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Dadas las circunstancias, el desenlace del juicio no sorprendió a casi nadie, si bien “el proceso fue un escándalo, incluso para un poder judicial tan tendencioso como el de Weimar”.7 Ludendorff, para su disgusto, resultó absuelto. Hitler fue condenado, junto con otras tres personas, a tres años de reclusión en una fortaleza, una modalidad de encarcelamiento poco severa, y reservada, por lo general, a los reos que habían actuado guiados por motivaciones supuestamente honorables.8 El veredicto indignó a la derecha conservadora casi tanto como a la izquierda. Era fácil, en efecto, mirar con suspicacia a un tribunal que atribuía a los acusados “un patriotismo puro y la voluntad más noble”;9 no quedaba duda de que el proceso había estado amañado.
Hitler fue enviado de vuelta a Landsberg, donde le correspondería una celda cómoda, luminosa y bien ventilada; la que hasta entonces había ocupado el conde Arco auf Valley, asesino de Eisner. Había aproximadamente otros cuarenta presos, algunos de los cuales se habían ofrecido a compartir reclusión con él. Disfrutaban en pleno de “casi todas las comodidades de la vida normal”,10 y recibían regalos y mensajes de ánimo.
La condena a Hitler puso fin a la primera etapa del nacionalsocialismo. En algunos aspectos, el movimiento parecía desmantelado: el partido había sido ilegalizado, lo mismo que la SA, que además había sido desarmada en gran parte; y la alianza de nacionalistas y racistas se estaba deshaciendo. Pero la estancia en Landsberg le dio a Hitler la oportunidad de reflexionar sobre su futuro y concretar sus postulados políticos. Ya era un antisemita furibundo y un vehemente partidario de anular el Tratado de Versalles; pero, aparte de eso, su doctrina era todavía demasiado vaga. Así que, a instancias de Max Amann, su sargento durante la guerra, y con la ayuda de Rudolf Hess y Emil Maurice, se dedicó por primera vez a exponer por escrito y en detalle su pensamiento. El texto, que acabaría publicándose con el título de Mein Kampf [Mi lucha], no era en modo alguno un manifiesto, ni tampoco una descripción preliminar de las medidas que tomaría como dictador de Alemania; pero sí un esquema de la filosofía que iba a inspirarlas.11 No tenía el menor valor literario y estaba escrito con un lenguaje ampuloso que lo hacía casi ilegible, pero desvelaba la personalidad de un autor obsesionado con la cuestión racial e imbuido de un antisemitismo alarmantemente visceral y homicida en potencia, combinado con el deseo ferviente de obtener “espacio vital” para la raza alemana en el este. La posterior actividad de las SS vendría determinada, sin duda, por estas obsesiones.
La cárcel también le dio a Hitler la oportunidad de tramar su ascenso al poder. Estaba claro que la vía paramilitar ya no era una opción realista para un movimiento relativamente reducido cuyo centro de gravedad seguía estando en Baviera. Mientras el NSDAP se consolidaba como el partido político de los veteranos de la Gran Guerra, Hitler fue comprendiendo que la conquista del poder le exigiría movilizar a las masas, por lo que haría falta una organización más compacta y disciplinada. Llegó, en fin, a la conclusión de que tendría que hacerse con el control total del movimiento nacionalsocialista, en lugar de ejercer de simple propagandista o “tamborilero”, como se le había descrito anteriormente.12 Su destino no estaba en llevar al poder a un personaje como Ludendorff, sino en gobernar Alemania.
