Memorias de una niña Alba

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Por la puerta se asomó una niña de unos dieciséis años que llamó a viva voz.
—¿Quién es la Aurora? —preguntó, alzando una mochila que reconocí enseguida.
—Soy yo —dije levantando el brazo y caminando hacia ella.
No supe de qué manera aterricé en el suelo. Sentí escozor en las palmas de mis manos, que instintivamente trataron de frenar mi caída. Escuché una risa burlona coreada por el resto de las internas. Mis ojos se llenaron de lágrimas y quise quedarme ahí.
De pronto sentí unas manos ayudándome a levantar. Alcé la vista y se trataba de la mensajera que traía mi mochila. Me levanté y ella puso en orden mi ropa. No sé qué expresión debo de haber tenido, porque me acarició la mejilla y me dijo:
—No les hagas caso.
Me limpié las incipientes lágrimas con la manga de mi sweater y tomé la mochila en mis brazos. La niña se dio vuelta hacia la mesa al lado nuestro, donde estaba sentada mi compañera de mesa en el comedor.
—No te pongái weona o te voy a acusar bien acusá. Ya sabí' lo que pasa cuando las viejas se enojan —amenazó a la interna apuntando hacia su rostro con el dedo índice.
—Si era una broma no más, y se cayó de pura casualidad —le contestó la niña.
No me atreví a mirarla a los ojos. Tampoco a Margarita. Qué vergüenza que viera a su hermana así, pensé, humillada, llorando y temblando de miedo.
—Casualidad te voy a ser, asopá. Erí' harto más grande po.
—Ya oh, si la voy a dejar tranquila.
Mi mensajera salvadora, me ordenó el pelo, dio media vuelta y se fue.
Me apresuré para estar de vuelta con Margarita, aunque estaba consciente de que tras mío, unos pasos seguían los míos. Nunca antes debí defenderme de alguien. Solo de mi papá, cuando nos pegaba, pero ese era otro cuento, porque de él no podía defenderme, solo hacerme una bola y esperar, o al menos, eso era lo que nos contaba nuestra mamá.
Sentí un escalofrío cuando mi perseguidora posó sus dedos en mi pelo. Esperé el dolor en el momento en que lo tirara, pero no ocurrió. Así que me di vuelta hacia ella y bajé la mirada a la espera de su reacción.
—¿Te lavaron el pelo con cloro? —me preguntó entonces.
—No, mi pelo es así —dije.
—¿Y esa chola es tu hermana? —dijo señalando a Margarita, que se avergonzó al sentir las miradas de todas las que estábamos ahí.
—Sí —dije, con un nudo en la garganta—, pero no es na chola, se llama Margarita.
—Pero no parecen na hermanas po. Ella es negra y gorda, y tú erí' bien rucia.
—Pero igual somos hermanas, y no es na negra, ni gorda —dije al momento en que se me quebraba la voz.
Tan grande y fuerte me había sentido, hasta ese momento. Junté las manos y no supe qué decir. Dejé la mochila en el suelo y a paso firme corrí hasta Margarita que lloraba en silencio. La abracé, la abracé tan fuerte como pude. Sentí miedo, ya no podía protegerla. Tampoco a mí.
—Vamos al baño —le dije tomándola de la mano.
Ella no me respondió, solo movió la cabeza de manera afirmativa y tomó de mi mano con fuerza. Caminamos despacio entre las niñas que nos miraban y se reían mientras se decían no sé qué al oído. Yo solo miraba al frente y mi cuerpo temblaba de miedo. Esperé, durante todo el trayecto hacia la puerta, algún golpe o empujón, pero nada pasó, solo las risas hacían eco y competían con el sonido fuerte y rápido de mi corazón.
Giré el pomo de la puerta y ambas salimos hacia el baño. No aguanté la presión. Una vez enfrente de los lavamanos, lloré. Lloré sin consuelo. No pensé en Margarita. Solo en mí y en mi pena. Odié a mi mamá por habernos dejado ahí. Imaginé que entraría por la puerta y nos diría que todo estaba bien, que venía a buscarnos. Imaginé que la pared del baño desaparecería y veríamos una luz cegadora por donde bajaría una figura paternal con los brazos abiertos para abrazarnos. Imaginé que ese Dios, al cual tanto había rezado en situaciones anteriores, nos iba a rescatar.
