Metamanagement - Tomo 3 (Filosofía)

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a) flexibilidad: eran incapaces de adaptar su estilo a los cambios en la cultura organizacional, o eran incapaces de cambiar en respuesta al feedback. No eran permeables a escuchar o aprender;
b) vínculos: eran demasiado críticos, insensibles o exigentes y alienaban a quienes trabajaban con ellos. No sabían establecer lazos genuinos;
c) auto-control: tenían poca capacidad para trabajar bajo presión y tendían al aislamiento o los estallidos de ira. Perdían la compostura, la calma y la confianza en situaciones de crisis o de estrés;
d) responsabilidad: reaccionaban frente al fracaso y las críticas en forma defensiva, negando, escondiendo o culpando a otros. No se hacían cargo de sus errores, ni de corregirlos;
e) generosidad: eran demasiado ambiciosos, dispuestos a ganar ventajas a expensas de los demás. No mostraban integridad ni prestaban atención a las necesidades de sus subordinados y colegas. Solamente les interesaba impresionar al jefe;
f) habilidades sociales: no demostraban empatía ni sensibilidad. Usualmente eran cáusticos, arrogantes y propensos a intimidar a sus subordinados. Eran engañosos y manipuladores;
g) respeto y cooperación: eran incapaces de construir una red de relaciones de colaboración, mutuamente beneficiosas. Erradicaban la diversidad, buscando sólo homogeneizar al grupo.
Estos “desvíos” laborales y empresarios tienen causas emocionales. La educación formal sólo se enfoca en las competencias intelectuales. Pero aquellos que se concentran exclusivamente en las habilidades técnicas suelen convertirse, de manera paradójica, en incompetentes emocionales. Al principio de la carrera, esta desventaja no es demasiado evidente; por lo general se asciende hasta que la incompetencia se hace obvia. Un profesional que es promovido por su pericia técnica cambia en forma radical el eje de su efectividad al convertirse en manager. Su responsabilidad es ahora tratar con gente, responsabilidad para la cual no está preparado. Tal vez sea esta la razón por la cual muchas veces encontramos gente sarcástica, antipática y socialmente inepta ocupando posiciones de poder.
Al analizar los desafíos para el management del siglo XXI, Peter Drucker3 pone el énfasis en la necesidad de desarrollar competencias emocionales para liderar a otros seres humanos.
“El comandante de un regimiento del ejército [al igual que un manager senior], unas pocas décadas atrás había tenido cada uno de los cargos de sus subordinados: comandante de batallón, comandante de compañía, comandante de pelotón. La única diferencia en estos trabajos entre el plebeyo comandante de pelotón y el señorial comandante de regimiento era la cantidad de personas que cada uno comandaba; el trabajo que hacían era exactamente el mismo. Hoy, por otro lado, los comandantes de regimiento han comandado tropas en algún momento previo de su carrera, pero a menudo esto ha sido durante un corto período de tiempo. También han avanzado a través de los puestos de capitán y mayor. Pero en buena parte de sus carreras han tenido destinos muy diferentes en trabajos de staff, en trabajos de investigación, como profesores en escuelas de guerra, como agregados en una embajada, etcétera. Ellos simplemente no pueden asumir que saben lo que su “subordinado”, el capitán a cargo de una compañía, está haciendo o tratando de hacer; han sido capitanes, por supuesto, pero tal vez nunca han comandado una compañía”.
“[La] relación [entre managers y empleados] (...) se parece más a la que existe entre un director de orquesta y el músico, que a la que existe entre el tradicional superior/subordinado. El superior en una organización que usa ‘trabajadores de conocimiento o inteligentes’ no puede, en general, hacer el trabajo de sus supuestos subordinados de la misma forma en que el director de orquesta no puede tocar la tuba. Al mismo tiempo, el trabajador inteligente depende de su superior para darle dirección y, sobre todo, para definir la “partitura” de la organización como un todo, es decir, cuáles son los parámetros y los valores, la expectativa de desempeño y resultados. Y, al igual que una orquesta puede sabotear incluso al director más hábil –y ciertamente al más autocrático– una organización de trabajadores inteligentes puede fácilmente sabotear al superior más hábil, y ciertamente al más autocrático. Cada vez más, los empleados deben ser liderados como si fueran voluntarios. Se les paga, por supuesto, pero ellos son los dueños de sus medios de producción y tienen gran movilidad”.
