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Definiciones, objeciones y contestaciones
En el régimen parlamentarista quien gobierna se mantiene en el poder mientras la mayoría parlamentaria no lo destituya mediante un voto de censura. Es en ese sentido que el poder de la primera magistratura emana de la Cámara. Porque no siempre los parlamentarios votan formalmente por el Primer Ministro en el Parlamento. Para que el Jefe de Gobierno pueda asumir el cargo se necesita un voto de investidura en países como Alemania, España, Italia, Bélgica. Sin embargo, por ejemplo, en el Reino Unido, Suecia y Dinamarca no hay una votación. Si un partido obtiene la mayoría absoluta de los escaños, su líder será el Primer Ministro. Si eso no ocurre, habrá una negociación entre los dirigentes de los partidos para armar una coalición mayoritaria. El Jefe de Gobierno surge a partir de la mayoría de escaños parlamentarios. Pero en ambos casos, el Jefe de Gobierno perdura en el poder mientras la mayoría parlamentaria lo tolere. El arma principal del Parlamento es el voto de censura. Cuando se habla de que el Parlamento ‘elige’ al Primer Ministro, de que el poder de ese premier ‘nace y muere’ o ‘se origina y subsiste’ por decisión del Parlamento, lo que, en rigor, se dice es que una mayoría parlamentaria puede hacerlo caer. Es importante tener presente esto en las páginas que siguen.
Por otra parte, no hay un tiempo de duración determinado previamente. Margaret Thatcher estuvo en el poder quince años. Angela Merkel está por cumplir dieciséis. Otros primeros ministros han durado meses.
El Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo tienen el mismo origen. Tanto las leyes como los decretos ejecutivos emanan de quien escogió el Parlamento, en el sentido antes dicho, es decir, el gobernante gobierna mientras no sea destituido por una mayoría parlamentaria vía un voto de censura o no confianza. El gobierno es así un agente de la mayoría parlamentaria e, indirectamente, del pueblo que eligió a esos parlamentarios. El parlamentario que ejerce como premier fue elegido en su distrito; no votaron por él o ella sino los de ese distrito.
Por otra parte, el cargo de Jefe de Estado —que no es quien gobierna— tampoco proviene de una votación popular. Muchas veces, como se sabe, se trata de un Rey o Reina de carácter vitalicio y hereditario, como ocurre en el Reino Unido, Suecia, Dinamarca, Holanda, Bélgica, España... En estos países, el Jefe de Estado tiene una legitimidad de tipo tradicional y una significativa presencia mediática, lo que le confiere un poder simbólico. En Alemania, en cambio, el Presidente es elegido por el Parlamento y representantes de los parlamentos estaduales, y tiene una duración determinada.
El Primer Ministro típicamente puede disolver el Parlamento y llamar a nuevas elecciones. Es su gran arma. Una mayoría parlamentaria puede destituir al gobernante, pero el gobernante, a su vez, puede disolver el Parlamento.
Hay países, como Alemania, España o Bélgica, donde rige lo que se llama “el voto de no confianza constructivo”. Según esta norma, para que el voto de censura prospere, es decir, para que el Jefe de Gobierno sea destituido, es necesario que haya una mayoría no solo de acuerdo en destituirlo sino en la persona del nuevo Jefe de Gobierno. En otras palabras, para derribar un gabinete se requiere una mayoría capaz de originar uno que lo reemplace.
En el régimen presidencialista, en cambio, el gobernante es elegido por votación popular nacional y los ministros de su gabinete son cargos de su confianza. El poder de la primera magistratura emana directamente del voto ciudadano. Presidente y Parlamento tienen orígenes independientes y el Presidente es un agente del pueblo. Al elegir al Presidente en una elección nacional y competitiva, la ciudadanía elige a la vez al Jefe de Estado y al Jefe de Gobierno, por un tiempo determinado. Típicamente, el Presidente no puede disolver el Parlamento.
