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Por el contrario, un pensamiento que funciona a la inversa, es decir, a partir de la periferia, se coloca en estado de inferioridad permanente: lejos de avanzar con toda seguridad con ese paso franco y directo que distingue al pensamiento centrífugo, es, como dice la Énergie spirituelle,43 continuamente errabundo, se halla siempre trabado. Esto es lo que le ocurre, por ejemplo, a quien explica el sentido por las palabras: como el mismo alfabeto miserable, con sus 24 letras, sirve para expresar los más profundos pensamientos de la filosofía y las inflexiones más maravillosas del sentimiento, se buscará en vano entender cómo tanta indigencia puede atraer a tanta riqueza; según qué ley, pobres sonidos, siempre los mismos, habrán de elegir en nuestra memoria entre tantos recuerdos delicados y pensamientos sutiles. A cada paso nuestro pensamiento fabricante tropezará con un azar nuevo: no dejará de invocar milagros. ¿No es, como dice Leibniz, “beberse el mar”? Hay que decir otro tanto del asociacionismo44 que recompone el espíritu con recuerdos inertes, indiferentes y equivalentes. La semejanza o la continuidad no explican lo que hay de esencialmente electivo en la evocación de un recuerdo o de una percepción. ¿Por qué este recuerdo y no este otro? ¿Por qué esta afinidad que muestran algunos recuerdos determinados con algunas percepciones determinadas? Bergson reprocha aquí al asociacionismo lo que el Leibniz finalista objetaba al Descartes mecanicista: que no explicaba de ninguna manera por qué tal mecanismo existía “de preferencia a los otros”.45 Es el potius quam que quiere ser explicado. ¿Por qué este agregado y no este otro? ¿Por qué una selección? A estas preguntas el mecanicista no puede responder sino invocando encuentros fortuitos, un feliz azar mil veces renovado; la reconstitución asociacionista queda de esta manera entregada a los caprichos de la suerte. Veremos más adelante que sólo la tendencia de una percepción a asociarse a un recuerdo, con vistas a la acción, proporciona la “razón suficiente” o “de conveniencia” de estas atracciones electivas. Al igual que el asociacionismo, la psicología atomística, que recompone la extensión con sensaciones inextensas,46 tropieza con la explicación del “mejor que”: no explica la preferencia de algunas sensaciones por determinados puntos del espacio, la determinación de un orden particular de extensión. Por último, el mecanicismo biológico, sobre todo en su forma neodarwiniana, al privarse del “principio interno de dirección”47 que le proporcionaría la idea de un impulso vital y central, se agota en restaurar la vida a fuerza de variaciones contingentes; perdido en este laberinto del organismo, cuya sutileza desafía a todos nuestros esquemas, se pierde en complicaciones costosas donde lo arbitrario disputa con lo fortuito. No quiere ver que el impulso es justamente ese principio simplísimo, económico, instantáneo que nuestras estimaciones aproximadas laboriosas imitan tan mal. La discusión del espacio-tiempo de los relativistas48 nos lo demostrará por añadidura: el pensamiento fabricante, al colocarse fuera de la generación real, que es siempre un llegar a ser único y bien determinado, admite por eso mismo una infinidad de procesos diferentes mediante los cuales sus ficciones se podrían haber construido igual de bien; y es que, en el fondo, fabricar consiste más en deshacer que en hacer: ahora bien, “lo que no podía construirse más que en un cierto orden, puede ser destruido de cualquier manera”. Rastrear el movimiento centrífugo de la organización será volver a encontrar, más allá del infinito número de operaciones posibles mediante las cuales se construye un autómata, el único trabajo efectivo que da como resultado un ser viviente. He ahí por qué, sin duda, nuestra inteligencia muestra una predilección tan grande por el “cualquiera”. Hace de la necesidad virtud. Siendo incapaz de alcanzar la realidad efectiva, se vanagloria de ello y pretende que su indiferencia ante lo real dilata hasta el infinito el horizonte de su competencia. Pretensión ilusoria. ¿A quién se le hará creer que mil posibilidades inexistentes valen lo que una sola existencia sólida y efectiva?
