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Como no hay acción individual sin su dios particular, tampoco hay acción social que no tenga un dios especial, imprescindible si la asociación debe quedar garantizada de forma permanente. Cuando una asociación o una institución no aparecen como mera toma del poder por un individuo, sino como una «asociación», necesariamente poseen un dios particular. Esto se refiere en primer lugar a las asociaciones del hogar y del grupo de parentesco. Aquí se produce la vinculación a los espíritus de los antepasados (reales o ficticios), a cuyo lado aparecen los numina, las divinidades del hogar y del fuego del hogar. La importancia que se atribuía a su culto, realizado por el cabeza del hogar o de la «gens», es muy variable históricamente y depende de la estructura y la relevancia práctica de la familia. Por regla general, un gran desarrollo del culto doméstico a los antepasados coincide con la estructura patriarcal de la comunidad familiar, porque sólo ésta hace de la casa el centro del interés también para los hombres. Pero, como demuestra el ejemplo de Israel, uno y otra no van unidos por definición, pues los dioses de otras asociaciones, en especial de tipo político o religioso, apoyados en el poder de sus sacerdotes, pueden hacer retroceder mucho o eliminar completamente el culto y el sacerdocio doméstico del cabeza de familia. Donde su poder e importancia se mantienen inalterados, el culto doméstico de los antepasados constituye un lazo estrictamente personal, extraordinariamente fuerte que mantiene unida firmemente a la familia y a la gens, y resulta excluyente hacia el exterior.
Esto tiene también una profunda influencia en la organización económica interna de la comunidad familiar. A partir de entonces todas las {253} relaciones jurídicas de la familia, la legitimidad de la esposa y de los herederos, la posición de los hijos respecto al padre y la de los hermanos entre sí, quedan fijadas y estereotipadas. Desde el punto de vista de la familia y el grupo de parentesco, la inconveniencia religiosa del adulterio reside en que alguien sin parentesco de sangre puede sacrificar a los antepasados del grupo y despertar así la ira de éstos contra sus parientes de sangre, pues los dioses y numina de una asociación estrictamente personal desprecian los sacrificios presentados por alguien carente de ese derecho. Seguramente, la observancia estricta del principio agnaticio, allá donde ocurre, está estrechísimamente relacionada con esta cuestión. Igualmente, todos los otros asuntos que se refieren a la legitimación sacerdotal del jefe de la casa. El derecho sucesorio, al menos el derecho sucesorio único del mayor o su preferencia tiene también, junto a los motivos militares y económicos, este motivo religioso. La comunidad familiar y el grupo de parentesco, sobre todo de Asia oriental (China y Japón) y en el occidente de Roma, deben el mantenimiento de su estructura patriarcal bajo tantos cambios de condiciones económicas esencialmente a este fundamento religioso.
Donde subsiste esta sujeción religiosa de la comunidad familiar y del linaje, las asociaciones más amplias, en particular las de tipo político, sólo pueden tener el carácter: 1.º) de una confederación de grupos de parentesco (reales o ficticios) con una consagración religiosa; o 2.º) de una dominación patrimonial, construida según el modelo de un dominio doméstico atenuado, de una gran casa (real) sobre las de los «súbditos». La consecuencia en el segundo caso es que los antepasados, numina, genii, o dioses personales de la casa más poderosa se sitúan al lado de los dioses domésticos de las casas de los súbditos y legitiman religiosamente la posición del dominador. Esto último ocurrió en Asia oriental, en China, en combinación con el monopolio del culto de los espíritus superiores de la naturaleza en favor del emperador como sacerdote supremo. El papel sagrado del «genius» del príncipe romano debía de producir algo similar, con la aceptación universal así condicionada de la persona imperial en el culto de los laicos.
Por el contrario, en el primer caso surge un dios especial de la asociación política. Esto ocurrió con Yahvé. El hecho de que fuera el dios de una confederación –originalmente, según la tradición, dios de la federación de judíos y medianitas– tuvo la consecuencia decisiva de que su relación con el pueblo israelita, que lo había aceptado mediante juramento al mismo tiempo que la confederación política y el orden de derecho sagrado de su situación social, se considerara un «berith», una relación contractual –impuesta por Yahvé y aceptada por sometimiento–. De ello se derivaban deberes rituales, de derecho sagrado y de ética social para los socios humanos, pero también compromisos muy concretos del socio divino, de cuya inviolabilidad se podían sentir autorizados a advertirle, dentro de las formas posibles frente a un dios de terrible omnipotencia. Aquí tenía su raíz el carácter de compromiso completamente específico de la religiosidad israelita, inencontrable con esa intensidad en ninguna otra religión, a pesar de muchas otras analogías.