Para triunfar en este entorno de “trabajadores inteligentes las compañías descubren cada vez más cuán necesario es desarrollar “managers inteligentes”. Pero mientras que la inteligencia de los trabajadores es principalmente de contenido, la de los managers es de contexto. Mientras que los primeros necesitan conocer las técnicas más modernas para hacer su trabajo, los segundos necesitan desarrollar una especie de técnica emocional-humana para coordinar los esfuerzos de los primeros.
A pesar del título de Drucker (Desafíos para el management del siglo XXI) esta idea no es nueva. Ya en los años treinta, Douglas MacGregor4 hablaba de esta especie de “ingeniería humana” necesaria para liderar personas, y de la ceguera demostrada por los managers con respecto a ella (Ver Capítulo 6, Tomo 1, “Del control unilateral al aprendizaje mutuo”).
“En ingeniería”, escribe MacGregor, “el control consiste en ajustarse a las leyes naturales. Esto no significa hacer que la naturaleza haga lo que queremos. Por ejemplo, no cavamos canales con la expectativa de que el agua fluirá cuesta arriba. No usamos gasolina para apagar un fuego. Al diseñar un motor de combustión interna reconocemos y nos ajustamos al hecho de que los gases se expanden al calentarse. No tratamos de hacer que las cosas se comporten de manera diferente. Nuestro control de la naturaleza no es realmente control en el sentido estricto. Es más frecuentemente una adaptación a la naturaleza. Con respecto a los fenómenos físicos, el control generalmente implica la selección de medios apropiados a la naturaleza de los fenómenos. Sin embargo, aunque en el campo humano la situación es la misma, generalmente cavamos canales para hacer que el agua vaya hacia arriba. Muchos de nuestros intentos de controlar comportamientos, lejos de representar adaptaciones selectivas, están en directa oposición a la naturaleza humana. Consisten en tratar de hacer que la gente se comporte como queremos, sin prestar ninguna atención a las leyes naturales. Pero, tal como en ingeniería no podemos conseguir los resultados deseados mediante acciones inapropiadas, tampoco podemos esperar resultados deseados mediante acciones inapropiadas en la esfera de lo humano”.
En este y los próximos dos capítulos abordamos algunos principios de “ingeniería emocional” que permiten cerrar la brecha entre las necesidades organizacionales y las capacidades individuales. Pero antes investigaremos qué son las emociones y cómo se relacionan con los pensamientos, las sensaciones y las acciones.
Emociones
Imagínese en la cima de una montaña, en un bonito día, extasiado ante la belleza del panorama. ¿Qué puede percibir? El azul profundo del cielo, la frescura del aire, la inmensidad del horizonte, el sonido del viento, el calor del sol, el silencio. ¿Qué puede hacer? Sentarse, contemplar el entorno, sacar fotografías, tomar agua, comer algo, descansar.
Ahora, sin cambiar la escena, imagine que oye el ominoso gruñido de algún animal salvaje. En un instante, desaparecen el azul profundo del cielo, la frescura del aire, la inmensidad del horizonte, el sonido del viento, el calor del sol y el silencio. En su lugar se revelan la soledad del paraje, las posibles vías de escape, las armas y los escondites potenciales. Luego del gruñido es impensable sentarse, contemplar el entorno, sacar fotografías, tomar agua, comer algo o descansar. Las acciones normales en esas circunstancias son huir, buscar algo para defenderse o gritar pidiendo ayuda.
