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Por tanto, es importante para nuestro objetivo considerar la unión de Dios con el hombre de acuerdo con estos dos modos de ser en acto. La encarnación, en la cual Dios existe como hombre, toma lugar principalmente según el primero de estos modos: Dios subsiste personalmente como un hombre. Nuestra unión con Dios, por el contrario, tiene lugar principalmente según el segundo modo, a saber, mediante las operaciones humanas. Por la gracia operante podemos llegar a conocer a Dios y a amarlo, de modo que nos unimos a él por nuestras acciones humanas116. Esta distinción es importante, porque nos permite ver claramente el verdadero «locus» de la encarnación que es exclusivo de Cristo. Éste no puede estar en la conciencia humana de Jesús ni tampoco en su operación humana de obediencia; se da en la verdadera substancia de la persona de Cristo.
De acuerdo con el modo que tiene el Aquinate de establecer la cuestión, la unión de Dios y el hombre en Cristo es substancial y no accidental. Tiene lugar en la persona subsistente del Verbo y no en las acciones accidentales del hombre Jesús. El Hijo une a su propia persona una naturaleza humana. Consecuentemente, el hombre Cristo Jesús es la segunda persona de la Trinidad117. De este modo, el Verbo existe como hombre de manera que su cuerpo y sangre subsisten en virtud de su esse (el ser actual del mismo Verbo). O, por decirlo de un modo ligeramente diverso, la naturaleza humana del Verbo encarnado subsiste en su persona en virtud de su ser actual divino118. Por lo tanto, todo lo que ocurre a Jesús en su naturaleza humana, desde el momento de su concepción hasta su muerte, es atribuido propiamente al mismo Dios. Así decimos, por ejemplo, que el Hijo de Dios lloró o que el Hijo de Dios fue crucificado119. También podemos decir que Dios obedeció en cuanto hombre o que Dios sufrió en su naturaleza humana. Pero si hacemos esto, lo podemos decir gracias a la subsistencia hipostática del Verbo en la naturaleza humana, y por una trasposición de los atributos humanos a la naturaleza divina. Aunque pongamos la unión de Dios y el hombre en la hipóstasis del Hijo, debemos todavía distinguir adecuadamente entre la naturaleza humana y la divina de Cristo y entre sus operaciones divinas y humanas.
Debe notarse que el ser-en-acto (entelecheia) es entendido por Aristóteles y Tomás de Aquino como significado analógicamente y como poseyendo semejantes, pero no idénticos modos de realización. Podemos estar en acto substancialmente o bien accidental y operativamente120. En este caso, estamos hablando de una analogia entis o realización analógica del ser humano creado que es distinta del tema del conocimiento analógico de Dios basado en el conocimiento natural de las criaturas (teología natural). Ni Barth ni Schleiermacher, sin embargo, captan adecuadamente esta distinción analógica y por ello ambos piensan unívocamente el ser-en-acto de las operaciones (la conciencia de dependencia religiosa de Jesús o la obediencia humana de Cristo) como equivalentes o susceptibles, de alguna manera, de significar formalmente el ser en acto del subsistente (la persona de Cristo en su unidad de ser con el Padre). Esto es lo que los lleva, en dos caminos distintos, a buscar localizar la unión divino-humana en Cristo en las acciones humanas de Jesús. Adicionalmente, Barth no identifica con precisión lo que distingue las operaciones de las naturalezas divina y humana de Cristo. Las operaciones humanas se transforman así en ventanas de las operaciones de la divinidad, como si de algún modo fueran iguales.
