El asalto a la nevera

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A Matisse, sin embargo, no le molestaba que lo considerasen decorativo. No veía nada que justificar o superar. «Lo decorativo es algo tremendamente precioso para una obra de arte. Es una cualidad esencial. No desmerece el decir que los cuadros de un artista son decorativos.» De hecho, casi siempre se considera un desmerecimiento, ciertamente desde el punto de vista de la modernidad. Como mucho, lo decorativo se considera un medio al servicio de valores más elevados. La antinomia establecida por Greenberg entre lo «pictórico» y lo «decorativo», como la establecida entre lo «funcional» y lo «ornamental», es básica para la estética moderna dominante. Es una de una serie de antinomias similares que se pueden proyectar juntas en una serie de analogías: técnicos/clase ociosa, principio de la realidad/principio del placer, producción/consumo, activo/pasivo, masculino/femenino, máquina/cuerpo, oeste/este… Por supuesto, estas parejas no son exactamente homólogas, pero forman una cascada de oposiciones, cada una de las cuales sugiere otra, paso a paso.
4. El ascetismo masculino frente a la gran cocotte
Los finales reescriben los comienzos. Cada nuevo punto de inflexión en la historia del arte trae consigo un proceso retrospectivo de reevaluación y redramatización, con nuevos protagonistas, nuevas secuencias, nuevos portentos. Descubrimos pasados posibles al mismo tiempo que captamos la apertura de posibles futuros. Ahora que nos acercamos al final del periodo moderno –en las artes visuales, al menos–, necesitamos volver a esos años heroicos de comienzos del siglo XX en los que comenzó a tomar forma el relato.
La modernidad escribió su propia historia del arte y su propia teoría del arte, desde su propio punto de vista. Determinó su propio momento mítico de origen, principalmente con el Cubismo y Picasso (dejando así de lado al Fauvismo y a Matisse). Junto con esto, dio a la propia carrera de Picasso una interpretación particular, resaltando algunos aspectos de su obra y relegando otros. Este proceso depurador comenzó muy pronto. Cocteau ha recordado que, cuando le pidió a Picasso que trabajara con Diáguilev en 1917:
Montparnasse y Montmartre estaban bajo una dictadura. Atravesábamos una fase de Cubismo puritano […]. Era una traición pintar un decorado escénico, especialmente para el Ballet Ruso. Ni siquiera el abucheo de Renan fuera del escenario podría haber escandalizado más a la Sorbona que el hecho de que Picasso contrariara a los asiduos de La Rotonde al aceptar mi invitación[27].
La modernidad percibía una teleología en la convergencia del Cubismo con las técnicas y los materiales industriales y en su evolución hacia el arte abstracto. La verdadera situación, como hemos visto, era mucho más compleja. En los años inmediatamente posteriores a 1910, Poiret, Bakst y Matisse fueron mucho más ampliamente conocidos que Picasso o los cubistas. Influyeron mucho más. Poiret fue el diseñador más famoso de su época, el líder indiscutible de la moda innovadora. El Ballet Ruso barría todo lo que se le ponía por delante en París y allí donde se presentaba. Matisse aumentó constantemente el escándalo de los fauvistas, consolidando su propia reputación con una serie de obras nuevas y asombrosas. Todos ellos representan un momento esencial en la aparición de la modernidad, del que éste renegaría posteriormente. Sólo ahora, quizá, cuando la modernidad se encuentra en decadencia, podemos captar nuevamente su importancia. Fueron fundamentales y con rostro de Jano, mirando hacia el siglo XIX en el que se formaron, y, al mismo tiempo, subvirtiendo y, finalmente, destruyendo los supuestos básicos de dicho siglo. Matisse tenía formación académica: fue alumno de Bougereau, dibujando a partir de moldes de escayola; después, se formó en la Académie Julien, copiando de modelos vivos; más tarde, con Gustave Moreau, copiando durante años en el Louvre: Rafael, Carracci, Poussin, Ruysdael, Chardin. Las raíces del Ballet Ruso estaban en la San Petersburgo imperial, donde el ballet era un arte oficial, directamente administrado por la corte y bajo el mecenazgo del zar. Poiret aprendió su arte en la Belle époque, y su clientela siempre procedió de la aristocracia y la alta sociedad. Poiret y Matisse fueron los últimos orientalistas (en el arte) y los primeros modernos. Rompieron con el arte oficial que los había formado, pero sin abrazar el funcionalismo o rechazar el cuerpo y lo decorativo.