Por el contrario, el fenómeno de que la formación de una asociación política condicione la subordinación a un dios de la asociación es universal. El «Synoikismos»[9] mediterráneo es, si no necesariamente la creación original, sí la reconstitución de una comunidad de culto bajo una divinidad de la polis. La polis es la sustentadora clásica del importante fenómeno del «dios local», político, pero no es en absoluto la única. Todo lo contrario. Generalmente toda asociación política permanente tiene su dios exclusivo que garantiza el éxito de la acción política colectiva. En su pleno desarrollo, ese dios es completamente restrictivo respecto a los extraños. En principio al menos, sólo acepta sacrificios y oraciones de los miembros de la asociación. Al menos así debe ser. Como no se puede estar completamente seguro, se suele prohibir rigurosamente la revelación del modo de influir efectivamente sobre el dios. El extranjero no es un socio, no sólo desde el punto de vista político, sino también desde el religioso. Incluso el dios de la asociación ajena idéntico en nombres y atributos no es idéntico al dios de la propia asociación. La Juno de Veyes no es la misma que la Juno de Roma {254} así como para los napolitanos la madonna de una capilla no es la misma que la de otra; el napolitano venera a una, desprecia e insulta a la otra cuando ayuda a los rivales. O intenta hacer que los abandone. Se promete a los dioses del enemigo acogida y veneración en el país propio si abandonan a los enemigos («evocare Deos»), como hizo por ejemplo Camilo ante Veyes[10]. O se roba o se conquista a los dioses. Pero no todos se dejan ganar. El arca de Yahvé acarrea plagas a los filisteos[11]. Por regla general, la victoria es también la victoria del dios propio, más fuerte, sobre el dios extranjero, más débil.
No todo dios de una asociación política es un dios local vinculado de forma puramente territorial al centro administrativo de la asociación. El relato de la marcha de Israel por el desierto hace moverse a dios junto al pueblo y a su cabeza, al igual que los lares de la familia romana cambiaban su emplazamiento con el de aquélla. A diferencia de esa concepción se considera específico de Yahvé que sea un dios que actúa «desde la distancia», en concreto desde el Sinaí, que habita como dios de las naciones. Sólo en la necesidad del pueblo en la guerra se cierne en la tempestad con los ejércitos celestiales (Sebaot). Se supone con razón que esta cualidad específica de «acción a distancia», derivada por Israel de la aceptación de un dios extranjero, contribuyó al desarrollo de la concepción de Yahvé como dios todopoderoso y universal. Por regla general, ni la cualidad de un dios como dios local ni tampoco la «monolatría» exclusiva que exige en ocasiones a sus seguidores, son la vía hacia el monoteísmo. Por el contrario, suelen representar un fortalecimiento del particularismo de los dioses.
A la inversa, el desarrollo de los dioses locales representa un fortalecimiento singular del particularismo político. Al menos así ocurre en el caso de la polis. Exclusivista hacia el exterior, como una Iglesia respecto a otra, obstaculizando de modo absoluto la formación de un grupo sacerdotal unificado que atraviese las diferentes asociaciones, la polis se mantiene –en oposición a nuestro «estado» concebido como «institución»– bajo el dominio de una asociación completamente personal en su esencia, de participantes en el culto al dios de la ciudad. Ésta se encuentra a su vez subdividida en asociaciones de culto de divinidades de la tribu, del clan, de la casa, que son también mutuamente restrictivas en lo relativo a sus cultos particulares. Pero la polis es restrictiva también internamente respecto a quienes están fuera de todas estas asociaciones de culto domésticas y familiares. En Atenas, quien carece de dios doméstico (Zeus herkaios) queda incapacitado para ocupar cargos, como en Roma quien no pertenece a la asociación de los patres. El funcionario específico de los plebeyos (tribunus plebis) sólo está respaldado por un juramento humano (sacro sanctus), carece de auspicios y por ende de legitimes imperium, sólo posee una «potestas».
La vinculación de la divinidad de la asociación al emplazamiento alcanza el grado más alto de desarrollo allí donde la región de la asociación se considera tan sagrada como el dios. Así ocurre de modo creciente con la vinculación de Palestina a Yahvé, de manera que a quien vive lejos y quiere participar en su asociación de culto y venerar a Yahvé, la tradición le hace llevarse unas carretadas de tierra de Palestina.
La aparición de dioses locales propiamente dichos no está vinculada sólo al poblamiento permanente, sino también a otros presupuestos que marcan la relevancia política de la asociación local.
