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Esta perspectiva es obviamente distinta a la de Schleiermacher. El problema, sin embargo, es que tampoco es capaz de mantener la estructura clásica del pensamiento de Calcedonia. ¿Qué significa decir que Dios «existe» personalmente como ser humano en medio de nosotros? ¿Cómo deberíamos entender la diferencia entre la naturaleza humana de Cristo y su naturaleza divina? Ambas cuestiones apuntan a la necesidad de una metafísica de la analogía del ente: ¿en qué difiere la existencia de la persona del Verbo respecto a la nuestra? Por otra parte, debemos también examinar los distintos sentidos del término «naturaleza»: ¿cómo podemos atribuirla a la esencia humana de Cristo, en cuanto distinta de su esencia divina? Al intentar recuperar la ontología de Calcedonia en un contexto postkantiano, pero sin asumir la metafísica clásica, la «tradición» barthiana no puede responder adecuadamente a estas preguntas. Ha elaborado respuestas que son creativas, pero que son también ambivalentes en su significado.
Continuando con esta crítica, descubrimos que no deja de haber algo irónico en el modo como Barth trata las operaciones humanas de Jesús en cuanto reveladoras de su divinidad. Barth rechaza claramente esta idea del protestantismo liberal según la cual nuestra conciencia religiosa sería el lugar del encuentro entre lo divino y lo humano y, a pesar de ello, intenta encontrar el «sitio» de la unión hipostática en un extraño lugar: la identidad trascendente de Dios se nos revela en un acto voluntario de Cristo hombre (la sumisión libre y voluntaria de Cristo a Dios). Por consiguiente, lo mismo que con la conciencia pietista de Dios en el planteamiento de Schleiermacher (el sentimiento de absoluta dependencia), también aquí un «elemento» accidental del hombre Cristo (la autodeterminación consciente de Cristo) se transforma en el lugar privilegiado de la unión divino-humana. Barth intenta recuperar el sentido de la ontología cristológica clásica contra el protestantismo liberal, pero podría decirse que termina proyectando antropomórficamente un elemento de la vida humana creada en la divinidad.
Podríamos resumir el argumento de este modo: Schleiermacher rechaza la metafísica y recurre a la conciencia, mientras Barth rechaza la metafísica humana y recurre a una suerte de metafísica cristológica revelada. La estrategia de Barth, sin embargo, intentando escapar, al parecer, del reduccionismo de Schleiermacher, termina (irónicamente) transformándose en una aplicación de las categorías humanas e incluso (aún más irónicamente) estas categorías resultan pertenecer a la conciencia. Ahora bien, se pueden evitar estos problemas si aceptamos la posibilidad de una capacidad natural en el ser humano para la reflexión metafísica, siempre y cuando esta metafísica esté equipada con un sentido de la analogía, de modo que los elementos divinos no se reduzcan a los humanos87.
La teología clásica de Calcedonia, por tanto, puede responder tanto a Barth como a Schleiermacher al formular las siguientes preguntas. ¿Está asegurada la unión de Dios y el hombre en Cristo primera y principalmente por su obediencia o por algo más fundamental, es decir, por su identidad personal como Verbo hecho carne? ¿Cristo es obediente y padece en virtud de su divinidad o únicamente en virtud de su humanidad? ¿Existen en la naturaleza divina propiedades distintas de la esencia divina que le permiten atravesar una «historia» del desarrollo a través de actos de obediencia? Siguiendo la más sólida tradición patrística y medieval, podemos decir que Barth falla al momento de reconocer la doctrina de la actualidad pura de Dios88. Dios en su incomprehensible divinidad no está compuesto de potencia y acto y por lo mismo, no está sujeto al desarrollo accidental o al enriquecimiento progresivo89. En consecuencia, si queremos atribuir a Dios características propias del pensar o del querer humanos (incluso lícitamente), estas deben ser repensadas analógicamente cuando las atribuimos a su vida eterna, justamente para salvaguardar el sentido de su divina trascendencia90.
