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Otros muchos, sin embargo, no se han dejado engañar por los milagros y los misterios. Han protestado en Argelia contra la gerontocracia militar y han depuesto a un dictador en Sudán, mientras que en Irak y Líbano se han levantado contra la violencia y el sectarismo religioso, contra el mal gobierno y la corrupción.
Han tenido suerte porque los autócratas y los monarcas absolutistas en Turquía, Egipto y Arabia Saudí encarcelan y asesinan a la disidencia política, algo que no haría un régimen seguro de sí mismo. Reprimen, en gran medida, porque sus economías son hoy mucho más débiles que hace diez años. Les cuesta más repartir el sustento y gestionar la ambición de una juventud que sigue aspirando a la dignidad. También son más vulnerables porque han eliminado la sociedad civil y las instituciones públicas que ventilaban las frustraciones.
Los pueblos de Oriente Medio y el Norte de África siguen lejos de la libertad. Nadie sabe si algún día volverán a tocarla ni cómo será ella cuando lo hagan antes del último muerto, pero parece claro que no van a dejar de buscarla.
Si en el invierno del 2011, Túnez me enseñó los límites de la revolución, Berlín me había demostrado todo lo contrario en el otoño de 1989.
Pocas semanas después de la caída del muro de Berlín, es decir, del colapso del comunismo en Europa Central y Oriental, vi a un hombre llorar frente al altar de Pérgamo. Sus manos acariciaban el mármol del friso, las figuras de los dioses y los titanes. Estaba absorto en la violencia de su lucha, en la belleza helenística y barroca de los cuerpos desnudos. La iluminación no era buena y las sombras añadían dramatismo al combate de los Hércules.
El hombre lloraba tranquilo, con el sombrero y el abrigo puestos. Era una tarde de principios de diciembre, hacía frío y no había nadie más en la gran sala del museo. El hombre me pidió disculpas. “No se asuste, no pasa nada –me dijo–. Soy un profesor de griego en Berlín Occidental y no pensaba que después de tantos años iba a emocionarme así”.
Había cogido el metro hasta la estación de la calle Friedrich para ver esta gran obra del arte heleno. Allí había pasado el control de pasaportes, entrado en Berlín Oriental y caminado hasta el Museo de Pérgamo, a orillas del Spree. Al salir de la estación le había sorprendido la tienda moderna de Cuba Tabaco y luego las paredes grises de todos los edificios, sin apenas comercios ni letreros. Era la primera vez que se alejaba tanto del Muro.
El museo, sin apenas visitantes, con las obras sucias de polvo, mal iluminadas con fluorescentes que tanto servían para una escuela como un hospital, atesoraba lo que pocos podían apreciar.
Recorrimos varias salas, y al salir ya había anochecido. El profesor me preguntó si podía acompañarme hasta la estación. Llovía un poco. Caminamos por el centro de una calle desierta. Los adoquines mojados por la lluvia brillaban bajo la escasa de luz de las farolas. Estábamos metidos de lleno en la estética de la guerra fría, inmersos en las ruinas del Berlín comunista, con la derrota de la ciudad manifestándose a flor de piel, en cada centímetro de lo que veíamos y pisábamos, cargando sobre nuestras espaldas el peso enorme de aquella república agonizante.
“Ahora somos un pueblo, una familia”, me dijo antes de entregar su pasaporte al guardia germanooriental que iba a permitirle ganar el lado occidental de la ciudad y volver a su casa, a su vida y a la vida.
“Un pueblo, una familia, una patria” era un canto habitual en aquellas semanas posteriores a la caída del Muro. Había más gente como el profesor, personas que tenían miedo y estaban desorientadas. Creían que la revolución tranquila tenía trampa. No se fiaban de las masas. Decían que eran imprevisibles y que todo podía pasar. No habían perdido la memoria de los cristales rotos.
La Unión Soviética mantenía a 360.000 soldados en la RDA, la República Democrática Alemana, y aunque el líder ruso Mijaíl Gorbachov había prometido que no obstaculizaría las reformas que habían iniciado los países hasta entonces vasallos de Moscú, ¿quién podía garantizar que algún general soviético no fuera a borrarlas de un plumazo?
