- -
- 100%
- +
3. El Perú no es ajeno a esa crisis, la que está asociada a la de los partidos políticos, pues casi todos ellos han perdido identidad y carecen de idearios y programas. De cierta forma, esto se ha extendido a otras importantes instituciones políticas fundamentales, como el Congreso, del cual la población tiene una opinión muy desfavorable85. Es preciso asimismo señalar que los procesos electorales son cada vez menos deliberativos y más dependientes de una propaganda audiovisual con poco contenido. Por ejemplo, la institucionalización de la conflictividad social, las continuas protestas en varias partes del territorio son parte de la escena política en el Perú y ello, afirma Carmen Ilizarde, es fruto de una crisis de representación, que ha sido incluso reconocida por el Estado, tal como lo ponen en evidencia los informes de la Defensoría del Pueblo. Quienes intervienen lo hacen reivindicando un mayor espacio. Esa conflictividad social, dice Ilizarde:
merece pensarse como una forma de participación política independiente del sistema de representación política que tiene en los partidos a su institución central. Más que frente a una forma alterna de representación, nos encontramos con formas diversas de ejercer la auto representación [sic] para afirmar el desacuerdo y lograr un cambio en el Estado a partir de acciones colectivas de incidencia directa. Este tipo de participación política ha ido consolidándose en el tiempo en el que los partidos políticos han ido desapareciendo y dándole paso, a su vez, a otras formas de organización para la competencia electoral, una suerte de emprendimientos políticos que no buscan ejercer la representación sino llegar al poder y enseñorearse en él86.
Resulta comprobable que después del colapso de los partidos políticos tradicionales durante el fujimorismo, el sistema fue remplazado por un modelo autoritario y vertical, que no ha podido superarse o recomponerse en los últimos años de gobiernos democráticos. Ello ha influido para que varios intentos de representación fueran en la práctica reemplazados por la prebenda y un clientelismo relacionado con intereses concretos lejanos de los mayoritarios y de las necesidades más apremiantes de la población. Uno de los efectos de la práctica fujimorista ha consistido en que la sociedad prescinda cada vez más del referente estatal y los partidos tengan dificultades para interpretar lo que ocurre en la sociedad, lo que favoreció la idea de emplear procedimientos plebiscitarios para consultar a la población, ya que los gobiernos autoritarios se muestran desconfiados y hasta hostiles respecto a las mediaciones políticas. En ese escenario, la idea de representación se asocia de modo más transparente con el Poder Ejecutivo que con el Parlamento. En efecto, no hay duda de que esa deslegitimación autoritaria de la política, en la que se pone en discusión la validez de los que la ejercen, restringe el espacio público como ámbito de participación y de deliberación87.
Lo que está en juego, en palabras de Greppi, es:
si en el futuro podrá establecerse todavía alguna clase de equivalencia entre lo que piensan, creen, dicen, sienten los representados y la actividad de quienes actúan en su nombre, entre las expectativas que unos cultivan y las prestaciones que los otros pueden razonablemente ofrecer. En términos clásicos, el problema que hoy corroe a la teoría de la representación está en saber si cabe la posibilidad de darle forma política a la multitud88.
Y ello es así, dice el autor citado, porque cada vez son mayores las demandas destinadas a migrar hacia esferas de acción que no están directamente involucradas con la política representativa, ya no son de carácter distributivo sino tienen una relación con la condición individual, apareciendo nuevos enclaves de poder, informales y ajenos a los cauces típicamente democráticos de agregación de preferencias, con lo cual se origina un vacío pues cada vez hay menos que representar89.
