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El singular ejemplo de IBM es una muestra de la situación de una región en la que los huertos aún no habían dejado sitio a los parques tecnológicos. En un puesto avanzado en la bucólica ciudad de San José, IBM había formado un amplio grupo para trabajar en una revolucionaria máquina de memoria de acceso aleatorio, el ordenador 305 RAMAC, el primero en usar un disco duro magnético para el almacenamiento de datos. “Desarrollar esta idea en un maquina de cómputo en funcionamiento, requería las habilidades de contables y artistas, de químicos y empleados, de ingenieros y electricistas, de taquígrafos y vendedores”, decía el narrador de un noticiario de 1956. Al parecer, no fueron capaces de encontrar una forma adecuada para expresar la idea “diseñador industrial”, a pesar de la presencia allí de un embrionario equipo de esa disciplina dirigido por Jack Stringer. (40)
En febrero de ese año IBM, animada por la declaración de su presidente. Thomas L. Watson, Jr., de que “el buen diseño es un buen negocio”, había lanzado bajo la dirección de Eliot Noyes su programa global de diseño corporativo. Noyes quería que cada posible contacto con el cliente (desde la propia máquina hasta la habitación que ocupaba, o el edificio en el que se instalaba) habría de ser parte de una única interfaz sin fisuras. Dos años después, el equipo de San José trabajaba en un campus ajardinado de casi ochenta hectáreas en Cottle Road concebido por el arquitecto californiano John Savage Bolles. (41)

Figura 1.4
División de productos generales de IBM, Cottle Road, San José (1958). John Savage Bolles, arquitectura; Douglas Baylis, paisaje. “Think” Publicidad, 1962; fotógrafo desconocido.
En 1960, Donald Moore sucedió a Stringer como gerente. Durante su mandato de catorce años, el centro de diseño de IBM pasó de tener cuatro o cinco miembros a una docena, mientras que la tecnología dejó los discos magnéticos por los microchips. Moore, graduado en el Art Center en diseño de transporte, había trabajado como estilista para la compañía Ford en Dearborn hasta que la dureza del invierno de Michigan finalmente lo devolvió a su California natal. En IBM, la marcha de Stringer había dejado libre uno de los pocos puestos de diseñador industrial en una región decididamente poco dada a ello. Es bien conocido que Watson obligó a la empresa a “apostar” por la gama de ordenadores compatibles System 360. Los diseñadores industriales se ocuparon primero de las cajas que alojaban este sistema, y más tarde de los controles y de la pantalla de la consola 1130 lanzada al año siguiente. Su misión era preservar el lenguaje visual dictado por Elliot Noyes sin comprometer las funciones internas de las máquinas de las que, en la modesta estimación de Moore, no entendían “absolutamente nada”. (42)
Los diseñadores de San José, como los de cada uno de los centros de diseño de IBM, estaban sujetos a los dictámenes emitidos por Noyes (desde su oficina en New Canaan) y a las directrices de la División de Desarrollo de Sistemas Avanzados sita en Poughkeepsie. El supervisor de este departamento que ejercía el control sobre los productos de procesamiento de datos, Walter Kraus, estaba convencido de que “no [podían] tener el típico estilo de la Costa Oeste”. (43) Encontrar un terreno común entre los criterios de diseño corporativo y los requisitos de los equipos de ingeniería fue posible gracias a negociaciones no siempre cordiales: “Era algo parecido a establecer líneas de batalla dentro de una zona en guerra”, recordaba Moore, “pero si tenías una buena relación con la ingeniería y el marketing, podrías hacer muchas cosas”. De todas formas, no había ningún peligro de que el grupo de San José se atreviera a alejarse de la nave nodriza.