Al apelar a la doctrina de Dios como acto puro, no estoy asumiendo que la metafísica de Tomás de Aquino sea necesariamente correcta o que una versión particular de la metafísica clásica deba abrazarse si se quiere hacer hoy una teología cristiana consistente. Solo sugiero que, al margen de las buenas intenciones de Barth y Schleiermacher, ninguno resuelve adecuadamente el problema de cómo o hasta qué punto la ontología clásica es un elemento necesario para cualquier comprensión de la cristología de Calcedonia. ¿Podemos realmente recuperar esta tradición sin recurrir a las categorías y los conceptos ontológicos tradicionales para hablar de Dios, justamente en el modo en que un pensador postkantiano, de hecho, rechazaría? Si el misterio de Cristo debe entenderse en términos ontológicos, quizás la cristología moderna debería recuperar abiertamente el recto uso de la «metafísica del ser» y el lenguaje de la predicación analógica para hablar de Dios, aun cuando se oponga a las restricciones de Kant. (Volveré sobre este tema con más detalle en los capítulos 3 y 4).
Esta reconsideración de la «analogía del ente» nos permite acercarnos a la oposición problemática que aparece en la cristología moderna entre un polo excesivamente antropológico (representado típicamente por Schleiermacher) y otro exclusivamente cristológico (representado por Barth). La metafísica de santo Tomás postula que la mente humana está abierta en última instancia a trascender la historia, alcanzando su completa perfección solo por el conocimiento de Dios y la consideración analógica de los nombres divinos91. Esta apertura natural a la trascendencia de Dios es un signo de que el entendimiento humano es capaz de ser elevado gratuitamente al orden sobrenatural de la gracia e incluso a la visión beatífica92. En esta explicación, no hay oposición dialéctica entre la revelación cristológica del Dios Trinidad y nuestra auténtica plenitud antropológica. La teología de la persona humana y la teología cristocéntrica no se oponen metodológicamente, sino que se relacionan jerárquicamente. Dios revela quién es en Cristo, de modo que podamos asemejarnos a él por la contemplación de su misterio. Al descubrir a Dios en Cristo, también nos encontramos a nosotros mismos. «El Verbo de la vida[...] se hizo visible, y nosotros hemos visto, […] la vida eterna que estaba junto al Padre. [...] Aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es» (1Jn 1,1-2; 3,2).
Reflexiones tomistas sobre las condiciones de la cristología moderna
Dos reflexiones tomistas
En la primera parte de este capítulo se ha diagnosticado un problema, en esta segunda se pretende dar un remedio. En lo que sigue, quisiera abordar dos modos en que la cristología de Tomás de Aquino nos ofrece materiales para evitar las dos antinomias especulativas descritas anteriormente, cada una de las cuales ejerce gran influencia en la cristología moderna. Para hacerlo recurriré a algunas distinciones claves de santo Tomás tal como han sido interpretadas por tomistas contemporáneos. Por eso consideraré, en primer lugar, el tema de la posible armonización o integración de la investigación sobre la vida histórica de Jesús con la reflexión doctrinal de Calcedonia. En segundo lugar, consideraré la cristología de Calcedonia y la metafísica del ser y de los nombres divinos. Estas reflexiones son obviamente muy parciales, pero pretenden mostrar distinciones que están presentes en la obra de santo Tomás y que hablan elocuentemente de los problemas descritos más arriba. De este modo, nos señalan las formas en que una cristología moderna se puede concebir según los parámetros modernos. Y en este sentido, sirven también para los capítulos posteriores.
El Hijo encarnado e histórico: el objeto formal y material de la fe
Para responder a la primera pregunta, vamos a recurrir a una conocida distinción tomista (cf., por ejemplo, STh II-II q. 1, a. 1) entre el «objeto formal» de la fe y el «objeto material». El Aquinate escribe en dicho artículo:
El objeto de cualquier hábito cognitivo incluye dos cosas, a saber, lo que se conoce materialmente y esto es como su objeto material; y aquello por lo que se conoce, que es la razón formal del objeto. Así en la ciencia geométrica se conocen materialmente las conclusiones, pero la razón formal del conocimiento son los medios de la demostración por los que las conclusiones se conocen.
