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Lucho Zúñiga (Lima, Perú, 1978) recuerda que tiene nueve años de edad cuando, después de un apagón, a la luz de unas velas, su hermano mayor le pregunta si quiere escuchar un cuento. Ya había leído Pulgarcito, El gato con botas, Pinocho, Blanca nieves y los siete enanos. Espera algo parecido. Su hermano le lee los inicios de La Metamorfosis, de Franz Kafka, evento trascendental en su infancia. Desde entonces, improvisa mundos autosuficientes en pequeños cuadernos. En uno de ellos, un anciano, refugiado en un sótano durante la Segunda Guerra Mundial, escribe un poema en forma de escalera y pide a siete de sus descendientes escribir un libro inspirado en él. Nace así una logia llamada El Círculo Blum, la cual aparece en su primera novela.




Cuatro páginas en blanco
Primera edición electrónica: diciembre de 2020
© Lucho Zúñiga
© Paracaídas Soluciones Editoriales S.A.C., 2020
para su sello Narrar
APV. Las Margaritas Mz. C, Lt. 17,
San Martín de Porres, Lima
http://paracaidas-se.com/
editorial@paracaidas-se.com
Composición: Juan Pablo Mejía
Arte de portada: Augusto Carrasco
Retrato del autor: Nadia Cruz Porras
ISBN ePub: 978-612-48358-3-4
Se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio sin el correspondiente permiso por escrito de la editorial.
Producido en Perú
I. CUATRO PÁGINAS EN BLANCO

Cuatro páginas en blanco
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II. DOSSIER FEDERICO ALZUBIDE

El regreso de Federico Alzubide
«Cuatro páginas en blanco» es el texto más conocido de Federico Alzubide. Fue compuesto en el verano de 1925, mientras el autor, sentado en el muelle de Pacasmayo, observaba el mar. Apareció por primera vez en la antología Artefactos Literarios (Ed. Extramuros, 1927), la cual tuvo un tiraje de noventa ejemplares. El título hace referencia a las cuatro páginas en blanco que, precisamente, el lector encuentra al abordar el texto —si podemos decir que estamos frente a un ‘texto’ es porque existen elementos como emisor (Alzubide), receptor (el lector), plurisignificación (multitud de significados de acuerdo a la época y lectores), una intención (el vacío del relato busca un efecto en el lector), entre otros—.
Una de las primeras interpretaciones desfavorables del texto le pertenece al crítico Héctor Arrieta, quien escribe: «Si bien el aporte de Alzubide está incluido en una antología de vanguardia literaria, ni siquiera los lectores más afines a este movimiento podrán rescatar de él una señal de ruptura con la tradición»; agrega, además, que Alzubide «sólo consigue dos cosas con su aporte: el bostezo y la pena por el papel gastado».
También existieron críticas positivas, como la de Dámaso Villanueva, quien intenta demostrar que «Cuatro páginas en blanco» es la expresión de «un descontento por el estado actual de las cosas, donde el creador opta por el vacío, por dejar en el papel un espíritu puro, no contaminado por lo social, lo económico, lo político, ni siquiera por lo cultural». Veinticinco años después de la publicación de «Cuatro páginas en blanco», Robert Rauschenberg expone en la galería Stable de Nueva York su serie de Pinturas blancas: un grupo de paneles rectangulares totalmente vacíos. El pintor había explicado que dichos cuadros «eran afectados por las condiciones del ambiente», y que «jugaban con las sombras y la proyección de las cosas en la blancura del vacío». John Cage, un amigo músico del pintor, habló de ellas como «pantallas hipersensitivas [...] aeropuertos de la luz, sombras y partículas». Los críticos coincidieron en la idea de que el más mínimo cambio de luz y de atmósfera intervenía en la superficie de los cuadros.
