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4. ¡DIOS LO HIZO PECADO POR NOSOTROS!
Jesús no podía cometer ni el más leve pecado: era —¡es!— verdadero Dios y verdadero hombre. Y sin embargo él cargó con la indescriptible sumatoria de todas las abominaciones, crímenes, bajezas, vicios, depravaciones, odios, discriminaciones, esclavitudes, torturas, engaños, prostituciones, violencias, traiciones, desamores, crueldades, miserias sin fin de la íntegra historia humana: todas esas iniquidades ya cometidas y todas las que habían de cometerse hasta el fin de los tiempos. Y cargó con todos esos pecados de esta misteriosísima manera: como suyos propios. Lo repetiremos con Isaías: «Fue traspasado por nuestras iniquidades, molido por nuestros pecados» (53, 4-5).
En el Nuevo Testamento, es san Pablo quien nos lo atestigua de la manera más expresa, rozando así el misterio más profundo de la Pasión del Señor: «A él, que no conoció pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros, para que llegáramos a ser en él justicia de Dios» (2 Cor 5, 21).
Deben entenderse bien estas palabras: nada más lejos de ellas que sugerir un pecado personal en la voluntad o en la conciencia de Cristo, cosa imposible para la santidad infinita del Verbo encarnado. Sin embargo, en su Encarnación él hizo suya nuestra condición tal como efectivamente era: más alejada de Dios por el pecado, de cuanto podamos imaginarla.
Por eso puede decir el apóstol esta palabra tremenda: ¡Dios hizo pecado a su Hijo, el Santo de los santos, para que nosotros los pecadores fuéramos santos en él! Y todavía: «Cristo nos ha redimido de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros» (Gal 3, 13). ¡Él mismo se hizo maldito de Dios, para que no lo fuésemos nosotros, que lo éramos como pecadores! Y san Pedro: «Sobre el madero cargó con nuestros pecados en su propio cuerpo, para que muertos al pecado, viviéramos para la justicia» (1 Pe 2, 24).
Estamos ante un hecho tan indecible, que —como se ha dicho— sería herético o blasfemo si lo afirmáramos por cuenta propia, y sin embargo, es obligatorio creerlo como misterio de fe.
Pero esta es la hora del príncipe de las tinieblas (Lc 22, 59). Cuando Satanás tentó a Jesús en el desierto al comienzo de su vida pública, y fue rechazado por tres veces, «se retiró de él hasta el momento oportuno» (Lc 4, 13). Ese momento oportuno, el de la gran tentación, es la agonía del huerto. Satanás sabe que no hubo ni habrá situación tan favorable como esta para atacar al hijo de Dios con todo el furor de los infiernos.
Como las del desierto, estas fueron verdaderas tentaciones, pero seguramente muchísimo mayores, porque tomaron la forma de una enorme resistencia —sentida, no consentida— a emprender la Pasión, a apropiarse de nuestro pecado, a dar en el huerto el primer paso hacia la cruz. Imaginamos al demonio presentando a Jesús el cuadro vivo de los pecados más repugnantes, de las perversiones más viles del corazón humano, y susurrándole al oído: ¿por esta raza deleznable vas a sufrir, por estos seguidores tuyos que te serán infieles? ¿Son acaso esta atrocidad y aquella torpeza y esa otra monstruosidad las que vas a hacer tuyas propias, seguidas de la ira de tu Padre?
Y allí está Jesús desfalleciente ante esas visiones, temblando en la soledad del huerto hasta sudar sangre por el colmo de su angustia (Lc 22, 44). Pues el infinito aborrecimiento que siente por el pecado es la resistencia que siente a hacerlo suyo.
Pero al mismo tiempo su clarividencia le mostraba la innumerable muchedumbre de los santos de toda época, nación y cultura (Ap 8, 9-10), cuyo camino estaba abriéndoles él con su Pasión, rumbo a ese cielo nuevo y a esa tierra nueva (Ap 21, 1) que les ganaba con su sangre. Aquella visión de la Jerusalén celeste (Ap 21, 10), que por momentos se sobreponía a la abrumadora presencia de la Jerusalén terrena, fue un consuelo inmenso, que contrarrestaba la previsión de las infidelidades de quienes harían vana para ellos su Pasión y muerte.