¿A qué se debe que el gruñido sea capaz de cambiar el mundo y las acciones? En realidad, el gruñido no cambia el mundo, sino que afecta el estado emocional de la persona que lo oye. En base a esa mutación emocional, la persona cambia su percepción y su acción. En un estado de calma, la mente se enfoca al cielo, el aire fresco y el viento; en un estado de miedo, la mente se enfoca a las vías de escape y las piedras que permitirán defenderse. No se trata de que al estar en calma (antes del gruñido) las vías de escape y las piedras no estuvieran donde están, ni que al estar asustado (después del gruñido) el cielo azul y el calor del sol desaparezcan. Lo que sucede es que ciertas experiencias sensoriales que en un determinado estado emocional resultan relevantes, en el otro no lo son, es decir, quedan excluidas por el filtro pre-consciente de la percepción. Como explicamos en los capítulos 5 y 12, “Modelos mentales” (Tomo 1) y “La escalera de inferencias” (Tomo 2), dado que la mente humana es incapaz de abarcar la complejidad infinita de la realidad, la persona necesita elegir pre-conscientemente en qué enfocar su atención y en qué no. Las emociones son las que guían ese proceso automático de relevamiento.
Así como en un estado de calma la mente se concentra en contemplar el paisaje, tomar fotografías o comer algo, en un estado de miedo, la mente se concentra en pedir ayuda, defenderse o huir. No es que al estar en calma (antes del gruñido) fuera imposible correr o gritar, ni que después sea imposible sentarse a contemplar el paisaje. Lo que sucede es que cuando uno está embargado por el miedo, no es posible actuar como cuando estaba en calma. La emoción no sólo condiciona la experiencia, sino que también define el espacio de acciones posibles.
El impacto del gruñido en la percepción y el comportamiento es consecuencia de su impacto en los pensamientos y sentimientos. En la calma inicial, uno puede tener pensamientos como “¡Qué hermosa es la naturaleza!”, o: “¿A qué altura estará esta cima?”, o: “Qué lejanos parecen desde aquí los problemas cotidianos del trabajo...”. Pero en el pánico posterior, esos pensamientos son desplazados por ideas como “¡Qué peligrosa es la naturaleza!”, o: “¿Quién me manda caminar solo por la montaña?”, o: “Y yo creía que tenía problemas en el trabajo, que iluso; ahora sí que estoy en verdaderos problemas...”. Antes del gruñido, uno se siente contento, satisfecho y sereno; después, tales sentimientos se hunden en un mar de temor, nerviosismo y excitación.
Además de condicionar la percepción y la acción, los pensamientos y las emociones afectan la fisiología. Los estados emocionales están correlacionados con la secreción de ciertas hormonas y con cambios metabólicos. Por ejemplo, en un estado de temor, la amígdala cerebral segrega la hormona liberadora de corticotropina (CRH) que, a su vez, estimula la secreción de una multitud de otras sustancias que movilizan la reacción de ataque o fuga. Por otro lado, la amígdala libera noradrenalina y dopamina, encargadas de agudizar los sentidos. Estas hormonas quitan energía a los centros superiores del cerebro, como la memoria y la lógica, y la redirigen a los sentidos y centros de la percepción. Afectan también el sistema cardiovascular: el ritmo cardíaco se acelera y la sangre se desvía de los centros cognoscitivos hacia los músculos y las extremidades, preparando al cuerpo para responder a la emergencia. El nivel de azúcar (combustible) en la sangre sube y las actividades no esenciales (como la digestión) bajan. El efecto global es el de agudizar los sentidos, nublar el razonamiento y poner en funcionamiento el “piloto automático” de la supervivencia. En este estado, aquellas conductas que hayan sido grabadas por repetición (pelear, escapar, rendirse), ocurren en forma autónoma.
Es fundamental destacar que el gruñido no es un estímulo que causa una respuesta condicionada, sino un disparador que incita una reacción autónoma de la persona (ver el Capítulo 2, “Responsabilidad incondicional”). Si usted es cazador en vez de turista, al escuchar el gruñido, en lugar de miedo sentirá entusiasmo. En vez de pensamientos oscuros, su mente se ocupará de planear una estrategia de caza. En vez de registrar los escondites y vías de escape que podría usar, prestará atención a los escondites y posibles vías de escape que podría usar el animal. En vez de correr, se plantará y quitará el seguro de su rifle. Hasta la fisiología endocrina será distinta. Las catecolaminas, como la adrenalina y la noradrenalina que segregará entonces, impulsan la actividad en forma mucho más productiva que la corticotropina. Al activar el sistema simpático, las catecolaminas elevan el nivel de energía, permitiendo un máximo esfuerzo mental y físico. Esto es lo que se llama “el buen estrés”, en oposición al distrés o “mal estrés”.