Como ha sostenido Perry Anderson, la modernidad se erigió en «campo de fuerza cultural triangulado por tres coordenadas decisivas»: primero, el arte oficial de regímenes todavía enormemente influidos, y a menudo dominados, por las cortes dinásticas y las antiguas clases aristocráticas y terratenientes (incluso al oeste del Elba); segundo, el incipiente impacto de las nuevas tecnologías aportadas por la segunda revolución industrial, y tercero, la «esperanza o la aprensión» experimentadas ante la revolución social[28]. El esquema de Anderson se basa en La persistencia del antiguo régimen, de Arno Mayer, donde se presenta el mismo argumento de manera más implacable y con un enorme detalle documental. En efecto, Mayer afirma que la realización de la «revolución burguesa» se vio retrasada hasta después de la Segunda Guerra Mundial. La modernidad se desarrolló junto a esta transferencia de poder durante tanto tiempo pospuesta. Sus primeros pasos los dio en una época en la que las perspectivas distaban mucho de estar claras y las líneas de fisura se vieron a menudo tentadoramente desplazadas.
Parecía cierto que los anciens régimes debían ceder el paso, que su acción de retaguardia dinástica debía terminar, pero no estaba claro qué los iba a sustituir. Observando el futuro, Adolf Loos y Thorstein Veblen ofrecen un pronóstico ejemplar para la modernidad: la utilidad suplantará al ornamento, el técnico suplantará a la clase ociosa, la producción sustituirá al consumo. Decodificado, esto significaba la suplantación de la aristocracia por la burguesía, tanto en la cultura y la política como en la economía. Pero la participación exacta de la burguesía y la influencia cultural de las nuevas tecnologías seguían siendo una cuestión abierta. Durante el periodo inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial, se produjo un vigoroso debate acerca de las probables consecuencias que tendría la nueva fase del capitalismo sobre la superestructura cultural y política, ejemplificada, más llamativamente, por las teorías opuestas planteadas por Max Weber y Werner Sombart[29].
Las opiniones de Weber son ahora bien conocidas. Sostuvo en La ética protestante y el espíritu del capitalismo que este espíritu derivaba del ascetismo de los puritanos: originalmente una llamada, después una compulsión. Este ascetismo «actuaba poderosamente contra el disfrute espontáneo de las posesiones; restringía el consumo, especialmente de objetos de lujo». El puritanismo repudiaba el lujo y el erotismo por considerarlos «tentaciones de la carne», estimaba la frugalidad y la disciplina de trabajo, fomentaba un punto de vista racionalista y utilitario. Se prefería una «simplicidad sobria» al «brillo y la ostentación». En último término, para Weber, el espíritu del capitalismo había derivado de un protestantismo ascético y evolucionado hasta alcanzar su modo actual de «utilitarismo puro».
La opinión de Sombart era diametralmente opuesta a la de Weber. En su «impreciso y extravagante» Lujo y capitalismo, publicado en 1913, criticó a Weber sin siquiera mencionarlo. Sostenía que el gasto y el lujo eran los verdaderos motivos del desarrollo capitalista. Los grandes centros del lujo eran la corte y la ciudad, que atraían a toda la economía hacia su órbita. Sobre todo, el lujo era un espacio de las mujeres. Para Sombart, el sexo era el motor del capitalismo, en la medida en que todo consumo placentero es una forma de erotismo. Sostenía que:
Todo lujo personal deriva de un placer puramente sensual. Todo lo que hechiza a la vista, al oído, al olfato, al paladar o al tacto, tiende a encontrar una expresión cada vez más perfecta en los objetos de uso diario. Y es precisamente el gasto en dichos objetos lo que constituye el lujo. En último término, es nuestra vida sexual la que radica en el fondo del deseo de refinar y multiplicar los medios para estimular nuestros sentidos, porque el placer sensual y el placer erótico son esencialmente lo mismo. Indudablemente, la principal causa de la aparición de cualquier tipo de lujo debe buscarse más a menudo en impulsos sexuales consciente o inconscientemente operativos. Por esta razón, encontramos que el lujo aumenta allí donde la riqueza empieza a acumularse y la sexualidad de una nación se expresa libremente. Por otra parte, allí donde se niega expresión al sexo, la riqueza empieza a ser acumulada en lugar de gastada.