A decir verdad, el pensamiento fabricante rara vez se atreve a obrar con toda franqueza. Nadie le creería si pretendiera encontrar ἀρὸστοιχειων el alma, la vida, la libertad y todas esas cosas preciosas que se descubren solamente a condición de comenzar por ellas. Para darnos la ilusión, quien invierte el orden genealógico de las experiencias, quiera que no, a cada paso tiene que anticiparse a lo que vendrá después. Esta anticipación subrepticia es, en verdad, el escamoteo mecanicista χατ'εξοχήν. Como toda explicación, es descendiente, es decir, explica las cosas procediendo a fortiori o con mayor razón, y va, necesariamente, del más al menos. La filosofía, al contrario de los mecanicistas, no funciona sino tomando de las realidades superiores aquello con lo que alimentará precisamente la explicación que ella da. Se dirige al espíritu para capturar al espíritu y le roba su propia subsistencia. Por tanto, el círculo vicioso es su pecado fundamental,49 y se puede decir, con razón, que el mecanicismo es la presuposición permanente de la totalidad por explicar. En todas las ocasiones, Bergson denuncia este contrabando del mecanicismo: los que construyen el sentido con las palabras se dan las palabras ya significativas;50 los que yuxtaponen las sensaciones para obtener la extensión se dan, a escondidas, las sensaciones extensivas;51 es imposible engendrar el espíritu sin presuponer el espíritu y más tarde veremos que el propio escepticismo sucumbe a esta necesidad de emplear un pensamiento que pretende destruir: como dice vigorosamente Jules Lequier, a propósito de la libertad:52 “No se puede responder sino con la pregunta”. Y, de tal modo, el materialismo “perece en ese choque mortal entre lo que dice y lo que se ve obligado a hacer para decirlo”.53 Precisamente porque reconstituyen el movimiento del espíritu después de realizado el movimiento, los lógicos “saben” ya, y si parten, aparentemente, de los elementos para componer el todo, eso no es sino un artificio de profesor. En efecto, el acto de abstracción mediante el cual ponemos los “elementos” anticipa en nuestro espíritu la noción del todo, del que es, simultáneamente, la afirmación y la negación. Cuando se reconstruye la melodía a partir de las notas es que se conoce ya la melodía, y es que en cada nota aquélla dormita, invisible y latente; de otro modo, no se recobraría el canto sino en virtud de un azar maravilloso, mil veces renovado. Tal es el engaño de una comprensión que anda los pasos de la creación, pero reculando, de una fabricación que es organización “regresada”, de un reflujo centrípeto que es un flujo centrífugo a la inversa. El mito que hay que destruir es la retórica de las simetrías.
Mediante el notable rodeo de la experiencia interior, Bergson rehabilita las críticas clásicas a que está expuesto el materialismo. No hay orden posible en el universo materialista: no hay sino coincidencias y, por tanto, un azar inaudito, una suerte prodigiosa asumen la dirección. La única filosofía que no hace más denso el misterio es la que comienza por este misterio, la que se lo da por entero primero, sin explicarlo por alguna otra que no sea él mismo. Entonces todo se torna fácil, directo, seguro. Pero también avanzaremos de descubrimiento en descubrimiento, de novedad en novedad. Como ya no estamos obligados a presuponer o anticipar nada, experimentamos entre lo posible y el acto, entre el germen y el organismo, entre la intención y el gesto libre toda la ansiedad de la búsqueda y de la creación. Pero las ficciones de los técnicos, que son síntesis risibles, prefieren a estas aventuras intelectuales el placer tranquilo de los juegos de construcción.
Por tanto, el método bergsoniano es perpetuamente contemporáneo del progreso vital. De inmediato este progreso se nos manifiesta como un movimiento que sin anticipar nada supone, no obstante, una determinada preexistencia espiritual. “Consuélate, no me buscarías si no me hubieses encontrado.” Este es el sentido mismo del acto libre.