Sin embargo, nada pasó. No fui madura. Lloré hasta que mis ojos se hincharon y ya no me quedaron lágrimas. Cuando la neblina de mis ojos se disipó y comencé a ser consciente de mi alrededor, me di cuenta de que mi hermanita me abrazaba por la cintura fuertemente. Tenía los ojos llorosos que me miraban con compasión. La abracé y se cobijó en mi vientre tembloroso.
—No eres negra ni gorda —le dije con ternura—. Cuando venga la mamá el fin de semana, le vamos a decir que no queremos estar acá.
—Me quiero ir ahora.
—No podemos. La mamá se fue a la casa.
—Llámala fuerte, como la llamábamos cuando salía y no volvía rápido, ¿te acuerdas? Cuando nos dejaba solos y tú nos cuidabas.
—Me van a retar si grito ahora.
—No quiero estar acá —gritó Margarita golpeando el suelo con un pie.
—Yo tampoco.
Estuvimos harto tiempo en el baño. El suficiente para analizar si salir o no. Me lavé la cara, me enjuagué la boca y refresqué mis manos.
5
El alboroto en el baño antes de acostarse era colosal. Una monja nos vigilaba desde la puerta mientras nos lavábamos los dientes. Descubrimos que teníamos cepillos nuevos y estaban marcados con nuestros nombres, junto al de todas las demás.
Cuando las internas terminaban de asearse, iban poniéndose en una fila frente a una monja, a la cual no había visto antes en todo el día. Había tantas de ellas, me preguntaba de dónde salían.
Terminamos de lavarnos, y con Margarita seguimos a la masa y nos pusimos a la fila. A medida que fuimos quedando menos, me di cuenta de que avanzábamos hacia la toalla. Por raro que parezca, era así. La monja iba pasando la misma toalla a cada niña, la cual se secaba bien antes de que le tocara el turno a la siguiente. Cuando llegó el nuestro, la monja nos miró con extrañeza y se dirigió a mí.
—¿Cómo te llamas? —preguntó con voz cortante.
—Aurora —respondí con un hilo de voz mirando hacia el suelo.
—¿Y esta otra? —inquirió, señalando a mi hermana.
—Margarita —respondí.
—Séquense rápido.
Tomé la toalla y sequé a Margarita la cara y manos. Entregué a la hermana la toalla y ella con un movimiento de brazos llamó a una persona que se encontraba a la salida del baño, desde cuyo ángulo no alcanzaba a ver. Por la puerta entró una de las niñas grandes del hogar. Debió haber tenido unos diecisiete años de edad.
—Lleva a estas dos a los dormitorios —le indicó a la joven.
—¿A cuál? —preguntó la interna.
—Tú, ¿qué edad tienes? —preguntó la monja, mirando a mi hermanita. Margarita se asustó y no respondió.
—Tiene cuatro —dije sin pensar.
—¿Y ella no sabe hablar? —me dijo la monja con cara de pocos amigos. Yo no respondí, solo miré el piso. —Te pregunté cuántos años tienes. —dijo otra vez.
—Cuatro años —respondió mi hermanita, que rompió en llanto.
—¿Acaso alguien te pegó? —volvió a hablar la hermana.
—No —respondió Margarita.
—A la de cuatro al segundo piso, la otra aquí arriba. Que les asignen un litera —dijo la monja dirigiéndose a la interna.
Apenas escuché que iríamos a pisos distintos me prendí a mi hermana con fuerza.
—La hermana Carmen nos dijo que íbamos a dormir aquí y que elegiríamos una cama juntas —dije otra vez sin pensar.
—¡No pueden dormir juntas! Cada una va con las de su edad —interrumpió la hermana—. Avancen mejor será. La Sandra las va a llevar
Margarita se aferró a mi cintura y lloraba desesperadamente al escuchar lo que pasaría. Sandra nos tomó del codo a cada una y nos empujó a la salida.
—Oye, Karen, llévate a esta al segundo piso, la hermana dijo que le asignen una litera —dijo la interna, dirigiéndose a otra de las niñas—. Yo me llevo a esta otra pa’ cá.