Antes de su detención había cedido el control del ilegalizado NSDAP a Alfred Rosenberg, alemán de origen estonio que había servido en el ejército del zar en la Primera Guerra Mundial. Educado en Estonia, Letonia y Rusia, Rosenberg había emigrado a Alemania tras el golpe de estado bolchevique de 1917. Había, sin duda, cierta dosis de maquiavelismo en la elección de un hombre tan impopular y falto de carisma; Hitler no quería que nadie le disputara el liderazgo del partido cuando saliera en libertad, así que escogió como jefe interino a alguien detestado por todos. Por lo demás, casi todos los candidatos al cargo estaban en la cárcel.13
Rosenberg resultó un líder funesto. Como el NSDAP y la SA eran provisionalmente ilegales, creó en enero de 1924 la Grossdeutsche Volksgemeinschaft [gran comunidad racial alemana], o GVG, a la que confiaba atraer a los antiguos miembros de aquellas organizaciones. Sin embargo, el jefe en funciones de la SA, Walter Buch, rechazó la autoridad de Rosenberg y de la GVG sobre la SA, mientras que una serie de antiguos miembros destacados del NSDAP, entre ellos el carismático Gregor Strasser, optaron por incorporarse a facciones desgajadas del partido. Las escisiones y las rivalidades continuaron a lo largo de la primera mitad del año; pero, a pesar de ello, los partidos nacionalistas-racistas obtuvieron el 6,5% de los votos en toda Alemania en las elecciones al Reichstag del 4 de mayo, con resultados especialmente favorables en Baviera y en la región septentrional de Meckleburg. Esto puso de relieve el debate que venía produciéndose en las formaciones völkisch (de corte nacionalista-racista) entre los defensores de una estrategia parlamentaria, respetuosa de la legalidad, y quienes pretendían tomar el poder por la fuerza.
Los supervivientes del NSDAP, que formaban un grupo minoritario entre los treinta y dos diputados völkisch del Reichstag, se coligaron poco después con sus adversarios. Para muchos seguidores del antiguo partido esta decisión hedía a parlamentarismo y a claudicación, por lo que la pugna entre rupturistas y defensores de la vía legal continuó a lo largo del verano. La tensión se vio agravada por las evasivas de Hitler, reacio a manifestar su apoyo a una u otra estrategia, así como por el aparente interés de Ludendorff en asumir el liderazgo de todos los grupos nacionalistas, la conducta de Hermann Esser y Julius Streicher, que apartaron a Rosenberg de la jefatura de la GVG, y el intento de Röhm de aglutinar a los militantes völkisch y los paramilitares en una única organización, denominada Frontbann.
Hitler se alejó de la política en junio de 1924 para dedicarse de lleno a la redacción de Mein Kampf: seguramente se sabía incapaz de controlar el curso de los acontecimientos desde dentro de la fortaleza, pero es probable que también le indujera a ello la esperanza de conseguir la libertad condicional e incluso la puesta en libertad anticipada. Estaba convencido –tal era su confianza en sí mismo– de poder volver a la política nacionalista más tarde, cuando estuviese en mejores condiciones de participar en ella.14
En diciembre se celebraron nuevas elecciones al Reichstag. La unión de los grupos nacionalistas apenas obtuvo el 3% de los votos, y su representación en el parlamento se redujo a catorce escaños. El descalabro electoral causó una gran satisfacción a Hitler: que los nacionalistas-racistas hubiesen estado a punto de desaparecer como fuerza parlamentaria en su ausencia le brindaba un buen argumento para reclamar el liderazgo, y posiblemente indicaba que el gobierno bávaro daba por acabada a la extrema derecha; tras abandonar Landsberg tendría, por tanto, plena libertad para reconstruir el movimiento.15
Salió en libertad condicional el 20 de diciembre de 1924, habiendo cumplido poco más de trece meses de una condena de cinco años. Hubo quienes propusieron su deportación a Austria, pero el gobierno de este país se negó a aceptarlo; de este modo pudo regresar enseguida a la política bávara. Las condiciones de la libertad condicional le impedían hablar en público en la mayor parte del territorio alemán hasta 1927 (prohibición que se prolongaba hasta 1928 en el caso de Prusia), pero su ascendiente sobre ciertos cargos del gobierno bávaro llevaría a la legalización, en febrero de 1925, del NSDAP y de su periódico.16