Quien tenga una noción ligera o superficial del pecado y de la gracia no entenderá gran cosa de la angustia de Cristo. Y hace falta una conciencia privilegiada para percibir, como les ha sido dado a tantas almas santas, el lugar de sus propios pecados dentro de ese océano de iniquidad que Cristo carga sobre sí: esa identificación de cada pecado nuestro, de cada egoísmo, de cada sensualidad, de cada ensoberbecimiento, de cada codicia personal dentro de esa carga que aplasta a Jesús en Getsemaní. Porque no hay cosa que mueva tanto a la contrición de nuestras culpas como esa percepción. ¡Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, perdónanos, Señor!
Jesús, hijo de María, nos revela su verdadera humanidad en forma conmovedora a lo largo de toda la Pasión. Tedio, pavor, angustia: ¿qué otra cosa podía producir ese peso mortal en quien es verdadero hombre? Pero lo que hace más asombrosa la infinidad de esos males, y del Mal que él padeció, es su divinidad. Quien así padeció en carne propia es el Hijo eterno del Padre eterno. El que está allí postrado en el huerto es… ¡«Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero»!, como rezamos en el Credo niceno.
Hay que renunciar a entender este misterio, pero no hay que renunciar a asombrarnos de él con un corazón amante y anonadado, con un corazón doliente y postrado ante su grandeza, y cada vez más a medida que avanzamos en el seguimiento de su Pasión, si queremos ser de veras contemplativos y coherentes con nuestra fe.
El Impasible se hace pasible (“padecible”), el Omnipotente es aplastado por el poder del pecado y del dolor y de la muerte: allí toca fondo del misterio de la Encarnación. «Se anonadó a sí mismo» (Flp 2, 7): se degradó amorosamente hasta el borde de la nada, entró en esa nada que es el pecado: el Todo-Ser se hizo nada para redimirnos de la nada. (Pensamos, por contraste, en los frívolos nihilismos de nuestro tiempo). Y si somos de Cristo, parece una desvergüenza que luego podamos hablar de nuestras “humillaciones”.
Jesús «fue probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Hb 4, 15), es decir, no podía pecar, pero su omnipotencia sí podía hacer de veras suyo nuestro pecado: «Dios lo hizo pecado…». Y junto con el pecado del mundo, «él tomó sobre sí nuestras enfermedades, cargó con nuestras dolencias» (Is 53, 4). ¿Cuáles? Todas. Jesús fue un hombre completamente sano, pero desde su agonía hasta su crucifixión y muerte él quiso padecer todo cuanto puede padecer el hombre enfermo en su cuerpo, en su ánimo, en su mente.
Es así como la enfermedad y sus penurias y limitaciones son para nosotros, a la hora de padecerlas, una situación privilegiada como pocas para acogernos al «varón de dolores, experimentado en el sufrimiento» (Is 53, 3), y unir toda dolencia al Gran Leproso, al «herido de Dios y humillado» (53, 4), porque así nos prometió él mismo que «encontraréis descanso para vuestras almas» (Mt 11, 29).
Cristo eleva hoy su ofrenda al Padre desde el fondo de los hospitales, asilos, hospicios, refugios, enfermerías, esos reductos de dolor donde una viejecita aquí, un niño allá, un minusválido más acá, musitan una oración de súplica por el mundo ancho y ajeno que les rodea. Y sabe Dios si no son ellos los que sostienen al mundo en ese módico grado de paz, de honestidad o de simple decencia, que tantos poderosos o magistrados, en medio de su mundanal bullicio, dificilmente son capaces de suministrarle.
5. RAZÓN DE SER DE LA PASIÓN
Para seguir la Pasión de Cristo hay que referirse por fuerza al pecado, al de Adán multiplicado por todos los nuestros. La primerísima culpa que Jesús debe expiar es, por supuesto, la que llamamos culpa original, la de nuestros primeros padres en el paraíso, el principio del que brotan nuestra separación de Dios y nuestra inclinación al mal.
Como hijos de Adán, los hombres «éramos por naturaleza hijos de la ira» (Ef 2, 3), y «ahora somos hijos de Dios» (1 Jn 3, 2). El Hijo de Dios vino al mundo «para borrar los pecados» (1 Jn 3, 5) y para hacernos hijos de Dios (Jn 1, 12). Derrama su sangre por nosotros «para el perdón de los pecados» (Mt 26, 28), dice Jesús en la Cena. Esta es la triple finalidad de la Pasión: perdonar nuestras culpas, hacernos hijos de Dios, y herederos de la vida eterna (Gal 4, 5-7). El que quiera entender la Pasión sin referencia al pecado, no entenderá ni lo uno ni lo otro.