II. LIBERTAD
No se sabe qué responder, pero caminamos.
Joseph de Maistre, Soirées de Saint-Pétersbourg, décima conversación
Para el intérprete del bergsonismo, es una suerte que el orden de los problemas corresponda notablemente al orden cronológico de las obras. El propio Bergson se burla de las excelentes intenciones de aquellos comentadores suyos que se esfuerzan por introducir en su especulación una coherencia doctrinal que quizá le falta. En el fondo, no cesó de practicar el método que indicó en una de sus conferencias inglesas,54 al proponerse líneas de hechos que había que recorrer intelectualmente, en vez de un sistema por edificar. Por tanto, la unidad del bergsonismo debe ser, verdaderamente, una unidad post rem y no ante rem; no un principio, sino un desenlace; de esta doctrina en general se puede decir lo que la Évolution créatrice dirá de la vida: que está orientada hacia un fin sin cumplir un programa. Esto es lo que muestra también la definición de la Definición que la misma obra nos propone.55 La definición no logrará separar radicalmente a los seres vivos; cuando mucho, indicará las tendencias dinámicas y, por así decirlo, las dominantes. Tal como un organismo vivo implica caracteres que pertenecen a todos los demás, así la totalidad de los problemas está presente en cada una de las tareas que la reflexión separa; sin embargo, el acento se desplaza de un problema a otro. No se sabe bien donde comienza uno y termina otro; sin embargo, no cabe duda que al pasar del uno al otro se ha cambiado de mundo y de clima. En cada problema habremos de volver a encontrar, de tal modo, todos los problemas, pero según una perspectiva particular, tal como cada tratado de las Enéadas de Plotino o cada opúsculo de Leibniz reexponen, desde puntos de vista variados, el sistema total. Se siente una gran tentación a convertir estas fronteras convencionales en límites naturales; debe bastarnos aquí con separar “los centros alrededor de los cuales se cristaliza la incoherencia”.
Actor y espectador
La instancia suprema y la única jurisdicción del filósofo es la experiencia interior. El pensamiento, antes de ponerse a la tarea, no tiene necesidad de sujetar a prueba a sus propias operaciones con ayuda de un criterio de verdad trascendente al saber mismo. Como sabemos, la teoría del conocimiento no es sustancialmente anterior al conocimiento propiamente dicho; el filósofo no está colocado en el punto de vista del espectador, sino en el punto de vista del actor: por tanto, como decimos hoy en día, se halla inmediatamente comprometido. La falsa óptica del intelectualismo proviene, en gran parte, como veremos, de que el espíritu se desdobla perpetuamente a sí mismo y proyecta lejos de sí una imagen de su propia actividad, a fin de contemplarla objetivamente. Cierto es, existe la necesidad de que el espíritu abandone al espíritu para conocerse a sí mismo, mediante la reflexión. Pero una ironía singular de la cultura quiere que este saber objetivo se compre al precio de innumerables ilusiones. De tal modo, los sofismas de Zenón –lo mismo que las paradojas de Einstein– nacen de un mal entendido. ¿Acaso no consagra Bergson todo un libro56 a mostrar que las aporías originadas por la teoría de la relatividad nacen, en general, de esa distancia engañosa, y sin embargo necesarísima, que se interpone entre el observador y la cosa observada? Los tiempos ficticios del relativista son tiempos donde “no se está”: como se nos han vuelto exteriores, se dislocan, por un efecto de refracción ilusoria, en duraciones múltiples, donde la simultaneidad se extiende en sucesión. Pertenecen al orden de los ídolos de la distancia, es decir, a ficciones por lo demás inevitables e, incluso, a menudo muy útiles, que giran como sombras alrededor de un espíritu ausente de sí mismo. Pero esta ausencia-de-sí que es, en la contemplación de la naturaleza material, una feliz garantía de