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Sin embargo, ¿puede decirse que desde esta época Bergson no se esfuerza en superar el dualismo? Sin duda, el objeto del Essai es, sobre todo, la disociación de los conceptos mixtos, la separación de los planos confundidos, cuya colaboración Bergson estudiará sobre todo; los datos inmediatos a los que llegamos, de tal manera, no poseen de ninguna forma la naturaleza por completo ideal del “recuerdo puro” y de la “percepción pura”; el sueño mismo99 no nos ofrece nada que la duración del yo profundo no realice cotidianamente para una introspección atenta. El objeto del Essai, en resumen, es recuperar datos que una increíble negligencia nos ha hecho perder, y uno se pregunta todavía cómo es que una realidad tan natural, tan cercana a nosotros ha podido escapársenos durante tan largo tiempo. Por eso no hay todavía “intuición” en el Essai: basta con eliminar la simbólica por completo negativa del espacio, para volver a encontrarse, cara a cara, con el yo verdadero. Sin embargo, desde esta época algunos textos100 nos invitan a creer que la amalgama acusada responde a una exigencia orgánica del espíritu y que su exclusión puede costarnos caro. De hecho, discurso e intuición colaboran en todo momento. Este espacio que desfigura nuestro yo profundo le permite también expresarse, declararse a nuestra visión filosófica. Pero lo trágico es, precisamente, que la duración no puede expresarse sin perecer; veremos más tarde que, sin embargo, es cognoscible, aunque por medios que no son el discurso. Pero la intuición propiamente dicha casi no aparece antes de la Évolution créatrice.101 Por otra parte, aunque la duración sigue siendo todavía un privilegio de la conciencia, Bergson parece presentir ya que no le está quizá limitada. Esto es lo que prueba, inclusive en el Essai, el descubrimiento de la “movilidad” pura; fenómeno situado en la frontera del espíritu y del mundo exterior, espiritual por esencia, físico por sus efectos, tangente a los dos universos, el movimiento es, en cierta manera, el espíritu objetivado. Bergson señala ya, sin explicárselo demasiado, que hay una “incomprensible razón”,102 una “inexpresable razón”103 que da a las cosas materiales la apariencia de la duración. Este misterio, este no sé qué, le parecen consistir más en la presencia del espíritu que en una propiedad de las cosas mismas. Sin embargo, es indiscutible que el bergsonismo se mantuvo en la afirmación de una duración universal. Es verdad que, entonces, la dualidad se agranda en vez de anularse; hay tiempo y creación, así en el mundo como en el hombre, y si la oposición ya no se establece entre la memoria de los sujetos y el espacio de las cosas, subsiste a través del conjunto de lo real, entre dos movimientos inversos, uno de materialización y otro de evolución viviente. Sin embargo, se ha tornado muy sutil y mucho menos brutal. De tal modo, la especulación bergsoniana descubre poco a poco, en la historia de las cosas, un elemento irreductible de sucesión. Es este residuo histórico lo que impide a la causalidad del físico parecerse por completo a una identidad; es él, también, el que torna verosímil y utilizable el tiempo matemático. Después de la Évolutión créatrice, Bergson llegará inclusive104 a ampliar, a expensas del yo, la parte de esta duración universal. Si la duración no expresa una simple deficiencia de nuestro saber, es porque es un carácter de las cosas al igual que una propiedad de la conciencia; o mejor todavía, es porque por doquier hay conciencia. Verdaderamente, los acontecimientos nos acontecen, no es que les acontezcamos; “tener lugar” no es de ninguna manera, aunque se moleste Eddington, una formalidad superflua, y quienes han experimentado la amargura de la acción saben que la duración es la cosa más real del mundo. Porque a veces hay que esperar el mañana, porque no se nos da el futuro con el presente, como no sea porque hay una temporalidad de la que no hacemos lo que queremos, y porque el intervalo no se puede comprimir. No es una formalidad; por el contrario, no hay nada más experimental. El más grande filósofo del mundo tiene que esperar a que el azúcar se disuelva en su vaso de profesor... pero, por otra parte, esta resistencia de lo dado nos tranquiliza. El tiempo dialéctico es verdaderamente negativo porque, suponiendo a su objeto, dado en la eternidad, debe recorrer grandes círculos antes de encontrarlo: su debilidad constitucional es lo único que está en entredicho. Pero ¿por qué la duración de las cosas sería muda para nuestra duración interior? El cambio existe para conocer el cambio, y nuestra intuición se lanza por el camino del absoluto.
