Metamanagement - Tomo 3 (Filosofía)

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El neocórtex, el lugar en el cual la información se procesa en la forma característica de la mente auto-reflexiva, permite que el hombre experimente su vida emocional con conciencia. En el curso normal de los acontecimientos (ilustrado en la Figura 2 a), las percepciones pasan por el neocórtex (o neocorteza), por el paleocórtex (cerebro paleomamífero) y finalmente llegan al cerebro reptil procesadas por las capas superiores. Pero en una situación “de emergencia” (ilustrada en la Figura 2 b), se produce un cortocircuito que pasa por alto a los cerebros superiores y va directamente a las capas más atávicas del sistema nervioso. Desde, allí, las únicas percepciones que aparecen son “amigo o enemigo” y las únicas opciones de comportamiento son pelear o escapar. Goleman llama a esta situación “secuestro emocional”. Como hemos visto (Capítulo 19, Tomo 2, “Meditación, energía y salud”), la respiración consciente es un método para evitar este cortocircuito y reconectar al neocortex en el sistema de conciencia. Podríamos decir que el “precio” del “rescate” de este secuestro emocional es tan barato como el aire.
Conciencia emocional
Las reacciones automáticas tienen valor para la supervivencia: hacen escapar del peligro o atacar a una presa. Pero el proceso emocional humano no concluye en los meros cambios corporales o instintivos. El ciclo continúa con el sentimiento (auto-conciencia) de la emoción y la inferencia mental de conexión entre la emoción y su causa. Esta inferencia permite extrapolar la situación y aprender a evitar en el futuro aquello que causa miedo, aunque también permite sobre-generalizar en forma patológica y desarrollar una fobia. Esta capacidad de sentir las propias emociones, es decir, de ser consciente de ellas, permite flexibilidad en la respuesta, basada en la historia de interacciones entre el sujeto y su medio.
Para Damasio, esta interacción entre pensamiento y emoción primaria es la clave de la madurez emocional. La madurez requiere la acción mancomunada del sistema nervioso autónomo y el voluntario. “Las emociones innatas e instintivas”, escribe, “dependen del sistema límbico, basado en la amígdala. Pero además del sistema autónomo, hay emociones superiores que aparecen sólo cuando uno puede experimentar las emociones primarias conscientemente (sentimientos) y establecer conexiones sistémicas entre categorías de objetos y situaciones por un lado, y emociones primarias, por el otro. Las estructuras límbicas (sensaciones) no bastan para esto: la red nerviosa debe abarcar también al lóbulo frontal (pensamiento)”.

Figura 2 a. Ciclo normal de percepción y comportamiento

Figura 2 b. Cortocircuito: secuestro emocional
Cuando la amígdala escapa al control del lóbulo frontal, el sujeto se halla en la situación que Goleman llama “secuestro emocional”. Ante una emergencia, las reacciones automáticas del sistema límbico toman el control, intentando preservar la supervivencia del organismo. Esto es útil cuando uno se encuentra con un animal salvaje y puede reaccionar sin pensar demasiado, pero es muy peligroso cuando uno se encuentra frente a un cliente iracundo. Golpear a la bestia con una piedra puede ser la diferencia entre la vida o la muerte; pero golpear al cliente con un improperio rara vez da buenos resultados.
Una de las competencias emocionales básicas a cargo del pensamiento superior es la regulación de estos impulsos atávicos. Este tipo de pensamiento es capaz de discriminar de manera sofisticada entre una respuesta productiva y una desastrosa, de acuerdo con el contexto relevante. Quien opera bajo el control de las emociones (secuestrado por ellas) tiene enormes desventajas competitivas con respecto a quien puede controlarlas y usarlas en forma inteligente (dueño de ellas).