Emoción, fisiología, razón y comportamiento
De acuerdo con el filósofo William James5, “si nos imaginamos una emoción intensa y luego tratamos de abstraer de nuestra conciencia todas las sensaciones de sus síntomas corporales, encontramos que no queda nada, ninguna ‘cosa mental’ que constituya la emoción, y que lo único que permanece es un estado frío y neutral de percepción intelectual. ¿Qué tipo de miedo quedaría si no hubiera sensación de aceleración cardíaca o respiración superficial, si desaparecieran el temblor de los labios o el aflojamiento de las extremidades, el erizamiento del pelo y la contracción en el estómago? No puedo siquiera imaginarlo. ¿Puede uno pensar en un estado de ira y no ver la ebullición en el pecho, el rubor en la cara, la dilatación de las fosas nasales, la presión de los puños, el impulso hacia la acción vigorosa...?”. (La etimología de la palabra “emoción”, del latín emovere, “mover hacia fuera”, se corresponde con esta interpretación de una pulsión interna que se expresa corporalmente).
El neurobiólogo Antonio Damasio6 concuerda con la explicación de James, pero la considera parcial: “El problema principal”, escribe, “es que James le dio poco, o nada, de peso al proceso de evaluación mental de la situación que causa la emoción. Su teoría funciona bien para las primeras emociones que uno experimenta en la vida, pero no le hace justicia a lo que Otelo tiene en mente al sentir sus celos, o a lo que Hamlet rumia frente a sus circunstancias, o a lo que exalta a Lady Macbeth mientras lleva a su esposo a la muerte”.
En nuestra concepción, el fenómeno humano es un todo integral que puede ser investigado desde cuatro puntos de vista: fisiológico, emocional, racional y de comportamiento. Estas cuatro dimensiones son simplemente distintas formas de abordar un fenómeno común; por eso, todos sus elementos están interconectados sistémicamente. Así como la emoción puede afectar a la fisiología, la razón y el comportamiento, la fisiología puede afectar a la emoción, la razón y el comportamiento; así ocurre por ejemplo, en el caso de las drogas psicotrópicas. La misma relación circular existe entre el comportamiento y los otros tres elementos. Por ejemplo, al correr uno genera cambios fisiológicos (secreción de endorfinas), sentimientos de euforia y pensamientos positivos (Está ampliamente comprobado que el ejercicio físico es un poderoso remedio contra el estrés y los estados depresivos). Finalmente, los pensamientos por sí mismos pueden disparar las otras dimensiones. Cualquiera que se haya despertado en medio de la noche pensando en el examen del día siguiente, sabe que es posible que la imaginación genere ansiedad, problemas estomacales e insomnio.
La pregunta operativa no es tanto qué causa qué cosa (todas las causalidades sistémicas son circulares), sino cuál es la vía más productiva para intervenir en el sistema. Cuando uno se siente física y emocionalmente mal, piensa mal y se comporta mal, ¿qué es lo más conveniente que puede hacer para modificar la situación? Aquí consideraremos especialmente la relación entre emociones y pensamientos, pero eso no quiere decir que en muchas oportunidades no resulte más conveniente (o necesario) explorar las otras conexiones. Por ejemplo, será infructuoso tratar de calmarse analizando los pensamientos, si uno está ansioso por un exceso de cafeína; en algunos casos, tomar cápsulas de litio para corregir un desequilibrio neurológico que causa estados depresivos puede ser mucho más efectivo que la psicoterapia.