He sugerido más arriba que el problema subyacente al que debemos responder es si la cristología de Calcedonia depende en parte de nuestra aceptación de cierta forma de ontología clásica. Si damos la vuelta a la cuestión, también podríamos preguntarnos si una forma consistente de la cristología de Calcedonia posee un recurso implícito al pensamiento analógico para hablar de Dios en términos metafísicos. Piénsese, por ejemplo, en el discurso relativo a la «existencia» que las especulaciones de santo Tomás sobre Calcedonia implican. Requieren que podamos decir que Cristo, este hombre concreto, es Dios y que Dios existe como este hombre121. Esta noción de la existencia del Verbo hecho carne es ciertamente solo accesible para nosotros por el misterio de la fe, y de nuevo, a través del medio del objeto formal revelado en la Escritura. Sin embargo, puesto que exige de nosotros hablar de la relación entre la existencia de Dios Creador y de su creación (porque es el Creador existente que existe como hombre), este lenguaje también implica que el concepto de la encarnación no sea totalmente extraño a nuestro modo ordinario de conocer. Como conocimiento no cae dentro de nuestro alcance ordinario de conocer, y por eso se nos debe revelar en la fe y por la Escritura; pero cuando esto ocurre, la verdad no es algo extrínseco a nuestro pensamiento de modo que permanezca ininteligible. Al contrario, en cuanto sujetos humanos dotados de inteligencia, somos capaces de realizar por gracia un acto intrínsecamente intelectual de fe. Si esto no fuera así, seríamos sujetos tan aptos para recibir la revelación como una roca.
Lo que sugiere esta línea argumental es importante. Dentro de los mismos límites de nuestro conocimiento humano ordinario, poseemos ya una vía para pensar en la existencia que está intrínsecamente abierta a Dios e incluso a la posibilidad de hablar de Dios que existe como uno de nosotros; lo cual no impide reconocer, al mismo tiempo, que la existencia de Dios como creador del mundo no se identifica unívocamente con nuestro propio modo de existir, aun cuando el creador exista como hombre. Existe una analogía del ser implícita en la cristología, pace Kant, Schleiermacher y Barth. Reconocer, por tanto, la presencia trascendente de Dios en Cristo (incluso en medio de su inmanencia como uno de nosotros) exige que nosotros como creaturas estemos naturalmente abiertos a la reflexión sobre la trascendencia metafísica de Dios y que podamos luego establecer una relación con su existencia a través del pensamiento conceptual y analógico. Esta forma de pensamiento cristológico no reduce nuestra comprensión de Dios a la comprensión del mundo. La bondad de Cristo como Dios no es idéntica a su bondad como hombre. Su obediencia como hombre no es idéntica con su divina voluntad como Dios. Un pensamiento analógico de este tipo evita reducir la divinidad de Cristo a formas naturales de este mundo. Todo esto sugiere que si el ser humano puede creer en la encarnación (por la gracia), entonces es también capaz de un pensamiento natural y analógico sobre la trascendencia de Dios. Es decir, la cristología hace un uso implícito de la teología natural122. Si creemos en la encarnación, debemos recuperar cierta forma de metafísica clásica.
¿Qué deberíamos decir, por tanto, del «acto segundo»? ¿Qué valor tienen las acciones de Cristo como revelación del Hijo de Dios y como revelación para nosotros de lo que significa ser realmente hombres? Aquí quisiera cambiar el punto de énfasis de Barth a Schleiermacher. Más arriba he argumentado que Barth quiere recuperar una ontología calcedoniana sólida en la modernidad, pero que falla al momento de identificar de modo correcto el lugar de la unión divino-humana en Cristo (en la subsistencia del Verbo hecho carne). Esto se debe, en parte, a un equivocado rechazo (o uso incorrecto) de la metafísica del ser. Schleiermacher, por su parte, apela a la religiosidad humana de Jesús como modelo de nuestro encuentro con Dios, pero esta aproximación a Cristo sustituye la cristología de Calcedonia. En una cristología ordenada, sin embargo, no deberíamos vernos obligados a elegir entre una ontología de la unión hipostática y una antropología teológica centrada en las acciones humanas de Cristo.