desinterés y veracidad, multiplica en las cosas del alma los problemas insolubles o, como dice Bergson, los fantasmas. Las paradojas de Zenón nacen de una visión igualmente fantasmagórica del movimiento y del tiempo, y me atreveré a decir que el “Aquiles” eleata, al igual que el “viaje en bala de cañón” de Paul Langevin, proviene de los idola distantiae. Si el movimiento es imposible,57 si la duración se pulveriza en instantes, si los tiempos de Einstein se alargan, si las simultaneidades se dislocan, es siempre para un espectador que se niega a coincidir con el movimiento de Aquiles y el envejecimiento real del viajero, y cuya dialéctica disolvente convierte en misterio las evidencias más comunes. Pero que el espectador suba a la escena y se mezcle con los personajes del drama, que el espíritu, dejando de atrincherarse en la impasibilidad de un saber especulativo, consienta en participar en su propia vida, y de inmediato veremos a Aquiles atrapar a la tortuga, a los venablos alcanzar su blanco, al tiempo universal de todo el mundo expulsar, como a un mal sueño, a los vanos fantasmas del físico. Las evidencias naturales de la vida recuperan su lugar legítimo usurpado por las imposturas de la dialéctica; la libertad, impenetrable solamente para el espectador, se convierte de nuevo en lo que nunca dejó de ser para la conciencia, en la cosa más clara del mundo, y la más simple. El bergsonismo representa, pues, el punto de vista de una conciencia que toma necesariamente partido. Eso es lo que quiso decir Bergson cuando definió su intuición como una simpatía. Todas las veces en que nuestra alma está en juego, la exigencia de simpatía se hace presente para recordarle al filósofo que ya no se trata de un problema cualquiera, sino que es cuestión de un debate en el que estamos comprometidos por entero, en el que somos, a la vez, juez y parte, en el que debemos revivir, rehacer y recrear, en vez de conocer. Como dice Pascal, se trata de nosotros mismos; los espíritus vigorosos simulan despreciar en la intuición el embotamiento vegetativo del espíritu, la confusión del sujeto y el objeto. Pero la intuición sería, simplemente, el espíritu definitivamente entregado a sí, la certidumbre plenaria de un saber enteramente presente a sí mismo; por tanto la intuición, que es simpatía, se nos manifiesta como un género de parcialidad filosófica que no es sino una imparcialidad superior: el espíritu, liberado de toda jurisdicción heterónoma, es, en un mismo momento, espectador y espectáculo. Haciendo caso omiso de las contradicciones que obsesionan a la inteligencia desdoblada, se abre hasta convertirse en Conciencia. ¿No es la intuición, acaso, un primario comprometerse de toda el alma?
El libro de Durée et simultanéité nos ofrece, a este respecto, una de las respuestas más claras.58 En esta obra, las paradojas de Einstein obligan a Bergson a hacer de una vez por todas la distinción entre real y ficticio. Es real todo lo percibido o perceptible. Para saber si una cosa es real basta con averiguar solamente si constituye o podría constituir el objeto de una experiencia actual del espíritu; no hay otro signo de verdad más que esta posibilidad que tiene un hecho real de ser experimentado o vivido por una conciencia. Por ejemplo, una simultaneidad real es la de dos acontecimientos que pueden captarse en un solo acto instantáneo del espíritu. Un tiempo real y concreto es un tiempo percibido inmediatamente por nuestra conciencia. Más generalmente, una idea es efectiva en la medida en que está verdaderamente presente al espíritu; el único indicio de “efectividad” es esta presencia misma; entendiéndose la palabra, a la vez, en su sentido temporal “el presente”, y en su sentido físico de παρουσία. Es esa una idea que la lengua rusa expresa especialmente bien: mientras que nuestra palabra “realidad” se deriva de “res”, que designa a la Cosa, es decir, a lo que ya está hecho, dieistvitelny