El primer paso para adueñarse de las emociones, es hacerse responsable de ellas. Como examinamos en el Capítulo 2, “Responsabilidad incondicional”, a cierto nivel la emoción es una decisión (consciente o inconsciente) del sujeto. Así como uno decide comportarse de cierta forma, también decide tener pensamientos que promueven determinadas emociones. Sobre la base de sus investigaciones en terapia cognoscitiva, el Dr. David Burns8 argumenta que los desórdenes emocionales no son de origen emocional. La forma de sentir es síntoma y consecuencia de la forma de pensar. La sensación de agobio del depresivo tiene para Burns tanto impacto causal en la depresión “como una nariz goteante en un resfrío”.
Para Burns, la raíz de los sentimientos está en los pensamientos. En nuestra concepción, los pensamientos y sentimientos están conectados en un circuito de doble causalidad. Lo que sucede es que en muchas situaciones es mejor utilizar los pensamientos como vía de intervención para modificar las emociones y el comportamiento. En estos casos, la intervención sugerida por Burns es exactamente igual a la que sugeriríamos nosotros.
Por ejemplo, el pensamiento ilógicamente pesimista juega un papel central en el desarrollo de la depresión. Los pensamientos negativos (ilógicos e inútiles) constituyen siempre una de las causas de las emociones auto-destructivas; y los pensamientos positivos (lógicos y útiles, aunque no necesariamente alegres) son siempre una de las causas de las emociones constructivas. Esto abre la posibilidad de un diseño racional de los estados de ánimo; al modificar los pensamientos negativos, es posible modificar las emociones. Esta modificación, sin embargo, no es trivial. Como vimos en el Capítulo 9, “Conversaciones públicas y privadas” (Tomo 2), la mayoría de los pensamientos que nos ponen en problemas son automáticos e inconscientes. Para transformarlos es necesario hacerlos conscientes y analizarlos con la lógica de la racionalidad.
Se puede resumir la relación entre observaciones, interpretaciones y emociones en el siguiente diagrama:

Figura 3. Observaciones, interpretaciones, emociones y acciones
El mundo exterior es percibido por el sujeto mediante los sentidos primarios (vista, oído, tacto, etc.), pero inmediatamente pasa a ser procesado por los centros superiores del cerebro. Estos interpretan la información sensorial, y compaginan una imagen de la situación y la evalúan con respecto a los intereses del sujeto. De acuerdo con dicha evaluación, el sujeto experimenta ciertas emociones y sentimientos. Finalmente, actúa en base a las observaciones, interpretaciones y emociones que tiene en su conciencia.
El caso de conocer una mala noticia, es un ejemplo claro de cómo las emociones dependen de la cognición. Supongamos que un equipo ha perdido una licitación. Antes de enterarse del hecho (que ya ocurrió) la sensación de la gente es de ansiedad; después, la sensación es de pena. Conocer el resultado no cambia en nada el estado del mundo, pero cambia sustancialmente el estado interno de los miembros del equipo. Si en el futuro estas mismas personas descubrieran que el competidor que obtuvo la licitación ofreciendo unos precios apenas más bajos que los de ellos está sufriendo pérdidas cuantiosas, tal vez se pondrían contentos de no haber ganado.
La noticia externa es el disparador, pero no el determinante del proceso de pensamiento y emocionalidad. Utilizando su conciencia y su libre albedrío, el ser humano puede elegir cómo responder al acontecimiento externo. Hay una historia oriental que ilustra la importancia de una postura aplomada para mantener la ecuanimidad frente a las circunstancias de la vida. Un granjero, caminando por el campo, encuentra un hermoso caballo. Lo atrapa y lo lleva a su casa. Al verlo, la gente del pueblo le dice: “Debes de estar muy contento por haberte encontrado un caballo tan hermoso. ¡Qué buena suerte tienes!”. “Quién sabe”, contesta el campesino, “puede que sí, puede que no”. Al tiempo, mientras intenta domar al caballo, el hijo del campesino se cae y se rompe una pierna, y el caballo se escapa. Al saberlo, la gente del pueblo le dice: “Debes de estar muy triste por haber perdido tu caballo y tener un hijo rengo. ¡Qué mala suerte tienes!”. “Quién sabe”, contesta el campesino, “puede que sí, puede que no.” Poco más adelante, estalla una guerra y los soldados pasan por el pueblo reclutando a todos los jóvenes, menos al hijo del campesino que está con la pierna rota. Al conocer la noticia, la gente del pueblo le dice: “Debes de estar muy contento porque tu hijo no fue reclutado. ¡Qué buena suerte tienes!”. “Quién sabe”, contesta el campesino, “puede que sí, puede que no”.