Para ejemplificar esta afirmación, recurriré a un punto soteriológico desarrollado por Jacques Maritain en su libro «Sobre la gracia y la humanidad de Jesús»123. El libro de Maritain contiene un análisis del conocimiento de Cristo, y específicamente sobre su visión beatífica durante su vida terrena, es decir, un análisis del conocimiento inmediato e intuitivo de su propia identidad, así como el conocimiento del Padre y del Espíritu Santo. Tal como lo han notado algunos comentadores de santo Tomás, el mismo Maritain entre ellos, el Jesús histórico no creía por fe que él era Dios, sino que sabía quién y qué era en virtud de una más alta e inmediata percepción124. Sabía también que había venido al mundo para salvarnos. Esta es una doctrina tomista clásica (y también una enseñanza del magisterio ordinario de la Iglesia)125. Lo que Maritain señala en este punto es que hay una doble referencialidad o, podríamos también decir, relatividad en el conocimiento humano de Cristo, esto es, en su «acto segundo» de conciencia, por extraordinario que esto sea126. Por una parte, está la conciencia actual de Cristo por la que conoce su propia identidad como Hijo que dice relación a su ser de Hijo; a su acto primero como indicamos antes. Esto quiere decir que Cristo conoce en cuanto hombre que es uno con el Padre y que desea comunicar este conocimiento de su unidad a los discípulos mediante el acontecimiento de su pasión y muerte (Jn 17,11). Por otra parte, su conciencia nos revela el bien último de nuestra naturaleza humana. Puesto que somos criaturas intelectuales, nosotros estamos hechos para ver a Dios cara a cara en la visión beatífica, que es lo único que satisface definitivamente el corazón humano y su anhelo de la verdad última y del bien imperecedero (Jn ١٧,٢٤)127.
Si aceptamos esta doble concepción de la conciencia de Cristo, podemos superar algunas de las dificultades presentes en la teología moderna, heredadas del pensamiento de Schleiermacher. Contra la tendencia del protestantismo liberal, una cristología tomista sobre la conciencia de Cristo no absolutiza la conciencia de Jesús como lugar exclusivo donde se constituye o mide su unión con Dios. Al contrario, considera la autoconciencia de Jesús como medida por y como testigo de un fundamento ontológico más profundo que es la unidad de Cristo con el Padre. Barth está en lo correcto cuando señala que una teología que ponga el énfasis en los actos de religión de Cristo puede encerrarnos en una forma reductiva de antropocentrismo o en una genérica «filosofía de la ética religiosa». Una explicación tomista, sin embargo, de la conciencia de Cristo como «acto segundo» evita este peligro y nos invita a desarrollar una teología de la persona humana que es teocéntrica en un sentido máximamente trinitario. En efecto, para el Aquinate, Cristo en cuanto hombre es consciente de modo humano de su identidad divina en virtud de la visión beatífica. Consecuentemente, puede revelarnos en su obrar humano y en sus enseñanzas quién es Dios. Además, si solo la visión del Dios Trino satisface y, en último término, redime la persona humana, entonces Cristo también revela a la humanidad lo que ella es, puesto que posee como hombre este conocimiento inmediato de Dios al que estamos llamados. Él vino a nosotros en naturaleza humana para revelarnos la vida íntima de Dios que es Trinidad y para llamarnos a sí mismo en la visión definitiva de la esencia divina y en la revelación directa de Dios a la mente humana.
Si lo que he argumentado es cierto, entonces la teología tomista nos invita a superar la oposición moderna y problemática entre la ontología cristológica y la dimensión antropológica de la teología. Tomás de Aquino señala claramente en las primeras cuestiones sobre la bienaventuranza de la Prima-Secundae que alcanzamos nuestra completa felicidad y así llegamos a ser nosotros mismos solo por medio de la visión de Dios, que no es sino una forma de conocimiento que trasciende todo objeto histórico y al cual estamos naturalmente abiertos o capacitados de alcanzar, aunque no de procurar por nuestras propias fuerzas128. Esta orientación radical hacia el Dios trinitario, por medio de la visión, solo se realiza por la gracia de Dios que se nos da en Cristo. Todo está centrado, por lo tanto, en Jesús, que es el camino al Padre y él mismo el Verbo eterno que procede del Padre y que con el Padre espira el Espíritu Santo. Estamos llamados a conocer a Dios en el tiempo final (esjaton), en la alegría extática por la cual nuestro entendimiento es sacado de la preocupación por sí mismo y es llevado a la única contemplación de la Trinidad. Santo Tomás insiste que cuando amamos por caridad amamos a Dios por Dios mismo, solo por la misma bondad de Dios, a través de un amor y de una admiración a Dios que lo sitúa por encima de todo otro bien, incluso sobre nuestro propio bien de la eterna felicidad129. No existe, por tanto, rivalidad alguna entre una teología de la persona humana y una teología teocéntrica. Bajo la gracia, la persona humana es redimida, de modo que se hace consciente de que él o ella depende de Dios para su salvación, pero que esta salvación nos viene por el conocimiento del verdadero ser y de la vida del Verbo encarnado, que ha habitado en medio de nosotros; Dios mismo viviendo entre nosotros como hombre.