El régimen semipresidencialista se caracteriza porque: 1) el Presidente es elegido por votación popular, y 2) el primer ministro y su gabinete son, colectivamente, de la confianza del Parlamento. Esta es la definición de Elgie (2011a), que parece la más operativa. La de Duverger, el primero en plantear este tipo de régimen como una categoría propia, agrega un tercer elemento: que el Presidente retenga facultades considerables (Duverger, 1980). La dificultad de la definición, como objeta Elgie, (2011a), estriba en qué estimar son facultades considerables. Bajo este régimen, el Jefe de Estado es elegido en una elección competitiva y por votación popular nacional y el Jefe del Gobierno (Primer Ministro) por el Parlamento. Se busca asegurar, de esta manera, que el gobierno cuente con una mayoría legislativa, pues emana y depende del Parlamento. Pero, típicamente, el Presidente tiene la facultad de disolver el Parlamento.
Por cierto, se trata aquí solo de describir, en grandes líneas, los que son los regímenes políticos entendidos como tipos puros. En la realidad, se dan muchísimas mezclas y variaciones (Cheibub et alia, 2013). Y las prácticas a menudo son más importantes que la regla constitucional misma. En Chile lo sabemos bien. No fue una reforma constitucional la que introdujo la censura parlamentaria de los gabinetes, que se hizo habitual, especialmente, entre 1891 y 1924. Fue una práctica la que terminó por darle otro sentido a la misma Carta Fundamental de 1833. Veremos cómo la práctica ha modelado el semipresidencialismo francés, por ejemplo.
Dada la variedad de facultades e instituciones que pueden albergar dos regímenes políticos del mismo tipo, —parlamentarista, presidencialista o semipresidencialista— al contrastarlos hay que suponer que las facultades e instituciones son básicamente las mismas, salvo que en un caso hay un tipo de régimen (parlamentarista, por ejemplo) y en otro, un tipo de régimen diferente (semipresidencialista, por ejemplo). Hay que hacer el análisis comparativo céteris páribus, es decir, todo se mantiene constante, salvo el régimen político.
Shugart y Carey (1992) distinguen el régimen presidencial-parlamentario y el de premier. Según la interpretación de Elgie —a quien sigo al respecto en este ensayo—, se trata de dos variantes del semipresidencialismo (Elgie, 2011).12 En un régimen semipresidencialista presidencial-parlamentario, el primer ministro y el gabinete dependen tanto del Presidente como del Parlamento. En un régimen semipresidencialista de premier, el primer ministro y su gabinete solo dependen del Parlamento. Y, como se señaló, el Presidente tiene la facultad de disolver el Parlamento y llamar a elecciones anticipadas. En el presidencialismo-parlamentarista el gabinete es nombrado y removido por el Presidente, pero cae si no cuenta con la confianza de la Cámara. La formación del nuevo gabinete es resorte del Presidente, pero vuelve a caer si no tiene o pierde el respaldo de la mayoría parlamentaria. En el semipresidencialismo de premier, en cambio, aunque la iniciativa sea del Presidente, el nuevo gabinete nace y muere con el respaldo de la mayoría parlamentaria (Shugart and Carey, 1992, pp. 23-25). A menudo, bajo el presidencialismo-parlamentarista el Presidente puede disolver la asamblea legislativa.
Lo más llamativo del régimen semipresidencialista es que puede darse el caso —y de hecho se ha dado muchas veces— que el Presidente elegido por el pueblo se encuentre con que el Parlamento le impone un gabinete opuesto. En esa situación —la famosa ‘cohabitación’— el gobernante pasa a ser un agente del Parlamento. El Presidente es un agente del pueblo que lo eligió si y solo si logra y mantiene una mayoría en la Cámara legislativa. Porque en tal caso, esa mayoría elegirá al primer ministro que él sugiera. Pero si eso no ocurre, o si el Presidente pierde esa mayoría, el gobierno es un agente de la Cámara. Hay variantes. Se puede exigir que el voto de censura sea mayor a la simple mayoría, por ejemplo. En cualquier caso, si el Presidente pierde la mayoría parlamentaria quedan en el poder dos cabezas que se oponen, la del Presidente y la del Primer Ministro.