En efecto, sólo la duración sería reveladora del absoluto o, diciéndolo mejor, sólo ella nos entrega una realidad enteramente determinada105 porque tiene como sanción la experiencia vivida y percibida que siempre es determinada, es decir, particular. Toda duración constituye, en efecto, una serie orientada, irreversible. A esta serie no se le toma indiferentemente para cualquier fin, pues tiene un sentido; según los casos, es enriquecimiento o empobrecimiento.106 La duración representa, pues, un tipo de orden dramático cuyos episodios no se invierten a voluntad, una biografía en la que la sucesión de las experiencias vividas107 posee algo de intencional y de orgánico. Una filosofía que seguiría siendo verdadera, inclusive si todo se volviera al revés, se condena a sí misma. Sólo cuentan el sentido y la dirección. La ciencia no calcula sino relaciones entre simultaneidades, y por eso puede suponer a los intervalos de tiempo infinitamente acelerados o frenados sin tener que modificar sus ecuaciones.108 Esta utopía abstracta, y tan poco seria como el viajero montado en la bala de cañón, prueba el absurdo del relativismo. Sólo es temporal el entredós de las simultaneidades, que es transición indivisa e intervalo continuo. “No describo el ser, describo el pasaje”, decía Montaigne.109 Toda duración vivida posee una determinada cualidad específica, un valor determinado, un coeficiente afectivo que recibe de mi esfuerzo, mi espera o mi impaciencia. Ahora bien, esta impaciencia o este esfuerzo son cambios cualitativos, es decir, son absolutos. El discurso saca su valor del fin que mediatiza: el intervalo mismo no es sino déficit y molesto retardo, principio de expectativa pura; es un instrumento sustituible –pues otros medios podrían servir al mismo fin– y el ideal podría prescindir por completo de él. Pero la duración vivida tiene un fin propio; aquí es el intervalo lo que importa, que es todo plenitud. No se trata de un tiempo perdido cualquiera, de una duración de expectación en la espera de tal o cual acontecimiento, como aquellos que “matan” el tiempo moviendo los pulgares: se trata de un proceso único en su género, en el curso del cual yo envejezco, y que será para mí una ganancia o una pérdida. Por tanto, el tiempo verdadero pone en juego la historia de la persona entera. Es el tiempo fantasmagórico lo que el instinto de la Évolution créatrice es a la inteligencia. El tiempo verdadero es de naturaleza “categórica”, mientras que el tiempo del matemático no tiene sino una existencia “hipotética”, como aquella dialéctica hegeliana a la que Schelling y Kierkegaard reprochan su carácter nocional y tristemente inefectivo. ¿Quién nos dará la quodidad de la historia? ¿Cómo podremos recobrar ese “tiempo vivido” que ha descrito tan profundamente Minkowski? De tal modo, todo el libro de Durée et simultanéité está consagrado a mostrar que la intuición inmediata del tiempo nos proporciona un sistema de referencia natural y absoluto, y que la creencia en el tiempo universal del sentido común esta filosóficamente fundada. El “sentido común”, al que el Essai consideraba culpable de los simbolismos ambiguos de la ciencia vulgar, se convierte en el portador de una gran verdad que lo une a los filósofos contra los físicos. Hay ahí una aparente “inversión del por en contra”: la duración vivida se convierte de nuevo en la ciudadela de las evidencias comunes que anteriormente parecía desmentir. ¿No dará indirectamente la razón al realismo del sentido común la teoría bergsoniana de la materia?110 Y es que existe una ingenuidad sabia, y mil veces más profunda que las vanas sutilezas de los doctos. Esta ingenuidad nos ordena creer en la universalidad del tiempo, en la realidad absoluta del movimiento. La ciencia relativista evapora, convirtiéndolas en fantasmas, todas estas cosas tan simples, tan sólidas, tan naturales porque ha adquirido el hábito de contemplar los fenómenos perspectivamente, es decir, según puntos de vista variables111 que elige sucesivamente como sistemas de referencia.