Quizá en cierto aspecto Weber y Sombart tuvieran mucho en común. Ambos eran románticos anticapitalistas procedentes del mismo círculo intelectual de Heidelberg. Ambos consideraban el capitalismo como algo materialista, un desprendimiento del ideal masculino romántico. Weber achacaba esto a la mecanización, a lo puritano metamorfoseado en máquina, y Sombart, a la feminización, la gratificación sensual, que acaba conduciendo a la depravación y a la perversión. Pero las concepciones que ambos tenían del espíritu capitalista esencial eran completamente opuestas: el ascetismo masculino frente a la grande cocotte. Sombart describía a la amante de corte, la cortesana y la actriz como figuras clave en la evolución del lujo, que imponían el ritmo a otras mujeres, hasta que, al final, el lujo era domesticado en el hogar: «ricos vestidos, casas cómodas, joyas preciosas». De nuevo, encontramos el contraste entre un modelo de producción y un modelo de consumo del capitalismo proyectado en la distinción de género entre lo masculino y lo femenino. Cada uno de ellos refleja una teoría distinta de la dinámica económica que subyacía a la modernidad, y estas dos teorías corresponden a los dos modelos estéticos rivales que hemos analizado.
Sombart criticaba y elogiaba a Veblen. «Para que el lujo se convierta en lujo personal y materialista, debe basarse en una sensualidad despierta y, sobre todo, en un modo de vida decisivamente influido por el erotismo.» Veblen negaba la participación del hedonismo y que la demanda contribuyese al crecimiento económico. Pero Sombart, como Veblen, resalta la importancia de la moda como fenómeno social. Aunque no hace una referencia directa a la gran renuncia masculina, podemos imaginar que la habría considerado parte de la «contratendencia» de «la respetabilidad de clase media» derivada de los sermones de los puritanos, cuya influencia ascendente él sentía, pero a la cual tachaba de diversión temporal. Quizá, pero todavía no había alcanzado su cenit.
El cuerpo femenino de 1900 estaba cubierto y rellenado. Como dijo Veblen, se había convertido en fetiche, en objeto de exhibición para el macho: el «principal ornamento» de éste, como decía Veblen. El cuerpo femenino era el objeto de la «parada» masculina, en el lenguaje de la exhibición sexual empleado por Lacan, más que sujeto de mascarada femenina. Flügel explicó esto como formación reactiva contra la represión del exhibicionismo que supuso la gran renuncia masculina. El exhibicionismo masculino fue desplazado y proyectado en el cuerpo de la mujer, en algo que Flügel consideraba una especie de travestismo por poderes. (Las otras formaciones reactivas presentes, de acuerdo con Flügel, eran la sublimación del exhibicionismo masculino en el rendimiento y en el trabajo, y su reversión a la escopofilia.) Para cumplir esta función de parada, de exhibición masculina por poderes, había que suprimir el cuerpo femenino. Había que ocultarlo y constreñirlo al mismo tiempo. Jean Cocteau calificó a las mujeres que seguían la moda en la Belle époque de raide: tensas, rígidas, ceñidas. La imagen dominante de la mujer era disciplinada, fálica, retentiva[30].
Este cuerpo dio finalmente paso al «cuerpo moderno»: como lo expresó Lazenby Liberty, en Aglaia, una revista que propugnaba la reforma del vestido, un cuerpo «sano, inteligible y progresista»[31]. La forma femenina fue liberada, regulada y despojada de prendas. Cuando el estilo Belle époque fue derrocado y las mujeres ya habían sido liberadas del corsé por Poiret y otros, pronto se abrió paso la nueva apariencia que asociamos con Coco Chanel y Patou, una transformación completada a finales de la década de 1920. Se descartaron el ornamento y el artificio para producir una figura más natural y funcional, una imagen más «controlada» e «insinuada» de diferencia sexual y centro de la exhibición sexual y el deseo. Esto suponía adoptar diversas disciplinas nuevas, internas más que externas: ejercicio, deporte y dieta, en lugar de corsé y ballenas. En realidad, el cuerpo «moderno», aun siendo sano e higiénico, aun siendo «natural», simplemente trajo consigo nuevas formas de escultura corporal. El ejercicio y la manía por la delgadez sustituyeron a las apreturas como formas de artificio extremo.
