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La cuestión a sopesar es no solo el significativo poder del gobernante vis-à-vis los parlamentarios, sino que, asimismo, si las elecciones —cuya oportunidad escoge el Primer Ministro— son justas o imparciales. ¿Hasta qué punto el mecanismo se aparta del principio de igualdad de oportunidades? Este segundo problema es, quizá, más importante que el primero desde el punto de vista de la democracia. Hay estudios que muestran que quienes deciden el momento de las elecciones anticipadas compiten con ventaja respecto de sus opositores. Lo mismo vale si el Presidente juega un papel importante en ello, trátese de regímenes parlamentaristas o semipresidencialistas. Hay evidencia de que, bajo el semipresidencialismo, “los Presidentes usan sus poderes de disolución de manera partidista”. Esta ventaja, en un análisis de 27 países, se ha estimado en algo del 5 por ciento de votación extra. En Inglaterra sería del 6 por ciento, “doblando la probabilidad de que el Primer Ministro permanezca en el cargo” (Schleiter, 2019; Morgan-Jones and Schleiter, 2018). Si uno de los corredores es el que decide cuándo dar el pistoletazo de partida, arranca antes y arranca mejor que sus competidores.
El asunto no es trivial si se piensa que los gobernantes pueden ser reelegidos indefinidamente. “En Gran Bretaña, como es bien sabido, escribió King, los dados con los que se juega están fuertemente cargados en favor del Gobierno. La oposición carece de todas las cosas de que carecen los parlamentarios pro Gobierno (backbenchers) —información, conocimiento experto, involucramiento en el día a día del gobierno, autoridad moral— y mucho más... El gobierno no necesita los votos de la oposición... La mayor parte del tiempo la oposición puede recurrir a dos recursos: razones y tiempo... Esto da una medida de la debilidad de la oposición en el sistema británico” (King, 1976, p. 18).
Pero la reforma constitucional del 2011 (Fixed-term Parliaments Act of 2011) significó una importante limitación del poder tradicional del Primer Ministro británico. Como el nombre indica, se avanza hacia un sistema de plazo fijo de duración del gobierno. El período tiene una duración de cinco años, al cabo de los cuales debe haber una elección general. Y el Primer Ministro no puede disolver la Cámara antes de esa fecha, a menos que cuente con 2/3 de los votos. Pierde así el poder de disciplinar a los parlamentarios en ejercicio por la vía de poner en riesgo sus cargos llamando a elecciones en el momento que le es más propicio.
Esta reforma le dio más autonomía a los parlamentarios vis-à-vis el Primer Ministro. Ya no pueden ser obligados a enfrentar nuevas elecciones en el momento en que el Primer Ministro estime más adecuado para sus objetivos. Como planteó el Viceministro Nick Clegg —siendo Primer Ministro David Cameron— en Westminster al presentar la reforma: “El proyecto de ley tiene un único, claro objetivo: introducir Parlamentos de plazo fijo en el Reino Unido, suprimir el derecho del Primer Ministro a disolver el Parlamento solo por ganancia política. Esta simple innovación constitucional tendrá, sin embargo, un profundo efecto porque por primera vez en nuestra historia, la fecha de las elecciones generales no será un juguete en manos del gobierno. Terminarán esas especulaciones febriles acerca de cuándo será la próxima elección, que distraen a los políticos de la conducción del país. En lugar de eso, todos sabremos cuánto se puede esperar que dure un Parlamento, lo que traerá mayor estabilidad a nuestro sistema político” (Gregg, 13/9/2010).
En el fondo, se busca contrapesar el poder de la primera magistratura con un Parlamento relativamente independiente de él. Se restringe el poder del Primer Ministro en la negociación parlamentaria. La correlación de fuerzas cambió. Si hubiera un gobierno de coalición, con esta regla, los incentivos para mantenerse en ella se modifican. Pues los parlamentarios díscolos o los que podrían abandonar la coalición de gobierno pueden evaluar su estrategia con más tiempo. La fortaleza del liderazgo de un o una Primer Ministro en su partido o coalición depende mucho del arma de la disolución. Al dificultarse su empleo, se recorta el poder del Primer Ministro y se empieza a acercar al del Presidente.