Por tanto, la duración intuitiva nos proporciona el principio de una suerte de antropocentrismo superior. Lo propio del bergsonismo es afirmar que en todas circunstancias existe un sistema privilegiado; ya no un sistema de referencia, sino un sistema superior a toda referencia, aquel que experimento desde dentro en el instante en que hablo; ninguna paradoja podría prevalecer contra la certidumbre de un pensamiento interior que se experimenta a sí mismo queriendo, viviendo y durando. Cada uno de nosotros posee una duración (y como tiene duración, tiene conciencia) y, por consiguiente, cada uno se toma a sí mismo, con justa razón, como “refiriente” en el interior de este plano privilegiado: de suerte que la reciprocidad universal se destruye a sí misma y restaura el tiempo absoluto. Pero la esencia de las paradojas relativistas es poner sobre el mismo plano todas estas visiones fantasmagóricas que una conciencia refiriente obtiene de las conciencias referidas; es desconocer, por consiguiente, la distancia metafísica que media entre lo real y lo virtual; mejor aún, lo real se convierte en un caso particular de lo virtual; como simulamos tomarnos en serio a los variados fantasmas que nos hemos complacido en imaginar, como infundimos subrepticiamente vida a nuestros observadores “referidos”, la duración efectiva cesa de tener sobre las duraciones ficticias esa superioridad incomparable que distingue a un ser vivo de carne y hueso de una muñeca de cera. Se ha realizado, y aun hipostasiado, una pluralidad de “tiempos propios”, siendo que quizás había una simple pluralidad de métricas. Por el contrario, Bergson se forma una idea demasiado elevada de lo real (la distinción entre recuerdo y percepción nos dará la prueba de esto para situarla, de esta manera, al mismo rango que sus contrafiguras). No es él quien tomaría por seres verdaderos a todas esas torturas, a todos esos Aquiles de colegio, a todas esas muñecas dialécticas o matemáticas a las que llamamos: viajero en bala de cañón, espacio-tiempo, figuras de luz. Las cosas que puedo experimentar efectiva y personalmente –mi duración, mi labor, mi esfuerzo– son realidades privilegiadas y dolorosamente ciertas, a las que ningunas otras pueden compararse. Los movimientos son relativos para el ojo, o dicho de otra manera, para el geómetra, que no retiene sino el aspecto visual de las cosas; pero no lo son para mis músculos, para mi acción y para mi fatiga.112 Y nadie se engaña. Tal como la duración es irreversible, es decir, lleva consigo acontecimientos absolutamente anteriores y acontecimientos absolutamente posteriores, sin que se pueda alterar su orden, de igual manera la intuición de la duración restaura en el universo las jerarquías y las prerrogativas que un relativismo igualitario se esfuerza en abolir. El título de “realidad” ya no designa a una insignia provisional que pasearía de fenómeno en fenómeno, variando conforme a la perspectiva del observador, adornando a voluntad los sistemas que nos place sujetar a nuestro punto de vista: es un privilegio natural que pertenece unilateralmente a las cosas percibidas o perceptibles. El primado de la intuición ya no depende de una convención revocable o de un punto de vista arbitrariamente elegido: es un derecho que el espíritu posee por nacimiento. Pues las cosas del espíritu no son cosas como las otras; forman un dominio de elección, un mundo por completo aparte en el que no hay sino realidades efectivas, en el que se le paga a uno con oro y ya no con billetes; por ellas, como diría el Fedon, es necesario cambiar todos los demás valores. El intuicionismo es la verdadera metafísica del espíritu y la intuición es el verdadero centro del mundo.