El ciclo emocional
Durante todo el día, uno está sujeto a sucesos y participa de situaciones que lo afectan en el plano corporal, intelectual y emocional. Estas influencias del medio son disparadoras de sensaciones, pensamientos y emociones que, procesadas por la conciencia, generan acciones. Cuando los sistemas cognoscitivos y emocionales de la persona funcionan en armonía, la emoción es fuente de auto-conocimiento válido y guía para la acción efectiva. Uno descubre, mediante sus emociones, qué le está pasando y cómo puede responder a la situación honrando sus necesidades e intereses profundos.
La emoción es una energía instintiva, basada en las interpretaciones que uno hace de su realidad, que busca expresión. Cuando la energía se expresa en forma productiva, el organismo se descarga y retoma su estado de relajación natural. Cuando la energía queda reprimida, el organismo mantiene un estado de estrés que impide su funcionamiento óptimo. Si tal estrés se acumula mediante instancias repetidas de represión, pueden ocurrir serias consecuencias: enfermedades físicas, como hipertensión, migrañas y úlceras, enfermedades mentales, como depresión, ansiedad y fobias, explosiones de comportamiento irracional, o implosiones alienantes.
Los problemas surgen cuando las emociones, en vez de expresarse en forma productiva, hacen “cortocircuito” y generan un círculo vicioso de feedback sobre los pensamientos (la flecha gruesa en la Figura 3). En esos casos, la emoción afecta al pensamiento, y el pensamiento, a su vez, afecta a la emoción. Así, la tristeza puede convertirse en depresión, el miedo en fobia, el enfado en resentimiento, la culpa en remordimiento obsesivo, la vergüenza en sentimientos de inferioridad y el deseo en obsesión. Como explica Burns, los desórdenes emocionales son siempre consecuencia (y causa) de desórdenes racionales. Al desconectar el círculo vicioso, es posible encarrilar este proceso interpretativo y emocional hacia fines que sirvan a la vida de la persona.
Como ilustración, Burns presenta el caso del “ciclo letárgico”, mediante el cual pensamientos negativos y autodestructivos sumen a la persona en un estado depresivo y abúlico. Al mismo tiempo, estas emociones negativas convencen a la persona de que sus pensamientos pesimistas y distorsionados son válidos. Acciones autodestructivas completan el círculo vicioso reforzando los pensamientos y las emociones en una espiral de sufrimiento creciente. Las consecuencias negativas del no-hacer-nada empeoran aún más los problemas, acrecentando los pensamientos, las emociones y las acciones negativas. Si la persona no sale de esta trampa, puede terminar en una depresión profunda y al borde del suicidio.
La resolución de los problemas emocionales requiere un acto de conciencia y voluntad. Es imposible mejorar la situación mediante acciones inconscientes. La ignorancia generalizada sobre los procesos emocionales genera dos errores fundamentales. El primero es creer que “la libre expresión” (explosión) de los impulsos es productiva. El segundo es la opinión de que la manera de tratar las emociones es reprimirlas (implosión).

Figura 4. El ciclo letárgico
El apasionamiento impulsivo no es sinónimo de inteligencia emocional. Alguien puede dar rienda suelta a sus impulsos sin examinar su validez, ni su congruencia con valores o efectividad. Estas acciones suelen perpetuar el ciclo de sufrimiento, sumiendo a la persona en un estado de creciente agitación. Por ejemplo, gritarles a los empleados nunca resuelve el problema; por el contrario, suele empeorarlo. Al descubrir los riesgos del descontrol emocional, la persona puede sobre-compensar la situación y creer que es necesario reprimir las emociones. En ese caso, desarrolla una actitud de estoicismo e impasibilidad.