sugiere la idea de una actividad drástica (dieistvovat, dielo) que expresa la colaboración viva del espíritu para destacar los hechos y la presencia vivida de los hechos en el espíritu.59 Efectivo, en este sentido, significaría primero eficaz; ahora bien, como han mostrado Henri Poincaré y Le Roy, el “hecho” es menos lo dado que la obra ideal del espíritu. Henos aquí en situación de separar, sin equívoco, lo efectivo y lo ficticio. Lo efectivo se opone a lo ficticio como lo real al símbolo, o también como lo “vivido” a lo “atribuido”. De tal modo, en Durée et simultanéité hay toda una tabla de antítesis cuya lista no carece de interés. Por una parte, las realidades vividas del filósofo o del metafísico; por otra parte, todos los símbolos de la física, todas las abstracciones del conceptualismo nocional. Real o metafísica será la duración que experimento personalmente en el interior de mi “sistema de referencia”; simbólicas serán las duraciones que, según me imagino, son vividas por viajeros fantasmagóricos, los movimientos que atribuyo a la flecha, a la tortuga y a Aquiles. Por las mismas razones, el movimiento que el físico Thomson atribuye a sus átomos-torbellinos no es sino una “relación entre relaciones”, una concepción del espíritu y no un acontecimiento real.60 La distinción de lo real y del símbolo se reduce, en suma, a la distinción de lo inmediato y de lo mediato. Lo real es el conjunto de las presencias que “percibo” (en el sentido de Berkeley) directamente, y por un simple contacto del espíritu con sus propias experiencias. Pero un símbolo se concibe más que se percibe, suponiendo ese desdoblamiento o, como hemos dicho, aquella distancia que, como es preciso confesar, es la condición de la sangre fría intelectual. Por tanto, concebir es, cuando mucho, percibir una percepción; es una percepción de segunda mano, una percepción a la segunda potencia, en la que el error tiene oportunidad de deslizarse, tal como la negación es una afirmación respecto de una afirmación, o un juicio con exponente.61 El pensamiento simbólico, por tanto, no bebe lo real en su fuente: se contenta con una réplica que su simplicidad abstracta torna manipulable, pero que carece de la frescura del original; se condena a la incertidumbre que ataca a todo simbolismo inconsciente, a todo pensamiento ausente de sí. Mientras que la percepción inmediata es, de golpe, el pensamiento de las cosas, el concepto no es directamente sino el pensamiento de otra percepción, artificial y fabricada: ha renunciado a conocer para siempre todo lo que no sean sucedáneos de lo real, captados a través de un mediador interpuesto.
Por tanto, en presencia de una idea, de una teoría, de una noción, lo primero que habrá que preguntarse será si corresponden verdaderamente a alguna cosa pensable.62 Esta preocupación esencialmente nominalista que Bergson trae a todas las discusiones nos entregaría, sin duda, el secreto de su argumentación, tan elegante siempre, tan sutil, tan persuasiva. Por eso la crítica bergsoniana emplea tanto ingenio en disipar los seudoproblemas que surgen en torno de las seudoideas.63 El problema de la libertad, el problema de la nada alimentan a toda una multitud de vanas querellas y de teorías opuestas, que sus partidarios defienden gravemente, creyendo pensar en algo cuando en verdad no piensan en nada. No son sino fantasmas y vértigos64 comparables al “cinematógrafo interior”, mediante el cual la inteligencia será, a fuerza de aturdimiento, la ilusión del movimiento. He ahí uno de esos vértigos intelectuales que Bergson está resuelto maravillosamente a deshacer en las teorías más variadas, y cuyo diagnóstico revela un método por completo nominalista.65 El espíritu negándose a colocarse en alguna parte, salta de una idea falsa a otra idea falsa, “como el gallo entre dos raquetas”,66 sin pensar nunca en nada positiva y particularmente. En este equívoco podríamos