Aunque fue un comienzo esperanzador, en comparación con el crecimiento de la industria de los semiconductores durante los años sesenta y setenta, este puñado de profesionales no supuso más que una nota a pie de página en la historia de Silicon Valley. Los referentes del diseño en los Estados Unidos estaban vinculados a los centros de fabricación de Nueva York, Chicago y Ohio; y como descubrió Budd Steinhilber, después de haber tomado la decisión impulsiva de reubicarse en la Bahía de San Francisco en 1964, “cualquier persona sensata podría decir que, geográficamente, este era un lugar absurdo para abrir algo que tuviera que ver con la práctica del diseño industrial”. (44) Decir que las oportunidades eran limitadas sería un eufemismo, y la mayoría de las personas hubieran estado de acuerdo en que alguien que buscara trabajo en la Bahía de San Francisco, solo podía encontrarlo en Hewlett-Packard o en Ampex. (45)
Desde sus modestos inicios como proveedor de motores eléctricos de precisión para la Marina de Estados Unidos, la compañía Ampex Electric & Manufacturing se había hecho con una reputación mundial a partir de dos máquinas: el magnetófono Telefunken y cincuenta bobinas de cinta BASF traídas de la derrotada Alemania en 1946 y modificadas (de acuerdo a la mejor tradición de Silicon Valley) en un garaje convertido en taller instalado en San Carlos. Dos años más tarde, en abril de 1948, Ampex entregó a la American Broadcasting Company (46) siete grabadoras magnéticas modelo 200A. Las industrias de la radiodifusión y de la grabación aceptaron este nuevo estándar casi de inmediato (en un claro ejemplo de lo que una generación posterior llamaría “innovación disruptiva”) y, en una década, Ampex dominó por completo el mercado de equipos profesionales de grabación de audio y video de alta fidelidad. (47)
Quien estuvo detrás de estos primeros esfuerzos fue Harold Lindsay, el empleado número 8 en Ampex, y uno de los pioneros en la grabación moderna de sonido. Venerado por sus compañeros de trabajo como un ingeniero ejemplar, Lindsay aportó a su trabajo un conocimiento enciclopédico sobre cierres, extrusiones, materiales y técnicas de fabricación, así como una refinada sensibilidad estética y un sentido casi moralista de su obligación hacia quienes habrían de usar sus creaciones. Sin embargo, podía no tener esa misma consideración con los colegas que tuvieran que construirlos: “Harold nos hacía enfadar muchas veces”, recordaba Myron Stolaroff, quien superaba a Lindsay por su condición de empleado número 0. “Era un perfeccionista. No consentía nada que no pudiera verse bonito, nada que no estuviera concebido estéticamente, que no tuviera una apariencia maravillosa y un excelente acabado”. (48)
Los fundadores de Ampex creían estar iniciando una industria completamente nueva. “No había nada disponible en la literatura técnica que dijera cómo funcionaban las grabadoras magnéticas”, decía Harold Lindsay a una sala llena de nuevos empleados. “No teníamos referencias a las que acudir”. (49) Tampoco se hizo una distinción clara entre ingeniería y diseño, y no puede sobrestimarse la ausencia de precedentes. Robbie Smits, que se unió a este equipo de Ampex en 1948, recuerda que le dijeron: “Aquí tienes un cabezal, un amplificador, y aquí, un plato superior; hay que hacer con todo esto una grabadora”. (50)
En este inexplorado entorno, fueron los valores estéticos de Lindsay (combinados con su anterior contacto con el trabajo de abocetado, mecanizado y diseño industrial) los que determinaron las cualidades formales de las primeras máquinas de Ampex. Había, por supuesto, limitaciones externas. El modelo 200A se desarrolló gracias a Jack Mullin, un ex comandante del ejército que había descubierto las máquinas magnetofónicas alemanas originales en un castillo en las afueras de Fráncfort; el fue quien las desmanteló, las empaquetó y las envió a Estados Unidos como “souvenirs” en diecinueve sacos de correo. Mullin puso ese material a disposición de los ingenieros de Ampex para que pudieran probar los cabezales de reproducción que Lindsay había construido, pero ello requería que fueran diseñados con las mismas especificaciones que las máquinas alemanas. En cuanto a las dimensiones generales (e incluso el acabado y el color), se resolvieron atendiendo al requisito de que pudieran alojarse en un bastidor previamente ocupado por los tornos de corte Scully, el estándar industrial al que intentaban reemplazar. (51)
Guiado por su creencia en lo “rugoso y fiable”, Lindsay creó un lenguaje de diseño intuitivo que caracterizaría a la primera generación de máquinas de Ampex. Al no haber recibido formación en diseño, permitió que sus decisiones se fundaran en consideraciones de ingeniería y en los usos que se darían a las máquinas. Sin embargo, la elegancia de los primeras grabadoras magnéticas, sobre todo si se tiene en cuenta su función y la ausencia casi total de cualquier precedente, es sorprendente y atestigua la atenta atención al detalle de Lindsay. Dos aberturas redondas en la caja del modelo 200A servían como tiradores para acceder a los componentes electrónicos y a los ajustes mecánicos; pronto comenzó a circular el mito de que sus dimensiones se correspondían con cálculos muy precisos determinados por los requisitos de ventilación de los motores que se alojaban en el interior.