Pero impasibilidad no es sinónimo de ecuanimidad. Alguien puede permanecer impasible en el exterior, con una caldera emocional en ebullición en el interior. Esta caldera acumula presión hasta el punto de saturación y luego, según la persona, explota o implota. En culturas latinas, la explosión es lo más común; en culturas orientales, lo normal es la implosión. Es tan mala una como la otra.
Como dice Goleman, “quienes implotan no pueden ejercer las acciones necesarias para mejorar su situación. Quizás no muestren signos externos de un ‘secuestro emocional’, pero sufren las mismas consecuencias internas: dolores de cabeza, nerviosismo, tabaquismo, alcoholismo, insomnio y autocrítica destructiva”.
Controlar las emociones es una danza de expresión consciente, no una lucha de dominación ni sumisión. El uso inteligente de la energía emocional requiere conocerla, entender sus orígenes y respetar sus pulsiones, sin traicionar los valores y objetivos trascendentes que uno tiene. Las emociones son buenas consejeras, pero pésimas dueñas. Es útil escucharlas y atender a sus pedidos, pero sin abdicar la responsabilidad de analizar su racionalidad y actuar con integridad.
Distorsiones cognitivas y emocionales
Las emociones sanas son respuestas adecuadas a las circunstancias de la vida. Cuando uno sufre un contratiempo, por ejemplo, es razonable sentirse molesto, tratar de resolverlo y evitar situaciones similares en el futuro. Cuando uno se entera de una pérdida, es razonable sentir tristeza, elaborar el duelo y reparar las heridas. Es perfectamente saludable sentir miedo frente a la posibilidad de que algo o alguien querido sufra un daño; ese miedo es la energía que protege aquello que uno valora. Es útil sentir culpa cuando uno cree que ha hecho algo incorrecto, ya que esa culpa impulsa a disculparse e intentar reparar el daño. El problema aparece cuando los pensamientos sufren distorsiones que magnifican las emociones al punto de que estas se vuelven perniciosas, impiden toda acción productiva y propician sufrimientos crecientes.
Cuando las emociones no desembocan en acción, sino en pensamientos negativos, la persona entra en un círculo vicioso como el ilustrado por el ciclo letárgico de la Figura 4. Los pensamientos generan emociones estancadas y las emociones estancadas generan pensamientos estancados, que a su vez incrementan las emociones estancadas. Este ciclo destructivo desemboca finalmente en un persistente estado de ánimo negativo. La diferencia principal entre un estado de ánimo negativo y una emoción es que la emoción tiene una causa concreta: uno se emociona por algo. Por ejemplo, uno está triste porque llegó tarde al aeropuerto y perdió el vuelo, o enfadado porque el coche de adelante lo encerró en la curva. El estado de ánimo negativo, en cambio, no tiene un referente concreto: uno se siente así, porque sí. Por ejemplo, uno está deprimido o angustiado. Si alguien le pregunta por qué, la única respuesta es “no sé, simplemente me siento deprimido”.
En tanto la emoción es un flujo, un movimiento, el estado de ánimo negativo es una reserva en reposo; en tanto la emoción es como el agua que se evapora, crea nubes, cae en forma de lluvia y fertiliza la tierra, el estado de ánimo negativo es como el agua de un estanque que permanece quieta y se pudre. Al igual que el agua estancada, el estado de ánimo negativo genera todo tipo de “putrefacciones” emocionales. Mientras que la emoción es cálida y maleable, el estado de ánimo negativo es frío y rígido. La cólera, por ejemplo, es caliente y explosiva como un león, mientras que el odio es gélido y solapado como una serpiente.
Los estados de ánimo negativos más corrientes son los derivados de:
a) la tristeza (depresión, melancolía, resignación y pesimismo);
b) el miedo (ansiedad, angustia, fobia y desesperanza);
c) el enfado (resentimiento, rencor, desprecio y odio);
d) la culpa (remordimiento, vergüenza, timidez e inferioridad);
e) el deseo (obsesión, codicia, insaciabilidad y repulsión);
f) el aburrimiento (desinterés, desconexión, apatía y alineación).
