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La organización andaba en ese momento sin timón, pues Röhm llevaba dos semanas tomando las aguas en Bad Wiessee. Hitler decidió convocar una reunión de sus máximos dirigentes en el balneario: las SS aprovecharían la ocasión para detenerlos y “ajustar cuentas”.7 Comenzó entonces un periodo de intensa actividad preparatoria, en el que ciertos cuarteles del ejército recibieron órdenes secretas de suministrar armamento y todo el material necesario a las tropas de las SS, formadas por miembros de la recién creada Leibstandarte [guardia personal] Adolf Hitler, unidad militarizada al mando de Sepp Dietrich, así como por personal del campo de concentración de Dachau, dirigido por Theodor Eicke, que había de ejecutar el asalto y ocuparse después de los prisioneros. Por lo demás, varias oficinas de la Gestapo y del SD tenían la consigna de vigilar a altos mandos de la SA para asegurarse de que no escaparan a la redada, y el ejército recibió un aluvión de informes elaborados bajo la supervisión de Himmler y Heydrich que atribuían falsamente actividades sediciosas a la SA. Se trataba de evitar que ningún militar se volviese atrás.8 El 28 de junio, Röhm recibió en Bad Wiessee una llamada telefónica de Hitler ordenándole que reuniera allí dos días más tarde a la cúpula de la organización al completo, así como a los comandantes e inspectores de todas las unidades.9
Esta era la señal para emprender los preparativos finales. Heydrich y sus colaboradores dictaron nuevas instrucciones a las divisiones regionales de las SS, el SD y la policía política; Hitler, mientras tanto, partió hacia Bad Wiessee. Pero ya habían empezado a filtrarse detalles de la operación, de ahí que, en pueblos y ciudades de toda Alemania, la desesperación empujase a miembros de la SA a emborracharse y organizar tumultos,10 haciéndoles así, sin duda, el juego a sus enemigos.
Röhm y sus compinches, en cambio, no sospechaban nada. Pasaban las noches en el balneario bebiendo cerveza y practicando el sexo, como de costumbre; hasta que, a primera hora de la mañana del 30 de junio, llegó inesperadamente Hitler con un revólver en la mano y acompañado por una pequeña escolta. Fue él mismo quien llamó a la puerta de Röhm y le acusó, para sorpresa de este, de traición. Mientras el líder de la SA proclamaba su inocencia, los hombres de Hitler se lo llevaron. Al jefe de la SA en Breslau, Edmund Heines, lo encontraron en la cama con un joven; Hitler, furioso, estuvo a punto de matarlo. Los demás dirigentes de la organización fueron detenidos y encerrados en un sótano, mientras se preparaba la flota de vehículos que había de transportarlos a Múnich.
Entretanto, Dietrich desplazó dos compañías de su unidad a la capital bávara, y Heydrich envió a Berlín a miembros del SD y a detectives de la Gestapo con la misión de capturar y asesinar a un buen número de mandos de la SA y otros opositores del régimen, tanto reales como imaginarios. En los dos días siguientes, estos escuadrones de la muerte –uniformados y con ropa de civil, respectivamente– mataron en la cárcel de Stadelheim, en Múnich, y en los barracones Lichterfelde, en Berlín, entre ochenta y cinco y doscientas personas, en su mayoría miembros de la SA. Este acto de brutalidad extrema, con víctimas que, por lo general, habían sido compañeros de armas de sus verdugos hasta el momento mismo de su asesinato, ejemplifica a la perfección la idea que las SS tenían de su misión. El matonismo –practicado contra judíos, comunistas y demás enemigos del nacionalsocialismo– era una de las principales razones de ser de las SS desde su fundación. Pero sus miembros creían desempeñar un papel mucho más importante. Los escuadrones y sus líderes aspiraban a un estatus singular dentro del movimiento, y el asesinato en masa de opositores internos demostró lo lejos que estaban dispuestos a llegar con tal de conquistarlo. Por lo demás, la matanza indica hasta qué punto Himmler y Heydrich habían logrado inculcar la ideología de las SS en todos los niveles de la organización; según parece, ninguno de sus miembros se mostró reacio a hacer lo que se le había pedido. Así, por ejemplo, Dietrich no vaciló en cumplir la orden de liquidar a seis de los máximos dirigentes de la SA, amigos suyos en su mayor parte. En el juicio celebrado contra él en 1957, afirmaría haberse marchado “después de la cuarta o la quinta ejecución”, porque se sentía incapaz de presenciar ninguna más;11 pero lo cierto es que no hizo nada por evitar los demás asesinatos.