Para combatir esa crisis se persigue un mayor acercamiento con los electores como una forma de evitar que el representante esté sujeto a las órdenes del partido, a sus propios intereses o a los de aquellos que lo promocionan; es decir, se busca que sea un auténtico representante de los intereses generales. De otro lado, se afirma que el sistema ha contribuido a acentuar el carácter elitista de la clase política. El sistema, se señala, carece de transparencia, a lo que se suma el escaso interés de los ciudadanos en la deliberación política, desafección causada por el individualismo extremo de las sociedades capitalistas contemporáneas y por la preeminencia de intereses fácticos de oscuro origen. Todo lo cual debilita grandemente el sistema del que venimos tratando90. Los correctivos propuestos son muchos; entre otros, elecciones primarias en los partidos, financiamiento público a éstos para evitar el «blanqueo» de dinero y hasta la introducción de algunos mecanismos propios de la democracia directa.
4. A pesar de las sentencias pesimistas y la intensidad de las polémicas sobre esta materia, cabe señalar que la democracia representativa sigue teniendo muchas ventajas que mostrar y sigue siendo por ello profusamente utilizada como sistema de gobierno. Es difícil encontrar hoy a alguien que cuestione la necesidad de contar con instituciones representativas, y, «por tanto se ha renunciado a la utopía de que todos los ciudadanos puedan participar directamente en todos los procesos de toma de decisiones»91. En efecto, para J. L. Martí: «nadie ha cuestionado la idea de representación, que es considerada necesaria y hasta valiosa, ni defendido en su lugar un modelo de democracia directa»92. Las propuestas que veremos más adelante no buscan su desaparición sino el perfeccionamiento de la «democracia representativa».
El objetivo es mostrar que la representación debe poner a los ciudadanos en condiciones de elaborar y revisar las demandas que se proyectan sobre el espacio público. Si bien no existe sistema electoral que consiga reflejar las preferencias de todos, el proceso de representación es indispensable para que puedan proyectarse las demandas y para que el sistema tenga legitimidad; no suele haber solicitudes instantáneas: todas pasan necesariamente por mediaciones representativas, por el intercambio discursivo entre las demandas de los ciudadanos y las respuestas de las instituciones. Hay, pues, que reinventar la representación, recordando la progresiva pérdida de centralidad de la política y de su fuerza legitimadora cuando la deliberación languidece. «La voz que expresa la voluntad soberana no está ni del lado de los representantes, como siempre han dicho los elitistas, ni del lado de los ciudadanos, como han pretendido los populistas, sino que emerge paulatinamente en el continuo intercambio entre los distintos niveles de formación de la opinión y la voluntad»93. Podemos entonces afirmar que sin representación no hay deliberación ni puede haber opinión.
En ese entendido, no puede olvidarse que la política debe ser un espacio de encuentro entre personas que se juntan en libertad para hablar de las ideas y asuntos que comparten; ha sido justamente el abandono del espacio común lo que ha llevado a la crisis que hay que superar. Y buscar ese encuentro es la primera tarea por desarrollar para lograr una representación cabal, pues la consecución del interés público debe ser liderada por alguien. No basta pues el acto electoral; la iniciativa grupal juega un rol determinante para seleccionar a quien debe representar los intereses comunes. En cierta medida, el desarrollo tecnológico y la información más precisa hacen que el acto electoral sea en nuestros días un acto plebiscitario que recobra parte del antiguo encanto de la decisión popular como acto de soberanía. No es que el principio de representación desaparezca; lo que sucede es que el principio de identidad está ahora más presente que antes, consecuencia de un mayor desarrollo educativo. Por ello, resulta innecesario buscar fórmulas clásicas de democracia directa, pues la manifestación de voluntad es expresada en los comicios. Lo contrario es poner en entredicho los logros democráticos que con tanto esfuerzo se ha logrado conseguir.
5. Para que la representación sea efectivamente útil es preciso recordar que es insensata la divinización del pueblo cuya expresión máxima, «vox populi, vox Dei», es —dice Zagrebelsky94— una forma de idolatría política, que persigue implantar formas autocráticas, pues corresponde a conceptos triunfalistas y acríticos. Si se confía en la decisión del pueblo es porque se acepta que pueda estar equivocada y revocarse. Y ello es así porque la democracia se basa en un hecho esencial que no puede soslayarse: los méritos y defectos de uno lo son también de todos; si no lo aceptamos, entonces no tendremos democracia, es decir, gobierno de todos sobre todos, sino autocracia. La autoridad del pueblo no depende pues de sus virtudes, sino de la ausencia de una alternativa mejor. En efecto, si continuamos confiando en la autoridad popular —afirma Zagrebelsky— es porque cualquier otra solución sería peor que esta última.