Durante su primera década, Ampex lanzó un nuevo producto casi todos los años, y comenzó a surgir un “aspecto Ampex”, aunque en palabras del ingeniero Larry Miller, “ese parecido familiar habría de cambiar si sigue queriéndose poner un par de carretes de cinta de dos pulgadas en cada máquina”. (52) El modelo 200A de 4000 dólares fue el primero, al que siguió su sucesor más compacto, el modelo 300; llegaron luego el 400, de menos éxito; el 500, militarizado; y el 600, portátil, pero con unos altavoces muy caros de madera africana. En abril de 1956, Ampex lanzó el primer grabador de vídeo, un dispositivo que revolucionó la industria televisiva en todo el planeta. El VR-1000 fue desarrollado por un equipo de ingenieros de los que era responsable Charles Ginsburg, incorporado a Ampex en 1952. Los años heroicos llegaron quizá a su cumbre en 1964 con la grabadora de audio MR-70, diseñada para mezclar los masters de los Beatles para Capitol Records en Estados Unidos. Con su marco de aluminio fundido a presión, sus tolerancias (más propias de las especificaciones militares) y sus alineamientos de precisión, el MR-70 fue reconocido como una obra maestra, no solo de ingeniería de audio, sino también de diseño industrial. En aquel momento, las máquinas Ampex podían encontrarse en casi todos los principales estudios de grabación, en las emisoras de radio y televisión de Estados Unidos, así como en un número cada vez mayor de laboratorios, universidades, campos de pruebas militares y centros de datos de las grandes empresas.


Figura 1.5
De ingeniero con gusto a diseñador industrial. Izquierda: Harold Lindsay con el Ampex Model 200A; a la derecha: Frank Walsh, gerente del departamento de diseño industrial de Ampex, con “Elmer Average”, una figura antropométrica articulada. Fuente: Biblioteca de la Universidad de Stanford. Colección Ampex, M1230, Box 53, carpeta 7439.
A medida que Ampex adquría madurez y su línea de productos se diversificaba para incluir tanto equipos de consumo como profesionales, la capacidad de Harold Lindsay se mostró insuficiente para dar servicio a la industria que había creado. En 1958, en un patrón que se convertiría en el emblema de todo el diseño de Silicon Valley, el “ingeniero con gusto” fue reemplazado por el diseñador capacitado. Con la bendición de Lindsay, Roger Wilder, uno más en la larga lista de graduados del Art Center que habían emigrado al norte de California, se convirtió en el primer diseñador industrial en unirse a la compañía y, poco tiempo después, Frank T. Walsh fue contratado para formar un equipo de diseño profesional. Cuando Walsh renunció a su puesto una década más tarde, Ampex había trasladado sus laboratorios, sus talleres y su equipo de diseño industrial de ocho personas a un extenso campus de más de quince hectáreas en Redwood City, unos kilómetros más cerca de lo que sería el centro neurálgico de Silicon Valley. Fue un movimiento acertado, al menos simbólicamente, ya que era lógico que una compañía que había aprendido a registrar el sonido y (más tarde) la imagen en cinta magnética hubiera extendido su actividad a la grabación de datos de todo tipo.
El sucesor de Walsh fue Arden Farey quien, tras verse afectado por la esclerosis múltiple, se convertiría en una figura destacada en el movimiento de diseño por la discapacidad del IDSA. Sería Darrell Staley quien presidiría el cambio de la cinta magnética al “almacenamiento digital en la era de la información visual”. (53) Staley había pasado por una serie de trabajos de apenas un año después de graduarse en el Art Center en 1959: se ocupó del diseño de superficies para refrigeradores en la división Frigidaire de General Motors en Detroit, formó parte del equipo de apoyo en tierra para la Misión Apollo en North American Rockwell en Los Ángeles, y también participó en el equipo de agricultura móvil para la Corporación FMC, una ocupación que lo llevaría finalmente a San José. Desde el día en que entró en el estudio de la planta baja en Ampex (abierto a un patio interior que mantenía el trabajo de los diseñadores a resguardo de los ojos de los curiosos), sabía que sus idas y venidas habían terminado.