Normalmente el tipo de organización y de dios local alcanzaron su pleno desarrollo en el ámbito de la ciudad, en forma de asociación política con derechos corporativos, independiente de la corte y de la persona del soberano. Por tanto, tal desarrollo no se produjo ni en la India, ni en Asia oriental, ni en Irán y sólo se dio en pequeña medida en el norte de Europa en torno a un dios tribal. No obstante, fuera del ámbito de las organizaciones urbanas autónomas, ese desarrollo se produjo en Egipto ya en el estadio de religiosidad zoolátrica, en favor de la división en distritos. A partir de las ciudades-Estado, la divinidad local se extendió a confederaciones, como las de israelitas, etolios, etc., que se orientaban por este modelo. Desde el punto de vista de historia de las ideas, esta concepción de la asociación como sustentadora del culto local es un eslabón intermedio entre la consideración puramente patrimonial de la acción social política y la noción puramente objetiva de institución y de asociación instrumental, es decir, de la idea moderna de «corporación territorial» (Gebietskörperschaft)[12].
{255} No sólo las asociaciones políticas, sino incluso las asociaciones profesionales tienen sus divinidades o santos especiales. Faltan completamente en el cielo de los dioses védicos, debido al nivel de la economía. Por el contrario, el dios de la escritura del antiguo Egipto es un signo del crecimiento de la burocratización, de la misma manera que los dioses y santos especiales de los comerciantes y de otros tipos de actividad, extendidos por toda la tierra, indican la progresiva división profesional. Todavía en el siglo XIX el ejército chino imponía la canonización de su dios de la guerra: un síntoma de la concepción de lo militar como una profesión especializada entre otras. Por el contrario, los dioses de la guerra de la Antigüedad mediterránea y los de los medos fueron siempre grandes dioses nacionales.
De la misma forma que las figuras de los dioses son tan diversas como las condiciones sociales y naturales de existencia, las posibilidades de que un dios conquiste para sí la primacía en el panteón o finalmente el monopolio de la divinidad son también diferentes. En el fondo, sólo el judaísmo y el islam son estrictamente «monoteístas». La condición del ser o de los seres divinos supremos, tanto en el hinduismo como en el cristianismo, son enmascaramientos teológicos del hecho de que un importantísimo interés religioso peculiar –la redención por la conversión de un dios en hombre– estorbaba el proceso hacia el monoteísmo estricto. En particular, el camino hacia el monoteísmo, emprendido con coherencia muy distinta, no eliminó en ninguna parte de forma permanente la existencia de un mundo de espíritus y demonios –ni siquiera en la Reforma–, sino que lo subordinó incondicionalmente, teóricamente al menos, a la omnipotencia del dios único. Pero en la práctica se trataba y se trata de establecer dentro de la vida diaria quién interviene con mayor fuerza en los intereses del individuo, si el dios teóricamente «supremo» o los «bajos» espíritus y demonios. Si son estos últimos, la religiosidad cotidiana queda determinada fundamentalmente por la relación con ellos; no importa en absoluto la apariencia del concepto oficial de dios de la religión racionalizada.
Donde existe un dios político local, la primacía suele recaer naturalmente en sus manos. Cuando dentro de un conjunto de comunidades sedentarias que han llegado a la formación de dioses locales se amplía el ámbito de la asociación política a través de la conquista, la consecuencia regular es que los diferentes dioses locales de las comunidades fusionadas se asocien en un conjunto. Dentro de éste aparece con muy diferente intensidad una especialización funcional o material, originaria o determinada por nuevas experiencias producidas posteriormente, como división del trabajo en sus particulares esferas de influencia. El dios local de la capital política o sacerdotal –el Marduk de Babilonia, el Ammon de Tebas– asciende al rango de dios supremo para volver a desaparecer con frecuencia con la eventual caída o el traslado de residencia, como Assur con la decadencia del Imperio asirio. Donde la asociación política como tal se considera una asociación protegida por dios, tal unidad política no aparece garantizada hasta que también los dioses de los miembros son asimilados y asociados, con frecuencia integrados también en una forma local de synoikismo[13]. Lo que en la Antigüedad era corriente en este sentido, se volvió a repetir con el traslado de las grandes reliquias de los santos de las catedrales provinciales a la capital del Imperio ruso unificado.