El caso paradigmático de semipresidencialismo es, probablemente, Francia. El Presidente tiene la facultad de disolver la Cámara o Asamblea, pero el Primer Ministro y su gabinete pueden ser objeto de un voto de censura por parte de la Asamblea. Una mayoría de parlamentarios puede dar origen a un gabinete contrario al Presidente. Así, un Presidente socialista como François Mitterrand se encontró en 1986 con que el gobierno pasaba de sus manos a las de un Primer Ministro de derecha, Jacques Chirac.
En un régimen parlamentario eso implica que renuncia el Primer Ministro y asume uno nuevo. Es un cambio de gobierno que en nada afecta al poder del Jefe de Estado. En un régimen presidencialista, el Parlamento no puede nombrar a los ministros. Si el Presidente no tiene mayoría en el Parlamento se mantiene en su cargo desempeñándose como Jefe de Estado y de Gobierno. Si quiere aprobar leyes deberá negociar con parlamentarios opositores las mayorías requeridas para su aprobación o armar una nueva coalición. En cualquier caso, continúa gobernando vía decretos en todas aquellas materias que no impliquen cambios legales. Bajo el semipresidencialismo, el Presidente permanece en su cargo, pero, en los hechos, su poder queda sumante cercenado, pues las riendas del gobierno han pasado a la oposición. ¿Cuán cercenado queda? Depende de la Constitución y las prácticas de cada país. Pero su papel podría llegar a asemejarse al del Jefe de Estado de una república parlamentaria. Es lo que ocurre en Austria y Finlandia, por ejemplo. En otras palabras, el semipresidencialismo puede operar en la práctica de modo análogo, a veces, al presidencialismo y, a veces, al parlamentarismo. Volveré sobre esto en el capítulo iii.
Capítulo II
¿Un Parlamentarismo para Chile?
Palabras preliminares
El régimen parlamentarista tiene un larga historia que se asocia a la historia misma de la democracia. Ha funcionado y funciona bien y de manera estable en países de tradiciones diferentes: el Reino Unido, Alemania, Holanda y España, por ejemplo. Su característica central es que facilita la formación de mayorías parlamentarias que originan y respaldan al gobierno, lo que permite tomar decisiones importantes con rapidez y sin necesidad de negociaciar los proyectos con un poder independiente que puede demorarlos, modificarlos o entrabarlos. Se espera que, tras las elecciones populares, el Parlamento que responde a ellas, forme un gobierno acorde y lleve a cabo sus proyectos. La delegación va de los ciudadanos a los parlamentarios y de estos al o la Primer Ministro, quien se mantiene en el poder mientras la mayoría de los parlamentarios así lo decida.
Como escribió Walter Bagehot, el “eficiente secreto” del parlamentarismo inglés es “la casi total fusión de los poderes ejecutivos y legislativos” en el Gabinete (Bagehot, 1867, p. 10). Stuart Mill distinguió, sin embargo, entre “controlar las tareas del gobierno y de hecho hacerlas” (Mill,1861, p. 271 y 282). La Asamblea se encarga de lo primero y el Gabinete, de lo segundo.
Un político o estadista que es bueno en determinadas circunstancias no es bueno en otras. Si el escenario cambia por razones políticas, económicas o sociales, quien hasta ese momento era el líder adecuado, puede dejar de serlo. Hay personalidades aptas para tiempos tranquilos y las hay para tiempos confrontacionales. Hay momentos para las palomas y hay momentos para las águilas. Es conveniente poder “reemplazar al piloto de la calma por el piloto de la tempestad”, escribió Bagehot. En tiempos turbulentos una persona que tenga todas las virtudes, pero a la que le falte el “elemento demoníaco” puede fallar (Bagehot, 1867, p. 22 y 23). Una gran ventaja del parlamentarismo es que, en principio, permite al partido o coalición mayoritaria elegir a la persona adecuada al momento. Esa capa dirigente de políticos profesionales elegidos puede hacer ese discernimiento, provocar la renuncia del gobernante y nombrar a otro. Esta es, a mi juicio, quizá la mayor virtud del parlamentarismo: poder escoger al gobernante apropiado según varíen los acontecimientos y circunstancias. Dicho voto de censura puede gatillar una disolución del Parlamento, claro. Pero asegura la representatividad de quienes elegirán al nuevo Primer Ministro. El régimen presidencialista, por sus plazos fijos, carece de esta flexibilidad.