Los intelectuales de izquierda también andaban perdidos. No se encontraban a sí mismos cuando un día de marzo de 1990 me topé con ellos en una sala de la Universidad Humboldt, otro edificio inmenso y decrépito del Berlín Oriental. Se acercaban las primeras elecciones multipartidistas de la RDA, y aquellos profesores de la primera institución académica del país no sabían a quién votar. La caída del Muro los había descolocado. Se sentían pequeños en aquella sala de paredes que parecían acantilados. Formaban parte de la inteligencia disidente pero también eran comunistas. Como Gorbachov, también ellos creían que aún era posible la reforma del sistema. No querían ceder ante el capitalismo ni perder su república en una reunificación precipitada. Querían lo nuevo sin perder lo viejo, querían ser libres con las ideas de ayer.
Once años después me encontré con otro grupo de hombres enfrentados a un dilema similar. Fue en Túnez, justo después de la caída de Ben Ali. Eran periodistas. Se habían citado en la sede de la Asociación de Periodistas, un edificio pequeño, blanco, colonial, rodeado de un pequeño jardín.
Era un día radiante, y recuerdo a un veterano del oficio poniéndose de pie y levantando la voz. Llevaba un cigarrillo en la mano. Dio una larga calada mientras se hacía el silencio y dijo que “ahora solo nos queda ser libres. Si ahora no lo hacemos, si ahora no vencemos el miedo y asumimos la responsabilidad de informar, la revolución morirá”.
Mencionó a Fahem Boukadous, y el silencio a su alrededor aun fue más profundo. “Nuestro colega lleva dos años en prisión por defender lo que la mayoría de nosotros no hemos tenido los cojones de defender, yo el primero, pero ahora digo basta. No más autocensura, no más vivir cómodamente a expensas del sistema”.
“Ahora nos toca a nosotros –le secundó un periodista más joven–. Debemos acabar esta revolución. El pueblo nos ha dado una responsabilidad histórica y debemos proporcionarle la información que necesita. Nadie debe volver a decirnos sobre qué escribir”.
Junto a los aplausos, también rumor de protestas y algo de alboroto. Varios colegas estaban molestos con tanta autocrítica. Habían escrito y publicado a las órdenes de un régimen que podía haber cometido algún exceso, pero que también había defendido el progreso social de las mujeres y mantenido a raya a los islamistas. Además, era aliado de los europeos. Sostenían, asimismo, que el periodismo siempre sería un instrumento político del poder. Veían la información como una correa de transmisión del Estado. Apelaban, por último, a la responsabilidad del gremio para no publicar “informaciones desestabilizadoras”.
Aquella reunión en Túnez acabó mal. A gritos, sin opción de consensuar un comunicado.
El encuentro de los académicos de la Universidad Humboldt también acabó igual de mal, pero sin gritos ni necesidad de consensuar ninguna nota.
Los jóvenes germanoorientales defendían la unificación rápida de Alemania, abrazaban el capitalismo, el consumo y las libertades asociadas a un estilo de vida que creían insuperable. La mayoría más veterana, sin embargo, aspiraba a una unificación lenta que, en todo caso, respetara el sistema comunista.
Deng Xiaoping había demostrado en China que era posible adaptar la estructura política del estado comunista a la economía capitalista. “Un país, dos sistemas”, decían los reformistas chinos, y aquellos intelectuales alemanes, nostálgicos de lo que estaban a punto de perder, creían que era la mejor salida.
“Si no lo conseguimos, creo que me iré”, me dijo un profesor de antropología social. Había cumplido 60 años y creía que era demasiado tarde para cambiar de principios. “Me gustaría trabajar en una universidad que pagara mejor y en un país que no tuviera miedo al marxismo. ¿Cree usted que Francia sería un buen lugar?”.
El presidente francés, François Mitterrand, había dado la razón a los germanoorientales que temían la avalancha occidental. Temía la reunificación de Alemania tanto como ellos y había puesto unos cuantos millones de dólares encima de la mesa para financiar las reformas que necesitaba la RDA. “Mitterrand es nuestro aliado –decían los veteranos de Humboldt–, y Gorbachov no permitirá que la República Federal nos engulla”.
Sin embargo, se equivocaron. De tanto mirar al pasado para anticipar el futuro se habían olvidado de mirar a su alrededor.
Estados Unidos presionó a Francia y a Gran Bretaña para que no pusieran palos en las ruedas de la reunificación. Gorbachov, concentrado en salvar a la URSS, dio por perdidos a los antiguos satélites del Pacto de Varsovia. La Alemania comunista no tuvo ninguna posibilidad.