Al hablar del acto epistemológico de la fe, el objeto material es la realidad de lo que creemos por la gracia de la fe y hacia la que tendemos por la esperanza y la caridad. En último término, el objeto material es Dios mismo, en quien creemos y que se nos ha manifestado en Cristo. El objeto formal, por su parte, es el medio por el cual o gracias al cual tenemos acceso a Dios y a Cristo en el acto sobrenatural de la fe. Por decirlo más precisamente, el objeto formal es Dios mismo que se revela, el don del conocimiento de Dios que viene a nosotros mediante Cristo, y posteriormente a través de la transmisión de la verdad divina por la Escritura, la Tradición y el magisterio de la Iglesia93. Por la fe nosotros conocemos el misterio de la Trinidad y del Verbo encarnado que ha vivido en medio de nosotros por nuestra salvación. Lo conocemos por fe a través del medio u objeto formal de Dios mismo que se nos revela.
En su Comentario al De Trinitate de Boecio, lo mismo que en la Summa theologiae, santo Tomás recurre a esta distinción para explicar cómo es posible que conozcamos a Dios a través de este medio formal de la revelación y simultáneamente a través de otro medio formal, como lo es la especulación filosófica94. Las dos formas de conocimiento alcanzan el mismo objeto (Dios), pero no se da conflicto entre ambos, porque su modo de llegar a Dios se realiza de diverso modo (y según distintos grados de imperfección)95. Ahora bien, aunque ambas formas de conocimiento sean distintas, no es extraña la una a la otra, porque, como señala el Aquinate al inicio de la Summa theologiae, el conocimiento de Dios por gracia nos permite usar la gramática de la reflexión metafísica sobre Dios, asimilando las verdades de este discurso en una totalidad sapiencial más grande que es específicamente teológica. La sagrada doctrina puede usar la filosofía para ilustrar las verdades teológicas, tal como (analógicamente) la ciencia política puede usar del conocimiento militar para defender a los ciudadanos y los bienes materiales de un estado96. La reflexión metafísica humana sobre la simplicidad de Dios, su bondad, unidad, conocimiento o voluntad, por señalar algunos ejemplos, pueden utilizarse en un contexto que es específicamente teológico, sirviendo por ello para articular en términos más profundos y esclarecedores el misterio de la Trinidad97.
Esta distinción entre los dos objetos formales (que alcanzan el mismo objeto de dos modos distintos), fue el punto de partida para un desarrollo moderno del pensamiento tomista emprendido a principios del siglo XX por el dominico francés Ambroise Gardeil. Como respuesta a la llamada crisis modernista, Gardeil aplicó el análisis tomista sobre la relación entre fe e historia98. Esta fue la reflexión que transmitió a un estudiante suyo, Yves Congar y que podemos encontrar también en el libro clásico de Congar La Tradición y las tradiciones99. En la distinción entre el objeto material y formal, Gardeil percibió la base de muchas afirmaciones importantes relativas a la fe y a la historia.
En primer lugar, el estudio moderno, racional e histórico, con sus reconstrucciones hipotéticas sobre el Jesús histórico o sobre los caminos sinuosos de los desarrollos pasados de la doctrina de la Iglesia, enfoca el tema de Jesucristo o de la doctrina de la Iglesia desde un punto de vista distinto (bajo una formalidad diversa) al del depósito bíblico y eclesial de la fe en cuanto tal. Este primer estudio, aun cuando tiene en cuenta las afirmaciones de la revelación bíblica o las verdades filosóficas relevantes sobre el hombre, procede desde la base de la especulación histórica racional que comienza desde las certezas empíricas de los hechos históricos y procura deducir de estos hechos probables conexiones entre causas y efectos que puedan explicar los desarrollos posteriores100. Por su parte, el misterio de Cristo, tal como es entendido en la Escritura y en la Iglesia, tiene una formalidad distinta. El objeto de su estudio no es menos concreto en su naturaleza (pues nada más concreto que la encarnación y la resurrección de Cristo), pero esta forma de reflexión llega a lo profundo de la realidad y a los acontecimientos históricos causados divinamente a niveles que el sentido y la mera razón empírica no pueden percibir y que las reconstrucciones de la razón histórica (sin importar cuán formada filosóficamente esté) no pueden demostrar o verificar. El conocimiento teológico de los misterios de la fe está más próximo al conocimiento natural propiamente metafísico u ontológico que a las matemáticas o a las ciencias empíricas. Después de todo, el ser, la esencia, la unidad y la bondad se encuentran presentes en toda la realidad creada, pero no son objeto de la experiencia sensible. El misterio de Dios revelando en Cristo es así. Nosotros no podemos ver la divinidad con nuestros ojos, pero sí podemos alcanzarlo mediante un juicio intelectual. Formalmente hablando, el misterio es totalmente trascendente a la razón humana en cuanto tal (incluida la metafísica) y propiamente sobrenatural. En consecuencia, la metodología del estudio histórico-crítico moderno respecto a la vida de Jesús no se puede emplear para proporcionar los fundamentos para aceptar la verdad de la fe cristiana en cuanto tal. Estos fundamentos solo pueden recibirse sobrenaturalmente por la gracia y entenderse bajo esta luz101.