Para modificar un estado de ánimo negativo es necesario encontrar su raíz emocional. Una vez que las emociones se congelan y se estancan, es imposible modificarlas. Ya no son maleables, sino rígidas y quebradizas. Si uno intenta forzar el cambio, probablemente destruya la estructura de la personalidad. Por eso es vital remontarse al origen del estado de ánimo y trabajar con la obstrucción emocional que causó el estancamiento. Este bloqueo generalmente es consecuencia de distorsiones cognoscitivas y falta de compromiso con la acción. El compromiso con la acción es una decisión voluntaria de la persona. Más que razonamiento, la acción demanda decisión y energía. Como dice la famosa publicidad de Nike, “Just do it!” (¡Simplemente, hazlo!).
Otro factor crítico para corregir las distorsiones emocionales es entender y modificar las distorsiones cognoscitivas que subyacen a ellas. Una competencia fundamental en el terreno de las emociones es la de analizar los pensamientos y desechar aquellos que sean ilógicos y contraproducentes. El análisis de las distorsiones cognoscitivas se basa en los conceptos presentados en los capítulos 10, “Observaciones y opiniones”, 11, “Exponer e indagar”, y 12, “La escalera de inferencias”. Los pensamientos distorsionados son interpretaciones infundadas o basadas en parámetros sobre-exigentes (por ejemplo, “una buena madre jamás desea estar a solas sino que siempre quiere estar con sus hijos”).
Algunas de las distorsiones cognoscitivas más comunes que generan problemas emocionales, de comportamiento y, finalmente, de carácter son las que siguen (basadas en el trabajo de David Burns).
1. Irresponsabilidad. Para regular las emociones, hay que asumir el 100% de responsabilidad por su generación. Al comprender que los estados emocionales dependen de la interpretación, uno puede verse como protagonista en vez de víctima de la situación. Por supuesto que el mundo exterior juega una parte importante en la emoción, pero lo que define la emocionalidad y el comportamiento de la persona es su capacidad de respuesta. El ser humano no está determinado por su entorno, sino que puede usar su libre albedrío para elegir cómo responder a cada situación.
Por ejemplo, al decir “tus palabras me hacen enfadar”, uno está auto-marginándose y perdiendo poder. Una interpretación más saludable (orientada al crecimiento y el bienestar) es decir “cuando me interrumpes, siento enfado”. O, a pesar de lo inusual de la expresión, también podría decirse “cuando me interrumpes, elijo enfadarme”. Otras expresiones corrientes que pueden traducirse responsablemente son: “me pone triste” (a “me entristezco cuando...”), “me da miedo” (a “siento miedo cuando...”), “me hace feliz” (a “me pongo contento cuando...”). Esta forma de ver las emociones permite que la persona se apropie de ellas y obtenga el poder de alterarlas mediante su conciencia (Ver el Capítulo 17, “Comunicación multidimensional”).
2. Confusión. Frases como “me siento traicionado por mi jefe” o “siento que deberíamos haber invitado a Pablo a la reunión”, indican una seria confusión entre emociones e interpretaciones. El problema con la primera frase es que “traición” es una opinión, no una emoción. Más correcto sería decir, “pienso que mi jefe me traicionó y por eso siento tristeza y rabia”. El problema con la segunda frase es que “deberíamos” es un juicio, no una emoción. Más correcto sería decir, “me siento culpable porque creo que deberíamos haber invitado a Pablo a la reunión” (El término “deberíamos” es problemático en sí mismo, pero ese punto se trata más adelante). Esta confusión entre pensamientos y opiniones es muy frecuente, ya que el verbo “sentir” se usa indiscriminadamente para describir tres percepciones distintas: a) de sensaciones, como por ejemplo “siento hambre” o “siento frío”; b) de emociones, como por ejemplo “siento miedo” o “siento alegría”; y c) de pensamientos, como por ejemplo “siento que Alberto es el mejor candidato” (opinión), o “siento que no me prestas atención” (inferencia).