Conclusión
¿Qué ha intentado establecer este prolegómeno? Comenzamos con un análisis yuxtapuesto de dos teólogos modernos: Schleiermacher y Barth. He argumentado que, a pesar de sus diferencias, existen dificultades comunes entre ellos porque sus respectivas teologías, aunque ingeniosas, no consiguen resolver adecuadamente ciertas cuestiones esenciales. ¿Puede armonizarse el concilio de Calcedonia con un recto uso de los estudios bíblicos modernos sobre Jesús? ¿Puede entenderse rectamente la ontología de la encarnación sin recurrir a elementos claves de la tradición metafísica prekantiana? He sugerido que hay problemas tanto con la respuesta de Schleiermacher como con la de Barth a ambas preguntas. El uno pone el acento en el estudio histórico moderno sobre Jesús y en una antropología filosófica postkantiana. El otro pone el acento en el retrato bíblico de Cristo y en la ontología exclusivamente bíblica. De este modo, ninguno resuelve suficientemente la pregunta por cómo podemos reconciliar el retrato bíblico de Cristo con los modernos estudios históricos sobre Jesús. Y tampoco nos ofrecen una adecuada comprensión de la relación entre la ontología calcedoniana y una metafísica realista que reconozca nuestra capacidad de establecer un discurso analógico respecto al Dios trascendente.
Una condición para una cristología moderna coherente es que defienda una teología calcedoniana basada fundamentalmente en la revelación de las Escrituras y en la tradición dogmática, pero que pueda hacer también un uso razonable de las aproximaciones histórico-críticas a la figura de Jesús. Otra condición es que la moderna cristología pueda responder a la restricción kantiana respecto al conocimiento especulativo de Dios. Cualquier investigación medianamente profunda sobre Cristo (sobre Dios presente entre nosotros en la historia) debe recurrir a nuestra capacidad humana para hablar de los atributos de Dios. Este acento metafísico es también necesario en teología para que podamos identificar rectamente en qué punto (o en cuál no) Cristo debe entenderse como modelo de la perfección humana por sus actos de conocimiento y de amor o, por usar una terminología moderna, en su conciencia religiosa de Dios.
Por tanto, una teología tomista moderna necesita estar atenta tanto al ser personal de Cristo como a sus operaciones o actividades. ¿Quién es Cristo en cuanto persona? ¿Qué es la unión hipostática y cómo debe entenderse el hecho de que el Verbo subsiste en una naturaleza humana? Estas son las preguntas que se abordarán en los capítulos 1 y 2. A la luz del misterio de la encarnación, consideraré luego la relación entre este misterio y la analogía del ente en los capítulos 3 y 4. Posteriormente, en el capítulo 5, procederé a una reflexión sobre las operaciones humanas de Cristo; su conocimiento y su obrar voluntario. Estas consideraciones funcionan como fundamentos para el estudio de la segunda parte del libro, en la cual se considera el acto salvífico de Cristo, realizado en su vida, muerte y resurrección. Es a la teología de la unión hipostática, por tanto, a lo que ahora debemos dirigirnos.
55. Cf. Hermann Samuel Reimarus, Apologie oder Schutzschrift für die vernünftigen Verehrer Gottes, ed. Gerhard Alexander, 2 vols. (Frankfurt-am-Main: Insel, 1972); G. Lessing, Escritos filosóficos y teológicos. Introducción, traducción y notas de Agustín Andreu Rodrigo (Madrid: Editora Nacional, 1982). El argumento sobre la profunda discontinuidad entre el Jesús histórico y el Cristo del Nuevo Testamento fue desarrollado originalmente por Spinoza y los deístas ingleses y formulado posteriormente de modo explícito por Reimarus y Lessing. Para la discusión histórica, cf. J. Israel, Radical Enlightenment: Philosophy in the Making of Modernity 1650–1750 (Oxford: Oxford University Press, 2001), 197–229, 447–76.