3. LAS PROPUESTAS DE LA DEMOCRACIA PARTICIPATIVA Y DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA
1. Si bien hay un reconocimiento de que los problemas y dificultades del mundo moderno no se resolverán renunciando a la política sino más bien transformando su práctica, hay quienes creen que es preciso crear modelos alternativos para superar la desconfianza que genera la actual práctica política, aun cuando se suele aceptar que el atractivo de la democracia reside en que se trata de un modelo generado por el pueblo, con mecanismos que dan legitimidad a las decisiones porque se adhieren a principios, reglas y mecanismos adecuados de participación, representación y responsabilidad. Como señala Held, «la democracia debe contemplarse como la concepción privilegiada del bien político porque ofrece una forma de política y de vida en la que hay maneras justas de deliberar sobre valores y negociar valores y disputas»95. En palabras del mismo autor, si bien no constituye una panacea para todos los males e injusticias, «proporciona una base adecuada para la defensa de un proceso de diálogo público y toma de decisiones sobre asuntos de interés general y plantea vías institucionales para su desarrollo»96.
Algunos de los que persiguen reformas en la práctica política sustentan sus propuestas en el «principio de autonomía», entendido como una noción según la cual las personas podrían llevar adelante sus proyectos como agentes libres e iguales, sin interferencias, participando en los debates y en las deliberaciones sobre una base de igualdad y libertad, pero aceptando que es necesaria una «frontera de la libertad» que no debe ser nunca rebasada. Esta concepción propone la creación de instituciones democráticas diferentes de las que nos ofrece la práctica cotidiana en las democracias liberales capitalistas. En otras palabras, la aplicación del principio de autonomía lleva a repensar los límites de la acción del Estado y de la sociedad civil.
Son tan variadas las propuestas específicas que promueven esos movimientos de reforma que aquí es imposible enumerarlas; lo que sí se puede decir es que se caracterizan por amplios y ligados derechos sociales y económicos, preocupación por las cuestiones distributivas y de justicia social incompatibles con los derechos de las grandes corporaciones y los grupos de poder fáctico. Proponen, por ejemplo, un modelo de «autonomía democrática» que busca preservar el ideal del ciudadano informado y activo que tenga opinión y decisión sobre materias vinculadas a la vida económica y laboral, propiedad productiva y financiera, aliviando la condición de los menos favorecidos. Creen que «la precariedad del gobierno en las circunstancias actuales está ligada tanto a los límites del poder del Estado, en el contexto de condiciones nacionales e internacionales, como al carácter remoto, a la desconfianza y escepticismo que se expresan acerca de los arreglos institucionales existentes, incluyendo la eficacia de la democracia parlamentaria»97.
Pues bien, son parte de ese movimiento de reformas políticas las propuestas de democracia participativa y democracia deliberativa que resumimos a continuación y que se vinculan con los mecanismos de la democracia directa. Luego, se critica su viabilidad.
2. La llamada democracia participativa, cuyos más importantes promotores pueden ubicarse en la segunda mitad del siglo XX, es presentada como un avance y perfeccionamiento de la democracia representativa. Propone usualmente utilizar, para reforzarla, algunas de las modalidades de la democracia directa. Busca responder a las políticas agresivas neoliberales que debilitan el llamado Estado del bienestar, al plantear una mayor participación directa y un control más acusado a los representantes elegidos. Ramírez Nardiz cita a Sartori, para quien la democracia participativa es aquella forma de gobierno en la que «el pueblo participa de manera continua en el ejercicio directo del poder»98. Más precisamente, consiste en la introducción de un conjunto de instrumentos que hagan posible ampliar la participación ciudadana en el gobierno, buscando que el ciudadano tome parte de la vida pública. Esos instrumentos, que no pretenden remplazar a la democracia representativa, son —entre otros— las iniciativas legislativas populares, los referendos y la revocatoria de mandatos.