Emoción y racionalidad
La opinión generalizada es que la emocionalidad se contrapone a la racionalidad y por lo tanto a la eficiencia. Sin embargo, las teorías neuro-biológicas y cognoscitivas modernas sostienen exactamente lo opuesto: es imposible ser racional sin ser emocional. Ciertamente las emociones pueden nublar la conciencia, pero sin emociones no hay siquiera posibilidad de conciencia. Las emociones aparecen mucho antes que los pensamientos en la escala zoológica. Las partes del cerebro que se ocupan de los pensamientos racionales (el lóbulo frontal y la neocorteza) se desarrollan y permanecen firmemente enraizadas a partir de las que se ocupan de las emociones básicas (la amígdala y el sistema límbico).
Damasio acepta que hay cierta sabiduría en la creencia de que en ciertas circunstancias la emoción interrumpe el pensamiento. Por eso, él puede entender que se conciba a la emoción como una función secundaria de la mente, un acompañamiento a la racionalidad, instintivo y trivial. Sin embargo, argumenta que los modelos cognoscitivos tradicionales no comprenden que “suprimir las emociones puede constituir una fuente importante de comportamiento irracional”.
Damasio presenta dos ejemplos dramáticos sobre el efecto de las emociones en la racionalidad. El primero es el de Phineas P. Gage, un capataz de ferrocarril que en 1848 sufrió un serio daño cerebral. Mientras su cuadrilla dinamitaba una saliente rocosa, la cabeza de Gage fue atravesada por una barra de hierro que se llevó parte de su cerebro y le dejó un agujero de casi cuatro centímetros de diámetro. Sorprendentemente, Gage no sólo no murió, sino que fue dado de alta en menos de dos meses. Pero aún más sorprendente fue el extraordinario cambio de su personalidad. Su disposición general, sus gustos y aficiones, sus sueños y aspiraciones cambiaron radicalmente. Como dice Damasio, “el cuerpo de Gage podía seguir vivo, pero había un nuevo espíritu animándolo”.
Según el informe del Dr. Harlow, su médico original, “La recuperación física de Gage había sido completa, pero el equilibrio entre sus facultades intelectuales y sus propensiones animales había sido destruido. Gage se había convertido en un ser caprichoso e irreverente que se expresaba regularmente en un lenguaje ofensivamente profano, que no le era para nada familiar. Mostraba muy poca cortesía por sus congéneres, se impacientaba ante cualquier consejo referido a la disciplina que estuviera en conflicto con sus deseos; se mostraba testarudo y obstinado. Al mismo tiempo, vacilaba continuamente, inventando muchos planes futuros, que abandonaba antes de completar... Un niño en su capacidad intelectual, con las pasiones animales de un adulto”.
Estas características de la nueva personalidad de Gage contrastaban fuertemente con las anteriores. Antes del accidente, Gage era conocido por tener una mente bien equilibrada y ser un líder astuto e inteligente, con gran energía y persistencia en la ejecución de sus planes. Tan radical fue el cambio, que sus mejores amigos no podían reconocerlo. Tristemente comentaban que “Gage ya no era Gage”. Por otro lado, sus antiguos empleadores no lo aceptaron por considerar que “el cambio en su mente era tan marcado que no podían volver a emplearlo”. El problema no era la falta de habilidades físicas; era su nuevo carácter.
Para Damasio, esta historia es significativa ya que implica que “hay sistemas en el cerebro humano que se dedican particularmente al razonamiento personal y social. La observancia de convenciones sociales previamente adquiridas y ciertas reglas éticas puede cesar como resultado de un daño cerebral, aun cuando el intelecto o el lenguaje no hayan sido afectados. El ejemplo de Gage indica que hay algo en el cerebro que se ocupa específicamente de las propiedades humanas, entre ellas la habilidad de anticipar el futuro –y consecuentemente planificar en el marco de un contexto social–, el sentido de responsabilidad hacia uno mismo y hacia otros, y la habilidad de orquestar la propia supervivencia en forma deliberada, bajo el comando del personal y libre albedrío”.