56. Para un análisis sobre las nociones kantianas y heideggerianas relativas a la metafísica clásica como «ontoteología» y las respectivas críticas a dicha metafísica que hacen ambos autores, cf. O. Boulnois, Être et representation: Une généologie de la métaphysique moderne à l’époque de Duns Scot (XIIIe-XIVe Siècle) (Paris: Presses Universitaires de France, 1999); T. J. White, Wisdom in the Face of Modernity: A Study in Thomistic Natural Theology (Naples, Fla.: Sapienta Press, 2009).
57. ¿Realmente nuestra época es «postmetafísica»? La filosofía analítica se interesa, ciertamente, por cuestiones metafísicas, sean o no clásicas (así, por ejemplo, Kripke, Plantinga, Searle o Swinburne). Ahora bien, tales consideraciones no generan un tipo de discurso normativo en la cultura universitaria como las referencias del pensamiento metafísico lo hicieron en la época premoderna. En la comunidad científica en general, el empirismo y el postmodernismo siguen siendo los modos predominantes de unificar el discurso filosófico. Además, al margen de lo que pueda pensarse sobre el renacer de la metafísica en la filosofía analítica, este desarrollo ha afectado muy poco a la teología protestante y católica postkantiana (que han tendido a adoptar sus principios centrales de la filosofía continental).
58. Bruce McCormack argumenta en Karl Barth’s Critically Realistic Dialectical Theology: Its Genesis and Development, 1909–1936 (Oxford: Clarendon Press, 1995) que la crítica kantiana de la metafísica es el soporte de gran parte de la teología temprana de Barth. Desarrolla esta idea con relación al trabajo maduro de Barth en «Karl Barth’s Version of an ‘Analogy of Being’: A Dialectical No and Yes to Roman Catholicism», en The Analogy of Being: Invention of the Antichrist or the Wisdom of God?, ed. Thomas Joseph White (Grand Rapids, Mich.: Eerdmans: 2010). Diversas cristologías postkantianas y «postmetafísicas» han sido desarrolladas por E. Jüngel, Dios como misterio del mundo, trad. Fernando Carlos Vevia (Salamanca: Sígueme, 1984) y J. Moltmann, El Dios crucificado: la Cruz de Cristo como base y crítica de toda teología cristiana, trad. Severiano Talavero Tovar (Salamanca: Sígueme, 1977).
59. En el mundo académico anglófono, Schleiermacher y Barth se consideran generalmente como los representantes de dos modos distintos de dialogar con los problemas teológicos modernos. Es también frecuente, sin embargo, reconocer que ambos tienen premisas comunes. En este sentido se puede ver, H. Frei, Types of Christian Theology, George Hunsinger et William C. Placher (eds.) (New Haven, Conn.: Yale University Press, 1992), donde clasifica a ambos pensadores (al margen de sus diferencias) en un mismo «tipo» de teología. Una lista extensa de las obras donde aparece la conexión entre estos dos pensadores puede encontrarse en la bibliografía de M. Gockel, Barth and Schleiermacher on the Doctrine of Election (Oxford: Oxford University Press, 2006).
60. F. Schleiermacher, Der christliche Glaube (Berlin: G. Reimer, 1821–22); La fe cristiana. Expuesta coordinadamente según los principios de la Iglesia evangélica, trad. Constantino Ruiz-Garrido (Salamanca: Sígueme, 2013); A. Ritschl, Die christliche Lehre von der Rechtfertigung und Versöhnung, 3 vols. (Bonn: A. Marcus, 1870–74) y Theologie und Metaphysik: zur Verständigung und Abwehr (Bonn: A. Marcus, 1887); W. Herrmann, Die Religion im Verhältniss zum Welterkennen und zur Sittlichkeit: eine Grundlegung der systematischen Theologie (Halle: M. Niemeyer, 1879); A. von Harnack, Das Wesen des Christentums (Leipzig: J. C. Hinrichs, 1900).