Durante treinta años como gerente de diseño industrial, Staley supervisó la evolución que supuso pasar de las primeras máquinas analógicas (que tiraban de bobinas de cinta de dos pulgadas en tres cabezales) a las revolucionarias grabadoras de exploración helicoidal que envolvían la cinta alrededor de un tambor giratorio. Cada avance supuso un cambio de escala y enfrentó a los diseñadores con nuevos desafíos y oportunidades, pero nada los preparó para el día (a fines de los años ochenta) en que uno de los ingenieros entró al estudio de diseño y les dijo: “No vamos a usar nunca más cinta magnética”. Los requisitos físicos que suponían los carretes de cinta habían condicionado la práctica del diseño desde el principio, de la misma forma en que las válvulas de vacío y los tubos de rayos catódicos habían determinado la forma de la mayoría de los televisores. Con la adopción de la tecnología digital, la tarea tradicional del diseñador industrial que parecía consistir en envolver con una especie de piel un conjunto de componentes físicos, cambió por completo de la noche a la mañana.
A medida que los productos de la industria discográfica entraron en la era digital, también lo hicieron las herramientas que los diseñadores tenían a su disposición. En ninguna parte eso fue más evidente que entre los diseñadores gráficos de Ampex, responsables de todos los impresos (internos y externos) de la compañía. Este grupo se formó alrededor de 1977, cuando Douglas Tinney, que había estudiado en el California College of Arts & Crafts con leyendas de la industria como Joseph Sinel, se unió a un equipo de tres “artistas gráficos”. (54) En su mejor momento Tinney logró reunir un equipo de cuarenta y cuatro profesionales que producían materiales de marketing, informes anuales, manuales de usuario y documentación técnica. En el transcurso de sus veintidós años en Ampex, Tinney, junto con un equipo de diseñadores, fotógrafos, ilustradores e impresores, cambió las cuchillas, el pegamento y las galeradas (que llegaban en un autobús Greyhound) por los primeros ordenadores Apple Macintosh. Al final, cuando el personal de diseño había quedado reducido a la mínima expresión, se vio descargando archivos PDF y devolviendo las correcciones por correo electrónico, sin tener siquiera que desplazarse físicamente.
Esta progresiva sustitución de las herramientas no fue, por supuesto, exclusiva de Silicon Valley. Lo que era específico del sector tecnológico era la naturaleza de los productos que debían explicar, ilustrar y comercializar. Los diseñadores gráficos formados en el ambiente de las escuelas de arte tuvieron que aprender lo suficiente sobre el funcionamiento de instrumentos técnicos complejos como para poder expresar visualmente su relación con otros aparatos, ya fueran fabricados o no por Ampex. Tenían que preparar materiales promocionales mucho antes del lanzamiento de un producto, a menudo a partir de maquetas de madera, lo único con lo que podían trabajar.
A pesar de esta abundante presencia de profesionales capaces, Ampex no logró integrar el diseño en el proceso general de desarrollo de productos. Incluso en sus mejores tiempos, los diseñadores eran vistos como eslabones en una cadena estrictamente jerárquica y no como socios que pudieran sentarse en la misma mesa. Cuando estallaba el conflicto, los diseñadores tenían todas las de perder, algo de lo que se dio cuenta Jay Wilson cuando trabajaba en el dispositivo de video profesional VPR-6: “En un determinado momento me sentí tan frustrado luchando por lo que consideraba pequeños problemas de diseño que envié un memorando a la ingeniería. Les explicaba que si querían diseñar ellos el producto, me lo hicieran saber por escrito para cancelar todo lo relacionado con el diseño industrial”. (55) Al igual que Hewlett-Packard, Ampex era en esencia una empresa basada en la investigación y dirigida por la ingeniería, con una limitada comprensión del vasto abismo que se extiende entre los productos profesionales y el mercado de consumo. La cadena de mando comenzaba en lo alto de la sección de tecnología avanzada y pasaba por el departamento de ingeniería antes de llegar al estudio del primer piso donde se ordenaba a los diseñadores que lo hicieran más barato, que agregaran algunas características y lo metieran en una caja. Unos pocos ingenieros de Ampex, especialmente Harold Lindsay, apreciaban a los diseñadores, algunos los toleraban, pero la mayoría consideraba que eran innecesarios. Dominaba la típica actitud arrogante de los ingenieros: “Esto va a cambiar el mundo, así que a nadie le importa el aspecto que pueda tener”. (56)
Solo a fines de la década de los setenta, cuando Ampex comenzó a sufrir una seria competencia por primera vez en su historia, la empresa llegó a apreciar el valor del diseño como parte de la estrategia corporativa, pero para entonces ya era demasiado tarde. Las presentaciones de Sony en la feria anual de la National Association of Broadcasters se hicieron cada vez más espectaculares, la moral se desplomó y sufrió el efecto centrífugo de los “cinco pequeños Ampexes” en que se había dividido la compañía unos años antes. (57) Una serie de decisiones catastróficas en la gestión erosionaron aún más su ventaja tecnológica y hoy día no queda casi nada de una compañía (antaño invencible), excepto un signo azul y blanco que saluda en silencio a lo automovilistas que se dirigen por la autopista 101, a los campus de Yahoo!, Google y Facebook.
