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La alegría subversiva
No
Chile-Francia-Estados Unidos, 2012
De Pablo Larraín
Con Gael García Bernal, Alfredo Castro, Antonia Zegers
En NO, prominente cuarto largometraje del cinepublicista y productor chileno de 37 años Pablo Larraín (Tony Manero, 2008; Post mortem, 2010), con guion de Pedro Peirano (ya presente en La nana), el exsocialista exiliado hoy exitosamente refugiado en la publicidad comercial más rancia René Saavedra (Gael García Bernal con acento santiaguino de súbito regiomontano) es convencido por su antiguo camarada hoy semiclandestino Urrutia (Luis Gnecco) para que asesore y prácticamente encabece la campaña del NO durante los quince TVminutos libres diarios (en cadena nacional pero en el peor horario e hipercensurados) que en 1988 ha autorizado a la oposición el dictador militar golpista Pinochet para decidir, por inusitado plebiscito motivado por la presión internacional, su permanencia en el poder de Chile, lo cual motivará una sagaz e ingeniosa lucha mediática, no basada en el dolor de muertos y desaparecidos y torturados y violencias cotidianas, sino en el arco iris de la alianza multipartidista y en la alegría de liberarse de la opresión (“¿Hay algo más alegre que la alegría?”), que confrontará al audaz estratega publicitario con su avieso jefe Lucho (Alfredo Castro) comandando en sus narices la contracampaña del SÍ e incluso con comandados suyos como su fotógrafo partidario respetuoso de la enfriadora línea radical Fernando (Néstor Cantillana), dejándolo solo para enfrentar amenazas, combatir tensiones y miedos (colectivos, propios), lidiar con su indómita exmujer activista aún deseada Verónica (Antonia Zegers) y proteger ante todo a su pequeño hijito Simón en asedios y represiones callejeras, hasta el apoteótico triunfo político final para todos tan ansiado pero imprevisto. La alegría subversiva entona un insólito canto encomiástico (o ¿autoencomiástico?) al lenguaje publicitario y a su semiótica manipuladora, como un discurso esotérico e iniciático, excluyente y atropellante, aunque hegemónico y todopoderoso, usufructuado en pródiga profusión hilarantes tomas epocales de archivo y rodando con cámara de época para obtener texturas deliberadamente granulosas, para dar la impresión exacta de esa “copia de una copia de una copia” en que se basa, por excelencia o por fatalidad, mecánica y temática e ideológicamente, contando con el eficaz apoyo de las editoras Andrea Chignoli y Catalina Marín Duarte y su gran capacidad de síntesis, mediante saltos espaciotemporales a lo bestia y a lo virtuosístico, de manera brillante, sistemática, arbitraria, discursiva, metaestética. La alegría subversiva acomete a la vez el retrato, la vivisección y el encomio ambiguo de un hombre acosado y atrapado por su oficio y por sus límites (los límites de un hombre son los límites de su lenguaje: Wittgenstein), y no es que la cámara de pronto y para siempre haya enloquecido de amor loco en la contemplación de Gael, con Gael en big close-up 80% del tiempo en pantalla y Gael hasta en la sopa, sino porque ese admirable especimen referencial más que protagónico pese a todo, heroico a su manera aunque contradictorio, está atrapado real y metafóricamente hasta por el encuadre: Gael preocupado o reflexivo o agitado o titubeante, Gael como león enjaulado dentro de planos cerradísimos. Y la alegría subversiva ha hecho la crónica ultrasubjetiva de un referéndum liberador y del desplome de una feroz dictadura latinoamericana (“Se acabó, ya cayó, ya cayó”), aprovechando un error de cálculo suyo, invirtiendo su prepotencia, revertiendo sus datos y llevándolos a sus últimas consecuencias, desmontando su lógica, derrotándola en su propio terreno, y todo ello a través de un ciudadano equis, ya de vuelta a su agua sucia, que sólo quería (¿o podía?) pasear sobre su patineta en libertad.