El designio divino de nuestra salvación no necesitaba pasar por la Encarnación del Hijo en el seno de María Virgen, ni menos aun por el descenso del Verbo encarnado al fondo del oscuro abismo del pecado y de la muerte. Pero la generosidad divina quiso que fuera esta la forma de nuestra redención. Será útil detenernos un momento en la razón de ser de la Pasión. Ella reside esencialmente en el amor, y se significa en estos términos que lo expresan: sacrificio, expiación, perdón, redención, salvación.
El hombre pecador no puede salvarse a sí mismo, ni perdonarse sus pecados, ni ser acogido en el seno de Dios a quien ha ofendido, por enorme que sea su esfuerzo. Haga lo que haga, «mi pecado está siempre delante de mí» (Sal 51, 5). Puede arrepentirse y enmendarse de su pecado, pero no va más allá; es del todo impotente frente a esa realidad del mal —de su propio mal— que lo sobrepasa. «Nadie puede redimirse a sí mismo, ni pagar a Dios el precio de su rescate» (Sal 49, 8). Necesitábamos un salvador que fuera tan humano como quienes hemos pecado, y tan divino como lo es solo el Dios encarnado. ¡Necesitábamos a Jesús de Nazaret!
Esta es la buena nueva que reciben del ángel los pastores de Belén: «Os anuncio una gran alegría para todo el pueblo: hoy os ha nacido un salvador, que es el Cristo Señor, en la ciudad de David» (Lc 2, 10-11). Y a José: «Le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 21).
El Hijo de Dios se hace hombre para que el perdón de los pecados no sea una simple amnistía o un mero “perdonazo” celestial sin parte humana, sino una redención plena del hombre caído por parte del hombre que es Dios. Redimir es pagar un precio por un bien que se recupera o rescata: «Habéis sido comprados a un gran precio» (1 Cor 6, 20), el precio absolutamente máximo de la sangre de Cristo.
¿Por qué la sangre? Desde antiguo los hombres ofrecían a Dios o a los dioses ciertos sacrificios de bienes valiosos —animales— para ser perdonados. El sacrificio es una ofrenda a Dios para adorarlo y obtener algo de Él. El Antiguo Testamento incluía esos sacrificios de animales como parte esencial del culto divino (Ex 24, 5; 29, 1-42). Pero «siendo imposible que la sangre de toros y machos cabríos borre los pecados» (Hb 10, 4), viene el Hijo mismo a hacerse hombre y ofrecer su propia sangre como sacrificio, oblación u ofrenda agradable a Dios (5-10).
Lo absolutamente valioso de esta ofrenda expiatoria de Cristo es el dolor padecido por amor, es el amor que se expresa en el dolor. También cuando nosotros hablamos de expiar o desagraviar o reparar por los pecados propios y ajenos, solo podemos hacerlo por un acto de amor —a Dios y al prójimo— y en unión con Cristo, por él y con él, unidos por la oración a su sacrificio de amor en la cruz.
Sufrir no es algo de suyo religioso: es simplemente la condición del hombre después de la culpa original. Lo cristiano es el sufrimiento vivido como ofrenda de amor unida al amor de Cristo crucificado. Por eso mismo no hay cristianismo sin cruz, sin sacrificio: el que lo pretenda cae en un espejismo perverso.
Todo sacrificio nuestro, toda renuncia y ofrenda de un bien valioso, así como toda aceptación de un mal doloroso, como verdaderos sacrificios que son, expresan nuestra adoración ante la Majestad divina, y nuestra total dependencia con respecto a Dios. Pero poco y nada pueden valer esas ofrendas si no se identifican con la de Cristo en su Pasión. Y cuanto más consciente y deliberada sea esa identificación, más seguros estamos de que tales sacrificios, los que sea, alcanzan a los cielos por la mediación de Cristo sumo y eterno sacerdote.