Las líneas que siguen en modo alguno pretenden abordar el parlamentarismo como tal.13 Nada de lo que aquí digo debe entenderse como crítica del parlamentarismo mismo. La cuestión es otra, la cuestión es si es conveniente y si es factible un régimen parlamentarista en Chile.
La propuesta de un régimen parlamentarista para Chile hoy se vincula, me parece a mí, con los mencionados estudios de Arturo Valenzuela (Valenzuela 1985 y 1994) y otros en una línea similar. Los argumentos de Valenzuela siguen siendo los más sólidos y persuasivos para justificar un parlamentarismo para Chile. La tesis se funda en las conocidas objeciones de Linz al régimen presidencialista, ya esbozadas. Pero agrega un punto significativo: el sistema de partidos chileno, profundamente arraigado en la historia del país, por su carácter multipartidista opera mejor en un régimen parlamentarista que en uno presidencialista. ¿Por qué? Porque el parlamentarismo es más apto para formar coaliciones que el presidencialismo. ¿Por qué? Porque, si hay multipartidismo, el gobierno mismo surge de una alianza de diversos partidos que logra la mayoría del Parlamento y, en principio, termina cuando dicha mayoría se pierde.
Desde luego, tal como predijo el profesor Valenzuela en 1985, ni el sistema electoral binominal ni el desarrollo económico lograrían poner fin al multipartidismo chileno. Según Valenzuela, “sería un error suponer que las bases electorales de los partidos estaban definidas estrictamente por líneas de clase”. Más bien los partidos se nutren de “subculturas políticas” que se transmiten “de generación en generación” (Valenzuela, 1985, p. 15, p. 19, p. 20). Por otra parte, el sistema electoral vigente a partir del 2015 permitió la emergencia de un gran número de partidos nuevos. No está asegurada la continuidad intergeneracional de esas grandes tendencias —radical, socialista, comunista, izquierda o derecha cristiana— que Valenzuela describió en 1985. Pero más allá de ello, el hecho del multipartidismo es indesmentible.
Bajo el parlamentarismo hay incentivos potentes para armar una coalición mayoritaria. El argumento no dice que el multipartidismo deje de ser una dificultad en el régimen parlamentarista. El fraccionamiento del sistema de partidos es un problema en todos los regímenes políticos. Lo que el argumento sostiene es que esta dificultad se aborda mejor desde el parlamentarismo que desde el presidencialismo.14 ¿Por qué? Porque bajo el parlamentarismo las coaliciones tienden a armarse en el Parlamento después de las elecciones y para formar un gobierno. Supuesto lo anterior, ¿en qué se traduce? El atractivo de integrar el gobierno es un incentivo poderoso y la negociación entre los diversos partidos se facilita porque se sabe cuánto pesa cada uno de ellos. Es decir, es claro cuántos escaños cada partido tiene y aporta a la potencial coalición o sustrae de ella. Hay que suponer partidos disciplinados y dependientes entre sí para formar gobierno.
Las democracias modernas se basan en partidos y coaliciones de partidos. El gobierno pertenece o cuenta con el apoyo de un partido o coalición. Las relaciones entre el gobierno y su coalición son cruciales. De las relaciones intra-partido e intra-coalición depende la suerte misma del gobierno. En la práctica, más relevantes que las relaciones Poder Ejecutivo-Parlamento son las relaciones del Gobierno con los parlamentarios de su partido y coalición, así como con los parlamentarios de los partidos de oposición (King, 1967, Andeweg y Nijzink, 1995). El Primer Ministro tiene un arma incomparable para presionar a los parlamentarios de su sector que el Presidente no tiene: la disolución. En virtud de ella, el gobierno dispone de una ventaja formidable para mantener la fidelidad de sus partidarios. En cambio, el Presidente, a medida que se acerca el fin de su mandato, tiende a perder poder para disciplinar a los parlamentarios díscolos. Es lo que se conoce como el síndrome del “pato cojo”. Volveremos sobre el tema de las coaliciones bajo el presidencialismo en el capítulo iv.