John Cage, animado por la obra de Rauschenberg, compuso poco tiempo después 4’33” (Cuatro minutos, treinta y tres segundos), su pieza más conocida, a la cual muchos críticos se refirieron como «la pieza silenciosa», una obra musical en tres movimientos que no contiene nota alguna. En la propuesta de Cage, el material sonoro de la obra en verdad lo componían los ruidos ambientales que el espectador escucha durante esos cuatro minutos y treinta y tres segundos: una llamada telefónica en la habitación contigua, el canto de un pájaro, el golpe de las gotas de lluvia en la ventana, el susurro de los espectadores en el auditorio.
Una vez que los lienzos en blanco y las partituras sin música lograron demostrar su capacidad para ser parte de la historia del arte, los nuevos críticos culturales empezaron a revalorar la aparición de «Cuatro páginas en blanco» en la antología editada por Extramuros. Se comentaba que Alzubide era un visionario del arte moderno, y que la crítica que alguna vez lo condenó, tenía el deber de ponerlo en el lugar que le correspondía.
Ramiro Vásquez, en su libro de ensayos La vanguardia secreta de Lima (Ed. Thor, 1956), afirma que Alzubide «... aparte de intuir el concepto intelectual de ‘vacío’ en la música y la pintura que se daría veinticinco años después, aplicó con mucho tino lo que Duchamp había hecho con un urinal en 1917, bajo el concepto del ready-made. Cuando Duchamp coge un artículo de la vida cotidiana, como un urinal, y lo inserta en una exposición de museo bajo el título “Fuente”, lo dota de un nuevo significado, lo convierte en arte porque motiva al espectador a pensar diferente sobre ese objeto. Alzubide hace algo parecido: coge un elemento tan cotidiano como es un puñado de hojas en blanco y lo inserta en una exposición (la antología de vanguardia publicada por Extramuros). Y ahora, esas cuatro páginas significan algo diferente, necesitamos un pensamiento nuevo para poder apreciarlas. Opino que estamos ante el primer ready-made de la literatura universal».
Los suplementos culturales más importantes de los años cincuenta dieron a sus reporteros la misión de entrevistar a Federico Alzubide. Nadie lo consiguió.
Los antologadores de Contraliteratura (Ed. Cronos, 1961) decidieron contactarse con el autor de «Cuatro páginas en blanco» buscando el permiso para publicar su famoso texto en una nueva antología de literatura vanguardista. Encontraron una respuesta a través de la familia del escritor: una tarjeta postal de Moscú con el siguiente mensaje: «Cualquier persona puede declararse autor del texto que quieren publicar; no es necesario que me pidan permiso, ni que incluyan mi nombre». El texto apareció así en dicha antología, con el nombre de su autor. En la revista Calidoscopio (1965), se publica un artículo del crítico literario Martín Ojeda que investiga el origen de «Cuatro páginas en blanco»; para esto se reúne con el antologador de Artefactos Literarios, Carlos Baquíjano. A la pregunta sobre cómo llegó a sus manos el texto de Alzubide, Baquíjano responde: «La historia es así. Estamos en el bar Cordano, a principios de 1927. Carlos Oquendo de Amat está conversando con el dueño de la imprenta Minerva, Julio César Mariátegui. Oquendo le habla sobre unos bonos de preventa que está ofreciendo a amigos y familiares, buscando financiar la publicación de Cinco metros de poemas. Después, llega un joven poeta de diecinueve años llamado Rafael de la Fuente —que nos habló de su primer libro pronto a publicarse con el seudónimo de Martín Adán— y otros poetas cuyo nombre no recuerdo ahora. Uno de ellos empieza a leer un poema, luego el otro. Oquendo critica unos versos, De la Fuente se acaricia el mentón en gesto introspectivo. De repente, un joven con cara de haber tenido varios días de insomnio se acerca a nosotros. “Buenas noches, mi nombre es Federico Alzubide. Quisiera presentarles, si me lo permiten, un trabajo literario”, dice con voz calmada. Se le recibe cordialmente, saca unas hojas de su maletín y dice: “Es un texto que se llama ‘Cuatro páginas en blanco’. Lamentablemente, no lo puedo leer”. Se produce un silencio, a Julio César le da un ataque de risa, De la Fuente sonríe ensimismado, como si estuviera pensando en el mar. Oquendo exclama: “¿Acaso usted es un dadaísta?”