Debemos notar que el carácter sobrenatural de la «ciencia» teológica fue algo que tanto Kähler como Barth entendieron correctamente y que defendieron contra el pretendido intento del liberalismo protestante de hacer derivar los principios fundamentales de la cristología a partir del moderno estudio de la historia. [Una crítica similar se puede encontrar en John Henry Newman contra el intento anglo-católico de derivar las normas de la doctrina católica a partir del estudio personal de la historia de la doctrina102]. No obstante, la aceptación del realismo sobrenatural no implica que el objeto material de la fe (en este caso el misterio de Jesucristo) no pueda ser también comprendido de un modo complementario mediante el recurso al «medio formal» del estudio histórico sobre Jesús, el estudio histórico de la eventual formación del canon del Nuevo Testamento, de la doctrina eclesial, etc. Al contrario, estas formas de conocimiento pueden contribuir a una mejor comprensión del objeto material que estamos considerando (Jesús de Nazaret), pero solo en la medida en que enriquecen los «datos» originales de la revelación divina; en cuanto iluminan los principios de la ciencia teológica, no como si los demostraran103. El estudio histórico puede aprovecharse después del dato, por decirlo de alguna manera, al servicio de la fe teológica para investigar más a fondo cómo los principios de la fe fueron revelados, dados o recibidos en los contextos históricos posteriores104. La reflexión histórica también nos puede hacer más sensibles frente a algunos aspectos de la vida de Jesús de Nazaret, y tal conocimiento puede a su vez invitarnos a una reflexión más profunda. El misterio ontológico del Verbo encarnado implica unas condiciones histórico-culturales como dimensiones intrínsecas de su realidad que pueden ser estudiadas racionalmente, y por esta razón, el conocimiento de estas circunstancias empíricas e histórico-culturales de Cristo nos invita a una más profunda reflexión sobre el misterio del Verbo encarnado. En último término, sin embargo, ninguna de estas circunstancias de la vida de Cristo puede ser completamente entendida excepto por el recurso a la fe sobrenatural, puesto que solo en este nivel alcanzamos el núcleo ontológico más profundo de su persona. Por consiguiente, el estudio histórico no nos permite determinar lo que sostiene la fe, aunque nos puede ayudar a clarificar qué es razonable creer y qué no lo es con relación al modo histórico en que un misterio tal fue desvelado históricamente.
Permítaseme poner un ejemplo para ilustrarlo recurriendo a una breve consideración tomista sobre las teorías de N. T. Wrigth relativas a la «intencionalidad sacrificial» del Jesús histórico en las vísperas de su muerte105. Como todos saben, el sistema sacrificial en tiempos de Jesús giraba en torno a la aplicación de los preceptos del Levítico y del Deuteronomio sobre los sacrificios físicos en el contexto del Segundo Templo y de su sociología cultual, política y económica. Sin embargo, en la generación posterior a la muerte de Jesús, los cristianos que redactaron los escritos del Nuevo Testamento consideraban la muerte de Jesús como un «sacrificio» único y definitivo106. Usando imágenes sacrificiales del Antiguo Testamento para describir el sentido de su muerte, sostenían que este acontecimiento había, de alguna manera, reemplazado la economía de los sacrificios del Templo y que tenía efectos redentores para toda la humanidad. También afirmaban (indudablemente) que la eucaristía significaba y hacía presente el cuerpo y la sangre sacrificados de Cristo107.
