De compañero a contrarrevolucionario

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Volvamos, pues, al tema central de la cuestión abordada, el del estatuto que le asignamos a los DSV: fuente histórica o no. Quienes niegan desde posiciones más que respetables que los DSV merezcan la consideración de fuente (las descalificaciones basadas en criterios positivistas, que se agotan en la exclusividad de los archivos como proveedores de primera materia para el historiador, o las que son producto de las concepciones exclusivamente corporativistas de los historiadores, no nos interesan), argumentan fundamentalmente en un doble plano. En primer lugar, tropezamos con una crítica que, en la línea que enunciara en la década de los treinta el historiador norteamericano Louis Gottschalk en su queja remitida a la Metro Goldwyn Mayer, entiende que los cineastas distorsionan, trivializan, olvidan y desprecian no sólo la historiografía, la H2 de Kragh, cuando les conviene —casi siempre—, sino que han alcanzado a la propia H1, que se ha visto así afectada por aquella línea de actuación. La anécdota de Gottschalk, referida por Rosenstone, es aún más jugosa: se quejaba el profesor norteamericano en 1935 y, al tiempo, exigía que ningún film histórico fuera exhibido sin haber obtenido el visto bueno de un «historiador de valía»[16]. El episodio, sabroso como pocos sobre la materia, no autoriza, sin embargo, a Rosenstone a emitir un juicio de la rotundidad de aquel en el que afirma: «Seamos francos y admitámoslo: los films históricos molestan y preocupan a los historiadores profesionales». Entendemos que «molestan y preocupan» tan sólo en la medida que se nos quieran presentar como «realidad histórica», en un plano de igualdad con el discurso interpretativo y abierto a la disensión y a la crítica que es propio del historiador.
Muy relacionado con este primer plano al que nos hemos referido, está el segundo al que aludíamos, el de la necesidad que el historiador tiene de establecer una nítida separación entre ficción y realidad. Vayamos, sin embargo, por partes.
Claro que los cineastas, los hombres y las mujeres del cine, trivializan e incluso deforman H2 y H1. Esa no es la cuestión central. El problema no es ni siquiera el que tengan el perfecto derecho de hacerlo (salvo que persigan como objetivo que el resultado de su trabajo se convierta en una tesis doctoral en un departamento universitario de historia). El asunto que debe preocuparnos es que, haciendo los cineastas su trabajo, ¿qué valor le concedemos nosotros? Un punto en el que volvemos a toparnos con el tema de la distancia que separa a la realidad de la ficción.
Superando posturas extremas, que se tornan por otro lado superficiales al ser esbozadas en cuatro pinceladas, lo importante es, a nuestro juicio, destacar dos cosas: la superación de la distancia entre realidad y ficción que subyace a estos planteamientos y, en segundo lugar, una toma de posición que nos remite a la concepción de Ferro o Rosenstone: la del cine como fuente de una supuesta Historia (H2) superadora de la llamada «Historia oficial», en el supuesto de que esta exista. Déjesenos aclarar que por Historia oficial se entiende aquella especie de doctrina histórica explicativa que ha sido bendecida por la Academia y que cuenta con el visto bueno del Poder, con mayúscula[17]. En nuestra opinión en las sociedades democráticas, y tanto más en sus universidades, no existe tal cosa.
Como escribimos en su momento[18], supuestamente, la utilización de estas nuevas fuentes (orales, materiales) permite, según algunos especialistas (Marc Ferro, Paul Thompson), escribir otra historia que presuntamente es más limpia, más benéfica, menos interesada, menos falseadora que la que se supone es la Historia oficial. Robert Rosenstone ha sintetizado, entendemos, la base de la que arranca nuestra argumentación:
La larga tradición oral nos ha proporcionado una relación poética con el mundo y con el pasado, mientras que la historia escrita, especialmente la de los dos últimos siglos, ha creado un mundo lineal, científico, utilizando la letra impresa. El cine cambia las reglas del juego histórico al señalar sus propias certezas y verdades; verdades que nacen de una realidad visual y auditiva que es imposible capturar mediante palabras. Esta nueva historia en imágenes es, potencialmente, mucho más compleja que cualquier texto escrito, ya que en la pantalla pueden aparecer diversos elementos, incluso, textos. Elementos que se apoyan o se oponen entre ellos para conseguir una sensación y un alcance tan diferente al de la historia escrita como lo fue el de esta respecto a la historia oral[19].