Las otras posibles combinaciones de los diversos principios de formación del panteón y establecimiento de la primacía son inagotables y las figuras de los dioses, generalmente tan hábiles en sus competencias como los funcionarios de tipo patrimonial. La delimitación de competencias se cruza con la inclinación religiosa hacia un dios especializado particularmente acreditado, o con la atención hacia el dios al que se tiende a tratar como funcionalmente universal, atribuyéndosele por tanto todas las funciones adjudicadas anteriormente a otros dioses. Es el «henoteísmo» de Max Muller, que éste considera erróneamente como estadio de desarrollo específico[14]. Los impulsos puramente nacionales contribuyen considerablemente a la constitución de la primacía. Donde aparece cierta constancia de algún tipo de prescripciones, especialmente, ritos religiosos {256} estereotipados, y un pensamiento religioso racional toma conciencia de ello, es probable que las divinidades que muestran reglas permanentes de comportamiento, es decir, los dioses del cielo y los astros, alcancen la primacía. Estas divinidades que tienen influencia sobre fenómenos naturales absolutamente universales y que la especulación metafísica considera por ello muy importantes, incluso creadores universales, en la mayoría de las ocasiones no desempeñan un papel relevante en la religiosidad cotidiana; ello se debe a que justamente esos fenómenos naturales no varían demasiado; en consecuencia en la vida diaria no suscitan la necesidad práctica de influir sobre ellos con los medios del hechicero y del sacerdote.
Un dios puede marcar decisivamente el conjunto de la religiosidad de un pueblo (como Osiris en Egipto) cuando responde a un interés religioso particularmente fuerte (en ese caso, de tipo soteriológico), sin alcanzar la primacía en el panteón. La «razón» exige la primacía de los dioses universales, y toda formación consecuente de un panteón sigue también en alguna medida principios sistemático-racionales porque se encuentra siempre bajo la influencia de un racionalismo sacerdotal profesional o del afán de ordenación racional de los laicos. Y sobre todo el parentesco ya mencionado entre la regularidad racional del curso del astro, garantizada por el orden divino, y la inviolabilidad del orden sagrado en la tierra hace de los dioses universales los guardianes autorizados de esos dos elementos, de los que depende, por una parte, la economía racional y, por otra parte, el dominio seguro y ordenado de las normas sagradas dentro de la comunidad social. Los interesados en esa norma sagrada y sus defensores son ante todo los sacerdotes. De ahí la competencia entre, por una parte, los dioses de los astros Varuna y Mitra, que protegen el orden sagrado y, por otra parte, Indra, el armipotente dios de la tormenta, el matador del dragón. Es un síntoma de la competencia entre los sacerdotes, que persiguen un orden firme y el control de la vida conforme a ese orden, y el poder de la nobleza militar, para la que el dios héroe, ávido de hazañas, y la irracionalidad de las aventuras y la fatalidad, hostiles al orden, son relaciones coherentes con los poderes sobrenaturales. Volveremos a encontrar esta importante oposición.
Los órdenes sagrados sistematizados, tal como los propaga un grupo sacerdotal (la India, Irán, Babilonia), y las relaciones de subordinación racionalmente reguladas, como las crea el estado funcionarial (China, Babilonia), suelen contribuir al ascenso en el panteón de las divinidades celestes o astrales. En Babilonia la religiosidad desemboca cada vez con mayor claridad en la fe en el dominio de los astros, en particular de los planetas, sobre todas las cosas, desde los días de la semana hasta el destino en el más allá, terminando así en el fatalismo astrológico. Pero esto es sólo producto de la ciencia sacerdotal tardía y es ajeno a la religión nacional del estado políticamente independiente.
Un soberano o dios del panteón no es en sí mismo todavía un dios «universal» internacional. Pero normalmente está en vías de serlo. Todo pensamiento desarrollado sobre los dioses exige que la existencia y cualidad de un ser como dios establezca claramente que el dios es «universal» en este sentido. También los sabios de Grecia interpretaban toda divinidad encontrada en otra parte a través de las divinidades de su panteón aceptablemente ordenado. La tendencia a esa universalización se incrementa con el mayor peso del soberano del panteón, cuanto más adopta éste rasgos «monoteístas». La formación del imperio en China, la extensión del estamento sacerdotal de los brahmines por todos los organismos políticos de la India, la formación del Imperio persa y romano, todos ellos favorecieron la aparición del universalismo y el monoteísmo –en cierta medida de ambos, aunque no siempre de ambos en la misma medida–, si bien con éxito diverso.