Se mantiene la posibilidad de que en virtud de un voto de no confianza, el Primer Ministro renuncie anticipadamente, sin embargo, ya no puede decidir que esa renuncia suya gatille elecciones generales.
Habrá que ver qué sucede en la práctica en el Reino Unido con esta nueva norma de los 2/3 requeridos para disolver el Parlamento. En principio acarrea una transformación sustantiva de lo que ha sido el régimen. El Primer Ministro Boris Johnson hizo en 2019 tres intentos fallidos por disolver el Parlamento. Las encuestas lo favorecían. Entre tanto, la mayoría parlamentaria de oposición rechazó sus proyectos referidos al Brexit. Solo en la cuarta intentona pudo haber elecciones generales y a raíz de ella Johnson quedó en clara mayoría (12/12/2019). ¿Qué hubiera sucedido si el Parlamento no le hubiera dado luz verde a las nuevas elecciones generales?
Que el Reino Unido haya limitado de esta forma el poder de disolución del Parlamento da que pensar. ¿Estaremos ante una parcial “presidencialización” del clásico parlamentarismo de Westminster? ¿No significa que se fortalecen los pesos y contrapesos al modo que propugnaba El Federalista y que caracterizan al presidencialismo? ¿Por qué después de tantas décadas —desde 1841 en adelante— el Reino Unido ha puesto poderosos obstáculos a “la salida” parlamentarista para el caso de conflicto entre el gobernante y el Parlamento? Esta es una pregunta fundamental que se debe abordar, pienso, si se busca fundar un régimen parlamentarista o semipresidencialista en Chile. Las razones que se tuvieron en vista en el Reino Unido para aprobar la reforma las he planteado más arriba.
Sin embargo, la historia no termina aquí: el gobierno de Boris Johnson ha propuesto un proyecto de ley que busca derogar la reforma del 2011 y devolver a la monarquía —es decir, al Primer Ministro, pues en realidad era decisión suya— la prerrogativa perdida. “Esto permitirá a los Gobiernos, durante el período de un Parlamento, llamar a elecciones en el momento en que escojan”, se lee en el mensaje del proyecto. La razón detrás de la propuesta es la que se espera: “La ley de período fijo del 2011, se apartó de una norma constitucional de larga data, en virtud de la cual el Primer Ministro podía disolver anticipadamente el Parlamento. Se aprobó con un escrutinio limitado, y creó una parálisis parlamentaria en un momento crucial para el país” (1 diciembre 2020).19 Es decir, el argumento es que al perder el Primer Ministro la facultad de disolver el Parlamento se creó una “parálisis parlamentaria” que demoró el Brexit. Para evitarla, se devuelve ese poder al gobierno, con lo que se lo fortalece. Lo que está en juego es crucial para el balance de poder entre Gobierno y Parlamento.
El Brexit es un muy buen ejemplo. Un 51.9 por cierto votó a favor de que el Reino Unido se retirara de la Unión Europea (“Leave”). Un 48.1 por ciento votó por permanecer en la Unión Europea (“Remain”). Participó en el referéndum del 23 de junio de 2016 un 72 por ciento del electorado. Posteriormente, los planes de la Ministra Theresa May para poner en práctica el resultado del plebiscito y retirarse de la Unión Europea fueron rechazados por la Cámara de los Comunes, pese a que la Primer Ministra estaba en mayoría. La sucedió Boris Johnson, cuyos planes también fueron rechazados en 2019, hasta que vía su disolución, el Parlamento dejó de ser un obstáculo y cesó la parálisis. El gobierno tuvo pleno apoyo, después de las elecciones, para negociar y materializar la salida de la Unión Europea.
No solo eso: como acabamos de ver, el gobierno de Boris Johnson quiere derogar la legislación del 2011 que puso obstáculos a la disolución sosteniendo que fue aprobada “con un limitado escrutinio”, es decir, de manera precipitada. Se modificó precipitadamente y sin la debida deliberación, un aspecto fundamental y tradicional del régimen político británico. El propio argumento —la reforma no fue debidamente examinada— muestra los riesgos que tiene un Parlamento que depende del Primer Ministro, dependencia que se deriva, principalmente, de la amenaza de disolución. “Hay muy poco que pueda igualarse al impacto de la amenaza de una elección general” (Norton, 2016, p. 16).