A partir del perdón de los pecados, la Pasión del Señor trae positivamente a la humanidad una vida nueva: «Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). ¿Qué vida es esa? Es la «vida en Cristo», la vida de los hijos de Dios, la maravillosa vida sobrenatural de la gracia santificante (Rom 6, 22-23), que por los sacramentos y por la fe, la esperanza y la caridad nos diviniza: nos incorpora de manera indecible al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, y nos une a nuestro prójimo como a Cristo mismo. Y así, como hijos de Dios, la Pasión nos franquea las puertas de la vida eterna (1 Jn 2, 25), que permanecían cerradas para nosotros a causa de nuestras culpas.
6. CARGÓ CON NUESTRAS CULPAS COMO PROPIAS
A veces se piensa que Cristo cargó tan solo con el castigo que merecían nuestras culpas, y que lo hizo en vez de nosotros, por sustitución; que nos reempazó en el castigo, lo que habría sido ya sumamente generoso de su parte, pero no sería ni la sombra de lo que ocurrió. Esa versión tan jurídica de la Pasión, como un intercambio de castigos por nuestros pecados ante un Dios ofendido que pide satisfacción, ¿puede despertar en nosotros algo más que cierta gratitud, puede suscitar el amor encendido que despierta en nuestros corazones el Cristo identificado con nuestra miseria total?
Pues el misterio más inaudito y más adorable de la Pasión es este: la santidad de Cristo es infinita, y su imposibilidad de pecar es absoluta; y sin embargo él, el Hijo de Dios, «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29), el ser más puro que los mismos cielos, y ante el cual hasta los ángeles son de barro, en forma completamente misteriosa quitó el pecado del mundo haciéndolo suyo propio. Por decirlo así, no lo tomó sobre sus hombros, sino sobre su corazón, dentro de su insondable corazón. Debió hacerse una violencia tremenda para cargar en su corazón con aquello que él más odia en este mundo, con lo único que él odia: lo anti-Dios, que eso es el pecado; tomó como suyo lo que él aborrece con toda su fuerza divina y humana.
Cuando decimos «como suyo propio» apuntamos a un misterio que nos sobrepasa, y cuya expresión verbal no puede sino ser deficiente; pero así y todo, debemos ser fieles a la palabra del apóstol: Dios lo hizo pecado. Esta identificación suya con el pecado es la obra de una amorosísima solidaridad con lo más miserable de nosotros mismos, que es también lo más opuesto a su propio ser. No tenemos la menor idea, la menor explicación, de cómo pudo ser esto, ¡pero fue! El más inocente y puro de los seres que jamás hayan existido lleva ahora en su conciencia más crímenes que los seres más depravados y malignos del género humano. El tedio, la tristeza de muerte y el desfondamiento anímico del Señor son la consecuencia directa de esa apropiación.
Si se nos permite expresar en imágenes el misterio, diríamos que Jesús, en el momento de levantarse de su postración en el huerto, a duras penas se reconoció a sí mismo: se vio como otro. Fue como si sus manos estuvieran rojas de sangre inocente, y sus labios manchados por la mentira, y sus ojos ensuciados por visiones impuras, y su mente oscurecida por pensamientos innombrables, y su corazón lleno de crueldad hasta los bordes. Pero estas son imágenes pobres e inadecuadas de lo inexpresable.
Volvamos al concepto. Si la Pasión de Cristo fuera una mera sustitución de castigos, como una ficción legal (quien peca soy yo, pero el castigado es él, para que no lo sea yo), entonces la Pasión quedaría enteramente fuera de nosotros, y nosotros fuera de ella. A Cristo no lo rozaría el pecado, y a nosotros no nos rozaría su Pasión. Esta sería un intercambio externo de las consecuencias del pecado, que solo nos comprometería con una relación externa de gratitud moral.
¡Pero no!: Jesús se identificó conmigo, con mi humanidad pecadora y con la de todo el linaje de Adán, Jesús se apropió de nuestra maldición, y solo por eso nosotros nos podemos apropiar de su Pasión, y de la inmensidad de sus frutos de gracia y gloria. Por eso la Pasión de Cristo es lo más importante que le haya ocurrido jamás en su vida a cada uno de nosotros personalmente.