Se parte de la base de que existe un discurso emanado desde el poder, favorecedor de los intereses dominantes, apoyado y refrendado desde las instancias, llamémosles, oficiales. Pudiera interpretarse que aquellos historiadores que no utilizamos este tipo de fuentes en sintonía con los autores referidos somos, cuando menos, cómplices más o menos conscientes de la manipulación más grosera de la Historia (H1) en beneficio del Poder. Discrepamos de esta concepción, y entendemos que la calidad de la investigación histórica no está predeterminada, ni favorable ni desfavorablemente, por la tipología de las fuentes utilizadas por el historiador. Si la pregunta es: al utilizar estas fuentes, ¿hacemos una historia distinta a la que realizan los historiadores que centran sus estudios en las fuentes tradicionales, archivísticas y hemerográficas?, nuestra respuesta es simple: una historia distinta sí, pero no por definición mejor que la que realizan aquellos.
Más detenimiento exige abordar el problema de la distancia entre la realidad y la ficción, que creemos es el nudo gordiano del problema que aquí tratamos. En este sentido, nuestro posicionamiento pasa por afirmar la autonomía entre el mundo real y el de ficción, su separación ontológica fundamental, de la que deriva que las disciplinas articuladas en torno a cada uno de ellos —la historia, en el primer caso y ciertas manifestaciones culturales, tales como la literatura o el cine, en el segundo— sean también productos absolutamente diversos, con funciones, áreas de actuación, objetivos y metodologías de actuación también diferentes. Una autonomía que, sin embargo, entendemos resulta totalmente compatible con la necesaria conexión que, tanto entre aquellos mundos como entre estas disciplinas y producciones entre sí, se establece a través de distintas vías y que, en nuestra opinión, no sólo resulta enormemente enriquecedora, sino, por lo que hace a nuestra tarea de historiadores, se convierte en algo casi imprescindible[20].
Así, la intensidad con la que es percibida en determinadas ocasiones la vecindad entre el universo real y el de ficción puede dar lugar a la creencia de que a través de esta última vía puede llegarse al conocimiento de la realidad, a dar cuenta de lo acontecido en una sociedad en un momento determinado, obviando así la tradicional senda de la disciplina histórica. La ligazón entre ambos mundos es, no obstante, cierta y lógica, y los puntos que posibilitan tal enlace son muy variados.
En primer lugar, el mundo imaginario se gesta inevitablemente a partir del universo real, esto es, responde las más de las veces a modelos humanos. Por otro lado, el cine posee una enorme potencialidad interpretativa: sus destinatarios elegirán, de entre todas las posibles lecturas del film, aquella significación personal, social o histórica que les resulte más cómoda y cercana.
Al universo imaginario sólo se le puede demandar que observe un razonable grado de coherencia interna —en este caso, de posibilidad más probabilidad—, puesto que las exigencias de persecución de la verdad y de la objetividad son tan imposibles como ajenas a cualquier representación artística, y por ello quedan para otro tipo de construcciones diversas de aquellas, entre las que, por lo que hace a nuestro discurso, ocupa un lugar destacado la disciplina histórica.
Frente a estas posiciones, autores como Ferro, por ejemplo, mantienen la hipótesis de que el film, imagen o no de la realidad, documento o ficción, intriga auténtica o invención pura, es Historia. Y eso porque lo que no ocurrió, las creencias, las intenciones, el imaginario del hombre son tan Historia como la Historia. Es desde una posición coincidente, que el brasileño Jorge Nóvoa afirma que «o trabalho cinematográfico se confunde, numa certa medida, com o trabalho do historiador, mesmo quando o leit motiv do diretor de cinema não é exclusivamente histórico-científico»[21]. Desde una posición distinta a las de Ferro o Nóvoa, Isabel Burdiel y Justo Serna ponen de relieve la trascendencia que para el historiador debe tener aquello que, pese a no haber ocurrido, fue imaginado y concebido[22]. La distancia, no obstante, con las posiciones anteriores es nítida. Burdiel y Serna no dicen que lo que no ocurrió (no H1) sea Historia (H2), sino que ese «no H1» debe ser tenido en cuenta por el historiador. Ya veremos después por qué y para qué. Veamos ahora el asunto de la distancia entre realidad y ficción.