Colette, en 1925, calificó la nueva imagen de «corta, plana, geométrica y cuadrangular […]: el perfil del paralelogramo». El mismo año, Patou situó sus diseños en un contexto explícitamente funcionalista: «Cada elemento contribuye a la formación de un todo muy homogéneo. No estamos realmente cómodos y no nos sentimos completamente satisfechos si no es en medio de la maquinaria moderna. Ésta ha sido perfeccionada hasta el punto de alcanzar una verdadera belleza, en la que se sostiene el estilo de la época». O, citando a la Bauhaus, «que nuestros muebles, nuestra ropa, la maquinaria que usamos, pertenezcan prácticamente a la misma familia»[32]. Patou usó motivos cubistas y, aunque nunca llegó tan lejos como los constructivistas rusos, el impulso es el mismo. Como podríamos esperar, junto con el culto al sol y a los deportes, al funcionamiento del cuerpo como una máquina eficiente y de suave manejo, encontramos el culto a la máquina en sí como objeto de belleza, además de su utilidad y adaptación a un fin, y, de hecho, debido a ellas[33].
Ángulos y líneas, como explicó Cocteau, permanecían ocultos bajo las amplias faldas del siglo XIX, hasta que un día «el arte negro, el deporte, Picasso y Chanel barrieron las nieblas de la muselina y animaron a la otrora triunfante parisina a volver al hogar o a vestir al ritmo del sexo más fuerte». Cocteau consideró que la década de 1920 era un periodo de masculinización después de la época «femenina» que lo precedía. Sería más preciso decir que la gran renuncia masculina se extendió del traje masculino al femenino, así como por todo el ámbito de las artes: arquitectura, pintura, diseño. La utilidad, la función, la buena forma física y la máquina sustituyeron al ornamento, al lujo y a la exhibición erótica.
5. «¡Quemadlo, digo, quemadlo todo!»
La estrategia de Cocteau para la época posterior a la Gran Guerra de 1914-1918 fue la de aunar la modernidad con el neoclasicismo. Las raíces de su política se encuentran en el periodo de la guerra, cuando Francia, tierra de Descartes y de la Ilustración, se atribuyó las virtudes de la razón clásica, frente a la oleada de supuesta sinrazón y Kultur irracionalista representada por Alemania. Además, en lugar de representar, simplemente, la civilización francesa y latina, la razón podía presentarse como el valor supremo de la propia Europa. Francia podía entonces situarse como el portaestandarte de Occidente, mortalmente amenazado desde el Este por la bárbara Alemania. De ahí se deducía que, bajo la tensión de la guerra, Francia debía abandonar su decadencia y su frivolidad, y volver a los valores masculinos y clásicos del orden, la disciplina y la razón. La razón se convirtió, de hecho, en la consigna de la reacción chauvinista, alimentada por la guerra, pero decidida a reducir los avances conseguidos por la vanguardia en los años de preguerra. Ya en noviembre de 1914, Cocteau pedía, prudentemente, acuerdo y comedimiento («el tacto de comprender en qué medida propasarse»)[34], y, gradualmente, surgió una táctica de reinterpretación del Cubismo, para considerarlo no un asalto iconoclasta contra valores antiguos, sino como una vuelta a la razón, la imposición de un nuevo orden geométrico, arraigado en el espíritu de la Grecia antigua.
En agosto de 1915, un año después de que empezara la guerra, la revista política y cultural La Renaissance publicó un ataque ad hominem contra Paul Poiret, basándose en la interpretación hecha por dicha revista de un dibujo aparecido en el periódico cómico alemán Simplicissimus, que presentaba a un ama de casa alemana cuyo marido militar le aseguraba que pronto le llevaría un vestido de Poiret. Ergo los vestidos de Poiret eran deseables para los alemanes; gustaban a las mujeres alemanas. «¿Qué piensa al respecto el señor Poiret? ¿Será que, a su pesar, tenía un gusto boche para que los alemanes lo reconocieran como uno de los suyos? Después de la guerra, los franceses tendrán que perdonar a Poiret; ciertamente, lo necesitará.» En octubre, la misma revista volvió al ataque, denunciando a la Maison Martine, el taller de diseño de Poiret, en particular, y pidiendo que sus detestables diseños, su «basura alemana», fueran arrojados al fuego: «¡Quemadlo, digo, quemadlo todo!». Los colores repelentes –«negros, verdes, rojos, amarillos»– fueron considerados objeto de insulto[35].