Aparte de la disgregación del partido en los diversos grupos völkisch, Hitler tuvo que enfrentarse a otro problema importante: el del futuro de la SA, que además de estar prohibida, se había ido fragmentando bajo sus sucesivos líderes. Antes del putsch, Hitler y Röhm habían estado más o menos de acuerdo sobre la finalidad de la organización y de las fuerzas aliadas de carácter paramilitar: estas milicias armadas serían necesarias para doblegar al Estado y a los enemigos políticos, facilitando así la conquista del poder por parte de los nacionalsocialistas. Sin embargo, el desastre del 9 de noviembre de 1923 convenció a Hitler de lo absurdo de esta idea: la SA y demás grupos paramilitares ni siquiera habían conseguido tomar Múnich; los había derrotado la policía local. Reconocía la posible utilidad de la SA u otro cuerpo similar, pero ahora solo como uno de los muchos instrumentos que podrían llevarlo al poder. Röhm, por el contrario, seguía insistiendo en la primacía del elemento militar, y abogaba activamente por intentar un nuevo golpe. Expulsado finalmente del ejército por su implicación en el putsch, había gozado, sin embargo, de la libertad suficiente para crear una nueva organización a partir de los restos de la SA y de otros grupos paramilitares. En la primavera y el verano de 1924, mientras Hitler cumplía condena en Landsberg, el Frontsbann de Röhm había crecido hasta alcanzar los treinta mil miembros,17 provenientes de la SA, el Reichskriegsflagge [bandera de guerra del Reich], el Stahlhelm [cascos de acero] –grupo formado por veteranos de la Primera Guerra Mundial– y otros Freikorps y ligas de combate. Las fuerzas integradas en esta coalición seguían siendo, en la mayoría de los casos, leales a sus antiguos jefes –generalmente militares carismáticos que habían servido como oficiales subalternos en la guerra, entre ellos Edmund Heines, Gerd Rossbach y Graf Wolf von Helldorf–, y no acababan, por tanto, de aceptar a Röhm ni al promotor del grupo, Ludendorff, como su comandante. Con todo, el Frontsbann pasaba por ser una organización importante y peligrosa.
Röhm, que tenía amistad con Hitler –era casi la única persona que lo tuteaba–, no comprendió que este se consideraba ahora el líder y estratega de todo el movimiento, no un mero aliado y colaborador; es decir, una figura del mismo rango que el jefe del Frontsbann. Tras abandonar Landsberg, Hitler le encargó transformar la SA en un conjunto de “tropas con una misión propagandística, y dispuestas a obedecer a los dirigentes del partido”,18 a lo que puso reparos Röhm. En febrero de 1925, cuando fue legalizada junto con el resto del NSDAP (ya no tenía, por tanto, que organizarse clandestinamente), todavía no existía un consenso sobre la función que había de desempeñar. Hitler había comprendido, con una lucidez de la que carecía Röhm, que para conquistar el poder sería necesario seguir, en general, la vía de la legalidad, y que la voluntad de someterse al orden constitucional tendría que reflejarse en el partido y en los grupos secundarios asociados a él. Había que emprender de inmediato la reorganización de estos cuerpos, aunque Röhm no estuviese dispuesto a llevarla a cabo.
Hitler y sus colaboradores habían confiado en el éxito del golpe de Múnich, en vista del derrumbe económico, la hiperinflación y el subsiguiente malestar social, agravado por la ocupación francesa del Ruhr en enero de 1923. Se habían equivocado. La ocupación, en cualquier caso, había suscitado la repulsa de gran parte del mundo, así como una oleada de simpatía hacia Alemania. Poco después se constituyó un comité internacional encargado de revisar la cuestión de las reparaciones de guerra, cuya labor daría como resultado el Plan Dawes, aprobado en agosto de 1924. Se acordó reducir las indemnizaciones, refundar el banco central alemán y ofrecer al país créditos estadounidenses. Por lo demás, se exigió a las tropas francesas que abandonaran el territorio alemán, retirada que se produciría casi un año después.