La argucia rescatista
Argo (Argo)
Estados Unidos, 2012
De Ben Affleck
Con Ben Affleck, John Goodman, Alan Arkin
En Argo, genérico film 3 del eminente actor-realizador californiano de 40 años Ben Affleck (tras el suspenso secuestrador de Desapareció una noche, 2007, y el suspenso barrial Atracción peligrosa, 2010), con férreo guion de Chris Terris basado en un reportaje de Jeshuah Bearman, el arrebatado comandante de la CIA experto en extracciones Tony Mendez (Affleck mismo) urde un plan al parecer descabellado para rescatar a seis empleados estadunidenses clandestinos en la buenaonda embajada canadiense en Teherán durante la revolucionaria toma de rehenes en la representación estadunidense exigiendo la entrega del odiado Sha y, aleccionado por el desternillante maquillista oscareado John Chambers (John Goodman) y el agrio productor en decadencia Lester Siegel (Alan Arkin), organiza una fuga bajo el disfraz-señuelo de falso equipo de inocua filmación aventurera para engañar agentes de los ayatolahs durante la riesgosa cita en el Gran Bazar y cruzar los infernales retenes aeroportuarios iraníes. La argucia rescatista recrea la crisis de rehenes de 1979 para revelar pormenores hasta hoy ocultos a la opinión pública y aprovechar con rutilante eficacia la moda paranoica del thriller de suspenso paramilitar, invocando en la teoría y desbordando en la trepidante práctica la lucidora opacidad del cine lacónico de Clint Eastwood, aunque confirmando su refulgente aunque superficial ideología conservadora, a partir de una concepción geopolítica que va de la justeza en la complejidad justiciera tercermundista del inicio antimaniqueo, al esquematismo caricaturesco de los ladrantes sabuesos iraníes en el aeropuerto. La argucia rescatista resucita los mecanismos de un suspenso múltiple, operando con virtuosística habilidad varias sorprendentes líneas de acción simultáneas, más cerca de la pluridimensionalidad de Stanley Kubrick (Casta de malditos, 1956) o John Frankenheimer (Domingo negro, 1977) que del unidimensional Alfred Hitchcock (En manos del destino, 1956), en paralelo rizomático y proliferante (gracias a la sagaz edición de William Goldenberg), que toma aire desde el asalto a la embajada visto desde la ventana para destruir documentos confidenciales, se aceita en la alternación monstruosa de los ensayos instructores en producción hollywoodense con los avances de las amenazas exterminadoras iraníes contra los espías yanquis, y estalla en la magistral secuencia con resonantes dimensiones corales del cruce del aeropuerto donde confluyen la confirmación de reservaciones al último minuto griffitheano, las barreras de identificación, los interrogatorios en farsi, la reconstrucción de fotos mediante documentos en tiritas y así, cortando el aliento, en la desazón cardiaca. Y la argucia rescatista reinventa la figura del héroe indómito, hecho para la situación límite, imponiendo su razón y la voluntariosa viabilidad de su iniciativa imposible sobre los miedos y reticencias de sus rescatados, sobre las decisiones arbitrarias de su organización e incluso sobre el presidente de Estados Unidos, siempre al final solo contra todo y contra todos, sólo sostenido por su sangre fría, su audacia y la confianza en el absurdo (“Sólo les pido que confíen en mí”), ciegamente visionario, tanto como la reivindicación, cual bombástica guerra instantánea, de un cine ciencia-ficcional pueril, a base de benditos alieniégenas y robotitos y superhéroes archicondecorados en la vida real.