volver a encontrar fácilmente el círculo vicioso que es la maldición del genetismo fabricador y retrospectivo. Tal es el “paralogismo psico-fisiológico”, en el que Bergson descubre con admirable penetración este escamoteo intelectual: el paralelismo idealista se torna realista precisamente en el momento en que se ve la contradicción de su idealismo; pero el realismo, a su vez, se apresura a volverse idealista en el momento en que va a estallar su absurdo. El paralelista saca provecho de esta confusión, y explota este va y viene: nunca está equivocado; puesto que no se le puede atrapar en ninguna parte es un ilusionista que, en el momento en que va a ser sorprendido en el acto, se encuentra ya en otra parte. En realidad, no piensa nada: está a caballo sobre dos ideas igualmente falsas que se reclaman la una a la otra. Un prestigio análogo aparece en la interferencia entre dos géneros de orden, el orden vital y el orden mecánico, que el pensamiento niega simultáneamente con objeto de crear un fantasma de desorden o de azar; sin embargo, uno por lo menos de los dos órdenes subsiste necesariamente cuando el otro desaparece: por tanto, su doble exclusión, como el paralogismo psico-fisiológico, no es sino un pensamiento vacío, un negarse a ponerse.67 De igual manera, aun para crear el ídolo de la nada, suprimimos a la vez la realidad exterior y el mundo interno, aunque se pueda negar a una sin poner al otro y viceversa: esa doble negación es también fantasmagórica e impensable.68 El pensamiento nihilizador trata a su nada unas veces como una Nada de la que se enorgullece en sacar el mundo entero mediante sus prestigios, y otras veces como Alguna Cosa, y aun como un Todo, del que no es sorprendente que procedan todas las cosas, puesto que todas ellas estaban previamente contenidas en él. ¿Qué digo? Esta nada tan borrosa es todo y nada a la vez, y la niebla de ambigüedad que envuelve al ser con su no-ser y al no ser con su ser torna plausibles los prodigios más maravillosos. El mismo juego ilusorio de una inteligencia a caballo sobre dos conceptos medianeros aparece en el juego de manos que envía al espíritu del biólogo de la idea de una actuación mecánica a la idea de una adaptación activa, o que oscila entre los dos sentidos posibles de la palabra “correlación”. Pero no acabaríamos nunca de enumerar todos los problemas en que la dialéctica bergsoniana descubre una oscilación de esta clase. Tal es el problema característico de las ideas generales:69 la generalización va acompañada por fuerza de la abstracción que, a su vez, supone la generalización; de manera que el nominalismo, que define a la idea por su extensión, culmina en el conceptualismo, que la define por comprensión. Pero el conceptualismo, a su vez, no se defiende sino a condición de convertirse subrepticiamente en nominalismo. Por tanto, el espíritu se halla siempre en el aire, entre los dos; cada una de las dos teorías, en el momento en que se la va a agarrar, realiza la pirueta y toma el rostro de la otra. Esta inversión, ¿no ilustrará curiosamente el juego de los contrarios, que Jean Wahl estudió con tanta penetración en el pensamiento de Hegel? Se nos señala la misma ambigüedad entre dos concepciones de la causalidad, una dinámica, otra mecánica; y, en los físicos, entre dos concepciones de la relatividad, una abstracta, otra con imágenes, entre dos géneros de simultaneidad, la simultaneidad conceptual y la simultaneidad intuitiva.70 Toda esta mitología es favorecida por el lenguaje.71 La palabra, vacía de pensamiento y de intuición, tiene la propiedad, si lo deseamos, de no versar sobre nada; puede estar, a la vez, por doquier, es decir, en ninguna parte, y estar suspendida en el aire, a medio camino entre dos ideas. Como el concepto representa virtualmente a una infinidad de cosas particulares, creeremos seriamente, al pensar, que pensamos en algo, siendo que no pensamos en nada.