Margarita se apegaba a mí con más fuerza y lloraba, como si eso pudiera impedir que nos separaran. Yo la abracé sin intención de soltarla, pero nuestra lucha duró poco. Entre las dos adolescentes lograron separarnos y Karen desapareció con Margarita escalera abajo. Yo la escuchaba gritar, y lloraba al compás de sus lamentos. Traté de bajar las escaleras a su encuentro, pero sin darme cuenta, ya estaba siendo arrastrada al dormitorio. Me arrastré y pataleé lo más fuerte que pude para zafarme, hasta que sentí que casi me arrancaban el pelo.
—¡Quédate callá, cabra weona, o te vuelvo a tirar el pelo! —me gritó Sandra.
No reaccioné, solo abracé mi cuerpo y lloré. La joven me levantó del piso tirando de mi ropa y a empujones me introdujo en el dormitorio. Yo trataba de apagar mi llanto. Me escuchaba sollozar, gemir, sufrir, pero no podía controlar las lágrimas. Con el último empujón, me vi mirando la punta de unos zapatos que aparecían por debajo de un manto negro. Supe en seguida que era una monja. No levanté la vista. No me atrevía a mirar.
—¿Cómo te llamas? Deja de llorar —ordenó la hermana.
Mi llanto cargado de sollozos impedían que pudiera articular palabra.
—Mírame cuando te hablo. Deja de llorar y dime cómo te llamas —volvió a exigir.
Solo me quedé ahí, parada frente a ella sin poder hablarle ni mirarla. Mi cuerpo temblaba y el nudo en mi garganta crecía cada vez más.
—Sácate los calzones altiro —espetó la monja.
Yo no sabía si había escuchado bien. No quería sacarme los calzones. No fui capaz de moverme. Tampoco era consciente del lugar en donde estaba.
—¡Sácate los calzones ahora! —gritó la monja al mismo tiempo en que golpeaba algo a su lado.
Mi cuerpo saltó asustado y, por fin, pude levantar la vista. La nueva y desconocida hermana me miraba con ojos furiosos desde su altura. Rehuí su mirada y fui capaz de observar a mi alrededor. Me di cuenta de que al menos había unas treinta niñas mirándome. Todas estaban en una fila. Todas cubiertas tan solo con un calzón. Posé la vista a mi costado izquierdo y divisé una pila de calzones. Luego miré otra vez a la monja, que esperaba impaciente que hiciera lo que me había ordenado.
—Todos los días, después de lavarse los dientes, deben hacer una fila justo aquí —dijo señalando el lugar donde estaba parada—. Todas sin ropa. Dejas tu calzón sucio en el montón de ahí. —Indicó el montón de ropa interior que ya había visto—. Y yo les voy pasando uno limpio. Cuando te lo pongas, te cambias a la fila del lado y te pasarán una camisa de dormir. ¿Escuchaste?
Yo trataba de asimilar lo que me decía. Pensé en que no quería sacarme el calzón delante de todas las niñas. En ese momento, la única palabra que se me ocurría era vergüenza. Volví a mirar a la monja. No sé qué expresión tenía mi rostro. Debió haber sido de gran desconcierto, porque la mujer me arrancó los brazos con fuerza del pecho, con rabia tiró de mi polerón hasta dejarme desnuda la parte de arriba. Yo sollozaba y trataba de taparme. Se agachó a mi altura y bruscamente me desabrochó el botón del pantalón, los bajó hasta mis tobillos y me ordenó levantar los pies. Cuando ya me tenía casi desnuda, jaló de mi ropa interior hasta el piso y nuevamente tuve que levantar un pie y luego el otro. Trataba de cubrirme los genitales para que el resto de las internas no me vieran. La monja me tiró un calzón que tomé con rapidez y me lo calcé. Una vez cubierta, me tomó del codo y me ordenó que avanzara hasta la otra fila. Caminé encorvada, tratando de cubrir mi torso. Avergonzada. Herida. Con miedo. Me situé al final de la fila mirando al piso y avanzaba cuando veía alejarse los pies de la niña que estaba delante de mí. Sentía las miradas de mis nuevas compañeras cuando pasaban a mi lado. Yo las miraba de reojo por detrás de la neblina que formaban mis propias lágrimas.
Cuando por fin llegó mi turno, tomé con rapidez la camisa pijama que me tendió una de las niñas grandes y me la puse de prisa. Caminé hasta ponerme a su lado porque no sabía dónde debía ir.
Desde ahí tuve mejor vista hacia el dormitorio. Era el mismo que habíamos conocido durante nuestra llegada. Todas las internas me miraban y se susurraban cosas en el oído.