Estas virtudes del parlamentarismo son grandes, son poderosas. Con todo, ¿queda con eso resuelta la cuestión de qué régimen conviene más a Chile? ¿No hay nada más que considerar? ¿No acarrea el parlamentarismo otras consecuencias que conviene ponderar? Parte de lo que sigue vale también para el semipresidencialismo, en cuanto opere de modo parecido al parlamentarismo, que es lo que muchos, en el fondo, buscan al propugnar dicho régimen. Y, en efecto, como dije, el semipresidencialismo funciona en varios países —Austria, Finlandia, por ejemplo— como un régimen virtualmente parlamentarista. Veamos.
Dificultades del parlamentarismo para Chile15
Elección indirecta del o la gobernante
Estamos acostumbrados a elegir por votación directa y nacional a la persona que nos va a gobernar. Lo sentimos como un derecho básico. ¿O no, acaso? Para nosotros, en Chile, esto es consustancial a nuestra democracia. La legitimidad del o la gobernante proviene de que fue elegido por el pueblo. El parlamentarismo nos pide renunciar al derecho a elegir a la persona que nos va gobernar y transferirlo a los parlamentarios. A mi juicio, esta es una dificultad virtualmente irremontable. En un país como Chile, insisto. Hacerlo implica una radical transformación de la mentalidad y la cultura políticas. Cualquiera sean los méritos, logros y ventajas del parlamentarismo en otros países este obstáculo permanece. Lo que hace más plausible al semipresidencialismo es que mantiene la elección directa del Presidente de la República.
Los parlamentarios depositarán su confianza, claro, normalmente en uno de ellos. Un 94 por ciento de los primeros ministros han sido previamente parlamentarios, contra un 58 por ciento de los presidentes de regímenes presidencialistas (Daniels y Shugart, 2010, p. 77). Aunque puede suceder que, si la Constitución lo permite, escojan a alguien que no es parlamentario, como sucedió con el profesor Giuseppe Conte y el economista Mario Draghi, los dos últimos primeros ministros de Italia (2018 y 2021). Nuestro gobernante se llamará Primer Ministro, Premier o, como en España, Presidente. Si se trata de un parlamentario, para llegar a serlo, fue votado solo en un distrito; no fue votado en todo Chile, como ocurre con nuestros presidentes. El Congreso o, más bien, la coalición de partidos que tenga la mayoría absoluta de los votos pasa a ser una élite de electores. Elegimos a los parlamentarios —cada cual en su distrito— y ellos, a su vez, decidirán quién será la persona que nos gobierne.
Los tiempos creo que no favorecen esa elección indirecta del gobernante. “Casi todas las nuevas democracias de los años 1970, 1980 y 1990 han tenido presidentes elegidos, con diversos grados de autoridad política” (Shugart y Carey, 1992, p. 2). En 1950 había 20 países democráticos, 12 de los cuales eran parlamentaristas. En 2005 había 81 países democráticos, de los cuales 53 —un 65 por ciento— elegían a sus presidentes por votación popular, es decir, eran regímenes presidencialistas o semipresidencialistas (Samuels y Shugart, 2010, p. 5-6).
La ciudadanía tiende, cada día más, a querer que el gobernante sea un representante o agente directo de la propia ciudadanía; no un agente del Parlamento. Si se hace una analogía con la teoría del principal y del agente que viene de la ciencia económica, el pueblo es el “principal”, es decir, quien delega su poder en su “agente”. Bajo el parlamentarismo su agente serán los parlamentarios, más concretamente, las dirigencias de los partidos políticos. La delegación de poder que el principal hace en el agente, siempre implica la posibilidad de una pérdida de agencia: el agente o representante puede apartarse de los objetivos del principal que transfirió poder. “La diferencia entre lo que quiere el principal y el agente hace se conoce como pérdida de agencia” (Strøm et alia, 2003, p. 23). En el campo político democrático se trata de dar con un marco institucional que minimice ese riesgo, es decir, que haga más probable que el agente se mantenga en la línea del principal, vale decir, de la ciudadanía.