. Alzubide responde: “Como diría Tristan Tzara, me parezco bastante simpático”. Entonces, nos hacemos amigos. Yo le comento que estoy armando una antología llamada Artefactos Literarios que incluye textos creacionistas, surrealistas, futuristas, y ligados a cualquier tipo de vanguardia literaria. Le digo que me gustaría leer escritos suyos. Él me habla de un viaje al día siguiente y me pide la dirección de mi casa pues está dispuesto a enviarme, con gusto, material para una posible publicación. Un par de semanas después, me llega un sobre desde Pacasmayo. Lo abro, y lo único que veo son cuatro páginas en blanco, con una nota que dice: “Este texto se llama ‘Cuatro páginas en blanco’, lo someto al criterio del editor de Artefactos Literarios para una posible publicación en dicha antología. Gracias por el interés en mi trabajo. Federico Alzubide”».
El artículo publicado en Calidoscopio impulsó a Ojeda a seguir buscando más información. Llegó a obtener el nombre de un amigo norteamericano que conoció a Alzubide cuando este viajó de Lima a Nueva York: Mark Donovan. Consiguió su dirección y le escribió una carta, la cual fue respondida. «Conocí a Federico en la Exposición Internacional de Arte Moderno, en Nueva York. Era el año 1913 y se presentaban más de mil doscientas pinturas de varios países. La galería I era la más visitada, porque todos querían ver pinturas cubistas. En esa época nadie las entendía, así que muchos visitantes hacían comentarios burlones de las obras, en especial de una de Duchamp: Desnudo bajando una escalera. Todos se preguntaban dónde estaba el desnudo pues todo lo que se veía era un movimiento abstracto hecho con trazos ocres y marrones. Federico estaba a mi lado, acompañado de su novia Beatriz. Lo vi aplaudir en medio del tumulto, con gesto admirativo. Alguien hizo un comentario sarcástico que produjo la risa de otros. Había mucha gente. Federico seguía aplaudiendo, Beatriz lo imitó. Mi prima y yo también. Éramos solo nosotros cuatro, aplaudiendo por unos segundos, hasta que se sumó un quinto, un sexto y, por alguna razón, sea por aburrimiento o por seguir el juego, todos empezaron a aplaudir y a reír; una pequeña fiesta dentro de la sala. Eso era lo que había provocado Federico».
En una nueva carta, Ojeda pregunta a Donovan si alguna vez Alzubide le habló sobre proyectos literarios: «Federico nunca me mostró ningún escrito suyo. Aunque recuerdo que tenía la idea de hacer una exposición en la que una sala imitara el espacio de una cafetería. Él estaría sentado en una mesa. Habría un letrero con el nombre de la obra: Poeta intentando escribir un poema en una cafetería. Su plan era estar allí, sentado durante horas. Justo antes de que cerrara la exposición, él escribiría. Me contó que quería hacer eso y es lo único que te podría decir sobre un proyecto literario suyo».
Estas entrevistas aparecerían publicadas en el primer libro de Ojeda: Federico Alzubide. Génesis y estructura de «Cuatro páginas en blanco» (Ed. Tractatus, 1990). En 1998, Editorial Dialógica publica una reedición de Artefactos Literarios, la antología donde, por primera vez, apareciera «Cuatro páginas en blanco»; el tiraje es de quinientos ejemplares y los editores proponen una intervención en las cuatro páginas vacías, invitando a pintores y poetas a rellenar los vacíos del texto de Alzubide con dibujos y poemas escritos a mano. Según la editorial, se trataba de un intento por revivir el concepto de «aura» enunciado por Walter Benjamin:
Mientras la obra de arte sea única, es decir, no sea reproducible técnicamente hasta tal grado que deje de ser importante si es el original o si es la copia, se le podrá ubicar dentro del contexto de la tradición. Esa tradición es desde luego algo muy vivo, algo extraordinariamente cambiante. Una estatua antigua de Venus, por ejemplo, estaba en un contexto tradicional entre los griegos, que hacían de ella objeto de culto, y en otro entre los clérigos medievales que la miraban como un ídolo maléfico. Pero a unos y a otros se les enfrentaba de igual modo su unicidad, o dicho con otro término: su aura1.