Aquella idea de la redención como un intercambio jurídico de castigos suele ir de la mano con el sentimiento de un Dios que es Juez castigador, un amo severo que vigila nuestros pasos para encontrarnos en falta y cobrarnos la cuenta: idea insoportable, que lleva a una vida moral disminuida, o incluso al abandono de la práctica cristiana. Es penoso pensar o sentir así de un Dios que es Amor, que por amor carga a su Hijo con nuestros pecados, que por amor nos exige y por amor lo perdona todo, y que nos mira en todo momento con los ojos benignos de su infinita misericordia.
Una sentencia sabia afirma, ante el asombro por los sacrificios más conmovedores de la vida: el amor hace cosas así. De la inmolación de Cristo por nosotros podemos decir: el Amor infinito hace estas cosas, solo el Amor increíble de Dios en Cristo Jesús por los pecadores hace lo que hizo él por nosotros en su Pasión.
7. LA TRIPLE PETICIÓN AL PADRE
A la luz de ese misterio entendemos mejor dos realidades principales de la agonía del huerto. La primera es la oración que Jesús dirige a su Padre cuando ha quedado a solas y cae de rodillas sobre la tierra (Lc 22, 41). Los judíos no oraban de rodillas sino de pie: Jesús cae porque sus fuerzas no lo sostienen erguido. Y luego, ya ni siquiera sus rodillas lo sostienen, y cae «rostro en tierra» (Mt 26, 39). No puede estar de pie y elevar la vista al cielo, como había hecho tantas veces al orar, porque la carga de nuestros pecados le aplasta contra el suelo.
Postrado en el polvo del huerto, Jesús está librando un combate mortal consigo mismo, en auténtica agonía, bajo el peso intolerable del pecado del mundo. Entonces dirige al Padre por tres veces esta súplica inaudita: «Padre, si quieres, ¡aparta de mí este cáliz!» (Lc 22, 42).
¡Padre, Padre mío! ¿Debo cargar también con esos odios luciferinos, con aquellos ríos de sangre vertidos por la ambición, con esas lujurias arrastradas, con aquellos errores y horrores de la inteligencia, con esos innumerables atropellos a la dignidad humana, con aquellos infames enriquecimientos a costa de tus pobres? ¿Y también debo padecer por aquellos que rechazarán esta sangre mía, y por tus ministros corruptos, por los sacerdotes de doble vida, por los desertores, por los falsos doctores que arrancarán jirones enteros de tu Iglesia mediante herejías y cismas y divisiones de toda especie?
Debió ser atroz esa previsión de sus dolores desperdiciados por aquellos hombres que nada querrían saber de su sacrificio, o que harían inútil su inmolación por ellos, y estériles sus milagros y sus parábolas, o que rechazarían la gracia de la conversión, del bautismo o del perdón de los pecados, ¡de los últimos sacramentos antes de morir! Y sobre todo debió estremecerlo la previsión de quienes, siendo sus ministros, desde el interior de su Iglesia la iban a profanar, a dividir, a hacer despreciable ante los hombres. «¿Para qué servirá mi sangre?» (Sal 30, 10).
Y por eso ¡aparta de mí este cáliz! Pero ¿cómo es posible que pida al Padre ser dispensado del camino de la cruz, hacer que pase de largo este cáliz, cuando él ha venido al mundo para beberlo? Es posible que lo pida, porque ese cáliz es infinitamente nauseabundo, porque contiene todas nuestras abyecciones, porque encierra el vómito de los infiernos. Y es posible porque Jesús, verdadero hombre, es como uno de nosotros: no quiere sufrir. ¡Cuánto nos conmueve que él haya dejado hablar a su naturaleza humana, con toda su aversión al sufrimiento! ¡Cómo se parece a nosotros en esa reacción: aparta de mí este cáliz! No lo amaríamos tanto sin ese desliz verbal de su sensibilidad.
El mejor indicio que poseemos de la malignidad profunda del pecado a los ojos de Dios es el horror de Cristo frente al cáliz que ha de beber, repleto como está de esa pócima del diablo. Tanto aborrece Dios el pecado mortal, que para repararlo «no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rom 8, 32).
Padre, si quieres… Jesús pide lo que pide a gritos su condición humana, pero… ¡atención!: lo pide siempre y cuando sea lo que su Padre quiere. ¿No nos avergüenza pedir a secas y sin más lo que deseamos, como exigiendo un derecho, y si no nos es concedido, escandalizarnos de la Providencia y quejarnos de no ser oídos? ¡De no ser oídos por quien todo lo oye en el cielo y en la tierra! En esos casos, en vez de declarar inútil la oración, o incluso de vacilar en la fe, debemos meditar en esta primera petición, que Dios no concedió a su propio Hijo.