Al tiempo que se ocupaba de la SA, Hitler aprovechó la oportunidad para deshacerse de algunos de sus viejos rivales políticos. Gregor Strasser fue detenido y después ejecutado en su celda de Berlín por oficiales de la Gestapo, y el predecesor de Hitler en la cancillería, Von Schleicher, a quien se seguía considerando peligroso por ser el adalid de la oposición conservadora al régimen (aun cuando careciese de poder real), fue asesinado a tiros junto a su mujer en su casa de Neu-Babelsberg.
Con respecto a Röhm, sin embargo, Hitler estaba sumido en un dilema. El 1 de julio, al mediodía, todavía se inclinaba por perdonarle la vida a su viejo amigo, pero Göring y Himmler acabaron por convencerle de que el comandante de la SA debía morir como los demás. Así pues, Eicke recibió la orden de dirigirse a la prisión de Stadelheim, donde Röhm aguardaba su destino, para ofrecerle la oportunidad de quitarse la vida; de no hacerlo, el propio Eicke se encargaría de apretar el gatillo. Cuando este llegó a la cárcel acompañado por su ayudante general Michael Lippert, coronel de las SS, y Schmauser, general de brigada y oficial de enlace entre Himmler y el ejército, encontró al preso solo en su celda, desnudo hasta la cintura y sudando copiosamente. Tras entregarle un ejemplar del Völkischer Beobachter que daba cuenta detallada de su supuesto intento de golpe, puso sobre la mesa una pistola con una bala, le comunicó que disponía de diez minutos para “sacar las debidas conclusiones”12 y abandonó la celda. Transcurrido el tiempo indicado, vio que Röhm no se había movido, por lo que él y Lippert sacaron sus pistolas y dispararon. El comandante de la SA se desplomó y sus verdugos lo remataron de un tiro en el pecho.
La llamada Noche de los Cuchillos Largos tuvo dos consecuencias notables. En primer lugar, las SS, siempre leales al movimiento, se desligaron por completo de la SA y se convirtieron, el 20 de julio de 1934, en una organización autónoma dentro de la estructura del NSDAP. Esto permitió a Himmler abordar un problema que venía preocupándole desde hacía tiempo.13 Nada más llegar los nacionalsocialistas al poder se habían multiplicado las solicitudes de ingreso en las SS; entre los meses de enero y mayo de 1933 el número de miembros había pasado de cincuenta mil a cien mil.14 El reclutamiento se había detenido hasta el mes de noviembre, pero, a partir de entonces, la organización había vuelto a doblar su tamaño, alcanzando los doscientos mil hombres en junio del año siguiente. Fue en ese momento cuando Himmler decidió reducirla. Tras la declaración del 20 de julio fueron expulsados sesenta mil miembros no deseados,15 en su mayoría oportunistas que se habían incorporado hacía poco, atraídos por la popularidad del nacionalsocialismo, y a quienes se conocía como “violetas de marzo”. Pero no fueron los únicos: a un buen número de miembros de la vieja guardia se les comunicó que ya no eran necesarios sus servicios. No había, en efecto, ningún lugar para ellos en la organización elitista dirigida por Himmler.
La segunda consecuencia fue aún más importante. Apenas un mes después de la muerte, el 2 de agosto, de Hindenburg, los militares cumplieron su promesa de permitir a Hitler unir los cargos de presidente y canciller, decisión que convalidaría el 90% del pueblo alemán en un plebiscito celebrado dos semanas más tarde. Nada impedía ya a los nacionalsocialistas hacerse con el control total del Estado; ni a las SS, por tanto, ejercer una autoridad absoluta sobre el aparato policial y de seguridad del mismo.16
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