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Quien decide una consulta psicológica ha asumido un trabajo interno de mediación con su “conciencia de enfermedad” o un reconocimiento de problemas manifiestos (me incomoda filosóficamente la palabra enfermedad), es decir, la experiencia subjetiva de identificar algo de la vida afectiva que no gratifica o molesta y que promueve, en ocasiones, el instinto o deseo de cambio.
Por eso los admiro.
Son seres que identifican e interpretan la voluntad de establecer un instrumento que pueda modificar su pretensión subjetiva.
Esta conducta no es habitual en otros ámbitos de la vida, en la sociedad. La sociedad marcha con bastantes carencias al respecto, los pacientes, en cambio, se animan a modificar, a cambiar, a franquear momentos no tan gratos, producto de su historización, inmersa en experiencias donde predomina la angustia como mínima expresión neurótica o los avatares psicóticos con sus intentos alucinatorios o delirantes, en ocasiones, como intento franco de restitución de sentido.

Este espinoso proceso tiene implícita la búsqueda de posiciones con mayor bienestar, atravesando inexorablemente un proceso que es singular, muy especial, de transformación, que a menudo implica perturbar estructuras, resistencias, modos de vida, modos de comportamientos.
Se animan, por eso los admiro y aprendo de ellos, porque fortalecen su experiencia vivencial a partir de pensarse, con todo lo que implica cada singularidad. En general la población no transita por este tipo de experiencias y tampoco llegan a entender el componente fructífero de este proceso.
Insisto, por eso los pacientes son admirables.
Es cierto que en la actualidad es común y más fluida la composición de demanda de ayuda. No obstante, antes de llegar a la consulta existe un proceso de crisis, de duelo, de cambio, de dolor, la demanda no se da espontáneamente, se articula como un proceso donde paulatinamente se va reconociendo cómo un factor genera malestar, displacer, angustia, como antecedentes de la decisión de pedir ayuda.
En diversas oportunidades he escuchado la siguiente idea: “al psicólogo van los locos”. Es una ocurrente referencia porque nos permite abrir otro campo de conceptualización, ojalá se pudieran avivar con nuestra ayuda la presencia de rasgos “locos” de los pacientes, en el sentido de promover posibilidades de trasgredir ciertas normas implícitas que conciben más daño que bonanzas, hablamos de algunas transgresiones que son éticas y que es por donde el sujeto encuentra sus auténticas y delicadas potencialidades.
Invariablemente el proceso psicoanalítico es un proceso de esclarecimiento y crecimiento permanentes; obviamente que no es un proceso continuo, está ligado o regido por cierta discontinuidad propia de los procesos psíquicos, conflictivos y dolorosos. Dar acceso a la palabra en esta experiencia permite una contemplación desde un lugar inédito, pensar desde un terreno original, tópico, desde donde nunca se ha pensado.
La experiencia analítica genera una sensación de apertura y crecimiento y desarrollo psíquico, también es indudable que el paciente, al sentir modificaciones internas, reactualiza material inédito o redefine nuevos. Es común observar a pacientes que vienen por alguna problemática específica y continúan luego por otra situación afectiva conocida o esclarecida en el proceso.
También se observa que luego de un tiempo en que terminan con un proceso vuelven con otra demanda o temática, con la sabiduría de lo que ha sido el proceso anterior, en cuanto a la dinámica y la forma de encuentro, experiencia creativa y esclarecedora. Allá por los 90 las consultas eran o parecían más clásicas, había procesos neuróticos típicos, histerias inconfundibles, fobias características. Se encontraba cierta correspondencia, al menos indirecta, con los cuadros o funcionamientos psicológicos conocidos en cualquier curso no muy vetusto de psicopatología.
Por aquella época parecía todo medianamente más delineado, con un exiguo, pero destacable, sentido humano en lo social, todavía la culpa, como sentimiento y entidad organizativa del psiquismo, era un factor determinante y estructurante de este.