Pero incluso si todo esto es así, ¿podemos simplemente contentarnos con desarrollar una teología del sacrificio a partir del Nuevo Testamento, si Jesús de Nazaret, él mismo un judío del siglo primero, nunca hubiera concebido su propia muerte en términos sacrificiales? Claramente el objeto formal de la fe es el significado de la muerte de Jesús tal como es presentada y comprendida en la fe y por la fe como Dios lo ha revelado en la Escritura. Aún más, el Nuevo Testamento atribuye a Cristo en varias ocasiones una voluntad de ofrecer su vida «sacrificialmente» por la multitud. Sin embargo, esto no hace irrelevante la pregunta por cómo podemos explicar históricamente el origen de esta creencia en la vida de Jesús en el contexto del judaísmo del Segundo Templo, o la cuestión por cómo su mismo modo judío de expresarse en este contexto histórico pudo haber iluminado su propia convicción respecto del significado «sacrificial» y soteriológico de su muerte. Este es el tipo de argumento probabilístico e hipotético que Wright, por ejemplo, proporciona recurriendo al medio formal de la especulación histórica, siguiendo en esto a otros académicos como Martin Hengel108 y George Caird109, sobre los cuales construye su propia obra110.
Por ejemplo, si podemos remontar la narración de la institución de la eucaristía a la primera comunidad cristiana de Palestina («esta es la sangre de la alianza que será derramada por muchos»), entonces tenemos la evidencia de una teología primitiva sobre la muerte de Jesús que puede razonablemente (por el recurso a los modos histórico-críticos de argumentar) ser considerada como originada con el mismo Cristo. A su vez, esta teología de Jesús de Nazaret nos remite al sacrificio fundacional de la alianza de Éxodo 24 (donde se origina la expresión «sangre de la alianza») y que aparece en el Éxodo como aquello que estableció un contrato de comunión entre las doce tribus y el Dios de Israel. Si Jesús no solo previó su muerte, sino que la interpretó de antemano como una renovación radical y como cumplimiento de la alianza de Éxodo 24, incluso como una universalización de la alianza «por muchos» (cf. Is 53,10-12) y si lo manifestó a sus seguidores por medio de la prescripción de un nuevo modo de sacrificio que ahora tiene lugar fuera del Templo, entonces comenzamos a comprender cómo Cristo en la historia era consciente de explicar el carácter sacrificial de su muerte en términos específicamente judíos y, al mismo tiempo, interpretó su propia vida y misión como poseyendo un significado completamente singular y autoritativo111.
Una muestra de estas imágenes de la autoconciencia de Cristo podría sugerir con una profundidad mayor y más rica cómo el Verbo encarnado se pensaba a sí mismo (su identidad y autoridad), en el contexto del judaísmo del primer siglo, incluso sugiriendo con cierta posibilidad cómo las palabras y acciones del Jesús histórico dieron origen a las creencias posteriores tal como están promulgadas en los escritos del Nuevo Testamento. Pero ¿estas hipótesis históricas determinan el contenido del objeto de la fe o prueban su veracidad? Por ejemplo, si puede mostrarse tan solo con los principios de la razón natural que es históricamente probable que Jesús de Nazaret interpretara su próxima ejecución en términos sacrificiales, ¿demuestra esto que la muerte de Jesús debería considerarse teológicamente como si fuera un sacrificio? Por supuesto que no. Este conocimiento se da al hombre únicamente a través de la gracia, por la acción del Espíritu Santo que nos enseña por medio de la Escritura, la Tradición y la proclamación viva que lleva a cabo la Iglesia. ¿Nos permiten estas reflexiones históricas vislumbrar cómo la vida histórica del Hijo de Dios podría haberse desenvuelto en su contexto histórico y defender una explicación histórica plausible de Jesús en clave apologética contra las construcciones históricas secularistas que intentan contradecir el testimonio de la doctrina misma del Nuevo Testamento? Sí lo hacen, o al menos podrían hacerlo en principio. La ciencia histórica de la investigación histórica racional moderna (que aunque es más modesta en sus certezas que muchas otras