Currículo en Ciencias Naturales.

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Por lo tanto, es evidente que el profesor, al incorporar su conocimiento pedagógico, práctico (experiencial) y otros conocimientos, no es un simple técnico que ejecuta un plan de estudios; es un agente constitutivo y transformador de esto que permite que la intención de la enseñanza converja con la justificación de lo aprendido y para qué aprender. En esta visión, al hablar del currículo, necesitamos mirarlo mucho más que contenido conceptual. Necesitamos pensarlo como contenido formativo. Considerar en cuáles condiciones ese contenido es desarrollado y cómo adquiere significado para los estudiantes, al convertirse en un conocimiento poderoso y significativo en su vida, es extremadamente importante si queremos superar la inflexibilidad de esto.
En esa dirección, la propuesta de Saviani, previamente señalada, gana una amplitud mayor cuando no la vemos solamente limitada a los contenidos conceptuales, pero más abarcadora. Los profesores se constituyen en sujetos, los cuales deben movilizar conocimientos de diferentes niveles. Si a ellos no les cabe solamente ejecutar una lista de un programa de contenidos conceptuales, sino escogerlos, organizarlos y readecuarlos a su contexto para, entonces, articularlos con las impresiones de su clase, con las características de sus estudiantes, con el proceso del aprendizaje que el grupo desarrolla, con las cuestiones sociales que afectan a la clase, con los objetivos de enseñanza establecidos por ellos y demás sujetos escolares, entre otros; esas acciones dibujan la pantalla de diferentes contenidos, los cuales los profesores tienen que pensar, operar y poner en acción. Contrariamente a la ideología de “para enseñar, solo necesitas tener conocimiento del contenido”, es importante resaltar que “para ser maestro, se requiere, además de un notorio saber, un notorio saber de relaboración conceptual. Y es este segundo que nos diferencia y califica como docentes profesionales” (Corrêa, 2017, p. 166). Son nuestros conocimientos formativos y experienciales –nuestros repertorios– así como nuestra capacidad de ajustes metodológicos y de crear teorías, lo que nos legitima como prácticos reflexivos capaces de reinventar la realidad de una clase.
Teniendo en cuenta que “la existencia de un conocimiento sistematizado no es suficiente para que exista la escuela”, es necesario hacer viables las condiciones para su transmisión y apropiación, lo que implica “dosificarlo y secuenciarlo para que los estudiantes pasen gradualmente de su no dominio a su dominio” (Saviani, 2008, p. 18). En ese sentido, es claro que los “(...) principios de selección de contenido se refieren a la necesidad de organizarlo y sistematizarlo en base a algunos principios metodológicos, vinculados a la forma en que serán tratados en el currículo, también en cuanto a la lógica con la que serán presentados a los estudiantes” (Castellani Filho et al., 1992, p. 31), pero es necesario esclarecer que tanto la lógica citada como los límites de decisión necesitan ser objetivados y esclarecidos. Hacer eso es implicar y explicitar, en el proceso educacional, elementos de carácter subjetivo de quien/quienes organizan el currículo (comprendido aquí en el nivel micro, o sea, en el nivel de una clase).
Es cierto que las diferentes naciones tienen sus orientaciones curriculares y sus estándares –además de compartir, en la actualidad, muchos elementos en común–, y los docentes tienen que seguirlos por un principio normativo. Ese, es posible decir, es la producción en el nivel macro del currículo. Por él se pasan cuestiones más amplias, como las políticas sociales, económicas, del trabajo, entre otras. Todavía, aunque un programa curricular de una nación encamine, en el nivel macro, su propio foco en los elementos conceptuales u otros, es una atribución de los profesores decidir sobre cuáles “contenidos” serán empleados en su acción en el nivel micro: si hay que enseñar reacciones químicas o la taxonomía, los modos, las formas, el nivel de profundización y los tiempos de esa enseñanza, en la gran mayoría de las veces, tiene que ser definida por los profesores. Ellos son los que tienen que analizar “qué contenidos” se van a traer para que determinado concepto disciplinario (o más amplio) sea aprendido. De ese modo, la cuestión de conocimientos variados sobre su área, sus alumnos, sus contenidos conceptuales y no conceptuales, tienen que ser mediados en el plan de clase. De esta forma, la noción de currículo, todavía muchas veces, se ha restringido a la enumeración de conceptos, no es reducida a la conceptualización, sino es ampliado a la acción, transformación y producción de conocimientos que necesita alguien capaz de organizar y adjuntar los diferentes elementos “contenidos” en su producción.