3. Extremismo. Es la tendencia a evaluar las cosas en forma de “todo o nada” distinguiendo sólo categorías de “blanco y negro”, sin grises intermedios. Por ejemplo, pensamos: “Como no obtuve la promoción que esperaba, soy un fracaso total”. Esta es la base del perfeccionismo que genera rigidez y estrés. Uno vive atemorizado por cometer errores o ser imperfecto, porque eso implica (en la propia mente distorsionada) que uno es un fracasado y un perdedor, sin ningún valor rescatable. En vez de pensar dicotómicamente, es conveniente considerar la realidad como una gama continua de matices. Nadie es 100% fracaso ni 100% éxito; todos en la vida experimentamos éxitos y fracasos. Con esta comprensión, podríamos reformular nuestra opinión: “Estoy triste porque no obtuve la promoción que esperaba, pero por otro lado he sido ascendido tres veces en los últimos tres años. A veces se gana, a veces se pierde. Así es la vida”. Quien está atrapado en un círculo vicioso, sin embargo, opina que si no son todos éxitos, todos deben ser fracasos.
4. Sobre-generalización. Es la tendencia a concluir que lo malo que acontece una vez, pasará (y ha pasado) siempre. Como estos sucesos generan malestar, nos sentimos molestos, preocupados y deprimidos. Por ejemplo, al enterarse de que un proveedor se atrasó con una entrega uno podría pensar: “Siempre pasa lo mismo, nadie me respeta y nunca me cumplen las promesas”. Si reflexiona un momento, sin embargo, podría descubrir muchas instancias en las que otros cumplieron sus promesas. La sobre-generalización es la que ocasiona el dolor persistente del rechazo. Sin esa sobre-generalización, una afrenta personal produce una pena temporaria, pero no llega a ser una causa seria y continuada de dolor. Por ejemplo, el manager que no recibe un aumento de sueldo esperado piensa: “Nunca voy a ser reconocido, las empresas no se preocupan por su gente y siempre voy a quedar marginado; es inútil esforzarse...”. Concluye en forma distorsionada que, como no ha recibido el aumento esta vez y en esta compañía (y a pesar de todos los aumentos y ascensos previos que haya logrado), jamás recibirá un nuevo aumento, en este ni en ningún otro trabajo (Ver la sección sobre optimistas y pesimistas en el capítulo 5, Tomo 1, “Modelos mentales”).
5. Sesgo. Es la tendencia a elegir un detalle negativo de la situación para concentrarse en él, de modo de concluir que la totalidad de la situación es negativa. Por ejemplo: al recibir una pregunta del jefe durante una presentación, uno piensa “Estoy haciendo el ridículo, nadie entiende nada; mi jefe está confundido...”, olvidando que durante la media hora previa todo el mundo se mantuvo en silencio asintiendo con sus gestos y expresando comprensión. Pensar en forma sesgada es como mirar el mundo a través de lentes polarizadas que filtran todo lo positivo y sólo dejan pasar lo negativo. Como uno es inconsciente de estas “gafas”, cree que la totalidad de la vida es negativa. Esto genera severas angustias.
6. Tremendismo. Es una tendencia a potenciar el sesgo negativo, magnificando lo malo de la situación y convirtiéndolo en una desgracia. Con el ejemplo anterior, uno podría pensar: “Oh no, mi jefe está confundido. ¡Esto es terrible! Mi reputación está arruinada para siempre. Me van a echar y ni siquiera me darán una carta de recomendación para buscar otro trabajo”. En el tremendismo, las lentes polarizadas del sesgo se convierten en lentes de aumento. Si uno mira la situación de manera equilibrada podría decirse: “Mi jefe está confundido, pero puedo despejar sus dudas. No es tan grave dialogar sobre los puntos oscuros de la presentación. Hasta ahora todo el mundo parece haber entendido lo que presenté”.