La marginalidad irredimible
Elefante blanco
Argentina-España, 2012
De Pablo Trapero
Con Ricardo Darín, Jérémie Renier, Martina Gusmán
En Elefante blanco, destemplado séptimo largometraje del cuarentón bonaerense fundador del nuevo cine argentino Pablo Trapero (del fascinante minimalismo hiperrealista de Mundo grúa, 1999, y El bonaerense, 2002, al normalizado vigor genérico de Leonera, 2008, y Carancho, 2010), sobre un guion suyo y de Alejandro Fadel, Martín Mauregú más Santiago Mitre y con dedicatoria al sacerdote progresista Carlos Múgica que fuera abatido por la dictadura castrense en 1974, el enfermo pero aguerrido cura tercermundista vuelto villero porteño Julián (Ricardo Darín increíblemente sobrio) y su vulnerable amigo misionero belga Nicolás (Jérémie Renier) se han conocido en el traumatizante horror castrense centroamericano y ahora acometen un titánico trabajo social organizativo de anticorrupción entre (y a favor de) los miserables habitantes invasores del Elefante Blanco (un esqueleto de megahospital semiabandonado desde la época de la dictadura), antes luchando contra las represiones paramilitares o policiales y hoy además contra los narcotraficantes y sus cárteles, apenas auxiliados, ambos tenaces y estoicos religiosos, por la guapa asistenta-activista atea Lucina (Martina Gusmán), en quien se apoya, incluso amorosa y remordidamente, el cura extranjero cada vez que flaquea, que son muchas y todas expansivas, contagiosas, rumbo al sacrificio inútil o al punitivo retiro espiritual. La marginalidad irredimible avanza con ritmo trepidante, virtuosística fotografía de Guillermo Nieto acosada en covachas inmundas o por laberínticas callejuelas, e hinchada / henchida / chida música repetitiva del inglés Michael Nyman, en estridente y ampulosa marcha en planos largos contra jerarquías e instituciones, hasta el respaldo de violentísimas tomas por asalto, hacia ninguna parte, al parecer sin otro objetivo que morderle la cola narrativa al drama edificante. La marginalidad irredimible se concentra en atufar la imposibilidad de ensotanada redención social, recibiendo en plena cara el tufo colectivo, intentando transformarlo y sustituirlo por otro menos visceral, ahora reverente y bienhechor, si bien insostenible, comprometiendo a la fe y avinagrando tanto al relato como a sus héroes límite. Y la marginalidad irredimible termina construyendo a duras penas, constituyendo con dureza el estudio más pesimista concebible sobre el desespero y la trituración personal, más acá de todo enfoque humanista sobre la jodidez y más allá de cualquier apuesta apostólica o alcance ideológico y político simplistas, en la antiinercia de la inerme bondad inane (“No es lo mismo la violencia de ayer que la de hoy, pero nuestro amor sí que es el mismo”).
La cloaca elegiaca
Una luz en la oscuridad (W ciemnosci / In Darkness)
Polonia-Alemania-Canadá, 2011
De Agnieszka Holland
Con Robert Wieckiewicz, Benno Fürmann, Agnieszka Grechowska
En Una luz en la oscuridad, sordo y potente aunque destemplado opus megalómano 16 de la no siempre aberrante ave errante varsoviana de 63 años Agnieszka Holland (luego de Beethoven, monstruo inmortal, 2006, y Janosik, una historia verdadera, 2009), con guion de David F. Shamon basado en la novela En las alcantarillas de Lvov de Robert Marshall sobre hechos reales, el rústico inspector polaco de alcantarillado Leopold Socha (Robert Wieckiewicz) descubre en 1943 a un numeroso grupo de judíos guarecidos con sus familias en las cloacas y selecciona a once de ellos, como el temerario adúltero Mundek (Benno Fürmann) con su mujer de repuesto pronto embarazada Klara (Agnieszka Grechowska), un rabino martirizable y una señora Chiger (Maria Schrader) con dos niños, a