Todos estos (y otros más) son contenidos que serán integrantes del currículo escolar, y no es posible hablar de esos elementos sin traer la necesaria cuestión recurrente de la discusión curricular, y que ahora la empleamos a partir de Young (2014): “¿Cuál conocimiento debería componer el currículo?” (p. 8). Esa pregunta recibe atención especial cuando nosotros nos ponemos en un mismo campo de debates –la educación de las ciencias–. Eso porque en la especificidad de un campo disciplinar emergen cuestiones puntuales sobre el ‘qué’ y ‘cómo’ enseñar en una especificidad que necesita atención.
Sobre la cuestión señalada, Young (2014) también la contesta de una forma interesante, que nos remite a la crítica de las comprensiones reducidas ya citadas: “la verdad es que no sabemos mucho sobre currículos, excepto en los términos cotidianos – horarios, lista de asignaturas, planes de examen y, cada vez más, matrices de competencias o habilidades” (p. 8). Así, si deseamos pensar más allá de la restricción a contenidos conceptuales, a lista de asignaturas, a matrices de competencias, entre otras, es importante comprender que la formación docente es uno de los caminos posibles para la cualificación de ese escenario.
En el campo de la enseñanza de las Ciencias, esto significa una comprensión de los procesos didácticos y pedagógicos de ese campo. Por ejemplo, en términos de la didáctica, ella “como disciplina, debe desarrollar la capacidad crítica de los profesores en formación, para que puedan analizar de modo claro y objetivo la realidad de la enseñanza de forma a posibilitar que el estudiante construya su propio saber” (Barbosa y Freitas, 2015, p. 11). De eso, emerge la centralidad de la acción de los profesores (sea en formación, sea en actuación en las escuelas), lo que pensamos que, más allá de la didáctica y pedagogía, es una temática enlazada con la cuestión de autonomía docente.
El currículo y la autonomía: un requisito indispensable para la enseñanza
En esta discusión, hablar sobre el currículo implica tomar como parte del método de la práctica pedagógica, la selección del contenido de la enseñanza; en otras palabras, sus prioridades. Por lo tanto, decidir qué, cómo y para qué enseñar, debe ser una tarea que respete principios pensados por los profesores en su nicho, y eso, en el campo de la enseñanza de las Ciencias, recibe una centralidad frente al contexto contemporáneo, puesto que es más destacada la necesidad de pensar elementos básicos de lo que se enseña, tales como: 1. relevancia social del contenido; 2. adecuación a las posibilidades sociocognitivas del alumno; y 3. objetividad y enfoque científico del conocimiento (Gama y Duarte, 2015).
Una pregunta clave que enfrentan los profesores es decidir ¿qué caminos de aprendizaje deben seguir los estudiantes en su educación escolar? Para esto, las respuestas son muy diversas y tienden a ocurrir de acuerdo con los conceptos que las personas aportan al conocimiento y, sobre todo, al currículo. Eso significa decidir qué constituye un conocimiento poderoso, útil e indispensable en la formación humana de esa comunidad. En esta perspectiva, las condiciones históricas creadas, basadas en la cronicidad de la racionalidad técnica en los últimos siglos, condujeron a prácticas curriculares que conciben el conocimiento especializado, fragmentado, acumulativo y lineal como una solución para el desarrollo de habilidades especializadas, que se consideró el más pertinente o “científicamente” correcto. Además, este mismo modelo mecanicista legitimaba la enseñanza en una práctica simplista. Por lo tanto, la organización del conocimiento, a través del camino de la interacción pedagógica, debe llevarse a cabo en el contexto, que es complejo y tejido por múltiples dimensiones, de modo que sea relevante y un instrumento importante en la vida cotidiana de las personas (Maldaner, 2000).