En la psicología de Guyau113 se encontrarán visiones proféticas acerca de la relación de la duración con el espacio; me parece tanto más oportuno señalar estas anticipaciones cuanto que La Genèse de l'idée de temps quizá haya padecido retrospectivamente por el descubrimiento bergsoniano.114 Guyau critica, en primer lugar, como Bergson,115 la tesis genetista de las escuelas anglosajonas, conforme a la cual la idea de espacio se construiría con la de tiempo. Bajo estas teorías que otorgan al tiempo una apariencia de primado, Bergson, fiel a la verdadera duración, se propone sobre todo poner en evidencia los prestigios de un tiempo ilusorio que no es sino el espacio; de igual manera combatirá al indeterminismo clásico para salvar la libertad. ¿Es tan sutil la argumentación de Guyau? El tiempo de Spencer, de Bain y de Sully es, ciertamente, la “amalgama” que le repugna al Essai. En este sentido, es el espacio el que sirve para construir la noción de tiempo. La duración no se torna mensurable más que cuando se le traduce en términos de espacio. “Medir”, sostiene Guyau, consiste siempre en comparar la extensión con la extensión, con el método de la superposición. Ahora bien, “no puedo superponer directamente un tiempo-patrón a otro tiempo, porque el tiempo avanza siempre y no superpone nunca… he ahí por qué para poner algo fijo en este perpetuo pasar del tiempo, se ve uno obligado a representárselo en forma espacial”.116 Y Guyau llegó a fórmulas que Bergson bien podría haber inspirado: “Ese tiempo es, en su origen, como una cuarta dimensión de las cosas que ocupan el espacio”.117 Por tanto, Spencer no llegaría nunca a sacar el espacio y el tiempo si este tiempo no fuese ya un fantasma de espacio. Este círculo vicioso, que expresa para Bergson la imposibilidad en que nos encontramos de deducir, la una de la otra, dos realidades metafísicamente distintas no prueba en Guyau más que el origen espacial de los calendarios y de los emblemas temporales. Es verdad que distingue, en otras partes, “el hecho” y “el curso” de la duración. La seudoduración de los spencerianos es la “forma pasiva” por oposición al “fondo vivo y moviente”,118 el alineamiento extensivo conforme al cual se ordenan los acontecimientos concretos, la avenida vacía que se animará en virtud de la móvil circulación de mis experiencias. “El curso del tiempo es el cambio mismo captado in fraganti.”119 In fraganti o, como dirá Bergson, “a medida que”: pues no hay tiempo que perder si se quiere experimentar la originalidad de este dinamismo. El menor retardo de la memoria, la menor anticipación de la imaginación sustituyen por el espacio a la intuición de un cambio que es siempre contemporáneo de sí mismo.
A decir verdad, Guyau se limita a confrontar el espacio abstracto con el tiempo abstracto. Pero en este caso tenemos derecho a pensar que franquea puertas abiertas. Puesto que, si verdaderamente no hay otro tiempo sino aquel del que se vale el genetismo para construir el espacio, no nos cuesta nada reservar a la idea de espacio el monopolio de la originalidad. Pero eso quizá sea arreglar demasiado bien para uno las cosas. El propio Bergson se percató de ello, como nos lo prueba en el pequeño informe de febrero de 1881, aparecido en la Revue philosophique, acerca de la Genèse de l'idée de temps. A su juicio, no es dudoso que Guyau admita una sola clase de multiplicidad, la multiplicidad numérica; y, por tanto, “es inútil quererse representar el tiempo sin el espacio, puesto que se ha comenzado por poner el espacio en el tiempo; quien dice multiplicidad numérica dice multiplicidad de yuxtaposición, multiplicidad en el espacio”.120 Guyau no contempla sino la alternativa siguiente: o bien es el tiempo el que sirve para construir el espacio, o bien es el espacio el que sirve para construir el tiempo, el tiempo de nuestros relojes y de nuestros calendarios. Pero ¿no hay un orden autónomo de la duración que no es ni anterior ni posterior al espacio, y que representa una realidad metafísica absolutamente original? En cuanto a ese “curso” del tiempo que se opone al tiempo cronometrado, como el “fondo” a la “forma”, podemos sondearlo a placer: no hay nada que merezca que se le llame duración real. La fuente común de las nociones de espacio y de tiempo se llama, en Guyau, “intención”. Definió esta intención con palabras en las que la influencia del utilitarismo y del pragmatismo se puede reconocer fácilmente. Pierre Janet las hubiese admitido, sin duda, de mejor grado que Bergson:121 la intención es “el movimiento que sucede a una