Me he detenido en el caso de esta reforma del 2011 al parlamentarismo de Westminster para mostrar el poder que conlleva la facultad de disolver el Parlamento. La discusión que hay al respecto en el Reino Unido demuestra lo crucial que esta prerrogativa es para el parlamentarismo y, a la vez, los inconvenientes y riesgos que acarrea. Por cierto, lo que quiero decir no es que el mecanismo sea equivocado, sino que al pensar en un parlamentarismo para Chile hay que tomar en cuenta sus virtudes, pero también sus costos. “La salida” para evitar un gobierno de minoría tiene sus riesgos. La discusión que hay hoy al respecto, y nada menos que en Westminster, revela que la disolución no es gratis; se paga un precio por ella.
Al mismo tiempo, el caso ejemplifica que no es tan es fácil dar con una fórmula híbrida adecuada, como la que estableció la reforma del 2011, que solo buscó restringir la prerrogativa. Por cierto, hay fórmulas que varían según los distintos países. En Alemania, por ejemplo, la facultad radica en el Presidente y la puede ejercer si no se forma gobierno o si el Canciller pierde un voto de confianza. Esto último ha sucedido porque los cancilleres han provocado la censura para disolver el Parlamento y el Presidente, entonces, ha procedido. Fue el caso de Willy Brandt (1972), Helmut Kohl (1982) y Gerhard Schröder (2005). La práctica indica que la iniciativa radica en el Canciller o Primer Ministro. En Italia, en cambio, en 1994, ante la renuncia del Primer Ministro Silvio Berlusconi, el Presidente Óscar Scalfaro, contrariando la costumbre, se negó a disolver el Parlamento. Fue, hay que decirlo, una decisión excepcional. Hay países que hacen la disolución más difícil. Mientras más se avance en esa dirección, mientras más restricciones se incorporen, más fácil es que el gobernante se encuentre en la posición de los Presidentes en minoría.
En resumen, es claro que el poder que tiene bajo el parlamentarismo un Primer Ministro es mayor que el que tiene un Presidente bajo el presidencialismo. Quiero decir, si mantenemos las demás facultades constantes, el Primer Ministro es más poderoso que el Presidente. ¿Por qué? Porque puede disolver el Parlamento. Y esa arma, esa amenaza, aunque no la use, disciplina a los parlamentarios. Para un parlamentario cualquiera, oponerse al Primer Ministro tiene más riesgos que oponerse al Presidente. De allí que haya un incentivo mayor para mantenerse en la línea política de la coalición que gobierna. Las ventajas en materia de facilidad para armar coaliciones se corresponden con el mayor poder del Gobierno. La contracara: parlamentarios más débiles, menos independientes. En otras palabras, el mayor poder de decisión del gobernante se obtiene a cambio de un precio que se debe considerar y que, en especial, los parlamentarios deben ponderar.
Si el sistema de partidos está muy polarizado, claro, tiende a disminuir la aversión al riesgo. En tal caso, la amenaza de disolución puede no tener los efectos esperados en condiciones de baja polarización. Partidos anti-sistémicos pueden hacer apuestas audaces y en esa situación, las expectativas antes reseñadas con respecto a la potencial disolución e, incluso, la disolución efectiva, podrían no darse.
Para decirlo con las palabras del profesor Arturo Valenzuela, como ya se sabe, destacado propulsor del parlamentarismo: “Reagan es un gobernante más débil que Margaret Thatcher” (Valenzuela, 1985, p. 49). En efecto, el presidente Reagan de Estados Unidos era más débil que la Primera Ministra de Gran Bretaña, Margaret Thatcher. El Presidente Biden será más débil como gobernante que Angela Merkel. Pese al llamado “hiperpresidencialismo” chileno, la Canciller Angela Merkel es más poderosa en Alemania de lo que es el Presidente Sebastián Piñera o fue la Presidenta Michelle Bachelet en Chile.
En otras palabras: si el Presidente Piñera —en minoría en el Parlamento— tuviera la facultad de disolver el Congreso tendría, obviamente, más poder que el que tiene bajo la Constitución actual. Si la Presidenta Bachelet —con mayoría en el Parlamento—, además hubiera podido disolver el Congreso, es obvio que habría tenido un arma para disciplinar su coalición de la que no disponía cuando gobernó.