Editorial Dialógica publicó en la nota de prensa: «Al momento de intervenir las cuatro páginas de Alzubide con un elemento único e irrepetible (el trazo de un artista, el poema escrito a mano de un poeta), se logra el efecto de dotar a cada uno de los quinientos libros de la edición de un ‘aura’ que no podrían tener si fueran meros objetos reproducidos en una imprenta. Cada uno de los libros está numerado y, cuando uno los compra, está adquiriendo algo lleno de unicidad, algo vivo».
No se volvió a saber de un escrito nuevo de Alzubide hasta sesenta años más tarde de la primera publicación de «Cuatro páginas en blanco», cuando aparece el cuento «Eureka» en la antología Escritos perdidos en los bosques literarios (Ed. Klaxon, 1987). Allí se narra la historia del discípulo de un monje budista que le pide a su maestro que le entregue un libro útil para encontrar la iluminación. El maestro le entrega una hoja en blanco. Le dice que la pegue en la pared de su cuarto y que solo cuando termine de leerla, regrese. El discípulo cumple con la instrucción, buscando cada día el significado de la prueba. Regresa con el maestro y le dice que en la página en blanco podía leer sus propios pensamientos. El monje le entrega entonces tres hojas en blanco más, diciéndole que las pegue al lado de la primera hoja y las lea con detenimiento antes de volver con él. Pasa una semana, el discípulo regresa con su maestro. Le dice: «En la segunda hoja leí pensamientos de mi pasado, cuando era niño y competía con mis amigos en unas carreras que empezaban en el templo Saikin-ji, ubicado cerca del lago Biwa. En la tercera hoja leí pensamientos del presente, en los que estoy hambriento de iluminación y busco llegar al satori a través de largas meditaciones. Finalmente, en la cuarta hoja pude leer pensamientos sobre mi futuro, donde ya soy un maestro iluminado y tengo a varios discípulos escuchando mis consejos con atención». El maestro replica: «Si toda tu vida está en esas hojas, muéstrame cómo sería la existencia sin ellas». Entonces, el discípulo regresa a su cuarto, rompe las cuatro hojas y consigue la iluminación.
Los editores de Klaxon, cuando se les consultó sobre cómo llego dicho relato a sus manos, respondieron que semanas después de hacer la convocatoria para su antología vía Internet, les llegó un sobre con el remitente de Federico Alzubide y estampillas de la Guyana Francesa. Junto con el cuento venía una foto reciente de Alzubide —canoso y con bastón— en la que observa el mar desde un muelle.
1 Benjamin, Walter. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Madrid: Taurus Ediciones, 1973
El viaje
Soy Héctor, el sobrino de Federico Alzubide. Acabo de regresar de un viaje a Guadalajara. Allí estuve con Beatriz, la esposa de mi tío. En el lago de Chapala vertimos las cenizas del autor de las cuatro páginas en blanco, tal como era su primer deseo. El segundo deseo era que yo recibiera los mil microcuentos escritos a lo largo de su vida. Estaban reunidos en una caja de disquetes etiquetada con el título «Clarividencias». Una de las instrucciones de mi tío fue que el libro no se publicara con su nombre, sino con el de otro. También, que no publicara todos, quizá unos cien para empezar y, después, los que yo quisiera (al parecer mi tío era consciente del costo de publicar un libro con mil páginas de microcuentos). El tercer deseo era que invite a sus familiares y amigos a una reunión donde yo abriría, en frente de todos, un sobre cerrado con la inscripción «Cuarto deseo».
