial y se produjo un tiroteo en el que murieron dieciséis manifestantes y otros muchos resultaron heridos. Mientras la sangre corría por los adoquines hacia las alcantarillas, Hitler huyó. Su proyecto de revolución nacional había fracasado de manera irrisoria, al menos de momento.11
II
EL RESURGIR DEL NACIONALSOCIALISMO Y LA CREACIÓN DE LAS SS
Lo lógico habría sido que, como consecuencia última del putsch, Hitler y el NSDAP hubieran caído en el olvido. Habían muerto cuatro policías en el enfrentamiento callejero y, a fin de cuentas, la insurrección había sido un claro acto de alta traición, delito que en teoría se castigaba con la pena capital. Además, lo sucedido había demostrado que Hitler no contaba, en realidad, con el apoyo de los círculos militares que habían espoleado a los nacionalistas y armado clandestinamente a las milicias; proyectaban un golpe de estado, desde luego, pero ya no había duda de que lo darían a su manera y no como lo deseaba el líder del NSDAP.
Inmediatamente después del tiroteo de la Residenzstrasse, Hitler fue atendido por un médico de la SA, Walter Schultze, por una dislocación de hombro. Más tarde fue trasladado en coche a la casa de campo que poseía en Uffing am Staffelsee, al sur de Múnich, un seguidor suyo, Ernst “Putzi” Hanfstängl, hombre acaudalado y muy conocido en los ambientes mundanos. Dos días después, la policía lo encontró allí y lo condujo a la fortaleza penitenciaria de Landsberg. El prisionero estaba “deprimido pero tranquilo, vestido con una bata blanca, con el brazo izquierdo en cabestrillo”.1 En Baviera existía un apoyo residual al putsch,2 como lo demostraban las manifestaciones en contra de los triunviros, que, en todo caso, no durarían mucho. En suma, la revolución había fracasado, su líder estaba preso y la población, en general, no estaba a favor de una reanudación de las hostilidades. Esto debería haber significado el fin del movimiento nacionalsocialista y el de Hitler como político.
Que no sucediera así se explica por los vínculos estrechos entre el intento de golpe de estado y el gobierno y el ejército bávaros. En la revolución fallida, que había sido típicamente hitleriana, es decir, un ejemplo de “planificación imprecisa, diletantismo, improvisación y descuido de los detalles”,3 se habían involucrado varios miembros de la clase dirigente de Baviera, que, una vez fracasada la operación, necesitaban una cabeza de turco. Hitler aceptó de buen grado este papel, pues un proceso por alta traición le ofrecía una oportunidad extraordinaria para hacer propaganda de sus ideas a nivel nacional y presentarse como el potencial salvador de Alemania. Por lo demás, y en vista de la hostilidad de los triunviros hacia el gobierno de Berlín, y del apoyo que el ejército bávaro había prestado al golpe, armando a los paramilitares, casi podía contar con la indulgencia del tribunal.4
Y así fue. Según parece, Von Kahr ofreció un pacto a los procesados para asegurarse de que no hablaran más de la cuenta; y no cabe duda de que fue la presión del gobierno bávaro la que motivó la decisión de trasladar el juicio del Tribunal del Reich, en Leipzig, al Tribunal Popular de Múnich, cuyo presidente, el magistrado Georg Neithardt, iba a mostrarse escandalosamente predispuesto a favor de Hitler y los demás acusados.5 El proceso fue una farsa política. Ludendorff, que, pese a haber respaldado el golpe, no había participado en su planificación ni ejecución (sí, en cambio, en la marcha del 9 de noviembre), llegaba todos los días al tribunal en limusina, vestido con el uniforme militar y luciendo todas sus medallas; y a Hitler se le permitió llevar su propia ropa –y la Cruz de Hierro– en lugar del uniforme carcelario, así como interrogar a los testigos y sermonear al tribunal con una libertad inaudita.6