En esencia, como ha señalado Kenneth Silver, los ataques contra Poiret combinaban la acusación abierta de germanismo, de «gusto de Munich», con la encubierta, pero bien entendida, de orientalismo. Las dos iban, simplemente, unidas en la mente del público. Por ejemplo, un amigo escribió al pintor y diseñador art decó André Mare en 1917 que «Marruecos es hermoso a pesar de los orientalistas, hermoso en sí mismo, hermoso por los marroquíes, hermoso por la decoración marroquí. Soy consciente de que la gente consideraría estos interiores munichois en el sentido que tú sabes»[36]. El escritor de derechas Léon Daudet denunció, de manera similar, al orientalismo alemán, tachándolo de «vanguardismo chirriante» que producía «monstruos discordantes». Llegó a relacionarlo con «las aspiraciones del imperialismo alemán, con las miras puestas en Bagdad y en otras partes. El sello que se ponía en estas turqueries teatrales tenía un significado político». También Diáguilev fue emplumado con la misma brocha –después de todo, Scheherazade fue el principal ejemplo de lo oriental, lo exótico, lo fantástico– e incluso Matisse, de acuerdo con Silver, rebajó prudentemente el tono orientalista de su paleta y su diseño[37].
Poiret retiró una demanda contra sus difamadores, y el caso, finalmente, se solventó fuera de los tribunales. La carrera del diseñador, sin embargo, nunca se recuperó plenamente. Muchos artistas concienciados salieron en su defensa, atestiguando su patriotismo y la cualidad «parisina» de su fantasía. Jacques-Emile Blanche, amigo de Misia Sert, distinguió cuidadosamente en su defensa de Poiret entre lo «germánico» y lo «oriental», atribuyendo la «influencia beneficiosa» de Poiret y Diáguilev al «genio ruso» de los ballets. Rusia, por supuesto, era aliada de Francia. Pero conspicuamente ausente de las filas de los defensores incondicionales de Poiret estaba Jean Cocteau. Sus comentarios hacían meramente referencia a una «era de malentendidos» y concluían con «¡Desgraciadamente, no hay nada que hacer! Debemos esperar». Él también era vulnerable y pronto se vería gravemente afectado por el escándalo sobre Parade, el ballet que organizó con Picasso y Satie para Diáguilev, y que fue abucheado en el escenario con gritos de boche, munichois, etc., como un ejemplo de la mismísima decadencia que Cocteau intentaba evitar.
A pesar de que actuaba con lo que él consideraba grado imprescindible de tacto, Cocteau calculó muy mal. Su objetivo había sido reunir a Picasso y a la vanguardia cubista con Diáguilev y el Ballet Ruso en un intento de crear un frente unido, por el cual la bohemia de la Rive Gauche, representada por Picasso, sería elevada al éxito social de la Rive Droite, representado por Diáguilev, y el exotismo de Diáguilev sería disciplinado por la geometría y el rigor cubista. De hecho, Parade resultó ser demasiado extrema para un público en época de guerra. En lugar de constituirse en el entretenimiento ligero que Cocteau había pensado, con sus referencias cuidadosamente escogidas a la profundamente latina commedia dell’arte, al público le resultó un frívolo vodevil. El americanismo que Cocteau ya había propugnado no era todavía admisible como alternativa aceptable al orientalismo. Cocteau aprendió bien la lección. Después de la guerra, cambió más hacia un neoclasicismo explícito, en el que los elementos de vanguardia y americanistas se presentaban en el registro menos intimidatorio de lo que Lynn Garafola ha denominado «modernidad en el estilo de vida»[38]. En lo referente a moda y decoración, Coco Chanel sustituyó a Pablo Picasso (y no digamos a Léon Bakst) como diseñadora preferida por Cocteau.