Para decirlo otra vez con el profesor Valenzuela: “es un mito que los regímenes parlamentarios sean más débiles que los presidenciales.... Los regímenes parlamentarios.... son, por definición, más fuertes” (Valenzuela, 1985, p. 49).
Quienes se inclinan por el parlamentarismo por fortalecer al Parlamento frente al Gobierno, son parlamentaristas por las razones equivocadas. Ser partidario del parlamentarismo es —céteris páribus— ser partidario de darle más poder al gobernante, al Primer Ministro; más poder que el que tiene un Presidente bajo el régimen presidencialista. Este es el hecho. Quien quiere abandonar el llamado “hiperpresidencialismo” porque busca disminuir el poder del Ejecutivo, y para ello se embarca en un proyecto parlamentarista o semipresidencialista, ha tomado una ruta que, lejos de disminuir los poderes del gobernante, los aumentará.
La “fusión de poderes” en la Hungría de hoy
La idea común de que los regímenes parlamentaristas per se fomentan la moderación política y frenan la polarización debe ser revisada. “El alza de los partidos radicales de protesta ha sido particularmente dramático en los sistemas parlamentaristas”, han escrito Bergman y Strøm. Mencionan Austria, Bélgica, Italia, Holanda (Bergman y Strøm, 2011, pos. 6625).
En este contexto, Hungría es un caso de parlamentarismo digno de atención. Como en Alemania, España o Bélgica, rige un sistema de voto de censura constructivo. A primera vista, Hungría puede parecer un país demasiado distinto de Chile como para que nos ocupemos de él. Sin embargo, en ciertos aspectos, desde cierto ángulo político, los países centroeuropeos tienen más en común con Chile que Francia, Alemania, Suecia o Gran Bretaña.
El clima político de Hungría no se caracteriza por la moderación. Muy por el contrario, se trata de un país en el que la mayoría se ha construido sobre la base de polarizar la sociedad. No solo eso. Hungría que tenía desde los años noventa, según el ranking de democracia de Freedom House, un puntaje de 5.6 (el máximo es 7) bajó a 3.6, con lo cual pasó a formar parte de los países no democráticos (Nations in Transit, 2020). ¿Cómo ha ocurrido esto? El fenómeno político lo comentaré más adelante, en el capítulo xiii. Por ahora, solo el aspecto institucional.
En las elecciones del 2010, Viktor Orbán obtuvo 70.7 por ciento de los votos y su partido, Fidesz, el 66.7 por ciento de los escaños. La extraordinaria mayoría parlamentaria obtenida le permitía cambiar la Constitución y adoptar medidas destinadas a asegurar su poder para las próximas elecciones. Su biógrafo József Debreczeni lo advirtió el 2009. Si consigue “una mayoría constitucional”, escribió, “la transformará en una fortaleza de poder inexpugnable” (Lendvai, 2018, loc. 1229). Elegido Primer Ministro presentó al Parlamento un proyecto de nueva Constitución Política el 14 de marzo de 2011. Es aprobada el 18 de abril de ese mismo año. Surge de la necesidad de derogar la Constitución vigente que, aunque sustancialmente reformada, es, por su origen, considerada una Constitución comunista e ilegítima.
La Constitución del 2011 establece un régimen parlamentarista en el que la ciudadanía elige a los representantes de la Asamblea Nacional o Parlamento. La Asamblea Nacional elige al Presidente, que es el Jefe de Estado, y al Primer Ministro. El Parlamento dura cuatro años. Puede ser disuelto formalmente por el Presidente, pero previa consulta al Primer Ministro, el presidente de la Asamblea y jefes de partidos. En la práctica, el poder de disolución recae en el Primer Ministro, quien puede hacer de cualquier proyecto de ley una cuestión de confianza.