modo de apóstoles escogidos para alojarlos en un rincón más seguro del lugar y alimentarlos a cambio de una suma diaria o joya sucedánea, inubicables e itinerantes, pero sin poder salir, entre huidas, miniexterminios, cruentas represalias e inundaciones, hasta el fin de la guerra. La cloaca elegiaca se expresa con eminencia mediante la movilidad del inframundo, la omnipresencia de las ratas entre los refugiados-ratas y las fulgurantes imágenes de Jolanta Dylowska, con tufo visual a letrina, luminoso vuelo místico a ráfagas de linternas y claustrofobia dentro de encuadres cerrados o anómalos incluso en exteriores, porque el holocausto subterráneo era también subcutáneo. La cloaca elegiaca invoca al primer Andrzej Wajda (Kanal, 1956) y al cómico surrealista silente Onésime para enmendarle la plana revisionista como películas-summa a La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993) y a El pianista del compatriota Roman Polanski (2002), a base de antilugares comunes genéricos: asesinas selecciones internas consentidas, traiciones sobre traiciones, rituales hebreos bajo los ritos de la iglesia católica, inusitadas entradas y salidas indagatorias al campo de concentración en Jablonska, o así. Y la cloaca elegiaca reinterpreta el holocausto polaco cual epopeya dramática a espasmos y vagidos mentales de la vieja toma de conciencia, al despertar la responsabilidad de un infeliz explotador extremo que acabará fingiendo recibir (los mismos) billetes como paga semanal, intentando adoptar con su encabronada esposa obesa Wanda (Kinga Preis) al bebé recién nacido ya deliberadamente asfixiado por su propia madre, mostrando la calle desde una alcantarilla a la niña de los zapatitos rojos para calmarla y exultando al emerger de las profundidades, el primer día de la paz, como cualquier víctima victimológica.
El martirologio antifranquista
La voz dormida
España, 2012
De Benito Zambrano
Con María León, Imma Cuesta, Marc Clotet
En La voz dormida (España, 2012), tercer largometraje del celebrado andaluz también miniserialista procastrista de 47 años Benito Zambrano (Solas, 1999; Habana Blues, 2005), con guion suyo y de Ignacio del Moral basados en la novela homónima de Dulce Chacón, la sirvientita inmigrante cordobesa Pepita (María León conmovedoooramente rústica hasta la idiotez) se convierte sin querer en contacto clandestino de una gavilla idílica de partisanos antifranquistas para enamorarse de uno buscadísimo de ellos apodado el Chaqueta Negra (Marc Clotet) hacia 1940, mientras su aguerrida hermana comunista Tensi (Imma Cuesta) puja en trabajos de parto y es fusilada dentro de la cárcel sólo con derecho a tiro de gracia. El martirologio antifranquista se gasta la simpleza de cambiarle tufos y postura al chantajazo sentimental más abyecto y edificante, ahora contenido y procomunista memorial, pero mono se queda, así canten la Internacional las presas a coro cada vez que la fotografía negruzca de Álex Catalán ejecuta camaradas, o éstas se nieguen a besarle los pies al Niño Jesús para satisfacción de una sádica monja navideña. Y el martirologio antifranquista entona un himno neoliquidacionista a la entereza y la resistencia en clave de éstas fueron las consecuencias de una guerra civil que pudo evitarse porque nunca tuvo razón de ser, gracias mil, por lo que se saca de la manga una carcelera buenaonda para que la condenada a muerte logre desgarradoramente amamantar a su bebita, y luego una carta en off, desde la época actual, en voz aún dormida de la misma bebé ya crecidita, evocando el sublime romance feliz de sus tíos-padres, con acento gitanillo de Lola Flores y barba partida de Rubén Rojo, cuyo noviazgo sólo tuvo tres besos y una heroica hasta hoy oculta guácala eterna.