Entendemos que este tipo de planteamientos nos pone en contacto con el debate sobre el llamado «giro lingüístico» o con el «reto semiótico» en Historia. Isabel Burdiel y María Cruz Romeo han escrito en torno a esta discusión que se ha producido una especie de aceptación de las tesis de Bajtin en torno a que la forma y el contenido del discurso son una y la misma cosa siempre que entendamos el discurso y el lenguaje como fenómenos sociales15. ¿Y no es eso lo que propone Ferro? ¿Que aquello, recordémoslo, que no ocurrió, las creencias, las intenciones, el imaginario es tan Historia como la Historia? Parece darse aquí una coincidencia plena con la conocida posición de Hayden White, para quien «crear un discurso imaginario sobre acontecimientos reales puede ser no menos “verdadero” por el hecho de ser imaginario»[23].
Admitimos, pues, que como historiadores no podemos desconocer en el desarrollo de nuestro cometido, la enorme potencialidad y fuerza activa que posee el lenguaje, y creemos que la consecuencia lógica de dicho reconocimiento debiera llevarnos en el ejercicio de nuestra labor no sólo a dar cuenta de lo ocurrido, sino que nuestro análisis debiera ser útil para explicar cómo se han construido socialmente las identidades y significados que nos sirven para articular la realidad y explicar el mundo. Sin embargo, esta postura no debe ser un obstáculo para defender con idéntica firmeza la distinción que debe llevarse a cabo entre los diversos usos del lenguaje, y en concreto entre Historia y ficción, cuyos artífices manejan materiales diferentes. Quizá, como dicen Burdiel y Romeo, ha habido una importación de conceptos y planteamientos teóricos, mal comprendidos y demasiado simples, que han dado margen a considerar, de forma abusiva, que padecemos una crisis epistemológica de la Historia, haciendo desaparecer la barrera entre esta y la ficción[24].
A partir de ahí, creemos que el cine no está en absoluto legitimado para invadir el espacio propio, irrenunciable, de la disciplina histórica, y ello por la pura y simple identificación de este producto cultural como discurso de ficción, frente a la Historia, cuyas pretensiones, postulados y objetivos epistemológicos se orientan a dar cuenta de la realidad de los hechos acontecidos, con todos los matices que a dicha afirmación quieran introducirse. La tarea investigadora que desarrolla el historiador, frente al oficio del guionista y del director cinematográfico, se encuentra presidida por dos reglas de funcionamiento básicas. La primera, la necesidad de contrastar, de comprobar, de verificar escrupulosamente los términos de su discurso, como principio deontológico básico. En segundo lugar, el hecho de que el análisis y producción historiográfica apelan a una realidad que por definición se encuentra fuera del propio texto, frente a la obra fílmica, cuya lógica total hay que buscarla en su interior. Y es que, por muy elevado que sea su nivel de referencialidad, la conversión de los materiales históricos, sociales y aún biográficos en materia narrativa —entendida esta expresión en sentido amplio, comprensiva del cine—, los somete a un proceso de innegable irrealización.
Es por ello que, desde la posición de aquellos que queremos trabajar la disciplina histórica, el cine constituye una fuente documental —entendiendo por fuente lo que desde Annales hemos entendido— a la que ni podemos ni debemos renunciar. Creemos que nuestro objetivo se centra en la interpretación histórica, para lo cual trabajamos un conjunto de textos culturales que no son la realidad sino el material para su reconstrucción[25]. Podemos decir, pues, que el cine es una fuente —cuanto menos, como escribiera Febvre—, en la medida que es «testimonio de una historia viva y humana, saturada de pensamiento y de acción en potencia»[26].