El comunismo, además, había dejado de ser relevante. Los jóvenes encaramados al Muro, frente a la puerta de Brandemburgo, ya no le prestaban atención. Sin ningún esfuerzo se habían desprendido de la ideología marxista. Habían visto el otro lado, la oferta comercial de la avenida Kurfürstendamm, sus escaparates rebosantes de atajos a la felicidad.
Europa, para ellos, era mucho más que una idea. Era una aspiración y un destino, el reverso de la utopía marxista-leninista. Años después y de un modo muy similar, también se convirtió en la aspiración de los jóvenes árabes, igual que hoy sigue siéndolo de millones de asiáticos y africanos.
Una tarde me uní a un grupo de jóvenes de Berlín Oriental, veinteañeros como yo, que habían estado bebiendo cervezas junto al Muro, cerca del Checkpoint Charlie. Habían reunido unos cuantos marcos occidentales, los suficientes para comprar un equipo de alta fidelidad, un Sony con doble platina, radio y tocadiscos. Los soldados norteamericanos que vigilaban el paso fronterizo no pusieron ningún problema. Fuimos a una tienda cerca de la avenida Ku’damm.
Un par de horas después volvíamos a estar de vuelta en Berlín Oriental, en los bajos de una casa muy cerca de la Sinagoga Nueva de la calle Oranienburger, un gran edificio de estilo morisco del que solo quedaba la fachada. Allí conectamos el equipo, pusimos Desintegration, el álbum de The Cure que había salido unos meses antes, y abrimos unas botellas más. La música nos acercó al fin del mundo. Era trascendental, a ratos épica y a ratos catastrófica, incluso depresiva. Suerte que también había algún tema, como Lovesong y Pictures of you, más accesibles, optimistas y liberadores.
De alguna manera, The Cure encajaba bien con la decadencia del Berlín Oriental y la atmósfera que respiraban aquellos jóvenes que sabían de dónde venían pero que aún no podían saber a dónde iban.
Aquel invierno de 1989 y 1990 lo pasé entre Barcelona y Berlín. Cogía un avión a Frankfurt y allí el puente aéreo de Pan Am hasta el aeropuerto de Tempelhof. Me acercaba al Muro, intentaba arrancar algún trozo con grafiti y comía los bocadillos de carne asada con mostaza y pepinillos que se vendían en puestos callejeros. Aquellos carritos fueron de los primeros negocios privados del Berlín poscomunista.
También frecuentaba una cantina de Kreuzberg donde los inmigrantes turcos explicaban historias de un capitalismo que les explotaba, pero que les permitía ganar lo suficiente para comer salchichas y beber cervezas antes de volver a explotarlos.
Un día conocí a una peluquera en un mitin de Willy Brandt en Rostock y pocos días después fuimos juntos a un pequeño cabaret cerca del mercado de Hackescher. Actuaban unas amigas suyas, que habían dejado Rostock, el principal puerto de la RDA, para probar fortuna en “la grande y libre” Berlín.
Tenían fe en sus cuerpos y estaban cansadas de cortar el pelo a mujeres sin nada que contar. La nueva Alemania era una aventura para las antiguas obreras del comunismo. Ni por un momento dudaron en apoyar a los democristianos que les prometieron la unidad perfecta: Estado de bienestar y libertad en una patria recuperada. Hasta iban a cambiarles sus marcos orientales por los del Bundesbank, gracias a una decisión política, sin ninguna coherencia financiera, pero todo el sentido histórico: una misma moneda para un país reunificado. Se frotaban las manos. Eran ricas. Imitaban a Lili Marlene con sentido del humor, sin dolor y sin nostalgia.
No es lo habitual, pero hay alzamientos populares que acaban bien, como el de Corea del Sur en junio de 1987, cuando el coraje de los estudiantes derribó a la dictadura, y también como el de Berlín en 1989.
La paz, en todo caso, es muy esquiva. No he sido testigo de ninguna que responda al significado pleno de la palabra paz. Es más, no creo que sea adecuado hablar de paz en ninguna circunstancia.
Toda la claridad que ilumina la violencia se vuelve oscuridad cuando aparece la paz. No debería ser así, la violencia es negra y la paz es blanca, barbarie frente a sabiduría, pero en la práctica, la violencia es muy translúcida y la paz muy opaca. Quien ha visto la muerte no se equivoca. Sabe lo que tiene delante. Quien solo ha visto la vida, sin embargo, está en la duda. No sabe a ciencia cierta si esa vida es guerra o es paz.
Capítulo 2
El proyecto de morir
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