El linchamiento moral
La caza (Jagten)
Dinamarca-Suecia, 2012
De Thomas Vinterberg
Con Mads Mikkelsen, Thomas Bo Larsen, Annika Wedderkopp
En La caza, séptimo largometraje del propulsor de la innovadora llamarada cinerradical Dogma ‘95 de apenas 43 años Thomas Vinterberg (Festen, la celebración, 1998; Dear Wendy, calles peligrosas, 2005), con guion suyo y de su coadaptador habitual Tobias Lindholm (se oyen exasperados ecos temáticos del insuperable fraternal Submarino, 2010), el rústico y solitario aunque sensible profesorcito desintegrado por el divorcio Lucas (Mads Mikkelsen con rictus de zozobra perpetuo) ha logrado a duras penas cierto equilibrio, tras refugiarse en la cacería comunal de venados, en el amor naciente hacia la angloparlante auxiliar lanzadaza Nadja (Alexandra Rapoport), en la comprensión solidaria de su hijo adolescente Marcus (Lasse Folgelstrom), en un jardín de niños donde ha establecido una admirable relación simbiótica corporal-emotiva con los párvulos, y en la amistad con el agreste barbudo Theo (Thomas Bo Larsen) cuya tierna hijita sólo preocupada por no pisar raya en el suelo Klara (Annika Wedderkopp) no tiene empacho en insinuar a la severa directora del colegio Grethe (Susse Wold) que el querido mentor le ha mostrado su miembro en trance de apuntar el cielo, clavando con esa mentira infame una atroz duda colectiva y provocando la expulsión del maestro, el feroz repudio por parte de todos los moradores del atrasado pueblaco danés profundo, el encarcelamiento del sospechoso y el tener que soltarlo, pues los niños unánimemente denunciaban toqueteos en un sótano inexistente, sin que eso concluya el acoso. El linchamiento moral se conjura homeopática y casi mágicamente hasta que el agredido combate a los agresores con sus mismas armas, a golpes e increpando airadamente a sus antiguos amigos durante el servicio religioso de Navidad, para acabar haciendo las paces con la niña embustera y reivindicando su figura. El linchamiento moral aborda a modo de fábula avinagrada, con fondo trágico y moraleja, los magnos temas de la persecución sexual y el rechazo por prejuicio social, desde una perspectiva victimológica, donde el acoso por avances pederastas lo sufre un inocente metahitchcockiano, y no un culpable, a diferencia de Festen, film del que La caza representa muy deliberadamente una antítesis dialéctica, en tono y forma antiDogma ‘95, con cámara normalizada, pero con su mismo espíritu microrrealista, antihollywoodesco, desgarrador desgarrado y arrasadoramente crítico. El linchamiento moral propone como virtuosísticas cualidades narrativas y fílmicas mayores el rigor en la intensidad emocional, el recogimiento hiperpúdico, la indemostrable pero tácitamente presumible inocencia del personaje, la valerosa vigencia de la ecuación Violencia = Brutalidad + Valores Masculinos, la ambigua complicidad con la inteligencia del espectador, la crueldad inherente a la humanísima naturaleza del prejuicio, la vivisección del bullying entre adultos a nivel de puñetiza en el súper, el arte de la elipsis elegante cual renovado Lubitsch Touch dramático (elipsis de la limpiada al chavito en el mingitorio, elipsis del asesinato de la perrita más tierna que los malditos infantes), o la posfreudiana creencia en la perversidad polimorfa de tus niñitos angelicales quedando bien con los mayores. Y el linchamiento moral culmina como una doble metáfora irónica sobre el paraíso machista perdido y recobrado, una alegoría bifurcada y contradictoria, un resarcido continuum ininterrumpible del eterno retorno virilista, pues al año siguiente de lo acontecido, por un lado estará la gozosa y tabernaria investidura ritual del nuevo cazador machito Marcus heredando alborozado el simbólico rifle-falo de su padre, y por el otro lado estará la constatación de un daño perpetuo en Lucas imaginariamente fulminado por otro cazador irreconocible por solarizaciones a contraluz que lo hace identificarse con cierto cervatillo indefenso en el bosque, porque quien haya padecido un linchamiento moral (hoy práctica normal y cotidiana entre los tuiteros) nunca volverá a ser el mismo de antes, aunque parezca o demuestre haber sobrevivido incólume.