—Que ocupe la última litera —le indicó la hermana a la joven que me entregó el pijama.
La niña me tomó suavemente del hombro y me condujo hasta la última litera a mano derecha, justo al lado de las ventanas. Cuando estuvimos a los pies de la cama, ella me cedió el paso.
—Tu cama será la de arriba, puedes subir por ahí —dijo, mostrándome una pequeña escalera al costado de la litera.
Yo respondí con un movimiento de cabeza y subí rápidamente. La niña se marchó y quedé sentada encima de mi nueva cama. No me di cuenta de si en la parte de abajo de la litera había alguien más, no me atreví a mirar. Desde mi lugar podía ver la hilera de camas que estaban frente a mí. Algunas de mis compañeras me dedicaban miradas y apartaban la vista cuando yo las miraba.
—Acuéstense todas y a dormir —mandó la voz de la monja.
Levanté las frazadas y me tapé. Me sentí protegida, como si debajo de las sábanas nada ni nadie hubiese podido dañarme. Pensé en Margarita, imaginé que debió haberlo pasado peor, pues ella no llevaba ropa interior. Su vergüenza debió haberse multiplicado por mil. De pronto la luz se apagó y el murmullo cesó de golpe. Desde pequeña temía a la oscuridad y mi cuerpo comenzó a temblar de miedo. Mis lágrimas volvieron a brotar y ahogué mis gemidos con la almohada. Vi un rayo de luz reflejado en la pared y seguí su recorrido para saber de dónde provenía. Mi alegría fue inmensa cuando me di cuenta de que detrás de mi cabecera había una ventana. Descubrí temblorosa el brazo y corrí un poco la cortina para dejar entrar la luz.
No sé cuanto tiempo miré el foco de la calle. Tampoco cuánto tiempo lloré y me tragué las lágrimas y los mocos que corrían hasta mi boca, pero, después de pensar en Margarita, en mi mamá, en el nuevo hogar en que me encontraba, me dormí. No recuerdo si soñé, pero dormí, y dormida ya no podía llorar.
6
Un fuerte grito me despertó en la mañana siguiente. Una voz femenina, pero adolescente nos despertaba a viva voz. Abrí los ojos de golpe y me asusté al no saber dónde me encontraba. Miré el techo que estaba a escasos centímetros de mí y luego hacia los pies de la cama. Me encontré con un montón de niñas moviéndose en sus camas y recordé dónde estaba. Afuera aún era de noche, pero todas las internas comenzaban a levantarse. Se quitaban los camisones y caminaban hacia la entrada de la gran habitación. Me bajé del segundo piso de mi litera y salí al pasillo para ver a qué lugar tenía que ir. Todas se arremolinaban en una fila solo en ropa interior. El frío se hacía sentir, pues estábamos en junio.
—Sácate el pijama y ponte a la fila —me indicó una de las niñas con amabilidad.
—¿Y para qué es la fila? —pregunté.
—Pa que nos pasen la ropa.
—Pero es de noche.
—Siempre nos levantamos de noche.
—Tengo frío.
—Tení' que sacártela no más o la superiora se va a enojar.
—¿Quién?
—La superiora, ¿no la conocí'?
—No.
—Es la directora y nos castiga si no obedecemos.
—Ah, ayer la conocí.
—Apúrate mejor —dijo la niña mientras avanzaba.
Hice lo que todas hacían. Me saqué el camisón lo puse encima de la cama y avancé hasta la fila. Aún sentía vergüenza, pero menos que el día anterior. Las niñas iban recibiendo, de manos de la misma monja que nos pasó los calzones el día anterior, un montoncito con ropa y regresaban al lado de sus camas a vestirse. Las que ya estaban listas iban saliendo de la habitación.
Rápidamente llegó mi turno. Cuando estuve frente a la monja, esta me miró y dijo.
—¿Se te pasó el llanto?
—Sí —dije tímidamente.
—Qué bueno. Vístete y después vas al baño de este piso, ese es el que debes ocupar ahora, y lávate la cara. Cuando estés lista baja al comedor a desayunar.