La Constitución de Orbán reformó el Tribunal Constitucional, para dejarlo sin dientes y no poder contrapesar como antes el poder mayoritario en el Parlamento. Sus miembros son nombrados ahora por la mayoría parlamentaria y se aumentó su número para, de ese modo, conseguir rápidamente el control. Incluso su Presidente pasó a ser designado directamente por el Parlamento y se aumentó su período a doce años. Debido a una reforma psoterior, cualquier ley que el Tribunal decrete inconstitucional puede ser incorporada a la Constitución por el Primer Ministro, si es que cuenta con 2/3 del Parlamento. El tribunal se transformó en una entidad que, simplemente, legitima las decisiones de la Asamblea, es decir, de Fidesz. Incluso se prohibió apelar a las sentencias previas del Tribunal, que había sido independiente y activo, lo que le había significado frecuentes choques con el Parlamento. El Tribunal no puede pronunciarse sobre leyes que afecten el gasto fiscal. Orbán puso fin a la independencia del Banco Central, que pasó a ser una pieza de la política económica gubernamental y cumple ahora, también, tareas de fomento empresarial. Un Consejo Fiscal, cuyos tres miembros son propuestos por el Primer Ministro, pueden vetar el proyecto de ley de presupuesto, lo que gatilla de inmediato la disolución del Parlamento. Orbán reestructuró el sistema judicial, anticipando la jubilación de los jueces a fin de reemplazarlos por magistrados afines. Algo similar ocurrió en las fiscalías. El Fiscal Nacional es nombrado por la Asamblea. Se abolió la Corte Suprema y fue sustituida por un nuevo tribunal controlado por el gobierno. El presidente de la Corte Suprema también es nombrado directamente por el Parlamento. Sin Tribunal Constitucional, Banco Central ni judicatura independientes, el poder se concentró en el partido mayoritario en el Parlamento (Scheppele, 2016, 2018; Körösenyi et alia, 2020).
Por su parte, el tiempo que el Parlamento dedica, en promedio, a analizar y discutir una ley bajó, entre el 2010 y el 2014, de dos horas y doce minutos a una hora y quince minutos, casi un 50 por ciento (Lendvai, 2018, loc. 1547). Se modificó, a su vez, el sistema electoral y se redibujaron los distritos, lo que ha favorecido a Fidesz. En la elección del 2014, con un 44.9 por ciento de los votos, Fidesz obtuvo el 66.8 por ciento de los escaños parlamentarios. (Recordemos que el 2010, con 70.7 por ciento obtuvo el 66.7 por ciento de los escaños). Los ministros de Estado, como, por ejemplo, en Alemania, son de la exclusiva confianza del Primer Ministro. Empleando un mecanismo conocido en Chile, la Constitución definió treinta leyes “cardinales”, que no pueden ser modificadas sino por 2/3 de los parlamentarios. con el objeto —según declaró Orbán sin ambages en una entrevista— de “atar las manos de los próximos diez gobiernos”.
El partido controla absolutamente la televisión y radio estatales y la más importante agencia de noticias. No solo eso: creó una nueva agencia reguladora de los Medios de Comunicación y desde entonces, las frecuencias de canales y radios privados pasaron, fundamentalmente, a manos de empresarios pro Fidesz. Los principales diarios han sido comprados por empresarios pro Orbán, en especial los que eran de oposición. El Gobierno contribuye a su financiamiento comprando avisaje. Incluso los pocos medios de oposición que subsisten dependen del avisaje gubernamental. El 2018 la vasta red de medios de comunicación privados se fusionó en un solo conglomerado, una fundación sin fines de lucro controlada por Fidesz. Por otra parte, Orbán cerró la Central European University, que financia Georg Soros, y los subsidios gubernamentales a la cultura se dirigen a las instituciones pro Fidesz.
Con sus espectaculares resultados electorales, más frecuentes consultas populares informales se ha edificado y legitimado un poder autocrático difícil de contrarrestar. No es que no pueda perder las elecciones, no; es que es muy difícil que las pierda. Orbán aprueba cada candidatura a parlamentario de Fidesz, y como líder del partido mayoritario en el Parlamento, ha logrado juntar todo el poder en el partido y, por tanto, en él.