61. F. Schleiermacher, La fe cristiana, 93: «A pesar de todo hay que afirmar que incluso la visión más rigurosa de la diferencia entre él y todos los demás hombres no nos impide afirmar que la aparición de Cristo, considerada precisamente como la encarnación del Hijo de Dios, es un hecho natural. Porque, en primer lugar, tan cierto que Cristo era un hombre, en la naturaleza humana tiene que residir la posibilidad de asumir en sí lo divino mismo, como sucedió en Cristo […]. Pero, en segundo lugar: incluso si solo la posibilidad de esto reside en la naturaleza humana, de tal manera que la implantación real en ella del elemento divino tenga que ser puramente un acto divino y, por tanto, un acto eterno, sin embargo, la aparición particular de este acto en una Persona particular debe considerarse al mismo tiempo como una acción de la naturaleza humana, fundamentada en su constitución original y preparada para ello por toda su historia pasada, y consiguientemente como el más elevado desarrollo de su poder espiritual».
62. Id., La fe cristiana, 452: «Consiguientemente, la fe en estos hechos no es un elemento independiente de la fe original en Cristo, de un tipo tal que no podríamos aceptarle como Redentor o reconocer el ser de Dios en él si no supiéramos que había resucitado de entre los muertos y tiene que haber ascendido a los cielos, o que, puesto que careció esencialmente de pecado, ha de regresar de nuevo para actuar como juez. Antes bien, tales creencias son aceptadas únicamente porque se encuentran en las Escrituras; y todo lo que puede exigirse a un cristiano protestante es que crea en esos hechos, mientras considere que están adecuadamente atestiguados». El juicio relativo a una certificación propia parece permitir una investigación racional-histórica para determinar si se deben considerar doctrinas con base histórica. Sin embargo, su importancia es secundaria ya que, como doctrinas, se han desplazado fuera del ámbito propio del objeto de «la fe original en Cristo».
63. Ibid., 452.
64. Ibid., 417–18.
65. M. Kähler, Der sogenannte historische Jesus und der geschichtliche, biblische Christus (Leipzig: A. Deichert, 1892); The So-Called Historical Jesus and the Historical Biblical Christ, trans. Carl E. Braaten (Philadelphia: Fortress, 1964).
66. Id., The so-Called Historical Jesus, 54–56: «Obviamente no podríamos negar que la investigación histórica puede ayudar a explicar algunos elementos particulares de las acciones y actitudes de Jesús, lo mismo que muchos aspectos de su enseñanza. Tampoco exageraré mi posición lanzando una duda sobre la capacidad de los historiadores para trazar los contornos de las instituciones y fuerzas históricas que influyeron en el desarrollo humano de nuestro Señor. Pero es comúnmente reconocido que todo esto es totalmente insuficiente para un trabajo biográfico en sentido moderno. Un trabajo de este tipo nunca puede contentarse con un modesto análisis retrospectivo, ya que, al reconstruir un oscuro evento del pasado, también quiere convencernos de que sus conclusiones a posteriori son exactas. El método biográfico gusta en tratar ese periodo de la vida de Jesús del cual no tenemos fuentes y pretende en particular explicar el curso de su desarrollo espiritual durante su ministerio público. Pero para llegar a este resultado, es necesario algo más que un simple análisis cauteloso. Una fuerza externa debe reconstruir los fragmentos de la tradición. Esta fuerza no es otra que la imaginación del teólogo, una imaginación que ha sido formada y alimentada en analogía con su propia vida y con la vida humana en general […]. En otras palabras, un biógrafo que describe a Jesús es siempre alguien dogmático, en el sentido peyorativo del término». [N. del t.: Las traducciones, cuando no ha sido posible acceder al original o a su versión castellana, están hechas sobre el texto citado por el autor].
67. Ibid., 66–67: «El Cristo real es el Cristo predicado. El Cristo predicado, sin embargo, es precisamente el Cristo de la fe. Él es el Jesús a quien contemplan los ojos de la fe en cada paso que da y en cada sílaba que pronuncia; el Jesús cuya imagen imprimimos en nuestras mentes porque queremos y podemos comunicarnos con él, con nuestro Señor vivo y resucitado. La persona viva de nuestro Salvador, la persona del Verbo encarnado, de Dios revelado, nos contempla desde esta imagen que está profundamente impresa en la memoria de sus discípulos… y que fue finalmente desvelada y perfeccionada gracias a la iluminación de su Espíritu». Una propuesta semejante y contemporánea puede encontrarse en L. T. Johnson, The Real Jesus (New York: Harper Collins, 1996).