Contesté solo con un ademán de la cabeza y regresé a mi cubículo a vestirme. Desdoblé la ropa y me encontré con un pantalón de cotelé azul marino, una polera con mangas largas de color blanco, un sweater de lana amarillo y un par de calcetines. Me vestí rápidamente, todo me quedaba un poco grande, pero jamás había tenido ropa que me quedara completamente bien, jamás había elegido una prenda nueva en una tienda, así que poco me importaba que la ropa no fuese de mi talla. Me di cuenta de que no tenía zapatos. Salí de mi cubículo y por suerte la interna que me había hablado minutos antes aún se estaba poniendo la ropa. Fui hacia ella con timidez.
—Oye, no sé dónde están mis zapatos.
—Aquí no hay zapatos propios, te pasan cualquiera que te quede bueno. Solo las grandes tienen.
—¿Y adónde puedo pedir unos?
—Ahí, a la hermana —dijo, señalando a la monja que repartía la ropa.
Tragué el nudo que se me formó en la garganta y caminé hacia ella. No me salía la voz y opté por tocar su antebrazo con delicadeza. La hermana me fulminó con la mirada.
—¿Qué quieres? ¿No sabes hablar?
—No tengo zapatos —dije con un hilo de voz.
—No te escucho, habla más fuerte.
—No tengo zapatos —repetí.
—Saca del montón de allá —me indicó una montaña de zapatos que estaba detrás de una mesa.
Avancé hasta ahí y revolví en busca de algún par que me quedara bueno. Debo confesar que también traté de elegir los que más me gustaban, nunca había tenido la oportunidad de hacerlo y la variedad era harta. Y, aunque todos estaban usados y algo marcados, ninguno estaba roto. Elegí unos mocasines cafés, me los calcé y fui hasta el baño. Me situé junto al montón de niñas que esperaban un espacio en los lavamanos. Ninguna me integraba, pero tampoco me excluían. Algunos lavamanos se iban desocupando pero, cuando quería avanzar, algunas de ellas me retenían con sus cuerpos y decidí esperar hasta que nadie más tuviera que usarlos. Había solo una toalla que se iban pasando unas a otras y cuando todas acabaron y se fueron al comedor, me tocó el turno de usarla. Estaba tan mojada que de nada servía que la ocupase, así que estiré la manga de mi sweater y me sequé.
Me apresuré en bajar las escaleras para encontrarme con Margarita. Cuando llegué a su piso vi que aún salían niñas del baño, así que me asomé por la puerta y ahí estaba mi hermana, en una fila para secarse la cara con una toalla que les pasaba una monja. La voy a esperar en la escalera, pensé, ahí me quedé, en el primer escalón. La vi salir del baño sola y con la vista en el piso.
—¡Ey, Margarita! —dije casi en un susurro. Ella levantó la vista y corrió hacia mí.
—¡Hola! Te extrañé —pronunció, mientras las lágrimas comenzaron correr por sus mejillas.
—No llorí' po, ¿cómo dormiste? ¿Pelearon contigo? ¿Alguna monja te retó?
—Nadie me habló, pero me sacaron los pantalones y todas se rieron de mí. No tenía na calzones.
—¿Y la monja te retó?
—No.
—A mí también me sacaron los pantalones. Ahora vai a tener calzones todos los días. ¿Te gustó la cama?
—Sí.
—Vamos al comedor.
Bajamos de la mano las escaleras y entramos juntas al comedor. Las niñas aún estaban alborotadas y nadie se dio cuenta de que habíamos entrado, mejor para nosotras. Le indiqué a Margarita que se sentara en el mismo asiento que el día anterior y yo me dirigí a mi mesa.
—Oye, rucia, siéntate del otro lado —me dijo la misma interna que al parecer no le caía muy bien.
Me moví sin objetar del asiento. Recorrí el comedor con la mirada y reconocí a la hermana que nos había recibido el día anterior, la hermana Carmen, que con alegría repartía tazones de plástico a las niñas con algo adentro que imaginé sería leche. Otra monja tras ella repartía un pan a cada interna.
Llegó el turno de nuestra mesa y felizmente recibí mi tazón de leche y el pan que me ofrecían.
—¿Como dormiste? —me preguntó la monja que nos había recibido—. ¿Te gustó el hogar?
—Bien, sí —mentí.
—Come.
Asentí con la cabeza. Desenvolví el pan y lo abrí para saber qué tenía adentro. Por fin comería un pan con unto, pensé, y me llené de felicidad, pero el relleno era un raspado de mermelada que no alcancé a distinguir. No me gustaba el pan con mermelada, pero tenía tanta hambre que no me importaba. No levanté la vista hasta que mi pan se hubiera acabado y de la leche solo quedara el concho, que era intomable.