Mientras escribo estas palabras, veo por la ventana del avión el inmenso lago de Chapala. En el proyector están pasando una película a la cual no presto atención, no sé si es una comedia o un drama. El protagonista escribe una carta, en un avión, igual que yo. Quizá escribe una carta sobre un tío que le dejó en herencia un disquete con cuentos. Me da la impresión de que yo mismo soy un microcuento escrito por Federico Alzubide y que todo lo que veo fuera del avión es también una proyección: las nubes, la geografía, las pequeñas casas, el lago de Chapala y hasta las cenizas de mi tío que allí se encuentran, viajando entre las partículas del agua.
Entrevista con Héctor Alzubide
¿Por qué crees que tu tío te escogió para editar su libro de cuentos breves?
Quizá porque compartíamos varios gustos musicales y literarios, a pesar de que entre él y yo había una diferencia de casi cuarenta años. Cuando lo fui a visitar a Guadalajara, me preguntó «¿Has escuchado el último disco de Metallica?». Y quiero recalcar lo siguiente: un anciano de noventa años es el que me hace esa pregunta. Yo respondo que no, que solo he escuchado algunos temas en la radio. Entonces, saca un disco de vinilo, el Master of Puppets. ¿Te imaginas a un anciano poniendo ese álbum a todo volumen en su habitación? Mientras escuchamos las primeras canciones, me hace pasar a un cuarto donde tiene miles de discos de vinilo de todas las épocas. Observo láminas en la pared de varios artistas. George Harrison, Frank Zappa, Lou Reed y hasta uno con la carátula del Animals, de Pink Floyd. «Es mi favorito de la banda», decía. Después me lleva a su biblioteca, donde tiene miles de libros. Grandes secciones etiquetadas como «Literatura Alemana», «Poesía Francesa», «Literatura Latinoamericana». Hasta tenía una sección dedicada solo a Ezra Pound, con sus obras completas, y muchos ensayos de otros autores. Recuerdo, también, una etiqueta de «Ciencia Ficción Rusa». Había más variedad allí que en la biblioteca de Literatura de mi universidad.
¿En qué periodo escribió tu tío sus mil cuentos breves?
Son textos que, según me dijo en alguna conversación y espero recordarlo bien, escribió desde que tenía catorce años. Los fue recolectando en una caja de zapatos con la palabra «Clarividencias» escrita en la tapa. Redactaba un promedio de veinte por año.
¿Como un pasatiempo?
No me atrevería a decir eso. Es un problema cuando hablo de la importancia de los microcuentos de Alzubide, según su propio autor. Porque cuando se anunció que salía de imprenta un libro con cuentos breves de Federico Alzubide, ciertos críticos, entre admiradores y detractores, tenían mucha curiosidad por saber qué más tenía por ofrecer el autor de «Cuatro páginas en blanco», y yo no tengo claras cuáles eran las intenciones de mi tío. Nunca me dijo «mi intención es que mi libro logre el reconocimiento de la crítica» o «espero que se agoten varias ediciones». Cuando me entregó sus relatos breves para que yo los editara, lo único que dijo fue «debe haber alguno que valga la pena». Ahora recuerdo que un crítico comentó sobre la futura aparición del libro lo siguiente: «... esperemos que con este libro de relatos, Alzubide demuestre su capacidad para romper con ciertas estructuras literarias, como lo hizo cuando publicó sus famosas cuatro páginas en blanco». Yo creo que mi tío se hubiera reído de eso. Desde mi punto de vista, él nunca quiso romper con nada. (Se queda pensativo). Pero déjame contarte algo. Una de las últimas cosas que tío Federico me dijo fue: «Cuida esa caja de zapatos como si dentro de ella estuvieran mis cenizas». Con eso ya descartas lo del pasatiempo. En todo caso, era un pasatiempo en el que dejaba su cuerpo y su espíritu. Toda su existencia.