Las propuestas de la democracia participativa buscan dotar de contenido al ideal democrático, sea ampliando los derechos, promoviendo la autogestión y el espíritu asambleístico, esto es, aumentar la presencia de los ciudadanos en la deliberación y en las decisiones de asuntos de interés público. Esas propuestas han sido reconocidas en varias Constituciones de países latinoamericanos, entre ellos el Perú. Pero esta circunstancia no las libera de críticas varias, fundamentalmente asociadas a la afirmación de que el ciudadano no tiene la capacidad necesaria para decidir sobre asuntos complejos, pero también a que no participa con otros en la discusión de los temas públicos. Aquellos asuntos sometidos a votación son tratados principalmente en los medios de comunicación, donde en muchos casos se ejerce una manipulación evidente, de modo que no son los ciudadanos quienes suelen imponer los puntos o temas sobre los que deberán pronunciarse en referéndum. Quienes por su lado defienden las propuestas dan gran importancia al espacio público99 como lugar de privilegio para que los agentes sociales puedan obtener información y tomar decisiones adecuadas a los intereses de las mayorías.
Hay que anotar que esa participación se da con mayor frecuencia y facilidad en el ámbito local y tiene contenidos muy variables. Por ejemplo, puede estar dirigida al intercambio de información con el Gobierno o las autoridades sobre asuntos vinculados a determinadas tomas de decisiones sobre la atención preventiva de las enfermedades, o a buscar un consenso acerca de ciertos aspectos urbanísticos controvertidos para determinadas obras de infraestructura. Pero poca duda cabe de que la participación en estas materias no basta para sostener —y, menos, cuestionar— el edificio de la democracia representativa.
3. La llamada democracia deliberativa es un desarrollo de los postulados teóricos de la democracia participativa, pero más preocupada por la parte práctica vinculada al diseño institucional. A pesar de su reciente impulso, debe advertirse que la reivindicación de la deliberación es tan antigua como la democracia misma100. Dice Martí que «la democracia deliberativa es un modelo político normativo cuya propuesta básica es que las decisiones políticas sean tomadas mediante un procedimiento de deliberación democrática»101, esto es, un modelo de toma de decisiones que persigue cómo debería ser la realidad política, un ideal regulativo hacia el que se debe tender en la medida de lo posible. En otras palabras, se trata de la utilización de un procedimiento deliberativo como precondición para que las decisiones políticas adquieran legitimidad.
Los promotores de la democracia deliberativa afirman que buscan mejorar la calidad de la democracia, abogando por un debate informado, el uso de la razón y la búsqueda de la verdad. Señala Held que «la idea fundamental de los demócratas deliberativos es desterrar cualquier noción de preferencias fijas y sustituirla con un proceso de aprendizaje en el cual y por el cual la gente acepte los asuntos que tienen que comprender para mantener un juicio político sensato y razonable»102. La legitimidad política ya no se basa tanto en los resultados de las votaciones en procesos electorales o en la regla de la mayoría cuanto en ofrecer argumentos defendibles de las decisiones públicas para mejorar la calidad de estas últimas, sustituyendo el lenguaje del interés por el lenguaje de la razón. En otras palabras, consideran que «el intercambio de razones públicas en la deliberación crea un nuevo principio de gobierno legítimo»103. Y para que su ideal político «sea eficaz los ciudadanos tienen que estar libres de las influencias tergiversadoras de la desigualdad del poder, riqueza, educación y otros recursos. Lo que importa es un acuerdo motivado racionalmente, no un resultado producido por la coerción, la manipulación o el pacto. Este modelo exige que los ciudadanos disfruten de una igualdad formal y sustancial»104.