Todas las internas mayores se fueron al colegio que pertenecía al internado, y por este motivo estaba en el edificio de al lado. En el fondo del pasillo, frente a la escalera para subir a las habitaciones, había una puerta que conectaba directo con el patio techado del establecimiento. Yo tenía jornada de tarde. Aunque aún no sabía si seguiría en el mismo colegio que estaba o debía cambiarme al del internado.
La mañana pasó entre el aseo de los dormitorios y la sala de estudios. Las niñas ya no nos miraban con tanta curiosidad e, incluso, hubo algunas que hasta nos preguntaron el nombre.
Terminábamos de pintar caricaturas con Margarita en la sala de estudio —en donde estábamos siendo supervisadas por una hermana—, cuando la puerta se abrió para dejar paso a otra monja que desde el umbral se dispuso a gritar mi nombre. Me levanté y fui a su encuentro.
—Tú no vas a la escuela hoy —me dijo.
—¿Y por qué? —me atreví a preguntar.
—Porque aún no sabemos dónde se quedarán de forma definitiva, así que pueden volver a esta sala después de almorzar —dijo dando una vuelta para desaparecer tras la puerta.
Debo confesar que me sentí decepcionada y con pena. El patio de la escuela a la que asistía colindaba con el patio de mi casa, y tenía la esperanza de poder ver a mi mamá por encima de la pandereta. Tenía tantas cosas que decirle: que no me gustaba el hogar, que sentía miedo, que la echaba de menos, que no quería sacarme los calzones en frente de las niñas, que habíamos comido de noche y de mañana, que Margarita había llorado mucho, que no queríamos estar ahí, y, por sobre todo, que no nos olvidara.
El comedor estaba lleno otra vez. Las internas que habían asistido a clases durante la mañana habían vuelto, y las que debían ir a la escuela en la tarde estaban almorzando para poder marcharse.
Entre las hermanas y cocineras nos repartían las bandejas. Mi sorpresa fue mayúscula cuando en el plato vi una empanada. Era indescriptible lo que sentí en ese momento. No sabía hacía cuánto tiempo no había comido una, o si había comido siquiera. La tomé con ambas manos y la llevé a mi nariz, quise disfrutar del aroma antes de comerla. Di el primer mordisco a la enorme empanada, sin embargo, el sabor que tenía era totalmente asqueroso. El relleno era una masa blanca y dura que no podía partir con los dientes. Tuve ganas de vomitar y escupí lo que había logrado arrancarle. Mis compañeras de mesa me miraron y sonrieron.
—Son empanadas rellenas con loco —me informó una de ellas.
—En mi casa las hacen con el loco picado, no sé por qué acá se lo ponen entero —comentó otra de ellas.
—¿Qué es loco? —pregunté extrañada.
—¿No sabí' lo que es loco?
—No.
—Lo sacan del mar. Ya estamos acostumbradas a comerlo.
—Es mala esta cuestión —dije arrugando la nariz.
—Pero tení' que comértela toa no má. O si no te van a castigar y si vomitai, el castigo es peor.
Comencé a sacarle la masa a la empanada dejando el relleno a un costado. Jamás había oído hablar del loco. Trataba de imaginarme qué tipo de pescado era. Miré a Margarita, quien no tenía problemas para comerse la suya.
Las monjas pasaron retirando las bandejas y entregando los postres. Pensé que había pasado desapercibida, pero estuve sentada sola en el comedor unas tres horas, hasta que acabé mi empanada. Cuando terminé, me llené de alivio y felicidad, porque tocaba el postre, pero no hubo, ese era el castigo.
Después de la cena vino el baño. Había cinco duchas, y la cantidad de internas en ese piso, superaba con creces ese número. Éramos, por lo menos, treinta niñas. Así que la espera era larga. Llegó mi turno y la monja que nos supervisaba, me ordenó que me desnudara y dejara en el montón que estaba en el pasillo la ropa sucia. Me desvestí lentamente, mientras mis compañeras hacían lo mismo. No quise levantar la vista para que no pensaran que las estaba mirando. Mis mejillas se encendieron como tomates y avancé lentamente hacia el tercer cubículo.