¿No la concedió? La oración es siempre oída, y más la de Cristo, que su Padre escuchó así: ¡resucitándole al tercer día! Y a nosotros ¡haciéndonos hijos suyos, hijos en el Hijo! Así escucha Dios nuestras plegarias, así concede nuestras peticiones: no a la manera nuestra, sino a la suya. Sería terrible que lo hiciera a la manera nuestra, a la medida de nuestros deseos, inciertos cuando no insensatos, puesto que «no sabemos pedir lo que conviene» (Rom 8, 26). Cuando no obtenemos lo pedido, es porque el Señor nos está preparando un bien mayor a sus ojos, es decir, objetivamente mayor y mejor.
Oigamos ahora la petición siguiente, que trajo al mundo la redención. Pues en efecto, tras unos instantes de recogimiento, Jesús continuó de esta manera su plegaria al Padre: «Pero no se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22, 42). Así oró el Hijo encarnado y anonadado, «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2, 8). Esta es la oración más alta que se haya elevado jamás de la tierra al cielo. Es la oración infinitamente agradable al Padre celestial, la que más conmueve su corazón de Padre y sus entrañas de misericordia: ¡no que pase de mí este cáliz, sino lo que quieras Tú!
Para orar de ese modo, Jesús debió hacer una formidable violencia a su naturaleza humana, que gemía de repugnancia ante la porquería sin fondo de ese cáliz. La voluntad humana de Jesús, en el clímax de su agonía, se identificó por completo con la voluntad de su Padre, sin diferencia alguna, sin la menor reserva, en un acto de heroísmo supremo y máximo entre todos los heroísmos de la historia: «¡No sea como yo quiero, sino como quieras Tú!» (Mt 26, 39). Y repitió por segunda vez esta oración (Mt 26, 42); «oró repitiendo las mismas palabras» (Mc 14, 39).
Hay oraciones —ninguna como esta— tan hermosas, o tan precisas, o que cuadran tan exactamente con la necesidad o el estado de alma de un momento, que llaman a la repetición, y que, lejos de gastarse o de hacerse rutina, acrecientan su significado. Jesús debió repetir a menudo algunos versículos preferidos de los salmos, tal como nos recomendó repetir el Padrenuestro, donde también pedimos: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo».
Cuando sufrimos intensamente, la oración más llena de fe, de abandono en la Providencia, de identificación con Cristo crucificado, de confianza en nuestro Padre del cielo, es esta: ¡no se haga mi voluntad sino la tuya! Es la cláusula que se supone incluida en toda petición nuestra, aunque no la pronunciemos en forma explícita (¡y mejor si lo hacemos!), y es la oración que trae al alma doliente una asombrosa paz interior, porque nos hace parte del abandono de Cristo en brazos de su Padre. Es la oración que propiamente podemos llamar oración de los hijos de Dios.
Cuando hay que beber el cáliz de la enfermedad, del desprecio, del fracaso, de la pobreza, cuando la Providencia pone en nuestros labios ese cáliz que aborrecemos (¡como Cristo!), orar entonces como él oró es el camino seguro para alcanzar la paz del alma y la alegría suprema de la Resurrección: ¡hágase tu voluntad!
¿Con qué nombre invocó Jesús a su Padre en esta hora de dolor supremo? Con el nombre que usaba habitualmente: «¡Abbá, Padre!». (Mc 14, 36). Abbá era el apelativo cariñoso con que los niños hebreos llamaban a sus padres. Ese nombre debió resultar asombroso para los oídos israelitas. Debía ser él, el Hijo eterno, el que nos enseñara también a nosotros a llamar así al Altísimo, a orar (y a vivir la vida entera) con el espíritu de la filiación divina (Rom 8, 15), a tratar a nuestro Padre Dios con confianza de niños, de niños pequeños que se abandonan tiernamente en los brazos amorosos de su Padre del cielo.
Durante toda su Pasión, que será una continua oración, Jesús se dirigirá a su Padre del cielo con este nombre entrañable: «¡Abbá, Padre!» (Mc 14, 36).