Así pues, sin aceptar aquella concepción que hemos discutido, defendemos la utilización, y la validez de filmes de ficción y de documentales (y de la literatura, y de los testimonios orales y de los restos materiales), como herramientas de investigación y como instrumento didáctico de la Historia. El problema radica, no obstante, en qué esperamos, qué pretendemos, con su utilización.
En esta línea, creemos que la articulación de las relaciones entre cine, por un lado, e Historia por otro debe plantearse sobre la base de la idea de una complementariedad no invasiva de los contornos que contribuyen a definir cada una de estas producciones culturales. Desde esta perspectiva, pensamos que los historiadores deberíamos concebir y por tanto aprovechar el cine como parte de nuestra reflexión histórica, entendiéndolo como una forma de conocimiento y de práctica social productora de identidades y de representaciones en conflicto que a su vez contiene su propia lógica, en la que el guión cinematográfico posee innumerables licencias que le están vedadas al historiador. Utilizar el cine en Historia no quiere decir convertirlo en Historia. Se trata de algo tan sencillo y al tiempo tan complicado para el historiador como asumir el cine simplemente como lo que es —ficción—, sin violentarlo mediante su atracción a nuestros dominios; sólo así aportarán riqueza a nuestro análisis.
Coincidimos, en este punto, con Pilar Amador, cuando con referencia al cine señala que «la información que nos aporta la lectura de un texto fílmico concreto exige [...] el conocimiento de los códigos apropiados que permitan al investigador relacionar la información que se obtenga con objetos o sucesos pasados»[27]. Las imágenes ofrecen, lógicamente, lecturas diferentes de acuerdo con el referente cultural desde el que se contemplan.
Así pues, recapitulando, diremos que no nos dejamos engullir por el relativismo extremo que ha ganado adeptos en los últimos años. Realidad y ficción son dos cosas distintas, dos planos diferenciados que no deben confundir al historiador ni al espectador de cine. Y no deben confundirlo porque el profesional de la historia realiza con su trabajo una práctica interpretativa que asume la adhesión y la crítica a los procedimientos de verificación y documentación establecidos por el quehacer que caracteriza y define a la gente de nuestro oficio. Por contra, el cineasta crea, hace ficción, aún cuando el referente espacio-temporal de su obra pueda ser evidentemente histórico.
A partir de aquí, quizá convenga retomar la consigna de Annales, y volver a recordar que los historiadores debemos «mezclarnos con la vida», y la vida, qué duda cabe, también está en el cine.
Pero nuestra propuesta es algo más que un simple volver al pasado de los grandes maestros de la Historia. Evidentemente, hay un problema de lenguaje que los historiadores, advertidos por filósofos y filólogos, hemos abordado quizá un poco tarde. La utilización del lenguaje como materia prima básica marca un territorio compartido de encuentro entre, cuanto menos, los literatos o los historiadores. Ambos usamos el lenguaje para expresar más de lo que las palabras solas significan[28], una cualidad interpretativa que, nosotros, historiadores, no vamos a negar. Además, como nos han advertido Burdiel y Romeo, se ha flexibilizado la dicotomía entre experiencias materiales y experiencias simbólicas o culturales, una creencia que compartimos desde la convicción de que la parcela de trabajo del historiador es tan amplia que exige una multiplicidad de puntos de observación, multiplicidad que no hará sino mejorar la capacidad de comprensión profunda y global[29].
Finalmente, la bondad —incluso la necesidad— de la utilización didáctica es, prácticamente, una evidencia. El valor de los DSV como herramienta fundamental en la formación de los estudiantes resulta indiscutible, sea cual sea su nivel, desde el básico al universitario, considerando además la educación de las nuevas generaciones en la cultura de la imagen[30]. En el entorno académico y universitario hace tiempo que venimos utilizando de forma sistemática los DSV con nuestros estudiantes de licenciatura e, incluso, de doctorado, con resultados muy positivos.
Entendemos que el trabajo con los DSV nos permite un doble plano formativo: el desarrollado por el profesor para y con los estudiantes, y el de los propios estudiantes que individualmente o en grupo abordan el análisis histórico de un dsv. En este segundo caso, el film o documental se convierte en una fuente primaria en manos del futuro historiador, y esa fuente primaria, sometida al rigor crítico con el que se trabaja cualquier otro tipo de fuente documental, es la que entra en diálogo con la bibliografía y, en su caso, con otras fuentes primarias para posibilitar un nuevo resultado historiográfico.