En la actualidad, las características de la demanda de nuestras prácticas dan cuenta de una sensación de descarga en actos, los motivos de consulta son agudos, las somatizaciones no son tan inocentes o tan claramente representables, del tipo histérico clásico con inervación somática típica; sino que se presentan daños físicos reales, posinfartados, pacientes ulcerados, etc. El cuerpo participa activa y centralmente en los esbozos de enunciados de queja neurótica, a veces con un nivel de deterioro importante, producto de la agudeza. Es como si la producción sintomática de las patologías actuales se viera atravesada por formaciones de compromisos que no solo incomodan la psique, sino que desplazan parte de sus compulsas en el soma y con notoria agudeza. Cuerpo y acto, dos instancias que denotan las imposibilidades del lenguaje, del discurso simbólico, de la creatividad narrativa; en el cuerpo y en la irracionalidad compulsiva del actuar se enmarcan grandes problemáticas de la modernidad más cruda: adicciones, violencia inusitada, crueldad, violencia conyugal, abusos intrafamiliares, dificultades vinculares que dejan de ser típicas, caída de las figuras y los emblemas de autoridad tanto familiares como institucionales, y tantas otras problemáticas conocidas. Congruente con lo precedente, podemos ejemplificar a manera de observación, desde los 90, estructuras de familias ensambladas, mal ensambladas, las mal llamadas ensambladas que en realidad no lo son, se les ha proporcionado el término de ensambladas a aquellas que no forman parte de una familia nuclear o básica, pero que en la realidad no están enlazadas, hay familias que no están constituidas, que no han logrado integrar a hijos de otras parejas. Toda esta dinámica se presenta bastante compleja y se empieza a advertir en la práctica, y obviamente en las consultas, este tipo de problemática que es visible y compromete la tranquilidad sobre la vida subjetiva, ausencia de equilibrio que es palmario de buena parte de lo que entendemos como construcción de subjetividad. Otra observación prevalente en las consultas son las problemáticas de borde (borderline), como aquel grupo de perturbaciones que tienen un criterio primario de definición que es geográfico (Rafael Paz), con sintomatología que se extiende en el supuesto continuum existente entre las psicosis desorganizativas típicas y las neurosis, incluyen personalidades como sí, inestabilidad, falsas identificaciones e inautenticidad y personalidad fáctica.
Cada proceso psicoterapéutico o cada proceso analítico es singular, se van estableciendo, sesión a sesión, criterios de analizabilidad para poder entender en qué momento uno puede profundizar sobre un material clínico o cuál es el instante oportuno para señalar aspectos de la dinámica psíquica del paciente. El encuentro artesanal de análisis es un vínculo único, singular, específico, inédito entre paciente y psicoanalista, que no puede ser repetible con otro paciente de la misma manera, depende de cada singularidad intersubjetiva de la pareja analítica.
Una vez más mi agradecimiento para todos los pacientes que me han enseñado tanto.
Revalorizar la Escucha y la Palabra
Recuerdo algunas nociones de filosofía vinculadas con Heráclito y vaya si el río cambia y si nosotros cambiamos, entre una visita y otra a este.
Nuestra práctica está enlazada con los pormenores psicosociales de la contemporaneidad, este mundo cambia y nos cambia, los que pasamos los 50 y hemos sido formados en los 80, sabemos que nuestra praxis estaba corporizada en una modernidad sólida, hasta podemos significar, victoriana. De los 90en adelante, asistimos a lo que Bauman define como modernidad líquida, embate de un contexto social, político y económico que modifica los lazos sociales, vinculares y familiares. Estos entran en un espacio de dispersión, de modificación constante, con una palpable incertidumbre de desenlace.
Los tiempos de constitución de estructuras en la personalidad son otros, existe una modalidad psicológica donde los tiempos lógicos de asimilación y metabolización de experiencias que nos constituyen, han perdido espacios referenciales. Como dice Marcelo Viñar, en la actualidad se subjetiva con una dinámica que está determinada por un “vértigo civilizatorio”, se inhibieron los tiempos transitivos, se desvanece lo transicional como posibilidad de aprendizaje y tiempo identificatorio.
El vértigo de lo que sobreviene conmueve el equilibrio entre tiempos transitivos y tiempos reflexivos que contribuyen con la experiencia de interiorización.
Esta inaudita modernidad nos sitúa a los psicólogos en un espacio epistemológico de crisis permanente, pero necesaria, son otros tiempos y debemos analizar nuestros dispositivos clínicos en este contexto, en forma permanente.
Los que nos situamos desde una clínica psicoanalítica sabemos que el psicoanálisis se expandió con el sujeto interrogativo, pensante y autoteorizante de la modernidad sólida, el mismo sujeto interrogador que hoy se encuentra en declive. Más de un sujeto en sesión no ha podido establecer con claridad cuál es su demanda, mostrando una sorprendente dificultad para hablar de sí mismo, con patologías del acto o del pasaje al acto y el correspondiente empobrecimiento discursivo de su infortunio neurótico o patologías de borde.
Es otro momento, otros componentes, otras características con las que se subjetiva. Nos abruma el mundo online, con afección directa sobre la personalización de los encuentros; los amores y los trabajos son precarios, la comunicación digital liquida lo desagradable, ya no hay tanto espacio para la angustia como recurso simbólico.
En este marco, nuestra tarea intenta sostenerse a sabiendas de que los dispositivos y recursos técnicos no proveen un diálogo o conversación entretenida, el análisis abre vacío donde brota lo inesperado, desconocido y asombroso y compite con el fast food biologicista que provee todos los recursos de la medicalización, rebozada, mítica y mesiánica de soluciones veloces, sin compromiso de cambio sobre las controversias candentes.
Trabajamos en un emprendimiento artesanal que intenta otorgar sentido vital al interior subjetivo, en un momento donde al mundo lo atraviesa un sentimiento trágico, donde todo es efímero y fugaz, donde prevalece la sociedad de la imagen y de la instantaneidad, cualidades poco emparentadas con las profundidades que intentan explorar nuestros dispositivos dinámicos.