El operativo ilusorio
La noche más oscura (Zero Dark Thirty)
Estados Unidos, 2012
De Kathryn Bigelow
Con Jessica Chastain, Jason Clarke, Kyle Chandler
En La noche más oscura, fascinante noveno largometraje-shocking de la belicosa californiana amante de la oscuridad de 61 años Kathryn Bigelow (Cuando cae la oscuridad, 1987; Días extraños, 1995), con guion original de Marc Boal basado en hechos reales debidamente ficcionalizados y trastocados, cuatro años después de los atentados del 11 / 01 por miembros de Al-Qaeda la inexperta joven rubia agente de la CIA Maya (Jessica Chastain de engañosa mirada infantil) es destacada a una oficina en Pakistán donde acompaña en sus ilegales pero generalizadas tropelías interrogadoras a su desalmado colega Dan (Jason Clarke) ante el terrorista infeliz saudí sometido a salvajes torturas Ammar (Reda Katab) gracias al cual una vez quebrado sabrá de la existencia de un Abu Ahmed que sería mensajero de Osama Bin Laden, dato que la obsede al grado de suspender todo asomo de vida personal y dedicarse en exclusiva a seguir esa débil pista durante casi una década, hasta un inesperado esperadísimo éxito final. El operativo ilusorio registra y observa como en atronadora crónica periodística un impecable implacable avance de pesquisas que cortan el aliento en trepidantes episodios de acción violenta, fílmicamente resueltos de cien maneras distintas, demostrando que a una ficción desmontaminas (Zona de miedo de Bigelow, 2008) sólo puede seguir un relato siembraminas, entre nuevos atentados menores y sobreviviendo la misma agente a dos de ellos (en un hotel Marriot, en calles peligrosas para cualquier yanqui), entre tropiezos y enfrentamientos con su escéptico jefe superior pronto despedido sin más Joseph Bradley (Kyle Chandler), perdiendo amiga y contactos y presa creíble, hasta identificar a su perseguido como el hermano idéntico de un sospechoso ya muerto, obtener el paradero de su madre mediante el soborno con auto Lamborghini a un kuwaití, localizar una fortaleza donde podría estar el mismísimo terrorista mayor, insistir aún por varios meses pintando y borrando furiosa el número de días con plumón rojo en una puerta de cristal, convencer de su hipótesis en Washington al mismísimo gordazo director de la CIA (James Gandolfini), compadecer al presidente Obama fingiendo TVignorancia sobre las vesánicas prácticas de investigación, amadrinar desde una base en Afganistán a los helicópteros de asalto invasor cerca de Islamabad e identificar como Bin Laden al archicustodiado difunto que acribillaron en el tercer piso. El operativo ilusorio arranca con el espectáculo de la atrocidad justificada / omnijustificatoria para hacer el elogio de la tenacidad y la sangre fría femeninas, ese misterioso estoicismo de una gran heroína manejada como signo vacío, pero curiosamente más expresiva y dramática que cualquier protagonista oscareable. Y el operativo ilusorio impone contra la razón y por la fuerza una estética del indiscernible evento elíptico y el espacio en negro, con el 11 / 01 reducido a murmullos / gritos / despedidas por celular en off sobre pantalla oscura y la toma de la fortaleza a través de fantasmales luces ultravioleta espaciadísimas, como si el máximo thriller bélico sólo fuera posible a través de la decisión, la soledad y el hundimiento en el fracaso y la oquedad.