Si en las secciones anteriores hablamos de la necesidad de conocimientos didáctico-pedagógicos, y si con ellos también defendimos la formación en la especificidad de la didáctica de las Ciencias para profesores de esa área; cuando hablamos de la necesaria acción de los profesores en el diseño curricular (no como ejecutores, pero sí como sujetos centrales en sus definiciones, organización, encadenamiento, entre otros), estamos hablando del desarrollo de la autonomía. Decir esto no significa asumir que un profesor podrá hacer toda y cualquier acción que desee en su clase: ¡no! La autonomía, aunque amplíe los grados de libertad de la acción, no tiene una relación de independencia de todo el contexto general de la educación escolar, de las propuestas curriculares de los departamentos o del país en lo cual ese profesor actúa.
Por lo contrario, discutir y afirmar la autonomía implica establecer una relación de cooperación entre esos elementos que se organizan en un nivel macro y los que ocurren en el nivel micro de una escuela o salón de clases. O sea, es cierto que existen orientaciones curriculares generales y que el trabajo de los profesores tiene que ser referenciado en estas orientaciones. Sin embargo, las especificidades tienen que ser adaptadas y organizadas por ese profesional que, con su capacidad intelectiva, su experiencia y varios conocimientos profesionales, ejecuta su planeación; y, así como dice Nóvoa (2017), refrenda su posición y afirma su profesión. Hacer eso es afirmar también la autonomía; es ejercer los grados de libertad que una profesión bien establecida y profesionalmente desarrollada permite.
Esto nos lleva a la siguiente pregunta: ¿en qué medida el proyecto escolar puede definir propósitos educativos, configuración curricular y sus propios sistemas de evaluación si los productos de aprendizaje, elementos finales de la acción escolar, son, en general, definidos, regulados y medidos por el sistema (mercado)? Con base a esta preocupación, Contreras (2012) también nos advierte sobre:
proyectos curriculares en los que todo lo que el docente debe hacer, paso a paso, está perfectamente estipulado o, en su falta, los textos y manuales didácticos que enumeran el repertorio de actividades que deben hacer docentes y alumnos, etc. Todo esto refleja el espíritu de racionalización tecnológica de la enseñanza, en la cual el maestro ve su función reducida al cumplimiento de prescripciones determinadas externamente, perdiendo de vista el conjunto y el control sobre su tarea (pp. 40-41).
Como profesionales de la enseñanza, debemos ser conscientes de que el énfasis en el control sobre el trabajo docente se legitima en varios matices (en el rendimiento como una medida de la productividad, y en los resultados medidos y comparados a través de sistemas de evaluación), que no contribuyen a estimular las prácticas pedagógicas enfocadas en la autonomía docente. Por ese escenario que tenemos de, cada vez más, afirmar nuestra legitimidad, profesionalización, capacidad y comprensión de nuestra profesión y, con ellas, nuestra autonomía.
Reflexiones finales
¿Lo que se enseña en las escuelas es realmente importante y útil? Una posible pregunta muy valiosa que guía esta búsqueda es: “¿quién es este sujeto al que voy a enseñar y cuáles son sus especificidades y necesidades?” Infortunadamente, el modelo de escuela y currículo que tenemos usualmente concibe sus personajes y los mecanismos de educación como algo uniforme, estándar e inmutable. Eso porque el modelo escolar sufre o ha sufrido pocas transformaciones importantes a lo largo de la historia. Por lo tanto, no es absurdo decir que su paso temporal es diferente de los otros espacios.