sensación”; la reacción motriz provocada por el obrar y el padecer es desear y querer, y tiene que ver con la “distinción de lo querido y lo poseído”, con la “distancia entre la copa y los labios”.122 Esta intención, que difiere de la “sucesión constante y necesaria” del matemático, no difiere menos de la duración pura: “el futuro es lo que está delante…, el pasado es lo que está detrás…”; tener conciencia original del tiempo quiere decir esto: conocer “el prius y el posterius de la extensión. La intención no es sino la forma consciente del esfuerzo motor, del que la sucesión es un abstracto”.123 El tiempo es una abstracción del movimiento, de la κίνησις… Es un movimiento en el espacio el que crea el tiempo en la conciencia humana. Sin movimiento no hay tiempo. El propio Aristóteles, aunque se negaba a identificar el tiempo con el movimiento, admitía que no hay tiempo sin movimiento (οὔτε κίνησις οὔτ ἄνευ κινήσεως ὁχρόνος) que es el “número” (ἀριθμὀς κινήσεως κατὰ το προτερον και ὔοτερον) o, más exactamente, lo numerado (τοάριθμούμενον) o, mejor aún, la medida (μέτρον).124 Pero Bergson se esforzó en mostrar (y Durée et simultanéité vuelve a esta demostración) que el movimiento es, por el contrario, el intermediario gracias al cual la duración se torna mensurable, es decir, extensiva. El movimiento, lejos de engendrar la idea del tiempo, es más bien el expediente que nos permite confundir duración y trayecto. Todo lo que tiene de positivo el movimiento –la movilidad o el acto de cambiar– es de naturaleza espiritual y temporal. Por tanto, Guyau no logró superar la idea de un tiempo muscular, en cierta manera, y afectivo, que él interpreta como la distancia que media entre la necesidad y su satisfacción.125 Lo que su libro nos promete es un estudio de la idea de tiempo, y no del sentimiento de la duración. El “curso” de la duración es una representación un poco más elemental que la “forma pasiva” del tiempo, pero es una representación. Pierre Janet dirá que es una conducta. Cuando Bergson denuncia el artificio espacial que se oculta en el fondo de la mentirosa duración de los sabios, comprendemos que su única meta es aislar la duración pura de los filósofos y que expulsa al tiempo ilusorio para recuperar el tiempo real. Temamos, por el contrario, que la crítica de Guyau alcance al tiempo en general, y no solamente a la duración engañosa de los matemáticos. Insiste de tal manera sobre la prioridad de la idea de espacio que desespera uno de llegar a ver separarse del tiempo impuro al tiempo puro. “El tiempo”, dice Guyau, “es la fórmula abstracta de los cambios del universo”;126 es la forma según la cual se ordenan nuestras sensaciones, se orientan nuestras reacciones y se clasifican nuestros deseos. Inclusive nos está permitido pensar que si Guyau ha avanzado mucho en la crítica de la duración impura es porque sabía que toda su psicología prescindiría de la duración pura. La falsa duración no es tan falsa como todo esto; del tiempo no tendría ni siquiera las apariencias, si la intuición de la duración verdadera no estuviese allí para mantenerla y vivificarla. Vaga por los fantasmas de la cinemática una reminiscencia de esta intuición y una suerte de tímido presentimiento de su regreso. No creeríamos ni por un minuto en todas estas ecuaciones si no supiésemos que son, en todo momento, convertibles en experiencia directa, tal como dejaríamos de creer en los billetes de banco si no supiésemos que son una promesa de bienestar, de comodidad y de agrado. La duración de los matemáticos es espacial, tanto cuanto le plazca a Guyau: es un hecho que no se confunde con el espacio puro y simple. Sería inexplicable esto si la apariencia no supusiera el modelo. Y el modelo está en nosotros. En nosotros es todo vida, todo realidad. Jamás una “conducta”; aunque fuese la espera, aunque fuese la intención, dará la duración si no implica de antemano la intuición; pues las conductas, abandonadas a sí mismas no dan sino conductas. El papel de la filosofía consistirá precisamente en remontarse a esta fuente viva de la duración. Porque sabemos que nuestros flacos símbolos volverán a tornarse duración pura en cuanto lo queramos, nos abstenemos de realizarlos y, en nuestra ingratitud, nos olvidamos del tiempo vivo que los hace vivir. Sin embargo, no podemos aplazar perpetuamente el retorno a la intuición. Nadie aceptaría ya símbolos en los que no se volverían a encontrar tarde o temprano todas esas buenas cosas sólidas y efectivas de que se nutre la intuición. Pues no se puede vivir sin el absoluto.