El segundo caso es el de un paciente del propio Damasio, al que llama “Elliot”. Elliot era un abogado brillante a quien le había sido diagnosticado un pequeño tumor cerebral. En la operación, el neurocirujano extirpó el tumor pero a la vez cortó accidentalmente la conexión entre el lóbulo frontal (centro del pensamiento) y la amígdala cerebral (centro de las emociones). Los resultados fueron tan sorprendentes como profundos. Por un lado, el abogado contaba con sus plenas facultades intelectuales; por otro, se había vuelto totalmente inepto en su trabajo.
Damasio descubrió la explicación del misterio de la incompetencia de Elliot al observar que algo faltaba en su discurso: era capaz de contar las tragedias de su vida con una frialdad incompatible con los hechos. Siempre se mostraba controlado, y describía las situaciones en forma desapasionada, como si hubiera sido un espectador en vez del protagonista. No había en el ningún sentido de sufrimiento. Al investigar este comportamiento, Damasio descubrió que Elliot no sentía las emociones. Después de la operación, los acontecimientos de la vida no le provocaban ninguna reacción emocional. En resumen, Elliot podía pensar, pero no sentir.
Al no tener sentimientos, el abogado tampoco podía tener preferencias. Y sin preferencias, le era imposible tomar decisiones. Por ejemplo, al preguntarle cuándo podían concertar su próxima entrevista, Elliot le dio una larga explicación sobre los pros y contras de todas las horas posibles en las dos semanas siguientes, pero sin idea alguna sobre cuál le resultaba preferible. La conclusión de Damasio es que sin una referencia afectiva, es imposible ser racional. El centro racional de la mente es capaz de generar una serie de alternativas y argumentos a favor y en contra de cada una, pero para decidir, la mente necesita evaluar el peso emocional de cada opción y elegir en forma de corazonada o intuición.
Como dice Goleman, “este sentido corporal profundo de bienestar o malestar es parte de un flujo continuo de sentimientos, que corre en forma permanente en el trasfondo de la conciencia. Así como hay un flujo de pensamientos, hay un flujo paralelo de sentimientos. La noción de que la racionalidad es ‘puro pensamiento’ sin emoción es una ficción, una ilusión basada en la inconciencia acerca de los estados de ánimo sutiles que nos embargan durante el día. Tenemos sentimientos acerca de todo lo que hacemos, pensamos, imaginamos y recordamos. Pensamientos y sentimientos están entretejidos en forma inseparable”.
El cerebro triuno

Figura 1. Cerebro triuno
Paul MacLean7 es el creador de una teoría sobre el cerebro humano que ha influido fuertemente en las ciencias cognoscitivas. “El hombre –sostiene MacLean– se encuentra en el predicamento de que la naturaleza lo ha dotado esencialmente con tres cerebros, los cuales a pesar de las grandes diferencias de estructura, deben funcionar juntos y comunicarse el uno con el otro. El más antiguo de esos tres cerebros es básicamente reptil. El segundo ha sido heredado de los mamíferos inferiores, y el tercero es un desarrollo posterior de los mamíferos que, en su culminación en los primates, ha hecho al hombre específicamente hombre. Hablando alegóricamente de los tres cerebros que coexisten dentro del cerebro, podríamos imaginarnos que cuando el psiquiatra le pide al paciente que se tienda en el sofá, le está pidiendo que se tienda junto a un caballo y un cocodrilo... El cerebro reptil está lleno de tradiciones y memorias ancestrales y hace fielmente lo que indican los antepasados, pero no es muy bueno para enfrentar nuevas situaciones ya que tiene relativamente baja autonomía, y actúa mediante reflejos y comportamientos ‘instintivos’. Al evolucionar el cerebro se produce el inicio de la emancipación de la inflexibilidad ancestral con la aparición del cerebro mamífero primitivo, que la naturaleza construye sobre el reptil (...) Investigaciones realizadas durante los últimos veinte años han mostrado que el cerebro mamífero primitivo juega un papel fundamental en el comportamiento emocional. Tiene una mayor capacidad que el cerebro reptil para aprender nuevas estrategias y soluciones a problemas a partir de la experiencia inmediata. Pero al igual que el cerebro reptil, no tiene la habilidad necesaria para poner sus sentimientos en palabras”.