Es importante aclarar que lo que se enseña en las escuelas es cultural e históricamente valioso, pero el análisis del propósito de este contenido no ha seguido el ritmo de la dinámica de las necesidades y cambios sociales, políticos y ambientales. Esto se puede confirmar si le preguntamos a un maestro de Química qué considera importante enseñar sobre esta ciencia. Ciertamente, la respuesta será una superposición de contenidos y conceptos que presenten una lógica de enseñanza. En otras palabras, presentará un currículo de Química, pero ¿realmente se debe contemplar todo lo que es importante para la química en una formación escolar? Si la finalidad es formar un químico, un científico, ¡sí! Pero si no asumimos este punto de vista, necesitamos cuestionar siempre nuestro contenido y nuestra práctica, así como la forma en que enseñamos y para qué enseñamos.
Un currículo enyesado y que no permite la autonomía docente, va en la dirección opuesta a lo que entendemos por escuela como un ambiente activo de formación ciudadana (humana), ya que el papel central de ella, además de proporcionar acceso al conocimiento sistematizado, es ofrecer un repertorio de herramientas interpretativas y contemplativas. Esto quiere decir que, lo que enseñamos en las escuelas (como en el currículo de Ciencias) debe ayudar al estudiante a interpretar los fenómenos en su espalda y ofrecer elementos para sus indagaciones y, al mismo tiempo, proporcionar placer en conocer y conocer [el mundo y él mismo]. Así, si una clase no despierta en los estudiantes el placer del conocimiento, ella está condenada al fracaso. En la misma dirección, creemos que la educación es una práctica de libertad y no de libertinaje; es una ventana a nuevas miradas y racionalidades. Por lo tanto, defendemos una educación que tenga ciencia para la formación de conciencia [comprensión de la vida y su papel en ella], que contribuye, sobre todo, a una cultura de solidaridad, sostenibilidad y paz.
Con esto, el papel social de la escuela es de hecho social, pero no de estandarización, sino de transformación. Esto significa que la escuela es el lugar donde consigues un repertorio cultural –de vida– lugar ese que permite el diálogo (interlocución de personas e ideas), el respeto por la (bio)diversidad, por la naturaleza, la reflexión, el despertar de potencialidades (inteligencias), la indagación, así como dudar y errar. En suma, la escuela es lugar de (auto)conocimiento y emancipación.
Quizás, si en todo el contenido enseñado nosotros cuestionamos su propósito de acuerdo con las necesidades formativas del momento, nos daremos cuenta de que lo que se enseñará no siempre seguirá el mismo camino. Por lo tanto, el currículo está asociado a la coherencia de contenido y forma que adoptaremos en el proceso de enseñanza y aprendizaje. Así, un currículo no debe determinar una trayectoria rígida de formación, pero sí la capacidad de flexibilidad de nuestro propósito de transformación.
Referencias
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1 Presenta los resultados de reflexión en torno al currículo y la flexibilidad curricular del proyecto de investigación: “Una mirada al currículo desde la enseñanza aprendizaje de las Ciencias Naturales en básica primaria”, SGI 2693, financiado por la Vicerrectoría de Investigación y Extensión y la Dirección de Investigaciones de la UPTC
2 Doctor en Química y profesor de la UFTM, Brasil. Investigador externo del proyecto “Una mirada al currículo desde la enseñanza aprendizaje de las Ciencias Naturales en básica primaria”, SGI 2693, financiado por la VIE y la DIN de la UPTC. Correo electrónico: correa.uftm@gmail.com
3 Doctor en Educación en Ciencias y profesor de la UFPel, Brasil. Investigador externo del proyecto “Una mirada al currículo desde la enseñanza aprendizaje de las Ciencias Naturales en básica primaria”, SGI 2693, financiado por la VIE y la DIN de la UPTC. Correo electrónico: bspastoriza@gmail.com
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