El tiempo no es ni una dimensión ni un atributo, entre otros, del ser humano, ni una propiedad partitiva de este ser; el tiempo no es un determinado modo de ser del ser, pues el ser, en este caso, podría concebirse, con razón, como sustancia intemporal fuera de toda modalidad cronológica. Bergson ya no distingue una forma que llenarían secundariamente, es decir, accidentalmente, contenidos temporales... Todas estas abstracciones dan vida de nuevo al prejuicio órfico, platónico, eternitario de una pérdida de las alas y de una caída calamitosa en la temporalidad: pues si la temporalidad es un castigo, por eso mismo es epigénesis y contingencia. A su vez, este prejuicio tiene como origen la superstición “fijista” y sustancialista del sistema de referencia: al igual que el sustancialismo se representa un sustrato neutro e incalificado, antes de toda manera de ser circunstancial, así el transformismo especioso se representa la evolución como si se destacara sobre un fondo de inmutabilidad: un tipo inmutable, que cambiara solamente de pelaje, de plumaje o de disfraz, es decir, que modificara sus modalidades por “metamorfosis”, ejecutaría algunas pequeñas variaciones peliculares sobre el tema de la especie. Modificación, transformación, transfiguración no son para este mutacionismo sino un paseo de forma en forma, o un pasaje de figura en figura. Y, en cuanto a la alteración, se le define por relación al Mismo: el tiempo es, pues, el carácter secundario de un ser que primero es, y luego deviene u opera, pues el Ser preexiste respecto del Acto. El evolucionismo, que reconstituye la evolución con fragmentos de lo evolucionado, trata el cambio como un arreglo superficial de elementos antiguos, es decir, como una perífrasis de la inmutabilidad: en pocas palabras, es el arte de hacer con lo viejo lo nuevo... se toma a los mismos y se comienza de nuevo. Ahora bien, el hombre no es solamente “temporal”, en el sentido de que la temporalidad sería el adjetivo calificativo de su sustancia: es el hombre mismo el que es el tiempo mismo, nada más que el tiempo, que es la ipseidad del tiempo. A los cambios aparentes, Bergson opone la idea metempírica de una “transubstanciación”, de un devenir central que transporta a todo el ser a otro ser y contradice el principio de identidad. A los metabolismos partitivos, la Évolution créatrice opondrá el prodigio de la mutación radical; al pseudo-historicismo evolucionista, el cambio revolucionario; al prejuicio estático de una temporalidad pelicular, la segunda conferencia de Oxford sobre la Perception du changement opone la idea paradójica y casi violenta de un “devenir óntico”: idea contradictoria, que nos impone la inversión de todos nuestros hábitos y la reformación de nuestra lógica y una profunda reforma interior. La inversión de las relaciones entre el tiempo y la eternidad ¿no supone ya una “conversión”? El cambio sin sujeto-que-cambia, de que nos habla este relativismo radical, es semejante a las cualidades sin sustrato del impresionismo percepcionista. El tiempo es consubstancial a todo el espesor del ser o, mejor dicho, es la única esencia de un ser cuya esencia toda es cambiar. Es pues el ser por entero, hasta su raíz y hasta su ipseidad, el que se ve arrastrado en el movimiento del devenir. En otras palabras: el ser no tiene otra manera de ser que el devenir, es decir, precisamente, de ser no siendo de ser un ya-no o un todavía-no. La libertad, como el tiempo, es la sustancia misma del ser humano. Para el indeterminismo dogmático, la libertad designa un carácter parcial de este ser, que es, por ejemplo, la ciudadela inconquistable en la que se atrinchera una voluntad a la defensiva: la libertad no es una excepción negativa en la trama del determinismo, es una positividad creadora; no modifica el arreglo de las partes, sino que libera a la materia por una decisión revolucionaria. El hombre es todo libertad, como es todo “deviniente”; es una libertad bípeda, que va, que viene, que habla y que respira. Esto es lo que nos queda por demostrar.