Estamos convencidos de que al utilizar el cine como recurso didáctico realizamos un replanteamiento de la tarea docente. Rompemos con la dinámica «monologante» de los medios de comunicación de masas —en los que la información se ofrece siempre interpretada—, con el fin de despertar la capacidad crítica del estudiante, llevándole a la reflexión sobre los acontecimientos vistos, para que a través del cine «sea capaz de relacionar épocas, hechos y fenómenos culturales, descubriendo las causas que los motivaron, sus consecuencias, y así pueda relativizar posturas dogmáticas»[31].
Además, el film de ficción o el documental informativo tienen una fuerza extraordinaria en la comprensión de las complejidades de los fenómenos o los procesos históricos. Veamos un par de ejemplos que ilustrarán lo que decimos; dos muestras entre otras muchas que podríamos citar, que son resultado de nuestra práctica docente más reciente. Se trata de un curso sobre culturas de movilización en América Latina que hemos impartido dentro del Máster en Historia Contemporánea, desarrollado por nuestra universidad junto a otras importantes universidades españolas; un curso en el que, como es habitual, hemos utilizado documentos de vídeo. Dos muestras, como hemos dicho, una sobre un film de ficción, otra sobre un documental de periodismo de investigación.
El film de ficción es O que é isso, companheiro, una película brasileña de 1997, dirigida por Bruno Barreto, comercializada en España con el título de 4 días de septiembre, que fue candidata al Óscar a mejor película extranjera en ese mismo año. El film se inserta en el periodo de la dictadura que comienza con el golpe militar de 1964 y, más concretamente, en los efectos del golpe dentro del golpe que se produce en 1968. En este periodo fueron muchos los jóvenes, en su mayoría estudiantes universitarios, que entraron en la clandestinidad para desarrollar la lucha armada contra la dictadura mediante el método de la guerrilla urbana. La película fue realizada a partir de un libro de título idéntico al de la película, escrito por Fernando Gabeira, uno de esos jóvenes que como miembro del Movimento Revolucionário 8 de Outubro (MR -8) participó, en septiembre de 1969, en el secuestro de Charles Elbrick, embajador de los Estados Unidos en Brasil. El secuestro, una novedad en la época, fue una forma de presión sobre el gobierno militar para obtener la liberación de quince presos políticos de izquierdas. En ese sentido, la operación tuvo inicialmente éxito, y los presos fueron liberados.
Cuando en nuestras clases hablamos de la guerrilla urbana latinoamericana incidimos en dos de sus problemas más significativos, como son el aislamiento y el militarismo. Dentro del primero, insistimos en el elitismo revolucionario, el desprecio por las formas clásicas de lucha y las dificultades para explicar «al pueblo» muchas de sus acciones, especialmente las armadas. Pues bien, en O que é isso, companheiro son muchas las secuencias que podemos utilizar en nuestra explicación, pero queremos seleccionar una.
El MR-8 necesita dinero para sostener económicamente a la organización y decide atracar un banco. La secuencia nos muestra a un grupo de jóvenes correctamente vestidos, como jóvenes de clase media que son, ellas y ellos, entrando en un gran banco a punta de pistola. El responsable del grupo se sube a un mostrador, encañona a los aterrorizados clientes, y les lanza un pequeño discurso con el que el MR-8 pretende explicar su acción. Mientras dos de los jóvenes se dirigen hacia la caja de la entidad, el dirigente y otros asaltantes encañonan a los clientes. Desde la altura del mostrador les dice:
Atención, esto no es un atraco. Es una expropiación revolucionaria. Nosotros estamos expropiando esta institución bancaria que apoya a esta dictadura cruel y sanguinaria. Muchos de nuestros compañeros que luchan por la libertad y la democracia están siendo brutalmente torturados en las prisiones, y ustedes de eso no saben nada. Cuéntenle a sus amigos lo que ha sucedido. Nosotros somos el Movimiento Revolucionario 8 de Octubre[32].