El bergsonismo es, pues, un nominalismo declarado, y se ha tenido razón en señalar las afinidades con la filosofía de Berkeley. Como este último, Bergson excluye resueltamente el fantasma de una materia oculta o neutra sin relación con nuestra conciencia. La materia, inclusive cuando creemos concebirla absolutamente, no es otra cosa, como veremos, que la percepción pura, es decir, realidad espiritual aún, y presencia efectiva; existe una intuición, aunque sea de un género totalmente distinto que el de la intuición puramente espiritual. Ahora bien, para decirlo en el lenguaje de Durée et simultanéité, no hay intuición sino de las cosas percibidas o perceptibles. Renunciemos pues, de una buena vez, a todo “incognoscible”, a todo ente de razón, a todos los universalia genéricos del conocimiento por conceptos. Por las mismas razones, el trabajo de la crítica bergsoniana consistirá en buscar lo que obtendría una conciencia “no prevenida” (esta palabra, tan cartesiana, se halla en el Essai)72 que quisiera purgarse de los recuerdos acreditados en nosotros por el hábito, el lenguaje, los prejuicios tradicionales o, como dice Descartes, los cuentos de las nodrizas. La intuición de la cualidad pura nace de esta purificación, tal como el ídolo de la nada desaparece para cualquiera que haya reconocido que la materia no es ni un ὑποχειμενον amorfo, ni una sustancia indeterminada o indiferente a toda determinación. En este sentido, pero sólo en este sentido, el bergsonismo sería, como se ha repetido hasta la saciedad, un “impresionismo”. El Elstir de Proust73 quiere también disociar lo sentido y lo sabido, disolver el agregado de razonamientos que sustituye a la visión ingenua de las cualidades. Lo que esta doctrina nos pide es una suerte de ingenuidad filosófica, profunda a fuerza de ser inocente y superficial, y que nos volvería a poner en presencia de las cualidades inmediatamente percibidas. La cualidad saca todo su valor de sí misma, de su propia especificidad irreductible, y no de su relación con algo que no es ella; exige ser conocida en sí;74 con la originalidad sui generis e incomparable de la cualidad, es necesario hablar el lenguaje de la cualidad. Los hechos percibidos, para justificarse, no esperan la investidura de alguna autoridad trascendente, la sanción de una entidad absoluta: se justifican por la fuerza irresistible de su sola presencia, por el valor insustituible que se vincula a las experiencias efectivas y actuales. De tal modo, el filósofo se rodea, sin esfuerzo, de verdades inquebrantables y de evidencias persuasivas; abandona la carga de la prueba a quienes las ponen en tela de juicio75 y que prefieren pedirle al razonamiento apodíctico la limosna de una certidumbre por siempre flaca y frágil. Sólo las experiencias vividas se comprenden por sí mismas; y esto es tan verdad que a la intuición, y sólo a la intuición, deben los simbolismos la poca realidad que poseen. Si el instante del matemático no se reduce por completo al punto geométrico es porque lleva consigo un recuerdo de ese tiempo real, que los artificios de nuestra inteligencia no han logrado desfigurar completamente. Y, de la misma manera, la simultaneidad abstracta, por inhumana que sea, toma de la simultaneidad intuitiva el remedo de realidad que conserva. Más generalmente, el tiempo matemático, que ya es tan poca cosa, no sería nada de nada si el verdadero devenir no se encontrara allí, perpetuamente, para “temporalizarlo”, para infundirle un poco de calor y de vida. Esta simbólica de mala ley, que adultera tan gravemente a nuestra verdad interior, se deja conquistar, a su vez, por el contagio benéfico de la intuición; la “cuarta dimensión” no subsiste, de tal modo, sino en virtud de una vitalidad disminuida que pide en limosna a la intuición verdadera. La intuición dispensa la vida aun a las ficciones que aspiran a expulsarla; y como el concepto no respira sino en una atmósfera de intuición, como el discurso no avanzaría sin recurrir a la intuición,76 así todo lo que nuestro espacio, todo lo que nuestras caricaturas de duración tienen de sólido proviene del espíritu que hacen todo lo posible por maltratar.