La fusión absurdoacústica
Las marimbas del infierno
Guatemala-Francia-México, 2010
De Julio Hernández Cordón
Con Alfonso Tuche, Víctor Hugo Monterroso, Roberto González Arévalo
En Las marimbas del infierno, opus 2 del autor completo guatemalteco-estadunidense de 35 años en el mexicano CCC formado Julio Hernández Cordón (Gasolina, 2008), el oculto marimbero extorsionado por la Mara guatemalteca don Alfonso Tuche (él mismo) sólo puede rescatar del desastre de su antigua existencia a su amado aunque aparatoso instrumento tradicional, y va a reaparecer tres años después, corrido (por incosteable) de sus chambas en baldíos restaurantes de hoteles de lujo, penando en busca de fichas (dineros), refugiado en una bodega de mercaderes, acompañado por un inútil joven ahijado cementoso ultraignorante apodado El Chiquilín (Víctor Hugo Monterroso) y planeando en resurgir como músico gracias a su brillante idea de fusionar su noble instrumento ancestral con la banda metalera del exigentísimo greñudo Blacko (Roberto González Arévalo), pero la venta irresponsable del imprescindible instrumento obligará al viejo ejecutante a robarse una marimba diminuta y al nuevo conjunto a enfrentar una infinita serie de humillaciones y dificultades, sin conseguir nunca debutar en público, hasta disolverse. La fusión absurdoacústica incide, como el primer film del realizador, en un hiperrealismo minimalista radical y siempre veladamente crítico, cobrando mayor autoconciencia en virtud viciosa de sus imágenes parcas, inmóviles, semivacías, donde la acción principal se prolonga hacia inmostrables fueras de campo y donde el envejeciente héroe ensimismado, antiglamouroso y varado, establece de continuo tensas relaciones conflictivas con el espacio imaginario (interrogado desde un off docuficcional acerca de su inicial condición extorsionada, patizas inmostrables o acaecidas por elipsis), patéticamente despojado de su herramienta de trabajo como cualquier obrero repartidor de carteles de Ladrones de bicicletas (Vittorio de Sica, 1948), aunque valerosa y kafkianamente resistiéndose a su inevitable lumpenización. La fusión absurdoacústica confía, a diferencia de la seriesísima y grave vivisección socioantropológica de la anterior Gasolina de su original realizador, en la dimensión humorística espontánea, inmediata, casi diríase innata, de sus ridículas y consecuentes tribulaciones guatemaltecas, ese humor que nace de criaturas tierna y precozmente abestiadas que hablan de “vos” y con voz de chiapanecos marimberos, pero jamás envilecidas ni tan violentas ni brutalmente subrepticias como las mexicanas, sino como entes ingenuos, deliciosos, siempre conscientes de sus limitaciones folclóricas y existenciales a la vez, encabezados por nuestra postposneorrealista víctima de los ladrones de marimbetas en ese entorno fanatizado por una omnipresente miríada de sectas religiosas, y bien secundado por ese hirsuto médico impostor aunque delirante roquero autoritario con facha de residuo flagrante de mejor época setentera, por ese hilarantemente inepto Chiquilín con cara de vapuleado Hombre Elefante ostentando parche punitivo en un ojo pero aún así soñándose rapero biblicoinfernal, o por esa explotadora sexogalana incidental que eróticamente se excita drogada hasta la madre ya brincoteando en pantimedias sobre el colchón. Y la fusión absurdoacústica traza una verdadera metafísica de la marimba como objeto marcado por un incontenible amor loco, signo regional invaluable, tesoro privado resistente a toda privación, sobrevivencia sonora de un pasado ya arcaico, lastre y estorbo, lenguaje otro vuelto intransferible, instrumento dúctil aún capaz de renovadoras fusiones insólitas y agradables que parecerían imposibles, fetiche de acústica celestial que se torna voluntariamente diabólico al integrarse con otros instrumentos musicales y resurgir adornado mediante blanquísimos diablitos alados más bien angelicales, o así, hasta lucirse por última íntima vez y tener que salir en fuga de friega para no pagar la cuenta de la empobrecida cervecería nacional.