El Plan Dawes supuso un estímulo inmediato para la economía. Desapareció la hiperinflación, aumentó la inversión extranjera y despegaron las exportaciones, lo que trajo un periodo de relativa estabilidad política. No obstante, la violencia siguió siendo un elemento central de la vida política en Baviera y muchas otras regiones del país. En marzo de 1925, y al estar expuesto, como otros dirigentes del NSDAP, a agresiones por parte de la izquierda y de sus adversarios de la extrema derecha, Hitler ordenó a Julius Schreck crear un nuevo cuerpo de seguridad personal. “Cuando salí de Landsberg –recordaría más tarde–, todo [el movimiento] estaba roto, fragmentado en diferentes grupos, a menudo enfrentados entre sí. Me dije que necesitaba una escolta, aunque fuese muy reducida, un puñado de hombres dispuestos a servirme sin condiciones, a enfrentarse con sus hermanos si fuese preciso. Apenas veinte hombres por cada ciudad (en los que uno pudiese confiar por completo), en lugar de una masa sospechosa”.19 Schreck, hombre bajo y fornido, de facciones rudas y con un bigote como el de Hitler, había formado parte de una unidad “revolucionaria” en 1919 e ingresado en el NSDAP en 1921 a través de los Freikorps.20 Había sido uno de los primeros en incorporarse a la SA y pertenecía al pequeño círculo de exsoldados que constituían el séquito personal de Hitler, tipos duros que ejercían de chóferes y guardaespaldas, e incluso le servían al líder de público para sus monólogos. Además era miembro de la Stabswache y uno de los organizadores de la Stosstrupp Adolf Hitler, que había desempeñado un papel destacado en el putsch.
Schreck cumplió la orden de Hitler reuniendo a doce de sus colaboradores más estrechos para crear una nueva guardia pretoriana. En el equipo –bautizado como Schutzstaffel [escuadras de protección], o SS– figuraban varios de los “sospechosos habituales” que integraban el séquito del líder desde los primeros tiempos del movimiento: Emil Maurice, su chófer y recadero predilecto; Ulrich Graf; Julius Schaub (con el número de carné de partido 7),21 que más tarde se convertiría en su ayudante personal;1 Erhard Heiden; Christian Weber; y Rudolf Hess. En abril de 1925 aparecieron por primera vez en público ocho miembros del grupo, portando antorchas en el entierro de Ernst Pöhner, antiguo jefe de la policía de Múnich y militante nacionalsocialista, que había muerto en un accidente de coche.22 “Maurice, Schreck y Heyden [sic] formaron la primera escolta en Múnich –comentaría Hitler en 1942–. Ellos fueron el origen de las SS”.23
Pero la organización pronto se vio obligada a reclutar nuevos miembros fuera del círculo íntimo del líder. Los expedientes del personal dan idea de la clase de hombres que buscaban. Así, nos encontramos, por ejemplo, con Robert Bednarek,24 que ingresó en las SS el 20 de mayo de 1925 con el número de carné 467. Nacido en 1899 en Gliwice, en la región de Silesia, cursó solo un año de la enseñanza secundaria y más tarde sirvió como soldado de infantería en el ejército entre mayo de 1917 y agosto de 1919. No llegó a ascender a suboficial. Tras ser licenciado entró a formar parte de una unidad local de los Freikorps –la Jägerschar von Heydebreck–, en la que serviría dos años. Posteriormente desempeñó una serie de trabajos modestos y mal pagados, ya que, como muchos alemanes, no había recibido formación profesional alguna antes ni después del servicio militar. En el momento de incorporarse a las SS era conductor de autobús. Es difícil saber qué le impulsó a entrar en la organización, pero no parece que fuera el fanatismo político, pues tardó un año en afiliarse al NSDAP. Lo más probable es que lo incitara a apuntarse algún antiguo compañero de armas o algún camarada en los Freikorps; aunque no cabe descartar que compartiera la visión política de miles de paramilitares de derechas cuya ignorancia les hacía abominar del Estado alemán de la posguerra y que añoraban la disciplina y las certidumbres de la vida militar. En cualquier caso, llegó a ser oficial de las SS, pero su pertinaz alcoholismo le valdría la expulsión se la organización en 1939 (de nada le sirvió ser uno de sus miembros más veteranos).
Años después, varios dirigentes de las SS mencionarían la Stosstrupp Adolf Hitler como precedente de la organización; pero si bien es cierto que algunos de los miembros más antiguos habían formado parte de aquel cuerpo, las SS eran una realidad nueva. Si la Stosstrupp Adolf Hitler era, como la SA, un grupo de combate destinado a situarse en la vanguardia de la revolución nacionalsocialista, la denominación completa de las SS indicaba una finalidad totalmente distinta.