Desde Freud, la angustia ha sido nuestra materia prima terapéutica, esa misma angustia que hoy parece volatilizada, todo es actuación, acto o cuerpos amordazados por los sinsabores psicosomáticos o somatomorfos, se empobrece la palabra y recrudece el pánico, adicciones, trastornos alimentarios, cortes en el cuerpo, trastornos cutáneos, fenómenos sufridos bajo un silencio sombrío.
Párrafo aparte para el nivel de violencia con el que se vive en la actualidad, basta destacar, en una franja etaria entre quince y veintinueve años, la violencia, como causa de muerte.
Marcelo Viñar describe la desaparición de la comunidad de oyentes, se refiere a las vicisitudes de la otredad, los vaivenes del hombre moderno para convivir sin ser nadie para nadie, señas particulares de un nuevo malestar. La crisis de la otredad cambia los tiempos lógicos cualitativos frente a otros reemplazados por la obnubilación de las pantallas, donde se cree multiplicar vínculos, aunque fugaces, efímeros, superficiales.
Los psicólogos compartimos nuestra praxis en un presente sobreexcitado con mucha incertidumbre con un hombre más parecido a su tiempo que a sus padres.
Observamos con atención que se han ampliado y transformado los referentes capaces de producir subjetividad; es inédita la penetración, en el psiquismo, de otros discursos, el económico, el mediático, el ideológico-social, el estético. En este sentido, si cambia la cultura, cambian sus malestares.
Se suma también el salto gigante de los prejuicios victorianos sobre la moralidad sexual a la emancipación libertaria sobre la diversidad sexual, donde, en ocasiones queda suprimida la cercanía afectiva o romántica, por vínculos efímeros y desechables sin duelos.
Mariano Ruperthuz plantea el principio de solución ante este panorama desolador, que es la defensa psíquica, la gran batalla para dar es mental, por ende los trabajadores psi tenemos una responsabilidad que nos intimida, restituir en el sujeto el espesor psíquico, capaz de albergar los conflictos, para evitar los actos y los daños al cuerpo. Tengamos en cuenta que el psiquismo es esa dimensión humana que busca sentido de la vida, de sí mismo, de los vínculos y del mundo. El soporte de la integridad deberá darse en el campo del orden mental, para ello debemos prepararnos.
En esta línea, debemos devolverle, entre tanta vigencia de actos de descarga catártica, el estatus a la palabra. Las palabras no involucran toda la verdad, pero definen nuestra forma de estar en el mundo, son privativas de nuestra especie, su gloria, debemos recuperar su espacio de gloria en los encuentros con el otro y su decir.
En una actualidad tan viciada por el positivismo biologicista, ese gajo de antropología humanizadora llamado psicoanálisis es una saludable proposición. Los psicólogos necesitamos de nuestra lucidez dialéctica frente al diálogo trivial que termina en recetas con promesas incumplidas.
Nuestra práctica necesita del valor que implica cierta ruptura con los bagajes de una psiquiatría clasificatoria, para amenizar la posibilidad de historizar lo que se acalla en una receta. Contar la propia historia es un gesto humanizador y un derecho inalienable, volver a la narrativa, recuperar la novela familiar, que el sujeto pueda ser un novelista de sí mismo.
En ellos debemos diferenciar la palabra-acto del decir significante, que contribuye a recuperar el espesor interior, donde se perciban los afectos, ideas o conflictos como parte de una dinámica humanizadora, sin caer en valoraciones nosográficas apresuradas.
Como se puede apreciar, las invenciones del psicoanálisis persisten indemnes y vigentes, recuperando la posibilidad de crear el espacio reflexivo de remanso y elaboración frente al imperativo histérico donde todo es perentorio.
En la actualidad nos debemos el rol de guardianes de los ataques al pensamiento, al hablar como acción, con efecto torrencial, sin pausa, sin tiempo ni lugar para la interrogación. En la actualidad la duda de la interrogación, eminentemente humana, está censurada por los efectos de la medicalización.
Nuestros espacios con el sujeto necesitan del valor ético que supone ocuparse de personas con historias y contextos, garantizando la circulación de la palabra en un medio desprejuiciado, donde se recupere la intimidad y la confianza de un vínculo de conversación que sea transformador. Para ello necesitamos seguir atentos a los ajustes de códigos conversacionales que nos permitan actuar en los malestares singulares e interesantes de nuestros “pacientes”.
En este sentido, creo necesario no perder “profundidad y dinámica” en el análisis del padecer humano, confrontando los modismos advenedizos del coaching o counseling, con su suave desliz de análisis consciente a manera de fast food que confronta con la digestión, necesariamente pesada, del psicoanálisis.
Sostengo con especial énfasis la posición de un psicólogo comprometido con su praxis, que no sea simplemente psicólogo, sino que viva como tal, con lucidez y sin abandonar los espacios de reflexión, donde “la escucha y la palabra” estén al servicio de la transformación y el desarrollo simbolizante del otro, gran empresa subjetivante, como vienen los tiempos, imprescindible.
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