Entre los principios democráticos para la toma de decisiones, la democracia deliberativa privilegia el de argumentación sobre los de negociación y del voto. Entienden el principio de argumentación como un intercambio desinteresado de razones a favor o en contra de una propuesta en condiciones de igualdad y con la disposición de ceder ante el mejor argumento105.
Aquí, los mecanismos más promocionados son el derecho de petición, la iniciativa legislativa popular, las consultas y los referéndums deliberativos, la participación en asociaciones y consejos a nivel municipal y los presupuestos participativos106.
4. Las propuestas por una democracia tanto participativa como deliberativa, como es natural, han dado lugar a diversas críticas. Ellas se concentran, en primer término, en las dificultades de encontrar en las grandes urbes modernas, más que en pequeños poblados, condiciones que hagan posible un debate alturado, informado y respetuoso. Consideran que sus promotores parten de una premisa que desconoce en el ser humano común la ausencia de altruismo y de conocimiento general para enfrentar problemas complejos. Se afirma, creemos que, con razón, que «el ideal de imparcialidad expresa una ficción, ya que descansa en el supuesto de que la gente puede trascender sus peculiaridades cuando se dedica a deliberar»107. También se afirma que con la deliberación es imposible generar acuerdos o consensos y que más bien ella puede incrementar los conflictos en lugar de mitigarlos. Así mismo, que no hay garantía de que una mayor participación dé lugar a una de mayor calidad. Hay también firmes críticas a las propuestas de democracia directa por su fácil manipulación. Sus defensores, por su parte, replican que los desacuerdos persistentes y posteriores a la deliberación constituyen un paso firme para conocer mejor las diferencias y buscar superarlas108.
5. Pero el verdadero test para calibrar la conveniencia y viabilidad de los instrumentos que propone la democracia participativa, dice con razón Josep M.ª Castella:
consiste en examinar su origen, es decir, si van de abajo arriba. Esto significa que es algo impulsado y querido por los ciudadanos. Se participa si, cuando y para lo que interesa a la ciudadanía. En cambio, cuando la participación es organizada desde el vértice del poder hay que ponerla bajo sospecha, pues es muy probable que se pretenda o se utilice para afianzar y legitimar una determinada acción de gobierno, tendiendo a llamar a la participación a aquellas asociaciones que reciben subvenciones del poder o que son títeres de partidos y, por tanto, revisten el clientelismo de democracia109.
6. Finalmente, reconozcamos que la democracia no puede quedar librada a la deliberación, pero sin ésta no hay democracia. Se señala entonces que si bien la capacidad de delegación, sobre la que se asienta la representación, cede frente a las prácticas deliberativas, lo cierto es que para que funcionen grandes porciones de la política debe haber delegación, para, de esa forma, evitar caer en el espacio pantanoso de los plebiscitos. Solo una parte del trabajo político es discursivo. Es imposible, si se desea ser eficaz, remplazar la profesionalidad y la experiencia de los representantes para resolver intrincados asuntos de gobierno. La experiencia enseña que cuando prima lo deliberativo puede brillar la argumentación aguda y hasta original, pero que siempre se trata de momentos de escasa duración.