Si hay multipartidismo, lo corriente será que los dirigentes de los partidos políticos armen la coalición mayoritaria y, por tanto, el gobierno vendrá a ser su agente. El proceso de investidura es una negociación entre los dirigentes de los partidos. La cadena de delegación del poder va de los votantes a los parlamentarios, de los parlamentarios elegidos a los dirigentes de los partidos políticos de esos parlamentarios, de ellos al Primer Ministro, de este al gabinete y del gabinete a los funcionarios de la administración pública. En la cadena de transmisión, los ciudadanos solo eligen a los parlamentarios. En el régimen presidencialista, los ciudadanos eligen al Presidente, a los diputados y a los senadores. La cadena de transmisión arranca de tres puntos distintos. Y tanto el Presidente y su gabinete como las ramas del Congreso se conectan entre sí y con la administración pública de diversas maneras. “El parlamentarismo clásico tiende a ser jerárquico, mientras que el presidencialismo típicamente significa pluriarquía” (Strøm et alia, 2003, p. 65).
A veces no se destaca suficientemente que cuando hay multipartipartidismo, la negociación para armar la coalición la hacen los dirigentes de los partidos, quienes acordarán los nombres y un programa. Para un chileno parece claro que hay que destacar a la dirigencia de los partidos como otro eslabón de la cadena y no se puede dar por sentado que entre ellos y los parlamentarios del partido no hay una delegación y, por tanto, riesgo de pérdida de agencia. Con frecuencia los partidos se vuelven oligárquicos, cerrados y verticales. Hay partidos que son poco más que una plataforma para dar visibilidad a un líder con aspiraciones presidenciales. Lo que subraya la enorme importancia de la democracia interna de los partidos. Es decir, con frecuencia el gobernante será, en los hechos, un agente o representante de las dirigencias partidarias de esa coalición mayoritaria, pues su cargo se mantiene en tanto y cuanto responda a ellas. Con todo, esa dirigencia, esos parlamentarios no son independientes de su agente —el o la Primer Ministro—, pues este puede disolver el Parlamento en el momento más conveniente para sus objetivos, poniendo en riesgo sus cargos. Eso significa en la práctica que tiende a tener un “control monopólico de la agenda” (Strøm et alia, 2003, p. 83). Es lo que implica la fusión de poderes Ejecutivo y Legislativo.
Strøm et alia han hecho un completo estudio teórico y empírico del tema respecto de las democracias de Europa Occidental y comparado el riesgo de pérdida de agencia en los regímenes parlamentaristas y semipresidencialistas, por un lado, y el presidencialista, por otro. Una de sus conclusiones es que “los sistemas presidencialistas es más probable que generen transparencia porque contienen mecanismos que fuerzan a los agentes a compartir información...”. Esos mecanismos del presidencialismo surgen de la independencia del Presidente y los parlamentarios, lo que los obliga a intercambiar comparativamente más argumentos e información para aprobar las leyes. La menor transparencia del parlamentarismo y el semipresidencialismo es, según Strøm et alia, su “talón de Aquiles” (Strøm et alia, 2003, p. 95). Bajo el parlamentarismo tiende a ser más lo que ocurre a puertas cerradas. “El control monopólico de la agenda, [por parte del gabinete] que caracteriza a las democracias parlamentaristas, conduce a un potencial significativo de libre elección que se aleja de las preferencias del votante medio” (Strøm, 2003, p. 83).
En suma, creo que, gusten o no, las palabras de Gouverneur Morris —una de las voces más influyentes en el rumbo presidencialista que adoptó la Convención de Filadelfia de 1787— interpretan mejor las percepciones de hoy, al menos en países de tradición presidencialista como Chile: si el Ejecutivo es “una criatura del Legislativo”, sostuvo, su nombramiento resultará de “la intriga, la cábala y la facción” (2:29). El o la gobernante, en los hechos, será un mandatario de las cúpulas de los partidos de la coalición mayoritaria. Lo mismo vale para los regímenes semipresidencialistas. El problema solo se agravará si el Primer Ministro —si el gabinete— puede ser derribado por una coalición mayoritaria de parlamentarios y no es posible disolver el Congreso. El parlamentarismo hace la democracia más indirecta, más dependiente de la élite partidaria que elige al gobernante.