La “casi total fusión de poderes legislativos y ejecutivos en el Primer Ministro” ha terminado por construir la figura de un “dictadura constitucional” (Schepelle, cit. en Lendvai, 2018, loc.1833). Lo ha conseguido sin disparar un tiro. El estado de derecho se mantiene, pero solo formalmente y siempre al servicio de los objetivos políticos del gobernante. Por ejemplo, instaurada la nueva Constitución del 2010 ha sido modificada ya nueve veces. “Un aspecto crucial ha sido la supermayoría obtenida en el Parlamento, que le ha ofrecido una oportunidad prácticamente ilimitada de cambiar las instituciones para apoyar sus objetivos políticos” (Körösenyi et alia, 2020, p. 66). De esta manera, nada puede ocurrir ni en el partido, ni en el gobierno, ni en otras reparticiones del Estado sin el permiso o aprobación de Orbán (Körösenyi et alia, 2020, p. 97). “Orbán llevó a cabo una revolución autocrática con una exquisita precisión legal” (Schepelle, 2018). No se trata —hay que insistir— de una dictadura tradicional. Imre Kertész, el Premio Nobel de Literatura, dijo el 2014 de su país: “No me gusta lo que está pasando en Hungría... pero ciertamente Hungría no es una dictadura” (Kertész, 13/11/2014). La Unión Europea no reconoce al régimen que encabeza Nicolás Maduro en Venezuela; lo considera ilegítimo, por haber violado las normas constitucionales establecidas en 1999. En cambio, no considera ilegítimo el régimen de Orbán, porque no ha violado las normas constitucionales. El distingo es fundamental. El fenómeno que más interesa hoy día es el de regímenes como el de Orbán, pues no hay una ruptura legal.
Experiencias como las de Hungría obligan a repensar el valor que tienen los pesos y contrapesos en el poder. Uno de ellos, bajo el presidencialismo, es, precisamente la independencia del Parlamento respecto del Presidente, el que no puede ser disuelto por este. Esto le permite disciplinar a la oposición y a su propia coalición. No hay duda: Orbán maneja su mayoría parlamentaria porque es un líder de su partido y coalición, por su indudable carisma y habilidad política. Pero también porque puede disolver el Parlamento y los parlamentarios no quieren poner en riesgo sus escaños. Otro contrapeso propio del régimen presidencialista: la elección por partes del Senado, que busca evitar que el poder total quede en manos de una mayoría momentánea, como la que obtuvo después de la crisis económica del 2008, Viktor Orbán. Él mismo advirtió: “Solo tenemos que ganar una sola vez, pero entonces, propiamente” (Lendvai, 2018, loc.1341).
El Parlamento incide menos en la legislación bajo el régimen parlamentarista
Esto es contraintuitivo. Se suele creer que bajo el régimen parlamentarista el Parlamento legisla más que bajo el presidencialismo, se oye decir que bajo el presidencialismo, el Presidente hace del Congreso un mero buzón para sus propios proyectos. Los estudios demuestran lo contrario.
Como dijo Walter Bagehot —vale la pena citarlo de nuevo—, el “eficiente secreto” del parlamentarismo inglés es “la casi total fusión de los poderes ejecutivos y legislativos” en el Gabinete. Con ello el Primer Ministro “tiene el virtual monopolio de la iniciativa legislativa” (Cox, 1987, p. 5). “La legislatura elegida, en el nombre, para hacer leyes, en los hechos encuentra su principal ocupación en el hacer y mantener al Ejecutivo” (Bagehot, 1987, p. 10 y p. 11). Estudiosos de hoy validan esta tesis de Bagehot. El Primer Ministro o la Primera Ministra “puede presentarle a su partido propuestas del tipo tómalo o déjalo... rara vez ...debe el gobierno acceder a enmiendas a las que se opone” (Dowding, 2013, p. 630). La verdad es que “la mayoría de los estudiosos del parlamentarismo han notado recientemente el papel declinante de los parlamentos en el proceso legislativo... no hay duda de que en muchos países en la práctica el papel del Parlamento consiste en aprobar sin cuestionamiento los proyectos gubernamentales” (Bradley and Cesare Pinelli, 2012, p. 665).
En el régimen presidencialista, en contra de lo que a veces se piensa, el Parlamento, como poder independiente del Ejecutivo, tiende a desempeñar un papel legislativo más protagónico que bajo el parlamentarismo británico. El Congreso de Estados Unidos, como ha mostrado Dowding, interviene modificando más las leyes que la House of Commons. Esto es muy sintomático y no es casual. “La posibilidad de un papel autónomo del Parlamento... se hace imposible por la misma dinámica del modelo parlamentarista” (Bradley and Cesare Pinelli, 2012, p. 665).