4. EL ESPACIO PÚBLICO COMO LUGAR DE DELIBERACIÓN
1. En las sociedades democráticas, la capacidad de la política para articular el espacio público se debía al procedimiento de la representación, gracias al cual se da forma a las opiniones, identidades e intereses. Lo contrario de todo ello es la inmediatez propugnada por el populismo, que busca —afirman— abolir la distancia entre gobernantes y gobernados, dando lugar a numerosas subvenciones improductivas y a fomentar el consumismo. «Para el populista, la democracia representativa, modestamente procedimental y prosaica, caracterizada por la lentitud y los compromisos, se presenta, por comparación con el ilusionismo sin límites, como insuficiente»110. En el horizonte de ese proceso se entiende la sociedad como un conjunto de minorías y el Gobierno como una ONG encargada de atender diversas demandas. En ese escenario aparecen con poder cada vez mayor las clientelas particulares y los derechos privados, lo que encaja con la lógica del mercado promovida por el neoliberalismo. Sabemos que la representación pasa por una crisis, porque quien es elegido en ocasiones solo representa al grupo que lo ha promovido y no a todos a su vez; por ello, solo la representación interesada en la acción pública podrá contrarrestar ese proceso. Y lo cierto es que una sociedad solo se conoce a sí misma si existe representación; de lo contrario conocerá tal vez detalles, tendrá proliferación de datos, pero no podrá concebirse colectiva y coherentemente. Es necesario respetar la lógica del espacio público.
2. Cualquier análisis de la práctica democrática actual no nos puede hacer olvidar la contradicción existente entre la convocatoria universal a participar en un espacio público y la fragmentación de los discursos y de los intereses en juego. Sea cual fuere el acercamiento al concepto de lo que es público nos remite a pensar que la práctica política tramite o convoque algo que sea integrador, común a todos. Ese espacio público ha sufrido una gran transformación, por razones culturales y tecnológicas, y por el diseño urbano de las grandes ciudades.
Ahora bien, el espacio público como el lugar en el que se delibera sobre lo común y donde se tramitan las diferencias no constituye una realidad compacta y cerrada, sino que obliga a una construcción laboriosa y variable que exige un trabajo de representación. Ese espacio acoge al conjunto de procedimientos mediante los cuales las decisiones políticas colectivas son formuladas y adoptadas con significativa influencia de las nuevas tecnologías de la información. Daniel Innerarity cree posible:
redefinir el ideal de la democratización a partir de la esfera pública, en la que se contiene la preeminencia de los valores constitutivos de la dimensión colectiva frente a los intereses particulares, de lo político sobre lo económico, de la comunicación sobre el mercado. No se me ocurre otro procedimiento mejor para hacer frente a la concepción de la política como mera gestión de los intereses y que tiene su origen en una idea de la sociedad como una colección atomista de individuos o grupos desvinculados entre sí111.
Sin espacio público el poder sería entendido como dominación y la opinión pública como lugar para las manipulaciones mediáticas. Y entonces se produciría una confrontación «donde el acontecimiento está por encima del argumento, el espectáculo sobre el debate, la dramaturgia sobre la comunicación, la imagen sobre la palabra»112. La pérdida del sentido de lo común es un elemento que sin duda dificulta la configuración del espacio público, que es en verdad el corazón de la acción política.
Los miembros de una sociedad no tienen solo derechos sino también deberes que van más allá del respeto a los derechos de los demás; en otras palabras, un compromiso con los intereses de la sociedad en su conjunto e inclusive más allá, porque el proceso de globalización implica ampliar el espacio público para gestionarlo adecuadamente, pues antes se entendía como un territorio propio del Estado nacional. En efecto, la soberanía del Estado ya no es indivisible, pues está diluida en un continuo flujo de interdependencias, tanto en el ámbito de lo económico como en el de lo financiero; es hoy un actor «semisoberano». Para articular políticamente a la sociedad, tendrá ahora que ser más cooperativo y concentrarse básicamente en los bienes colectivos esenciales, moderando los desarrollos sociales. Ello no hace que renuncie a su antigua pretensión de configurar el espacio social, pero ya no con el modelo jerárquico tradicional, que se ha debilitado sin remedio. En la actualidad debe contrapesar la dinámica centrífuga de los variados intereses y preferencias culturales, buscar la compatibilidad de los sistemas funcionales autónomos, con especial énfasis en sociedades heterogéneas, convirtiéndose en una instancia que asuma la responsabilidad por el sistema democrático en su conjunto. Como dice Innerarity, «tanta cooperación como sea posible, tanta jerarquía como sea necesaria, podría ser una máxima del buen gobierno y la buena administración»113.