ciencias, es capaz de algunas conclusiones demostrativas) puede ponerse al servicio de la fe, como un intento de descifrar una comprensión más perfecta de su objeto material, el Hijo hecho hombre, incluso cuando queda claro que este estudio histórico no proporciona ni alcanza el acceso radical al misterio de Cristo que nos otorga solo la fe por medio de su objeto formal. La confusión o mezcla entre estos dos objetos en la que incurrió Schleiermacher obscurece el misterio sobrenatural de Cristo y encierra su sentido a las especulaciones reduccionistas de los eruditos histórico-críticos y sus conjeturas. Barth expurga (o al menos reduce severamente) la posibilidad de que tales conjeturas sean usadas de manera significativa al servicio del objeto de fe como una forma de la razón histórica al servicio de la revelación. Gardeil busca distinguir en orden a unir. Reconoce la contribución de la reflexión histórico-crítica como una ciencia inferior de la razón que puede ser asumida sapiencialmente por la ciencia superior (e irreductiblemente integral) de la divina revelación. Es solo desde esta última ciencia, sin embargo, de donde la teología recibe sus primeros principios.
Cristología calcedoniana y conocimiento metafísico de Dios: acto primero y segundo
El segundo tema mencionado más arriba se refiere a la relación entre la ontología clásica de Calcedonia y la moderna restricción filosófica de un conocimiento especulativo sobre Dios. Si asumimos por principio que la mente humana está limitada a considerar las realidades trascendentes únicamente bajo la perspectiva de la univocidad intramundana, ¿podemos realmente explicar teológicamente la redención del moderno yo humano por la experiencia de una dependencia religiosa absoluta o por un actualismo revelador que nos abriera a una reflexión ontológica sobre las profundidades de Dios? En otras palabras, ¿debe la cristología someterse a los límites del naturalismo filosófico postkantiano?
He insinuado ya que la recuperación de una metafísica del ser y de los nombres divinos es una parte integral dentro de la renovación cristológica calcedoniana. Ahora quisiera sugerir dos modos en los que la reflexión tomista sobre el ser de Cristo ofrece un remedio a nuestros entendimientos secularizados: no una cura desde Wittgenstein, sino más bien, desde Tomás de Aquino. Esto es, no se trata de replantear el lenguaje ordinario que ya conocemos, sino de replantear desde dentro de la cristología nuestras capacidades naturales para conocer a Dios. ¿Qué nos enseña Cristo sobre nosotros mismos y sobre las capacidades trascendentes y el sentido teleológico de la mente humana? Al responder estas cuestiones, consideraremos primero un punto relativo a las preocupaciones de Barth y luego otro como respuesta a Schleiermacher112.
Estos dos puntos pueden elaborarse sobre otra distinción tomista clave; una distinción no epistemológica, sino metafísica. La distinción que hace santo Tomás (siguiendo a Aristóteles) entre acto primero y acto segundo113. La actualidad primera, para Tomás de Aquino, pertenece a la substancia de la cosa, su ser en acto como un cierto todo que posee una determinación esencial114. Estar en acto, en el primer caso, significa simplemente ser como un único ente de tal tipo. Por ejemplo, podemos decir que desde el momento en que es concebida una persona, aunque en estado embrionario es ya un nuevo ser humano y este ente, eventualmente, se desarrollará de muchos modos, pero conservará su continuidad substancial a lo largo del tiempo. Siempre existirá en acto. El segundo modo de actualidad, el acto segundo, pertenece a las operaciones; por ejemplo, a la conciencia y a la razón reflexiva, o a la deliberación, o la elección, que se desarrollan y manifiestan progresivamente. Estas operaciones se dan en la persona humana de modo habitual de manera que hacen su comportamiento predecible y sujeto a descripciones normativas (por ejemplo, bajo la forma de vicios o virtudes). Estos actos segundos de la persona (como los actos operativos de la piedad y la obediencia) son propiedades accidentales de la substancia, actos segundos relativos al acto primero que sí es substancial115.