La formación de un imperio universal (o el tipo de proceso social con efectos similares) no fue en absoluto palanca única o indispensable de esa evolución. Al menos los avances del monoteísmo universalista, {257} la monolatría, aparecen en el caso más importante de la historia de la religión, el culto de Yahvé, como consecuencia de acontecimientos históricos completamente singulares: la formación de una confederación. El universalismo es en este caso producto de la política internacional, cuyos intérpretes pragmáticos eran los protagonistas proféticos del culto y de las normas morales de Yahvé. La consecuencia fue que las acciones de los pueblos extranjeros que afectaban poderosamente a los intereses vitales de Israel empezaron a considerarse también acciones de Yahvé. Aquí puede captarse el carácter eminente y específicamente histórico inherente a la especulación de la profecía judía, en completa oposición a la especulación sobre la naturaleza de los grupos sacerdotales en la India y Babilonia. Se capta aquí también la tarea que deriva de forma ineludible de los compromisos de Yahvé: captar como «hechos de Yahvé», como «historia universal», la totalidad del desarrollo del propio destino del pueblo, entrelazado con la suerte de otros pueblos; un desarrollo lleno de amenazas, con un extraño transcurso en relación a aquellos compromisos. Ello prestaba al transformado dios local de la polis de Jerusalén, al antiguo dios guerrero de la confederación, los rasgos proféticos universalistas de omnipotencia sagrada sobrenatural e inexcrutabilidad.
La orientación monoteísta y, por su naturaleza, universalista del faraón Amenofis IV (Ajnatón) en el culto al sol provenía de situaciones completamente distintas. Por una parte, asimismo de un racionalismo fundamentalmente sacerdotal, y quizá también laico, que, en marcada oposición a la profecía israelita, era de carácter puramente naturalista; por otra parte, de la necesidad práctica del monarca, que está al frente de un estado unitario burocrático, de quebrar el predominio de los sacerdotes con la eliminación de la multiplicidad de sus dioses y conseguir la antigua posición de poder de los faraones divinizados elevando al rey a sacerdote supremo del sol. El monoteísmo universalista de cristianos y musulmanes y el monoteísmo relativo de la doctrina zoroástrica dependen históricamente, los dos primeros, del judaísmo, como continuadores; el último está probablemente muy determinado por influencias extrairanias (procedentes del Cercano Oriente). Todos ellos están influidos por la peculiaridad de la profecía «ética» en contraposición a la «ejemplar» –una diferencia que se tratará más adelante–. Todos los otros desarrollos relativamente monoteístas y universalistas son producto de la especulación filosófica de sacerdotes y laicos, y sólo alcanzaron relevancia religiosa donde se unieron a intereses soteriológicos (de redención). (Más adelante se volverá sobre ello.)
Los obstáculos prácticos a la evolución –en cierta medida casi universal– hacia el monoteísmo estricto, que limitaron siempre su consecución en la religión cotidiana, con la excepción del judaísmo, el islam y el protestantismo, radicaban, por una parte, en los poderosos intereses materiales e ideales de los grupos sacerdotales interesados en los cultos y en los lugares de culto de los dioses concretos, y por otra parte, en el interés religioso de los laicos en disponer de un objeto religioso accesible, próximo, relacionable con las condiciones de vida concretas o asociable a un círculo concreto de personas, con exclusión de otras. En particular era importante para los laicos disponer de un objeto accesible a la acción de la magia. La seguridad de la magia ya probada es mucho mayor que el resultado de adorar a un dios no influenciable a través de la magia por ser todopoderoso. La concepción de las fuerzas «sobrenaturales» como dioses, incluso como un dios trascendente, no elimina por ello las viejas concepciones mágicas (ni siquiera en el cristianismo), sino que hace surgir una doble posibilidad de relación respecto a ellas que se tratará a continuación.
La primera posibilidad consiste en que un poder concebido, por analogía con el hombre, como dotado de alma, pueda ser coaccionado al servicio del hombre, de la misma forma que la «fuerza» naturalista de un espíritu. Quien posee el carisma adecuado para utilizarlo es más fuerte incluso que un dios y puede forzarlo a su conveniencia. La acción religiosa es, por tanto, no «culto al dios», sino «coacción al dios»; la invocación al dios no es oración, sino fórmula mágica, cimiento {258} inconmovible de la religiosidad popular, sobre todo india, pero universalmente extendida. El sacerdote católico ejerce todavía algo de ese poder de hechizar, en la consagración y la penitencia. Los componentes orgiásticos y mímicos del culto religioso, ante todo, canto, danza, drama, junto a las fórmulas típicas de oración establecidas, tienen aquí su origen, de manera no exclusiva, pero sí esencial.
La segunda posibilidad es que la antropomorfización vaya en la dirección de atribuir al comportamiento de los dioses la gracia de un señor terrenal poderoso, conquistable a través de peticiones, regalos, servicios, tributos, halagos, sobornos y, finalmente, la adecuación del propio comportamiento a su voluntad. Los dioses se conciben, en esa analogía, como seres poderosos, en principio sólo más fuertes en grado. Entonces surge la necesidad del «culto a dios».