¿Elitismo, aislamiento, dificultades en la explicación de las acciones? Una secuencia de un film de ficción nos complementa a la perfección. Un joven armado irrumpe en un banco atestado de clientes junto a otros asaltantes y mientras encañona a unas personas asustadas les dice, de entrada, que lo que están viviendo no es un atraco. Es una «expropiación revolucionaria», afirma. Lo que después explica, carece ya de importancia y es imposible que los amenazados presten atención a su discurso. Si el banco apoya a la dictadura o si esta tortura a los presos carece de interés para quienes se sienten en peligro, como esa anciana que abraza protectora a su nieta. El militante niega ese código universal que todos tenemos: un hombre armado entra a robar a un banco, pero niega que eso sea lo que todo el mundo interpreta que está pasando: que están siendo víctimas de un atraco. Con acciones como esa es imposible salvar la distancia que separa a esos jóvenes revolucionarios de los ciudadanos mejor o peor acomodados a la realidad política dictatorial.
El documental de periodismo de investigación es Salvador Allende, con guión y dirección del cineasta chileno Patricio Guzmán, quien estrenó este film en el Festival de Cannes en 2004. El documento narra la vida del doctor Salvador Allende, desde su nacimiento en Valparaíso hasta su muerte en el Palacio de la Moneda, el 11 de septiembre de 1973. El dsv incluye una extraordinaria secuencia en la que Guzmán entrevista a Edward M. Korry, quien fue embajador de los Estados Unidos en Santiago de Chile entre 1967 y 1971. Korry da detalles de las intrigas e injerencias del gobierno de Washington en el Chile de la Unidad Popular comandada por Allende.
El embajador es preguntado por la posición que el presidente Richard Nixon y el secretario de Estado Henry Kissinger tenían respecto al Chile de Allende. Con la voz en off de la periodista que conduce le entrevista, se produce el siguiente diálogo:
—Periodista: ¿Qué le dijo Nixón cuando se reunió con él en la Casa Blanca?
—Embajador Kerry: Bueno, me saludó cálidamente y le dijo a Henry [Kissinger], «el embajador siempre nos cuenta todo tal y como es», y empezó a soltar un discurso de cinco o seis minutos sobre cómo iba a aplastar a Allende. No paraba de golpear su puño contra la mano, y [decía] que lo destruiría, que lo hundiría económicamente, que iba a exprimirlo económicamente.
—Periodista: ¿Cómo llamaba a Allende?
—Embajador Kerry: Lo llamaba hijo de puta. Creo que también cabrón. Ese hijo de puta, ese cabrón...[33].
Cuando abordamos el tema de la llamada Vía Chilena al Socialismo la enmarcamos siempre en el contexto geopolítico de la Guerra Fría, la ponemos en relación con las tensiones entre las superpotencias y explicamos la singularidad chilena respecto a otros procesos de desafío al orden hemisférico resultante de la Segunda Guerra Mundial, aquellos que se inspiran y alientan en la victoria de los guerrilleros de la Sierra Maestra comandados por Fidel Castro y Ernesto Che Guevara. Lógicamente insistimos en la componente institucionalista del doctor Allende, en su propuesta de respeto a la legalidad republicana en el avance hacia el socialismo. Atendemos, también, claro está, a los acosos y desafíos que hubo de soportar el gobierno de la Unidad Popular, algunos de los más duros desde sus propias filas, e insistimos en la cerrada oposición de la Administración Nixon, ajena a cualquier sutileza política. Para Nixon y los suyos los chilenos de Allende no eran más que comunistas amigos de Moscú, enemigos a batir. La huelga del transporte había sido propiciada y mantenida por la Central de Inteligencia Americana, y las variaciones sobre el precio internacional del cobre, el monocultivo chileno en el mercado internacional, respondían a los hilos movidos desde Washington. Pero, ¿no es ese breve diálogo con el locuaz embajador norteamericano más expresivo que todas nuestras abstracciones? O, al menos, ¿no es un complemento ideal para nuestras explicaciones?