En 1929, Diáguilev murió en Venecia y Poiret cerró su salón de moda. El mismo año, Elsa Schiaparelli expuso su primera gran colección y puso fin al ascendiente del que Chanel había disfrutado durante una década. Schiaparelli se había inspirado, primeramente, en Poiret y, en 1934, en el momento culminante de su éxito, fue descrita por Harper’s Bazaar como «la Paul Poiret femenina». Pero, aunque a veces mostraba una clara influencia orientalista, obtuvo su inspiración más intensa del Surrealismo. En la década de 1920, fue protegida de Gaby Picabia, a través de la cual conoció a Francis Picabia y Paul Poiret, pero,también, a Marcel Duchamp, Tristan Tzara y Man Ray, todos ellos ex dadaístas. Sus primeras relaciones con el Dadaísmo la prepararon, en la década de 1930, para el Surrealismo como movimiento tanto de pintores como de escritores. Estuvo especialmente influida por Salvador Dalí, que le pintó una langosta carmesí en un vestido de raso blanco e inspiró su famoso sombrero en forma de zapato. En 1936 diseñó un «vestido pupitre», con hileras de bolsillos bordados para hacerlos parecer cajones, y botones imitando tiradores, basado en dibujos de Dalí. Schiaparelli devolvió a la moda la fantasía y los colores ricos, resumidos por su característico «rosa impactante», que Dalí utilizó para la tapicería del sofá llamado «los labios de Mae West». Reintrodujo el atroz ornamento y una concentración de accesorios ocurrentes y desproporcionadamente llamativos, dando al traste con el comedimiento y el buen gusto. La simplicidad neoclásica y el funcionalismo elegante de Chanel fueron superados en novedad por el profuso y extravagante mundo onírico de Schiaparelli[39].
6. Lo crudo, lo cocinado y lo podrido
El Surrealismo fue el principal sucesor del orientalismo en su calidad de vehículo para rechazar la razón instrumental desde el interior de la vanguardia. De hecho, en sus primeros años, se produjo, dentro del propio movimiento surrealista, una fuerte corriente orientalista de transición. En La révolution surrealiste (1925), Antonin Artaud pidió ayuda a Oriente contra el binarismo de la «Europa lógica», y Robert Desnos pidió a los bárbaros del Este que se unieran a él en una revuelta contra el opresivo Occidente. En abril de 1925, Louis Aragon retomó, nuevamente, el Oriente en la conferencia pronunciada en Madrid en la Residencia de Estudiantes, titulada Surréalisme:
Mundo occidental, estás condenado a muerte. Somos los derrotistas de Europa […]. ¡Que Oriente, tu terror, responda por fin a nuestra voz! Despertaremos en todas partes las semillas de la confusión y de la incomodidad. Somos los agitadores de la mente. Todas las barricadas son válidas; todas las cadenas a tu felicidad, malditas. ¡Judíos, salid de vuestros guetos! ¡Haced que la gente padezca hambre para que por fin conozca el sabor del pan de la ira! ¡Levántate, India de los mil brazos, gran Brahma legendario! ¡Es tu turno, Egipto! ¡Y que los traficantes de drogas se lancen sobre las naciones aterrorizadas! ¡Que los blancos edificios de la distante América se desplomen sobre sus ridículas prohibiciones! ¡Levántate, oh mundo!
Después, en junio, el futuro antropólogo Michel Leiris provocó una revuelta al rugir desde una ventana a la calle: «¡Larga vida a Alemania! ¡Bravo, China! ¡Arriba el Rif!»[40].
No es sorprendente que se produjera una enérgica respuesta a estos excesos de orientalismo, no sólo desde la izquierda sino también desde la derecha. A comienzos de 1926, el escritor marxista Pierre Naville, con cuyo grupo, Clarté, habían establecido los surrealistas una alianza táctica, publicó una crítica al «uso abusivo del mito de Oriente», sosteniendo que los surrealistas debían escoger entre el interés anárquico e individualista por la «liberación de la mente» y la entrega colectiva a la lucha revolucionaria en «el mundo de los hechos» contra el poder del capital. No existía verdadera diferencia entre Oriente y Occidente, sostenía Naville: «Los salarios son una necesidad material a la que están atadas tres cuartas partes de la población mundial, independientemente de las preocupaciones filosóficas o morales de los denominados orientales u occidentales. Bajo el látigo del capital, ambos están explotados». En septiembre, Breton respondió con uno de sus más enérgicos tratados, Légitime défense.