Hitler tuvo su primer enfrentamiento grave con Röhm en abril de 1925, cuando ya era obvio que Röhm no estaba dispuesto a reorganizar la SA según los designios de Hitler, y que este se opondría a la continuidad como organización independiente de la alianza de milicias de derechas encabezadas por aquel. El día 16 del mismo mes mantuvieron una conversación en la que Hitler dejó bien clara su posición a Röhm,25 que al día siguiente dimitiría como jefe de la alianza y de la SA, y poco después abandonaría Alemania para trabajar de consejero militar del gobierno boliviano. Si bien sus nuevos dirigentes mantuvieron intacta la SA, Schreck aprovechó la oportunidad para afianzar su nueva organización rival.
Hitler pretendía que las SS abandonaran la estructura pseudomilitar característica de la SA, por lo que propuso que cada unidad local del partido creara, con unos diez militantes de máxima confianza, una escuadra destinada a proteger a sus dirigentes, garantizar la seguridad en los mítines que celebraran y reforzar la escolta de los líderes nacionales del partido allí donde fueran. Estas directrices quedaron formuladas en una circular remitida por Schreck, el 21 de septiembre de 1925, a los “jefes de todas las Gaue2 y a los grupos independientes locales”.26 Allí se exponían las normas aplicables a los Schutzstaffeln. La clave estaba en el control de sus actividades: “las escuadras de protección no podían mezclarse ni confundirse con la SA”, y los líderes propuestos se someterían a la aprobación de la jefatura central, que proporcionaría, por lo demás, todos los impresos de solicitud de ingreso en la organización y los carnés de afiliado. Los miembros tenían que abonar puntualmente a la jefatura central una cuota mensual de un marco (que pronto se reduciría a cincuenta peniques), y los uniformes –que al principio consistían en una camisa parda similar a la de la SA, una corbata negra y un quepis del mismo color con una escarapela imperial y la insignia de la calavera y los dos huesos cruzados– estarían disponibles en la sede de las SS, en Múnich.
La nueva organización no captó en un primer momento demasiados miembros, lo que no es nada sorprendente, pues ya existían multitud de grupos paramilitares y de combate asociados al NSDAP. Las unidades locales del partido no comprendían, al parecer, la necesidad de crear estas escuadras de protección. Koehl señala que, en el momento de emitir Schreck la circular, la sección del NSDAP en Hamburgo empleaba a adolescentes del grupúsculo nacionalista Blücherbund, en tanto que Berlín recurría a miembros de la alianza de milicias de Röhm, y Cuxhaven a los veteranos de guerra de la organización Stahlhelm. El Ruhr, por su parte, había constituido su propia SA, encabezada por un antiguo comandante de los Freikorps, Franz Pfeffer von Salomon.27 Se trataba, en todos los casos, de indisciplinadas cuadrillas de matones procedentes de la SA, los Freikorps y diversos grupos conflictivos, que podían llamar fácilmente la atención de las autoridades nacionales y regionales. Esto era justamente lo que Hitler y sus colaboradores más próximos querían evitar; de ahí la necesidad de confiar su protección a un grupo nuevo, discipinado, bien dirigido y muy unido.
Las SS se fundaron (o al menos se reconocieron como grupo integrado en el NSDAP) oficialmente el 9 de noviembre de 1925, cuando se cumplía el segundo aniversario del golpe de Múnich; pero no cabe duda de que ya existía cierta organización administrativa desde hacía varios meses. En el expediente de Schreck figura como fecha de ingreso el 1 de noviembre28 y, como hemos visto, Bednarek se inscribió, al parecer, en mayo (cuatrocientas sesenta y seis personas lo habrían hecho antes que él). Más curioso todavía es el caso de Ulrich Graf, que supuestamente formaba parte de las SS desde el “1.1.25”,29 es decir, unos meses antes de que el partido se planteara constituirlas; un modo creativo, sin duda, de fechar su incorporación al grupo. En cualquier caso, Schreck cumplió de inmediato las órdenes de Hitler, y las unidades locales del partido comenzaron a organizar sus escuadrones de protección mucho antes de que el líder dictara ninguna instrucción formal.