El diseño llegó a Silicon Valley inmediatamente después de la ingeniería, sin referencias fiables, ni con una idea clara de lo que significaba “diseñar” un atenuador variable o un grabador de video de exploración helicoidal. Pero menos aún se sabía de su relevancia para el mercado de consumo. Como recordaba Steinhilber, cuando comenzó su carrera en Nueva York, “la mayor parte del trabajo tenía que ver con electrodomésticos de línea blanca. Al mudarme a Ohio, tuve que aprender el lenguaje industrial de la máquina-herramienta. Pero lo que me encontré fue una actividad en sus inicios, cuyo vocabulario estaba aún en gestación”, un lenguaje que inventaban sobre la marcha. (58) La primera generación que se dedicó a esta práctica se acercó a esa terra incógnita desde la creatividad, la intuición, el instinto y el gusto, y buscaron la motivación en cualquier lugar donde pudieran encontrarla. Como se ha comentado, Carl Clement de HP viajó al MIT a experimentar la “ingeniería creativa”. Myron Stolaroff se retiró a una cabaña en Sierra Nevada donde administró LSD a ocho ingenieros de Ampex en un esfuerzo por desbloquear su latente creatividad. Por otra parte, en el Stanford Research Institute, Douglas Engelbart se integró en el Movimiento del potencial humano e inscribió a un personal más bien reacio en toda suerte de seminarios. (59) Con cada nueva sacudida tecnológica se hacía evidente la necesidad de habilidades profesionales más especializadas, pero también, paradójicamente, era obligada una visión más amplia de la innovación en su conjunto. “Estamos creando productos que nunca antes habían existido”, recordaba Allen Inhelder a sus colegas en HP, “y tenemos que diseñarlos para que nuestros clientes sepan cómo usarlos”. Desde su puesto en Ampex, Darrell Staley señalaba que “el diseñador californiano se veía obligado a convertirse en un especie de pequeño hombre del Renacimiento, y ni siquiera lo pensaba dos veces. Era algo que estaba en el ambiente”. (60)
Sin embargo, fue una batalla con todos en contra. No era nada fácil que los diseñadores ganaran credibilidad entre ingenieros capacitados, bien situados y mejor pagados, para quienes incluso un simple envase era, en el mejor de los casos, un mal necesario. Más de uno terminó agotado en esa pelea constante por ser invitado a formar parte de los equipos de desarrollo al comienzo de un proyecto, y evitar así recibir al final un conjunto de componentes con el único objetivo de empaquetarlos. Para aquellos cuyo espíritu se hundía bajo el peso de la burocracia corporativa, o cuyos egos se erizaban en su condición de “sirvientes exóticos” o “cocineros de poca monta” (61) , las alternativas eran pocas y no estaban a mano. Algunos lograron ascender en la escala corporativa hasta posiciones de gestión, dejando atrás sus habilidades de diseño (o su carencia de ellas); otros se dirigieron “hacia el Este” a las consultorías de Chicago o Nueva York. Solo dos se atrevieron a explorar un tercer camino.
Dale Gruyé y Noland Vogt eran amigos desde su época de estudiantes en el Art Center School de Los Ángeles, y siguieron siéndolo como empleados de General Electric en Utica, Nueva York. En marzo de 1966, después de que Gruyé dejara su puesto en las oficinas de diseño corporativo de Hewlett-Packard y Vogt hiciera lo mismo en Ampex, se unieron a George Opperman, alquilaron una tienda anodina en el extremo sur de Palo Alto y comenzaron a buscar clientes. Los tres jóvenes diseñadores, optimistas y ambiciosos, soñaban con dar forma a un negocio que escapara del espíritu provinciano de la zona y adquiriese una clientela nacional. Aunque su oficina en San Antonio Road estaba a pocas manzanas de los antiguos Laboratorios Shockley Semiconductor (donde nació la nueva tecnología) no tenían idea de que con el lanzamiento de su sociedad GVO estaban escribiendo las primeras líneas de un nuevo capítulo en la historia de Silicon Valley, el “valle que deleita los corazones”. (62)

Figura 1.6
El valle que deleita los corazones.
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