¿Alguna vez le preguntaste qué pensaba sobre la recepción crítica de sus cuatro páginas en blanco? Me refiero a las opiniones favorables.
Sí. Y lo único que hizo fue encogerse de hombros y decir «estoy agradecido».
¿Llegaste a corregir algunos cuentos con tu tío? Lo pregunto porque te nombró su editor.
Sí, en varios yo le hice comentarios. Un buen número no me gustaban del todo. «Si quieres, los eliminas; o los mejoras. También puedes agregar algunos cuentos tuyos», me dijo alguna vez. Así que hay algunos cuentos míos en el libro. Son menos de cinco, y no voy a decir cuáles son.
¿Y crees que en esos pocos cuentos eres un buen imitador de tu tío?
Espero que sí. Mira lo que él dice al respecto. (Trae el diario de Alzubide y se demora en buscar un fragmento). «Todos estos pequeños cuentos son peces en el mar. Tú también los puedes pescar, cualquiera puede hacerlo. En otras costas, alguien puede estar pescando peces muy parecidos. No me extrañaría que otros hayan visto el mismo pez y lo hayan pescado para un libro. Por eso no me puedo considerar muy original con ellos, y por eso no me preocupa que tú te dediques a pescarlos también».
¿Tienes algún fragmento favorito del diario?
Dame un par de minutos (...) aquí está: «Cuando era adolescente, recuerdo que era muy difícil publicar en una editorial. Pocas imprentas, pocos editores, pocas librerías. Setenta años después: muchas imprentas, muchos editores, muchas librerías. Las historias se multiplican. Va a llegar un momento en que se parezcan entre sí muchas de ellas. Ayer una máquina ganó a Kasparov2. Las combinaciones del ajedrez se suponían infinitas y, las mejores de ellas, manejables solo para una inteligencia humana. Ya no sucede esto. Mañana una máquina logrará hacer tantas combinatorias narrativas en su mente artificial, que no serán necesarios los escritores. La máquina lo habrá escrito todo».
Y entre los mil microcuentos de los disquetes, ¿encontraste alguno que se pareciera a otro escrito por alguien más?
Hay uno que se llama «Todos los recuerdos», que tiene mucho en común con la trama de la película El efecto mariposa. Mi tío lo escribió en 1942 según la fecha que puso al final del escrito, pero la película es del 2004. Por allí va una teoría de mi tío. Si escribía mil microcuentos durante su vida, en el año 2020 algunas historias de la literatura o el cine debían tener puntos en común con ellos. ¿Y qué pasará en el año 3020? ¿Existirá esa máquina que puede escribir todas las combinaciones posibles de la literatura? Todo esto es muy curioso porque él pensaba mucho en estas narrativas infinitas y, a la vez, su obra más conocida son cuatro páginas sin palabras.
¿Qué criterio utilizaste para la selección de cuentos de la primera edición? ¿Sabía tu tío de este criterio?
Para la primera edición no escogería los mejores cuentos según mi criterio, sino que pondría un combinado de los que me parecieron excelentes, muy buenos, buenos y normales; con esto quería dar la impresión de que, en las siguientes ediciones, al hacer una mejor selección, mi tío estaba mejorando. Como si estuviera vivo. (Risas). Él estuvo de acuerdo.
¿Tienes algo que decir a los nuevos lectores de Federico Alzubide?
No. Pero creo que mi tío, conociéndolo, hubiera dicho lo siguiente: «Mejor lean a Dostoyevski».
2 Se refiere a la partida entre Deep Blue —supercomputadora de IBM— y Gary Kasparov (10 de febrero de 1996) donde, por primera vez, un campeón de ajedrez fue derrotado por una máquina.
III. CLARIVIDENCIAS