Los dirigentes de las SS recibieron la orden de “ocuparse del ‘control de la sala’ en el [mitin que ha de celebrarse] el 25 de febrero de 1926”,30 con ocasión del aniversario del partido. Era “del todo indispensable que los miembros del grupo encargado de la ‘protección de la sala’ reciban un pase para poder entrar”,31 lo que indica el carácter improvisado que entonces tenía la organización. En marzo siguieron formándose escuadras, aunque de manera esporádica. La formación de las SS no cobraría de veras impulso hasta el regreso a Múnich de Joseph Berchtold, que había huido a Austria después del putsch. En abril sucedió a Schreck en la jefatura de la organización,3 adjudicándose el título de Reichsführer der Schutzstaffeln [comandante en jefe de las escuadras de protección], diferente del de su predecesor, Führer der Oberleitung, y poco después eligió a Erhard Heiden como su lugarteniente y estableció un nuevo reglamento –cuyo borrador, al parecer, había redactado Schreck– orientado a definir con claridad la función de las SS y el lugar que ocupaban con respecto a la SA. “Las SS no son una organización (para)militar ni un grupo de acólitos, sino una pequeña brigada de hombres en la que pueden confiar plenamente nuestro movimiento y nuestro Führer”, precisaba el documento. “Han de ser capaces de preservar nuestras asambleas de los alborotadores profesionales. En las SS no vale ni el ‘si’ ni el ‘pero’: únicamente existe la disciplina de partido”.32 Una escuadra normal había de estar formada por diez hombres y un oficial; en los distritos grandes, sin embargo, el partido podría necesitar grupos más numerosos. Los jefes de distrito de las SS no podían “impartir instrucción militar a sus hombres [ni] autorizarlos a formar parte de otras ‘organizaciones de combate’ o a recibir en ellas instrucción militar”.33
Los esfuerzos de Berchtold se vieron recompensados el 4 de julio de 1926, cuando Hitler decidió confiar a las SS la custodia de la Blutfahne [bandera de la sangre]”, un estandarte con la esvástica que estaba manchada con la sangre del “mártir” nacionalsocialista Andreas Bauriedl, muerto durante el putsch, y que se convirtió así en una especie de reliquia sagrada del movimiento. No obstante, las SS aún tenían un rival: la SA, que se había transformado, tras la marcha de Röhm, en una organización de masas uniformadas susceptible de ser tolerada por las autoridades.
Alrededor de esta época se fue gestando en el NSDAP un cisma entre el norte y el sur. La facción septentrional, encabezada por Gregor Strasser, reconocía la autoridad de Hitler sobre todo el partido, pero no sentía demasiada simpatía por la camarilla bávara que lo rodeaba. Las diferencias eran en parte ideológicas: pese a ser un antisemita furibundo, Strasser centraba su discurso en los elementos “socialistas” del programa del NSDAP, no en los “nacionalistas”. Hitler sabía que era necesario atar corto al partido en el norte, para lo que tendría que permitir el resurgir de la SA, cuyas unidades no bávaras apenas estaban contaminadas por el putsch. Franz Pfeffer von Salomon fue nombrado comandante de la organización el 1 de noviembre, y poco después, y a pesar de los notables esfuerzos de Berchtold, las SS quedaron subordinadas a ella en calidad de “formación especial”.34
Pfeffer von Salomon tenía, entre otras, la misión de volver a someter a la SA al control político. Numerosas unidades descendían directamente de los ingobernables Freikorps (y algunas eran indistinguibles de estas fuerzas paramilitares). En la situación de relativa paz que vivía Alemania en 1926 era difícil que tales grupos inspirasen simpatía a la clase de personas que el NSDAP se proponía ganar para su causa. Hitler tan solo aspiraba a que una SA reformada creara las condiciones adecuadas para que los propagandistas del partido hiciesen su trabajo, así que el nuevo jefe de la organización introdujo los desfiles, los ejercicios y otras técnicas militares para inculcar disciplina a las unidades.